martes, 29 de marzo de 2011

La vida es bella

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(Artículo publicado el 29 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)






El número 4 de la calle del Jardín Zoológico en Berlín podría ser muy bien el lugar de partida de una novela cualquiera y, si me apuran, hasta de una bonita novela de aventuras infantiles como La Historia Interminable del alemán Michael Andreas Helmut Ende. En la calle del Jardín Zoológico podría haber estado la tiendecita de libros de ocasión del señor Karl Konrad Koreander, en la que Bastián Baltasar Bux encontró su libro y con él su camino al reino de Fantasía a punto de ser destruido por la Nada. Pero no fue así.



Hoy no existe el número 4 de la Tiergarten Strasse. En su lugar hay una plaza en la que se ubica un monumento de estilo minimalista del que es autor el norteamericano Richard Serra. El monumento conmemora a las casi trescientas mil personas, enfermos mentales, minusválidos y niños deficientes en su mayor parte, que fueron asesinados en aplicación del programa nazi de eutanasia conocido como T-4 en honor de la que fuera su sede, un palacete situado en el número 4 de la Tiergarten Strasse, la calle del Jardín Zoológico. Un anuncio publicitario de la época informaba a los ciudadanos alemanes de que el coste para la sociedad de la vida de una persona que sufriera taras hereditarias era de 60.000 marcos y que ese dinero “querido ciudadano, es tambien tu dinero”, sentenciaba el anuncio. Tal vez por ello, la mayor parte de la sociedad alemana, que por cierto no pensaba sobre este asunto de manera muy diferente a como lo hacía la británica o la norteamericana, miró hacia otro lado y pensó que, en efecto, las cosas irían mucho mejor sin el lastre de los enfermos incurables y los deficientes mentales.



Cuando el gobierno nazi puso en práctica su programa de eutanasia fueron pocas, muy pocas, las voces que se alzaron en contra. Una de ellas fue la del obispo católico Clemens August Graf Von Galen quien, en una serie de homilias pronunciadas en la catedral de Münster durante el verano de 1941, condenó públicamente el régimen nazi y de manera muy especial los asesinatos eutanásicos: “Si los discapacitados pueden ser asesinados impunemente entonces el camino está abierto para el asesinato de todos nosotros cuando seamos viejos y débiles y, por tanto, improductivos. Si un régimen político puede ignorar el Mandamiento que prohíbe el asesinato, puede entonces echar a un lado a los otros nueve”. Muy poco antes de su muerte, Von Galen fue nombrado Cardenal por el Papa Pio XII y, más recientemente, se convirtió en el primer beatificado por Benedicto XVI, precisamente el primer Papa alemán de la Historia de la Iglesia Católica.



Hoy los tiempos han cambiado, ya no hay gobiernos nacionalsocialistas que hagan propaganda de la eutanasia de manera tan burda. Hoy es diferente. Hoy, se producen películas que nos hablan con dulces y enternecedoras palabras del derecho a morir con dignidad. Hoy, los políticos y políticas de la izquierda nos predican muy elocuentemente acerca del derecho de la mujer a decidir respecto de su propio cuerpo y sobre su futuro…, aunque sea a costa del cuerpo y del futuro de su hijo no nacido. Hoy, los gestores del sistema nos cuentan que es mejor paliar los sufrimientos de un enfermo terminal administrándole una sobredosis de calmantes antes que seguir gastando recursos económicos y médicos, tan escasos por otra parte, en quienes no los necesitan porque, qué cosas, no los van a aprovechar. Hoy, los mismos gestores de la cosa pública nos explican que esos recursos son más necesarios para aquellos que tienen más posibilidades de vivir, comenzando por supuesto por los sanos. Hoy, los políticos que ya no son nacionalsocialistas nos hablan de asegurar las pensiones, y de optimizar el gasto farmacéutico y médico, y del derecho de la persona a la muerte digna, y de la libertad de la mujer a usar de su cuerpo como y cuando mejor le parezca. Hoy, como ven, todo es diferente.



Por eso, porque hoy es todo tan diferente, me ha resultado tan sorprendentemente grato ver y escuchar un anuncio publicitario realmente distinto de aquel cartel nazi del Neues Volk (“Un pueblo nuevo”). Se trata del anuncio que ha producido la Conferencia Episcopal Española para la campaña “Siempre hay una razón para vivir” y que pueden ustedes ver pinchando en la siguiente dirección de Internet:



www.siemprehayunarazonparavivir.com



Como dijeron hace unos años los Obispos Españoles “la fe, la esperanza y la caridad, son los verdaderos caminos hacia la muerte buena y digna”. Les garantizo que este anuncio sí que es diferente, tanto como la vida lo es de la muerte. Atrévanse a verlo y encontrarán razones para vivir.



Y para dejar vivir.



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martes, 22 de marzo de 2011

Apokalypse

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(Artículo publicado el 22 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Las catástrofes de Japón −un terremoto, un maremoto, varias tsunamis de fuerza destructora y una central nuclear vomitando radiactividad, todas al mismo tiempo y convertidas como no podía ser de otra manera en un impactante espectáculo mediático−, con ser muy graves, no son lo más preocupante que acontece en el mundo. Es cierto que desde hace unos años asistimos espantados a una sucesión acelerada de catástrofes más o menos naturales. A un terremoto le sigue otro y, a éste, un huracán o un tifón y, luego, una sequía espantosa, el desbordamiento de un gran río por las lluvias torrenciales y la paralización de todo un país a causa de la nieve. Y después, un maremoto, que es lo que produce esas olas gigantescas de fuerza devastadora; y la erupción de un volcán que borra del mapa ciudades enteras; y un incendio casi inextinguible que devora cientos de miles de hectáreas.


Alguien me dirá que eso ya pasaba antes y yo le diré que tal vez pasara, pero en lo que me asiste la memoria no recuerdo una acumulación tal de desastres, con tan elevado número de víctimas además. Es cierto que ahora, con los sistemas globalizados de comunicación, no se nos escapa una y que las zonas devastadas están más pobladas que antes. El crecimiento demográfico ha engendrado ciudades cancerosas e insostenibles y, especialmente en los países más pobres, hemos habitado los lugares más peligrosos, inestables e insalubres del planeta. Y ocurre también que las catástrofes ya no distinguen, como antes lo hacían, entre pobres y ricos, excepto en que a éstos últimos tal vez les cuestan menos vidas; pero la destrucción causada en el sudeste de Estados Unidos por el huracán “Katrina” o la del terremoto de Japón no son menores que las que originan los terremotos en Centroamérica o los ciclones en el sur de Asia. Y, sin embargo, a éstas últimas les prestamos mucha menos atención. Con resignación distraída aceptamos pagar el precio de nuestra insoportable levedad en Guatemala o en Haití, pero nos rebelamos si se nos quiere cobrar en la ciudad de Los Ángeles o en la costa de Japón.


Ahora que mueren menos hombres a causa de las guerras −las hacemos muy civilizadas, con resolución de la ONU y todo, con carácter selectivo y causantes sólo de efectos colaterales, y hasta las bautizamos con nombres de perfume hortera como “Tormenta del Desierto”, “Libertad Duradera” y “Odisea del Amanecer”−, diríase que el Segundo Jinete, el del caballo rojo, anda de capa caída y que la Naturaleza se ha tenido que ocupar ella misma de aligerar su sobrecarga humana. La alarma nuclear ha provocado que el Comisario alemán de la Energía haya pronunciado el término fatídico Apokalypse, la temible palabra griega que significa en origen revelación pero que se ha vuelto sinónimo de devastación y de exterminio. Dicho así, en alemán, con la tremenda eficacia que le otorga la ka intermedia, la palabra suena aún más terrible que en inglés o en español, en cuyo idioma hemos procurado además sustituirla por eufemismos como la expresión “la fin del mundo” que emplea El Quijote, o el “acabose” del español castizo.


Decía al principio que lo que más nos preocupa son estas catástrofes de enorme repercusión mediática y, sin embargo, lo que más grave que está ocurriendo en este mismo instante es algo con lo que nos hemos acostumbrado a vivir −miramos simplemente hacia otro lado−, y que difícilmente nos quita el sueño ya que apenas ocupa espacio en los telediarios, entre otras cosas porque ese tipo de noticias resultan muy desagradables a la hora de comer. Está causado en parte por los mismos agentes que originan todas estas catástrofes naturales, los fenómenos meteorológicos sucesivos conocidos como El Niño y La Niña, pero tiene además otras raíces como, por ejemplo, la crisis alimentaria desatada por la creciente demanda de carne de las nuevas clases medias de La India y China y por la demanda mundial de biodiesel para tranquilizar la conciencia ecologista de los países industrializados.


Se trata del Hambre, del Tercer Jinete, el que monta el caballo negro. El hambre, que hace morir cada año en el mundo a cinco millones de niños, uno cada seis segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. El hambre, que atenaza a mil millones de personas en el planeta. El hambre, que está, no les quepa a ustedes la menor duda, detrás de las revueltas sociales que se suceden en los países musulmanes del norte y del centro de África a las que, desde nuestro mullido sillón, bautizamos con cursis nombres de flores. No, no es la democracia. Como decía aquel famoso eslogan de campaña, es el hambre, estúpido, la que está derribando los gobiernos. Es el hambre, la necesidad más primaria del hombre, la que hará temblar los cimientos del mundo.


En efecto, la verdadera noticia, la noticia más alarmante, es el regreso de la famélica legión que, por cierto, nunca se fue.


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martes, 8 de marzo de 2011

El mismísimo Candilejas

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(Artículo publicado el 8 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Tenía Candilejas una distribución confusa aunque extrañamente acogedora. Era un local pequeño, pintado casi todo él de negro, al que se entraba por una puerta chica, metálica y provista de mirilla, como si fuera la de una celda carcelaria. Tras ella, si mal no recuerdo, había una cortina o unos ropones de terciopelo negro o verde oscuro, como de cine antiguo y polvoriento, que pretendían amortiguar sin conseguirlo los ruidos y la música, al tiempo que velaban y escondían lo que tras ellos se ocultaba.


Entrar a Candilejas era algo tabú y casi prohibido, como la profanación de una cámara mortuoria o como alzar antes de tiempo el velo de la novia. A mano izquierda estaba el aseo, común para damas y caballeros, además de otros usuarios recién salidos del armario, pues como ya dije eran tiempos de transición, y más allá había una escarpada escalera de caracol que conducía a la entreplanta. Si osabas subir por ella llegabas a un altillo abocado al salón y al escenario, de techo tan bajo que apenas podías ponerte en pie, y amueblado con un par de sofás corridos y con tres o cuatro mesas y sillas. En la pared de la fachada, una ventana baja y estrecha se abría sobre la calle y era, junto con la puerta, la única ventilación del local. Ay, si aquel gallinero hablara, que no lo hará…


Otra vez abajo, luego de cruzar un angosto pasillo, se accedía al salón, si es que se puede llamar así a una estancia de tamaño más bien escaso que regular, oscura como el betún, con un techo alto y lejano como la noche, parte de la cual estaba ocupada por el escenario. A mano derecha estaba la barra y, tras ella, Lucio, serio como El Viti, ceremonioso como un obispo y estirado como un Cristo de El Greco. Era Lucio un personaje tan serio y circunspecto que te servía una copa como si estuviera administrando los Santos Óleos. En Candilejas eran pocos los que pagaban y muchos los que se olvidaban de hacerlo por una causa o por otra. A éstos últimos, un Lucio impasible les extendía en un papel una especie de cédula o reparandoria en la que hacía constar el nombre del deudor, el importe de la deuda y la fecha, y que luego almacenaba cuidadosamente en un rincón de la caja registradora del que nunca más volvería a salir. Hubo quien llegó a tener a su nombre más títulos que la Duquesa de Alba. Quien se sentía aquejado por problemas de conciencia, lo que ocurría en rara ocasión pues nadie le reclamó nunca nada, podía con la bendición apostólica de Lucio redimir su deuda sirviendo copas desde el lado opuesto de la barra a aquél en el que la había generado, en lo que era un claro ejemplo práctico del mecanismo penitenciario de redención de penas por el trabajo que defendiera la reformista Concepción Arenal, la misma que dijo aquello de “Hay que odiar el delito y compadecer al delincuente”.


Junto a la barra había una pequeña cabina protegida por un cristal que pudo haber sido pensada a modo de taquilla del pequeño teatro, pero que en realidad se usaba como puesto de control del sonido y las luces del local, al tiempo que guarida del dueño. Allí se guardaba la colección de música (esto ocurría durante el reinado de las cassettes) compuesta por varias docenas de grabaciones pirateadas entonces con impunidad absoluta. Frente a la barra, había otro sofá tapizado de negro que recorría la pared y que ocultaba en sus entrañas un tesoro que muy poca gente llegó a ver, una estrambótica colección de taladradoras eléctricas que Antonio guardaba allí, vaya usted a a saber por qué, junto con un viejo sable, un tomavistas, una trompeta y una infinitud de trastos y menudencias. El sofá corrido estaba flanqueado por unas cuantas mesas y otras cuantas sillas algo desvencijadas en las que tomaron asiento muchos y muy variados personajes de la Murcia de entonces y de la de después. Médicos, políticos, empresarios, catedráticos, escritores, abogados, jueces, periodistas y, desde luego, una curiosa y entrañable legión de desoficiados, cuya única y exitosa ocupación fue la de vestir de lentejuelas y oropel las noches de Candilejas.


Y por fin, al fondo del salón, se alzaba el escenario, silencioso y bizarro, como si fuera el altar mayor de aquel abominable templo negro, un escenario de bolsillo que llegó a ser el extraño y oscuro objeto del deseo de tantos y tan peculiares personajes como aquéllos que poblaron las noches de Candilejas. De este escenario nunca se pudo decir que echara alguna vez el telón, entre otras cosas porque carecía de él. Tampoco se pudo decir que en Candilejas se cobrara cantidad alguna a los actores, poetas y músicos que pisaron aquellas tablas gratuitas, ni a los espectadores que asistieron a las improvisadas funciones.


Todo, desde el altillo al escenario, hasta el espíritu de aquella colmena, había sido diseñado, construido y ensamblado por el propio Antonio de Béjar que era, igualmente, el arquitecto, el aparejador, el maestro de obras, el albañil, el fontanero, el electricista, el carpintero, el tapicero, el afinador de pianos, el pintor, el mueblista, el decorador, el mecenas y el ideólogo.


O sea, el padre de la criatura.

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martes, 1 de marzo de 2011

Historias de Candilejas

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(Artículo publicado el 1 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



En la calle Enrique Villar de Murcia, enfrente del antiguo cine Teatro Circo Villar, hubo allá por los tiempos de la transición un bar de copas llamado Candilejas. Bueno, no era exactamente un bar de copas tal y como hoy se entienden, sino una especie de café teatro con un pequeño escenario vestido y pintado de negro y armado de un piano de pared algo desafinado, al que era libre de subir quien quería expresar algo, siempre y cuando se lo permitiera el dueño del local, claro. Y ocurría que lo permitió siempre a todos quienes quisieron, músicos y poetas, incluidos los malos poetas y los pésimos músicos, a todos, a derechas e izquierdas, a payos y gitanos y a nacionales y extranjeros (estos últimos eran en la Murcia de aquellos años una extravagante curiosidad). A todos excepto a los borrachos, por quienes el dueño, abstemio recalcitrante, no fumador empedernido y persona de absoluta incorreción política, sentía una especial prevención, y ello pese a regentar un establecimiento en el que las noches eran de alcohol y humo. Su incorrección política le hacía declamar “Adelfos” de Manuel Machado de manera intermitente, es decir, unos días sí y, otros, también:



Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron


-soy de la raza mora, vieja amiga del sol-,


que todo lo ganaron y todo lo perdieron.


Tengo el alma de nardo del árabe español.



Y lo hacía cuando la moda reinante se decantaba fieramente por su hermano Antonio, el cantado por Serrat y por Paco Ibáñez, el llorado por la izquierda renacida, pero también el autor de aquel “Recuerdo infantil” que en la escuela nos hacían recitar para demostrar la importancia de la pausa que impone el punto y seguido, y que lograba que los estudiantes dejaran de estudiar monotonía:



Una tarde parda y fría


de invierno. Los colegiales


estudian. Monotonía


de lluvia tras los cristales.



Antonio, que también así se llamaba, y se llama, el dueño de Candilejas, tenía la voz de trueno educada en el teatro siempre dispuesta a proclamar a los cuatro vientos la superioridad de la poesía de un hermano sobre la del otro, si bien siempre pensé que lo que realmente ocurría era que Antonio se identificaba más con el orgullo antiguo y noble, y algo quijotesco, del árabe español de don Manuel:



De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.


No se ganan, se heredan elegancia y blasón...


Pero el lema de casa, el mote del escudo,


es una nube vaga que eclipsa un vano sol.



que con la lánguida ambigüedad de su hermano don Antonio:



Nunca perseguí la gloria


ni dejar en la memoria


de los hombres mi canción;


yo amo los mundos sutiles,


ingrávidos y gentiles


como pompas de jabón.


Me gusta verlos pintarse


de sol y grana, volar


bajo el cielo azul, temblar


súbitamente y quebrarse.



En Candilejas transcurrieron aquellos tiempos azarosos de la transición, entre copa y copa, verso a verso y canción a canción. Mientras Luis Federico Viudes cantaba fados que él mismo acompañaba al piano, Paco Rabal se quitaba definitivamente el peluquín, lo arrojaba a un rincón y contaba a quien quisiera escucharle cómo perdió la virginidad en la Legión. Jorge Escalante Pitt cantaba chacareras y canciones de vino y farra de Horacio Guaraní y Manolo Muñoz Zielinsky, recordando a Vinicius de Moraes, entonaba con la guitarra la Samba da Bençao saludando con un saraba a cada asistente. Luego, el maestro Ibarra se encaramaba al escenario y lloraba a lágrima viva con su “Abanico blanco, abanico negro”, lo que conseguía invariablemente que Antonio de Béjar, que así se apellidaba y se apellida el dueño de aquel milagro que se llamó Candilejas, dejara lo que estuviera haciendo, se levantara de un salto y, con voz de trueno, exclamara



Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron…



Tenía Candilejas una distribución confusa…


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