martes, 27 de abril de 2010

Tres historias

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.(Artículo publicado el 27 de abril de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Hoy he decidido no amargarme la existencia escribiendo el artículo que tenía previsto escribir, ni amargarles a ustedes la suya haciéndoles leer mi opinión sobre algunas cuestiones de actualidad de esta España atribulada. Hoy les ofrezco tres historias que he encontrado en mi buzón electrónico por cortesía de un viejo amigo. Luego me dirán si estos tres cuentos no merecen más la pena que los cuentos que nos cuentan ciertos políticos.


Historia primera: Auxilio en la lluvia.
Una noche tormentosa, una mujer negra de cierta edad estaba parada en el arcén de una carretera de Alabama. Su coche se había averiado y, al parecer, ella necesitaba desesperadamente que la llevaran a algún sitio. Aunque llevaba así varios minutos, nadie detenía su coche. Empapada por la fuerte lluvia, decidió por fin parar el próximo que pasara, pero en ese mismo instante se detuvo uno conducido por un joven blanco, al parecer dispuesto a ayudarla a pesar de que recientemente se habían producido graves conflictos raciales entre negros y blancos. El joven la llevó a un lugar seguro, llamó a un taxi y la ayudó a subir a él, ya que la mujer estaba muy nerviosa y se le veía muy apurada. Ella pidió su dirección al joven, la anotó, le dio las gracias y se marchó en el taxi. Transcurridos siete días llegó un gran paquete al domicilio del joven. Dentro había una estupenda televisión a color de pantalla gigante. Y una nota: “Muchísimas gracias por ayudarme la otra noche en la carretera. La lluvia empapó, no sólo mi ropa, sino mi espíritu. Entonces apareció usted y gracias a su ayuda pude llegar al lado de la cama de mi marido agonizante, justo antes de que muriera. Dios le bendiga por ayudarme y por servir a otros desinteresadamente. Sinceramente, la señora de Nat King Cole”.

Segunda historia: El helado.
En aquellos días en que un helado costaba mucho menos que hoy, un niño entró en una heladería y se sentó en una mesa. Cuando se acercó la camarera el niño preguntó: “¿Cuánto cuesta un helado de chocolate grande?”. “Cincuenta pesetas”, repondió ella. El niño sacó la mano del bolsillo y contó el puñado de monedas que llevaba. “¿Cuánto cuesta el helado de chocolate pequeño?”, volvió a preguntar el niño. La camarera, algo impacientada porque había algunas personas que esperaban ser atendidas, le contestó con brusquedad: “Treinta y cinco pesetas”. El niño volvió a contar las monedas. “Quiero el helado pequeño”, dijo. La camarera preparó el helado y lo dejó en la mesa del niño junto a la cuenta. El niño se comió su helado, pagó en la caja las treinta y cinco pesetas que costaba y se marchó. Cuando la camarera fue a recoger la mesa, lo que vió encima le formó un nudo en la garganta: en el platillo, junto a la cuenta, había un montoncito de monedas, exactamente quince pesetas,… su propina.

Tercera historia: La donación.
Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un hospital, conocí a una niñita que padecía una extraña y gravísima enfermedad. Su única oportunidad de curarse era recibir una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, quien había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El médico le explicó la situación al niño y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana. Yo lo ví dudar un par de segundos. Luego, dando un gran suspiro, dijo: “Sí, lo haré, si con eso salvo a mi hermana”. Mientras la transfusión se llevaba a cabo, el niño estaba acostado sonriente en una camita al lado de la enferma. Esperanzados, todos sonreímos cuando vimos que el color retornaba a las mejillas de la niña. Pero justo en ese instante, la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. Miró al médico y, con voz temblorosa, le preguntó. ¿”A qué hora empezaré a morirme?”. Entonces entendí su vacilación. Siendo sólo un niño no había comprendido al médico. Pensó que tendría que dar toda su sangre a su hermana y que luego él moriría. Y, aún así, aceptó.

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miércoles, 21 de abril de 2010

El Níu Dil

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(Artículo publicado el 21 de abril de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Hablar de Roosevelt es hablar de Franklin Delano Roosevelt, uno de los más grandes presidentes que han tenido los Estados Unidos de América. Roosevelt se hizo grande, no porque viviera tiempos de grandeza, sino por todo lo contrario. A Roosevelt le tocó bailar con la más fea, la Gran Depresión de 1929, que sumió en la pobreza más absoluta a millones de ciudadanos norteamericanos y despobló las zonas rurales en un éxodo sin precedentes. Roosevelt se ganó la confianza del electorado en las elecciones de 1932 con una propuesta de política intervencionista conocida como el New Deal, el Nuevo Trato que el candidato ofreció a los electores para salir de la crisis, consistente básicamente en la estimulación del gasto mediante la inversión en infraestructuras públicas y en la recuperación de la confianza ciudadana en los poderes públicos. En su discurso de toma de posesión Roosevelt pronunció la siguiente frase: The only thing we have to fear is fear itself (de lo único que tenemos que tener miedo es del propio miedo).[ Durante sus primeros años de gobierno ejecutó numerosas actuaciones y proyectos que contribuyeron a modernizar significativamente el país, a lograr que superara la crisis económica, y a situarlo en la posición de liderazgo mundial que hoy ocupa.



Uno de los proyectos más importantes fue la creación de una agencia gubernamental que hoy conserva todavía su nombre originario, la Tennesse Valley Authority. La TVA se ocupó de la regulación del río Tennesse mediante la construcción de presas y canales con el fin de ordenar el territorio agrícola del Valle del Tennessee, eliminar las frecuentes y desastrosas inundaciones, aumentar la producción hidroeléctrica y transformar una de las zonas más deprimidas de los Estados Unidos en el área de producción agrícola más avanzada del mundo. De paso, la TVA generó miles de puestos de trabajo directos con la ejecución de cientos de proyectos que afectaron finalmente a siete Estados de la Unión. Otra actuación determinante fue atender el enorme endeudamiento agrario mediante la Farm Credit Act, que permitió la renegociación de la deuda de más de treinta millones de agricultores estadounidenses y, por tanto, la recuperación de su poder adquisitivo.



Todo esto tan lejano en el tiempo y en el espacio viene a cuento de lo que está ocurriendo en España. No desvelo ningún secreto si afirmo públicamente que, cuando Zapatero se mira en el espejo, se transfigura en presidente demócrata estadounidense, lo que podría justificar esa especie de caída pauliana del caballo que ha sufrido el irrepetible José Luis, que ha pasado de permanecer sentado al paso de la bandera norteamericana a levantarse de un salto cuando alguien menciona los Estados Unidos. En la transfiguración de Jesucristo ocurrida en lo alto del monte, se aparecieron junto a Él los grandes profetas Moisés y Elías. En la transfiguración de ZP quienes se aparecen frente al espejo del baño son, por supuesto, Franklin D. Roosevelt y Barack Obama. Pero la cruda realidad es que Zapatero tiene muy poco de Obama y menos aún de Roosevelt. En lugar de poner en marcha un proyecto como el de la Tennesse Valley Authority o como el de la Farm Credit Act, lo que hace ZP es cargarse el Transvase del Tajo al Segura, como se cargó antes el Plan Hidrológico Nacional, y mandar al paro a cientos de miles de agricultores. En vez de estimular la confianza de los ciudadanos en sus propias fuerzas, ha logrado que la sociedad española sea hoy una de las más acomplejadas de Europa. Antes que devolver el crédito a los poderes públicos, lo que ha conseguido es que los españoles veamos en los políticos uno de los principales problemas que nos afectan.



Claro que en esto último, ZP no está sólo: le acompañan políticos de casi todos los partidos.



Y, ahora que lo pienso, en lo otro, tampoco.


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martes, 13 de abril de 2010

Murcia se descogota, y España, también

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(Artículo publicado el 13 de abril de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)




Les escribo desde mi pecera en lo que pudiera ser uno de mis últimos artículos antes de que el recipiente de cristal se quede sin agua, pues, como de todos es sabido, sin agua muere el pez.


No se llamen a engaño. Es gracias a este país insolidario y obtuso que, bajo la batuta de Zapatero y el acompañamiento de todos los partidos políticos, hemos hecho entre todos por lo que Murcia está condenada a volver a ser la Murcia que fue, aquella tierra seca y polvorienta cantada por Vicente Medina, tierra calcinada, tierra de emigrantes. Sólo nos quedará el turismo del norte, hambriento de sol, y aún ése, sin agua, será un turismo indigente, un turismo Paris-Dakar, not typical, que diría el artista. La muerte del Trasvase del Tajo es, como lo fue el bombardeo de Pearl Harbour, una cita con la infamia. Será una España infame la que consienta el expolio. Mientras el Estatuto de Castilla La Mancha, que incluía la sentencia de muerte del trasvase, era aprobado en Comisión con el voto a favor del PSOE y la abstención del PP (manda huevos, que dijo el clásico que ahora calla), la gente andaba por aquí enjugascada con las procesiones, encantada con el Canto a Murcia, corría el vino y cundía el morcón y las calles se llenaban de “murcianía sardinera”, que vayan ustedes a saber qué es eso. Murcia, como digo, estaba en otra cosa mientras era descogotada.



Pero consuélense porque, como Murcia, también España se descogota y nuestro líder intergaláctico vuelve a ser Bambi en vez de Rey del Bosque. De jugar la Champions League Económica hemos pasado en pocos meses a evitar el descenso a la Segunda División Europea. ¡Qué Zapaterada! Pero no desesperen, que no es la última. Su Ministerio de Igualdad ha decidido suprimir en los centros escolares los cuentos machistas de Blancanieves, La Cenicienta y La Bella Durmiente. Sí, ese Ministerio que dirige Bibiana Aído y que se paga con dinero de todos los españoles. Sí, sí, también con el suyo y con el mío. ¿Les suena esto de los cuentos políticamente incorrectos?



Resulta curioso que los que aplauden la iniciativa zapaterina de adelantar la construcción de infraestructuras públicas mediante un sistema muy parecido al peaje en sombra, sean los mismos que criticaban el peaje en sombra puesto en práctica por el Gobierno Regional de Murcia como sistema de construcción adelantada de infraestructuras públicas. También es curioso que los mismos que lo defendían entonces sean quienes que lo critican ahora.



Hasta la presidencia planetaria ha postergado a nuestro líder cósmico, a quien ya nadie recibe y del que apenas se habla fuera de España. En cambio, sí se habla de Garzón, un juez al que algunos iletrados (ignorantes confesos del derecho) defienden por haber arremetido, dicen, contra el franquismo, pero al que otros (los jueces y tribunales legítimos) acusan de prevaricación y otros choriceos. También se habla de corrupción política. Y de fútbol, como en los viejos tiempos. Cuánto fresco anda suelto por el barrio.



Unos piden dimisiones a diestra y siniestra. Otros claman por la regeneración de la vida política y apuntan a la corrupción. Alguno va más allá y pide un cambio de régimen, si bien todavía nadie ha exigido que cambiemos de nacionalidad, la española por la norteamericana o la alemana, por poner un ejemplo. Pero si leen entre líneas, nadie, ninguno de ellos, coincide en el planteamiento y, mucho menos, en las soluciones: listas abiertas, república federal, mandatos limitados, endurecimiento de las penas por delitos de corrupción…, da igual. Tal vez lo que no funcione sea esta sociedad carente de principios y responsabilidades en que nos hemos transformado, de la que los representantes políticos son tan sólo una muestra. Una sociedad que es sólo de derechos y nunca de deberes, en la que prevalece la suerte y el oportunismo frente al esfuerzo y la constancia, que convierte a un futbolista de veinte años en ejemplo de vida y que sigue despreciando al humilde e ignorado Jesús de Nazaret que vive en el piso de abajo. Una sociedad capaz de gratificar el éxito social de un delincuente, al mismo tiempo que castiga el fracaso de un parado. Una sociedad que protege al feto del humo del tabaco y que, al mismo tiempo, lo condena a ser descuartizado por la decisión soberana de una joven de dieciséis años.



Tal vez todos seamos culpables.



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