(Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 20 de enero de 2009)
Año nuevo, cuentos nuevos. Hoy les traigo una fábula, no tan fabulosa, de Jean de La Fontaine.
VERSIÓN CLÁSICA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo. Por el contrario, su vecino, hombre opulento, nunca cantaba y dormía poco y mal. Si algún día conseguía dormirse le despertaban los gorgoritos del zapatero. Un día llamó a su vecino y le preguntó “¿Cuánto dinero gana usted al año, señor zapatero?”. El zapatero, tras encogerse de hombros y sonreír, repuso “Mis cuentas no van tan lejos, señor banquero, mi cabeza no alcanza a tanto. Me basta con llegar a fin de año sin deudas”. Rió el banquero ante tanta candidez y le dijo “Quiero que se lleve una grata sorpresa, señor zapatero. Tenga cien escudos y guárdelos en lugar seguro por si alguna vez necesita de ellos”. El zapatero abrió unos ojos como naranjas creyendo que se encontraba frente a un milagro. Regresó a su casa y escondió el dinero debajo de un ladrillo. Desde aquel día dormía poco ya que se despertaba frecuentemente con horribles pesadillas creyendo que le habían robado los cien escudos. Desaparecieron como por ensalmo sus ganas de cantar. ¡Desconfiaba hasta de su sombra!. Cuando la tensión estaba a punto de destrozarle, cayó en la cuenta y corrió a casa del banquero, que ahora podía dormir por las noches, diciéndole “Devuélvame mis canciones y mis sueños perdidos, porque yo le devuelvo, ya mismo, sus cien escudos”.
VERSIÓN ADAPTADA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo y estaba encantado de haberse conocido. Tan era así que, arreglando zapatos y cambiando suelas y cordones, creía que podía arreglar el mundo. Por el contrario, su vecino, que era un hombre rico y acomodado, no cantaba y tampoco dormía, y no sólo por las preocupaciones de cada día, sino porque el coñazo del zapatero que vivía debajo de su casa no paraba de cantar. Ocurrió que se casó el zapatero, y su señora, que era aficionada como él al bel canto y, además, intérprete de acordeón, le acompañaba en sus trinos matutinos y vespertinos, porque lo cierto es que no paraban de cantar ni un solo segundo. El pobre banquero, casi enloquecido por la vigilia, concibió una idea desesperada. Llamó al zapatero y le propuso darle su apoyo para el cargo vacante de burgomaestre de la villa. “Así se trasladará a vivir al palacio burgomaestril y podré descansar en paz. De paso, agobiado con los problemas de la villa, el que no podrá dormir será el”, pensó el muy desquiciado banquero. El zapatero abrió unos ojos como naranjas, ya saben, y aceptó la propuesta entusiasmado. Así pues, el zapatero se convirtió en burgomaestre y el banquero se dispuso a dormir a pierna suelta.
Pero hete aquí que las aficiones canoras del nuevo burgomaestre no se quedaron en el taller de zapatero remendón sino que lo acompañaron a palacio. Lo primero que hizo fue ordenar la creación de un coro municipal, al frente del cual puso a su señora. Y como el orfeón no tenía donde ensayar les cedió su taller de zapatería para que ensayaran día y noche. Además, para poder pagar los sueldos de todos aquellos tenores, barítonos, bajos, sopranos, mezzo-sopranos y contraltos, así como los de los músicos acompañantes, acordeón incluido, estableció un impuesto especial que, en honor de su antiguo vecino al que reputaba melómano empedernido, no en vano aguantó sin rechistar los cánticos del zapatero durante años, deberían pagar los banqueros de la villa. Luego de esto, el zapatero-burgomaestre se dispuso a arreglar el mundo.
Pero eso, como diría Rudyard Kipling, eso ya son otras fábulas.
VERSIÓN CLÁSICA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo. Por el contrario, su vecino, hombre opulento, nunca cantaba y dormía poco y mal. Si algún día conseguía dormirse le despertaban los gorgoritos del zapatero. Un día llamó a su vecino y le preguntó “¿Cuánto dinero gana usted al año, señor zapatero?”. El zapatero, tras encogerse de hombros y sonreír, repuso “Mis cuentas no van tan lejos, señor banquero, mi cabeza no alcanza a tanto. Me basta con llegar a fin de año sin deudas”. Rió el banquero ante tanta candidez y le dijo “Quiero que se lleve una grata sorpresa, señor zapatero. Tenga cien escudos y guárdelos en lugar seguro por si alguna vez necesita de ellos”. El zapatero abrió unos ojos como naranjas creyendo que se encontraba frente a un milagro. Regresó a su casa y escondió el dinero debajo de un ladrillo. Desde aquel día dormía poco ya que se despertaba frecuentemente con horribles pesadillas creyendo que le habían robado los cien escudos. Desaparecieron como por ensalmo sus ganas de cantar. ¡Desconfiaba hasta de su sombra!. Cuando la tensión estaba a punto de destrozarle, cayó en la cuenta y corrió a casa del banquero, que ahora podía dormir por las noches, diciéndole “Devuélvame mis canciones y mis sueños perdidos, porque yo le devuelvo, ya mismo, sus cien escudos”.
VERSIÓN ADAPTADA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo y estaba encantado de haberse conocido. Tan era así que, arreglando zapatos y cambiando suelas y cordones, creía que podía arreglar el mundo. Por el contrario, su vecino, que era un hombre rico y acomodado, no cantaba y tampoco dormía, y no sólo por las preocupaciones de cada día, sino porque el coñazo del zapatero que vivía debajo de su casa no paraba de cantar. Ocurrió que se casó el zapatero, y su señora, que era aficionada como él al bel canto y, además, intérprete de acordeón, le acompañaba en sus trinos matutinos y vespertinos, porque lo cierto es que no paraban de cantar ni un solo segundo. El pobre banquero, casi enloquecido por la vigilia, concibió una idea desesperada. Llamó al zapatero y le propuso darle su apoyo para el cargo vacante de burgomaestre de la villa. “Así se trasladará a vivir al palacio burgomaestril y podré descansar en paz. De paso, agobiado con los problemas de la villa, el que no podrá dormir será el”, pensó el muy desquiciado banquero. El zapatero abrió unos ojos como naranjas, ya saben, y aceptó la propuesta entusiasmado. Así pues, el zapatero se convirtió en burgomaestre y el banquero se dispuso a dormir a pierna suelta.
Pero hete aquí que las aficiones canoras del nuevo burgomaestre no se quedaron en el taller de zapatero remendón sino que lo acompañaron a palacio. Lo primero que hizo fue ordenar la creación de un coro municipal, al frente del cual puso a su señora. Y como el orfeón no tenía donde ensayar les cedió su taller de zapatería para que ensayaran día y noche. Además, para poder pagar los sueldos de todos aquellos tenores, barítonos, bajos, sopranos, mezzo-sopranos y contraltos, así como los de los músicos acompañantes, acordeón incluido, estableció un impuesto especial que, en honor de su antiguo vecino al que reputaba melómano empedernido, no en vano aguantó sin rechistar los cánticos del zapatero durante años, deberían pagar los banqueros de la villa. Luego de esto, el zapatero-burgomaestre se dispuso a arreglar el mundo.
Pero eso, como diría Rudyard Kipling, eso ya son otras fábulas.
1 comentario:
Pero vamos a ver, ¿usted es que lee el futuro? Enhorabuena por el artículo y siga escribiendo, por favor.
Publicar un comentario