lunes, 28 de diciembre de 2015

Los santos inocentes

(Artículo publicado el 29 de diciembre de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)


Proclama el artículo 24.2 de la Constitución Española que todas las personas tienen derecho a la presunción de inocencia. Pero como ocurre con tantos otros postulados constitucionales, una cosa es lo que diga el precepto y otra bien distinta es lo que ocurre en la calle. España es lamentablemente un país lleno de prejuicios, o sea, que prejuzga con enorme ligereza lo que las leyes y la moral obligan a considerar con mucha cautela y con una gran dosis de caridad, entendida ésta última como un ejercicio de amor y respeto al prójimo. En estas fechas en que se nos llena la boca de buenas palabras y de mejores deseos para todos, no deja de sorprenderme que sigamos condenando al inocente con absoluta frialdad, cuando no con auténtico encono.

Y es que también en Navidad celebramos el recuerdo de aquella matanza de inocentes ordenada por Herodes con la única finalidad de eliminar a un supuesto competidor al trono de Israel que, según le habían dicho, acabada de nacer en tierras de Judea. Para ello, no tuvo empacho alguno en pasar a cuchillo a todos los niños judíos cuya única culpa era la de haber nacido en las mismas fechas en que lo hizo Jesús en su modesto pesebre. Herodes no ha pasado a la historia como el buen rey que pudo ser, sino como el hombre cobarde y sin entrañas que derramó la sangre inocente de los recién nacidos por miedo al hijo de un carpintero. En el Belén de Salzillo, que hace muchos años se instalaba en la Plaza de la Cruz, había un pequeño grupo compuesto por un par de figuras que en mi mente de niño provocaba una especial desazón y que aún hoy me la produce: se trata de ese soldado de la guardia de Herodes que, brazo en alto, sujeta por una pierna a un niño recién nacido, mientras se dispone a darle el tajo mortal con la espada. Arrodillada frente a él, la madre del niño tiende suplicante sus manos al soldado. Siempre supe que sus ruegos no tuvieron efecto.

¿Se han preguntado alguna vez a cuántas personas inocentes condenamos al día sin haber considerado siquiera una palabra en su descargo? No me refiero ya al linchamiento que sufren todos aquellos que, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, se ven atrapados (¿imputados?, ¿investigados?, ¿implicados?, ¿qué más da el término que se emplee?) en las ruedas de la justicia o en el escándalo mediático, que también me refiero a ellos, sino a muchos otros a quienes excluimos de nuestro mundo perfecto y equilibrado porque nos estorban o porque no encajan el él: a quienes se nos acercan a pedir una ayuda y que condenamos de forma inmediata como reos del peor de los delitos sociales, la pobreza y la marginalidad; a quienes por sus trazas, su tez oscura y sus barbas identificamos al instante como pertenecientes a la Yihad más peligrosa, sin detenernos a pensar que no lo son en modo alguno; a quienes, porque son jóvenes y alborotan, que es lo que han hecho todos los jóvenes de todas las especies animales desde que el mundo es mundo, condenamos con mirada desaprobadora al silencio y a la quietud de la vejez prematura; a los propios ancianos, que con su lentitud entorpecen nuestro camino vertiginoso y ocupado, a quienes sentenciamos sin apelación posible a la mesa camilla y al rincón más alejado; al más afortunado que nosotros, de quien alimentamos gratuitamente el rumor del origen dudoso de su fortuna; al vecino, porque no tenemos otra cosa mejor que hacer.

Ahora que acaba el año, ¿se han parado ustedes a pensar a cuántos inocentes hemos acuchillado, cuántas famas hemos manchado de manera injusta e irreparable, cuánto sufrimiento innecesario hemos derramado a nuestro alrededor a causa de nuestros prejuicios?

La sangre que derramó Herodes es la sangre que seguimos derramando cada día, tanto más inocente cuanto más inútil es derramarla. La desconcertante realidad, viejo Herodes, de cuya constatación aún no te habrás repuesto, es que Jesús no había venido al mundo a ocupar tu trono, sino el suyo, el que le estaba destinado desde el principio de los tiempos, el trono de un Reino que no era de este mundo ¡Y para eso cargaste con la sangre inocente por toda la eternidad!

Pobre Herodes.
.

martes, 22 de diciembre de 2015

El pesebre en el palacio

Nacimiento obra de Jesús Griñán instalado en el Salón de Baile del Real Casino de Murcia


            Hace algo más de dos mil años nació un niño en un mísero establo del pueblecito judío de Belén. El hecho no habría tenido más trascendencia si no fuera porque el nacido en lugar tan humilde iba a protagonizar la revolución más grande que vieran los siglos. Para muchas personas de su tiempo Jesús de Nazareth encarnaba una promesa cumplida, la llegada del Mesías, el Esperado, al que se referían tanto las profecías de los textos bíblicos como muchas profecías y augurios de los gentiles. Sócrates, Platón y Aristóteles hablaban de un Hombre de Dios que bajará a redimir las ciudades. Hasta Cicerón, muerto cuarenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, le escribe a Ático acerca de “la venida la Mundo de un ser divino, el Ser Sumo, que se haría carne mortal”. Incluso le contó de un sueño en el que veía un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco, que mostraba en todas sus cúpulas las señal infame de los ajusticiados, la cruz. También Virgilio, muerto diecinueve años antes de que Jesús naciera, escribe en su cuarta égloga que nacerá un ser que salvará a la Humanidad de su condena y que “recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre”.
            Cuento todo esto porque el hecho corriente del nacimiento de un niño, tanto más corriente cuanto que nació en una cuna tan humilde como un pesebre, se convirtió en un acontecimiento de trascendencia universal por la sencilla razón de que con su nacimiento y con su vida, con su palabra y con su testimonio, con su muerte y, muy especialmente para quienes profesamos la fe cristiana, con su resurrección, cambió el mundo para siempre.
            En Navidad se conmemora ese nacimiento y lo que ese nacimiento significa. No importa que haya quienes quieran celebrar otra cosa, la fiesta del pavo y del turrón, el solsticio de invierno, la fiesta del árbol, o una edición sardinera y congelada de moros y cristianos. No importa que haya quienes sólo vean en la Navidad una orgía de consumismo, o una excusa para desempolvar los esquíes o para tostarse en una de esas playas del hemisferio sur que se encuentran a menos de doscientos euros de distancia. Nada de eso importa, porque nada de ello puede alterar el mensaje de la Navidad cristiana, tan sencillo de entender y tan difícil de materializar. La Virgen, el Niño y San José, en su humilde pesebre representan la promesa de la Reconciliación del hombre con Dios y del hombre con el hombre. Como cada año, el saludo del ángel a los pastores resonará de nuevo en las alturas: Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y, como cada año también, muchos permanecerán sordos a él.
           Verán ustedes, hay quienes pensamos que montar el belén o colocar un nacimiento no es sólo una forma de cumplir con una tradición muy española. Es por encima de todo una manera de proclamar el mensaje de Paz de la Navidad, el más universal de los mensajes. Escribía Chesterton que es frecuente que un niño se convierta en Rey, pero sólo una vez en la historia ocurrió que un Rey se convirtiera en Niño. En el Real Casino de Murcia hemos instalado un bellísimo nacimiento, obra de Jesús Griñán. Es un humilde pesebre dentro de un palacio. La paja dorada no es menos dorada que las sedas y oropeles del Salón del Baile. La pequeña cuna, vestida con el forraje de los animales, brilla aún más que las lámparas de cristal de roca que alumbran la escena, y la vara de San José ha florecido bajo los cielos pintados. Es un palacio que alberga un pesebre. Y, aun así, el mensaje sigue siendo el mismo que el que se oyera hace más de dos mil años: Paz a todos los hombres de buena voluntad.

Que así sea.
.

martes, 15 de diciembre de 2015

Si hay nubarrones, coge un paraguas




El otro día me di de baja en Facebook. Bueno, realmente no me dí de baja, entre otras cosas porque no sé cómo hacerlo. Lo que hice fue anunciar que lo dejaba, desconectarme yo mismo y dejar que la red siguiera su curso. A los pocos días, la curiosidad que mató al gato me hizo abrir la página para echar un vistazo. Y lo que encontré me sorprendió. Muchas personas, muchas más de las que pensaba, me habían escrito su comentario lamentando “perderme de vista” a mí y a mis citas. Últimamente tenía por costumbre despedir el día con un cita de Tagore bajo el poético título de “Medianoche”, y saludarlo con otra que bauticé “Amanecer”. Por lo que supe al conectarme, mis citas de Tagore, así como mis comentarios irónicos de otros tiempos, tenían más amantes que detractores. Encontré a mucha gente que encontraba en las citas de Tagore un mensaje de paz o de estímulo, un bálsamo con el que aliviar sus temores o sus frustraciones. Exactamente lo que a mí me ocurría.

Y es que la palabra hecha belleza de Tagore, sus pensamientos dulcemente expresados, su sencilla filosofía  de la vida, su delectación en las cosas más simples, además de conmover sentimientos y afectos universales, causan como una especie de regresión al amor primero, al que siente el niño por un cachorrillo, por un objeto que brilla, por el juego constante del agua.

Hoy se nos previene de la adicción a las redes sociales. Y hay mucho de verdad en el peligro de quedar prendidos en ellas, pero también mucho de injusto. Las redes enganchan porque el hombre necesita relacionarse con el hombre, como antes lo hacía en la tertulia lánguida de un casino, o mediante cartas primorosamente escritas, o, habida cuenta de que las distancias eran en ocasiones casi insalvables, en encuentros personales muy de cuando en cuando. Hoy el mundo gira vertiginosamente y apenas hay tiempo para hablar y casi ninguno para sentarse a escribir una carta, de tal suerte que las redes han venido a rellenar ese hueco. La culpa no es de las redes, créanme, sino de la velocidad mareante con la que transitamos por la vida. Si fuéramos más despacio, si las tardes volvieran a  ser largas y cansinas, con horas y horas que rellenar de conversaciones y encuentros, si hubiera tiempo ganado al torbellino en que hemos convertido la vida, si encontráramos un momento para escribir una carta de amor o de amistad vieja, si esperáramos con impaciencia a que llegara el día de volver a ver al amigo para hablar de todo un poco, entonces las redes serían como aquellos telegramas que contenían un mensaje que no podía esperar al lento traqueteo del tren correo.

También sirven las redes para estar informado de multitud de cosas, si bien la mayoría de ellas resultan insustanciales e innecesarias, aunque divertidas. Pero si lo que uno quiere es estar formado, antes que informado, lo mejor es no acudir a las redes sino al viejo libro. El conocimiento requiere tiempo para asentarse y una cierta pausa para su asimilación. Es la verdad de los libros la que te hace libre, la que te proporciona ese pensamiento crítico e independiente que nos permite ser actores y no simples espectadores de la vida.

Si me permiten el consejo, disfruten de las redes en lo que valen, úsenlas y escojan lo que más les guste, relaciónense a través de ellas, y beban de sus fuentes. Pero, de vez en cuando, abran un libro y lean pausadamente y, si todavía recuerdan en qué consiste, escriban una carta, a mano si es posible, y hablen de lo suyo. Verán que, a diferencia de las redes, tienen tiempo para pensar en lo que dicen.