martes, 24 de mayo de 2011

La urna indignada

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(Artículo publicado el 24 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)




El alma cándida que esperaba que Zapatero, en su inesperada comparecencia en la noche electoral, fuera a dimitir como Presidente del Gobierno, o que anunciara la convocatoria de elecciones anticipadas, o que se aprestara a dimitir como Secretario General del PSOE, o que anunciara un Congreso Extraordinario de su partido, o que, al menos, se aviniera a reconocer que sus políticas han sido frontalmente rechazadas por los ciudadanos, ese espíritu párvulo, que todavía guarda bajo la almohada los dientes que ya se le caen de viejo, ese infeliz confiado, ese ingenuo, ese simple, ese necio crédulo e incauto, sin duda se emocionó con el mea culpa entonado por el Inimputable. Transformado en el Gran Sacrificado, en una especie de Ecce Homo de cartón piedra, Zapatero confesó en la noche negra que la culpa de su derrota la tiene la crisis. O sea que los ciudadanos hemos castigado a un inocente por el simple hecho de no haber sabido explicar a los ciudadanos las causas de la crisis, sus orígenes y sus efectos.


Para ZP nada tiene que ver con el batacazo electoral la negación de la crisis económica durante, pásmense, dos años seguidos. Ni los extraños compañeros de cama con los que ha comparecido en el escenario internacional: Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales e, incluso, Moamar El Gadaffi. Ni la prohibición de fumar. Ni el recaudatorio límite de velocidad en autopista. Ni la finiquitada Alianza de Civilizaciones. Ni los cinco millones de parados. Ni la institucionalización del matrimonio homosexual. Ni las heridas reabiertas gratuitamente con la Ley de Memoria Histórica. Ni la anunciada Ley de la Eutanasia. Ni las persecuciones dioclecianas a la Iglesia Católica. Ni la legalización de los etarras. Ni las cacerías de brujas. Ni la estrambótica gestión de las ministras de cuota. Ni la socialización del fracaso escolar. Ni el esperpento del Chikilicuatre. Ni la derogación del PHN. Ni la generación perdida. Ni la desmembración de España. Ni los recortes en los sueldos públicos. Ni la nueva emigración a Alemania. Nada de ello. Sólo la crisis es culpable. Debe ser por esoo que la urna indignada ha castigado sin piedad a Zapatero y a sus palmeros regionales y locales. Sin excepción.


Y qué pasa con esa cursilada anarco-progresista de la Spanish Revolution que dijo aquél así, en inglés, para que me entiendan, esa movida que es algo más que una movida de jóvenes idealistas y greñudos. Les diré aunque suene a conjura que el “Quinze Eme”, con Z de Zapatero, es el arma secreta de la izquierda contra el PP, casualmente un arma secreta muy parecida a la que emplearon en su día Hitler y Mussolini. Consiste en intrumentalizar el descontento y la indignación social contra todo aquello que salga de las urnas, especialmente ahora que lo que estaba a punto de salir era un montón de mayorías absolutas del PP. Pero no se confundan. Este roto no era para este descosido. La estrategia apunta, más allá de estas elecciones que ya daban por perdidas, al gobierno que surja de las urnas tras las próximas Elecciones Generales, previsiblemente un gobierno del PP, con objeto de que nazca tullido y espurio puesto que el sistema no funciona y no hay democracia real excepto la que acampa en plazas y calles. Aunque en esas calles y plazas sólo acampen cuatro gatos rastafaris y las hijas góticas de ZP.


Maquiavélico y rubalcábico, en efecto.


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martes, 17 de mayo de 2011

La indignidad de una Ley

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(Artículo publicado el 17 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







A la vista de lo que hay no cabe duda de que cualquiera podría ser Presidente del Gobierno de España. La rotundidad de esta afirmación, generosamente democrática, se le debemos a José Luis Rodríguez Zapatero, o más concretamente a la llegada de ese noble patricio a La Moncloa, a partir del cual cualquiera puede ser presidente, cualquier zoquete, cualquier iletrado, cualquier inculto, cualquier gandul, cualquier advenedizo, cualquier incompetente, cualquier embustero o cualquier inútil. Cualquiera. Incluso yo que soy como cualquier otro podría haber llegado a presidente en honor de una de esas cualidades que he citado. O por causa de todas ellas. Por todas, menos por no saber griego, porque gracias a los denodados esfuerzos de don Antonio, apodado “El iota” a causa de su escasa estatura, llegué a traducir con cierta soltura la Anábasis de Jenofonte. Eran los tiempos del bachiller antiguo. Al parecer, en ese extraño concurso de méritos que practica el PSOE para acceder a los cargos más importantes del elenco, el no saber griego para lo que faculta a uno es para ser Ministro de Sanidad. O Ministra. Dice ese bien de Estado llamado Leire Pajín que la Ley de Muerte Digna no regula la eutanasia, sino que mitiga el dolor. Como el Okal. Esta chica es inmensa. Si hubiera estudiado griego o si hubiera aprovechado en clase, que se decía antes, Leire Pajín sabría que la palabra eutanasia procede de las palabras griegas eu y tanatos y que significa precisamente muerte digna o muerte buena, de manera que sin faltar un ápice a la verdad semántica y a la verdad absoluta podemos afirmar que tanto da decir Ley de Muerte Digna como Ley de la Eutanasia.


Pero si ello no fuera suficiente, les daré otra prueba. A falta del Proyecto de Ley de Eutanasia que ha mandado a las Cortes el Gobierno que sustenta en precario equilibrio el PSOE, me conformo con la información que ha publicado uno de sus boletines oficiosos, el diario El País, que en su edición del 13 de mayo pasado afirmaba que “La Ley [de Muerte Digna] consagra los derechos a renunciar a un tratamiento médico y al uso de sedaciones terminales aún a costa de acortar la agonía y acelerar la muerte”. Verde y con asas, porque acortar la agonía y acelerar la muerte mediante sedaciones terminales es… eutanasia. Para ilusionar al personal usuario de la seguridad social que no lee la letra pequeña, que somos muchos, el titular de la información gritaba en grandes tipos de imprenta que “La Ley de muerte digna consagra el derecho a morir en una habitación individual”, lo que me recordó aquella película futurista, o a lo peor no tan futurista, titulada “Soylent Green” que protagonizó Charlton Heston, en la que un anciano y cansado de la vida Edward G. Robinson, elige la muerte eutanásica que le proporciona el estado gratuitamente en una habitación individual con video panorámico.


Claro que nos lo pintan todo con muy dulces colores: se trata, mire usted, de aliviar el sufrimiento de una persona cuando ya no tiene esperanza de curación, previa su voluntad libre y conscientemente expresada, por supuesto, y contando con una opinión médica favorable, o dos si son pequeñas, pues han de saber ustedes, mis queridos contribuyentes, que es obligación del Estado social ayudar a morir con dignidad ya que el hombre es dueño de su vida. Punto y final sedado.


Ante tanta bondad graciosa, que diría un británico, se me ocurre alguna que otra pregunta, más que nada por jorobar:


¿Qué ocurrirá cuando el enfermo terminal que sufre no sea capaz de expresar libre y conscientemente su voluntad?


¿Quién la suplirá? ¿El médico compasivo? ¿El pariente que va a heredar al enfermo? ¿El juez ordinario? ¿El Estado?


¿Qué distancia hay, además de un lapso de tiempo, entre suplir hoy la voluntad no expresada del enfermo terminal y suplir mañana la voluntad no expresada del enfermo incurable, del incapacitado síquico o del enfermo mental crónico, que también sufren?


¿Y entre estas suplencias y hacer que prevalezca la voluntad del juez o la del Estado frente a la voluntad balbuceante del disminuido síquico?


Antes de que se contesten ustedes mismos estas preguntas les recordaré algo que escribí hace poco en un artículo titulado “La vida es bella”: que fueron las leyes del Estado, los jueces del Estado y los médicos del Estado, quienes crearon y aplicaron el programa eutanásico en la Alemania nazi, los mismos que idearon el lema “Leben ohne Hoffnung” (Vida sin Esperanza) para justificar la eutanasia.


No hay muertes indignas, sino leyes indignas.


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martes, 10 de mayo de 2011

Tintín en el Congo

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(Artículo publicado el 10 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







Si al final ocurre lo peor la culpa la tendrá Bievenu Mbutu Mondondo. Que quién es ese chico con apellido de resonancias culinarias murcianas… Pues se trata de un ciudadano congoleño, o quizás belga de origen congoleño, al que, al parecer, le joroba Tintín y, muy especialmente, uno de sus álbumes, el segundo si contamos como primero al de “Tintín en el país de los soviets”, del que, por cierto, también han echado pestes los comunistas.



El señor Mondondo ha pedido a la justicia belga que prohíba la historieta dibujada por Hergé en 1930 titulada “Tintín en el Congo”, cuestionada también en el Reino Unido, en Francia y en Estados Unidos por la Conjura de lo Políticamente Correcto, al considerarla ofensiva para los congoleños pues contiene estereotipos que considera propaganda de la colonización. En un país cuyo patrimonio más universal lo integran básicamente Tintín y el Maneken Pis, resulta cuando menos sorprendente que la justicia belga haya admitido a trámite la denuncia y se disponga a despacharla el próximo otoño.



Cuando escribo este artículo tengo a la vista el álbum de Hergé. Y sí, el álbum contiene viñetas en las que los congoleños aparecen vestidos como en las primeras películas de Johnny Weismuller o en las fotografías que ilustran los libros de viajes del doctor Livingstone. También se parecen curiosamente a aquellas huchas del Domund en forma de cabeza de negrito con las que en mi lejana infancia recogía los donativos para las misiones. Los congoleños de Tintín van ataviados con ropas de desecho de los blancos colonialistas, exactamente igual que hoy, con la única diferencia de que en aquel entonces las ropas de desecho eran levitas, paraguas y puños y cuellos duros, y hoy son camisetas de algodón y deshilachados pantalones de chándal. La defensa de la sociedad gestora de la obra de Hergé aduce muy sensatamente que se trata de una obra de ficción creada hace más de setenta años y que debe ser vista como un documento de esa época.



Tiene razón el ciudadano Mondondo en denunciar el colonialismo, porque el colonialismo, o al menos muchos de sus efectos, sigue existiendo. Pero la pierde si la denuncia la dirige contra Tintín, un héroe de papel al estilo de su tiempo, y no contra quienes hacen que el colonialismo perdure en el Congo, empezando por los propios congoleños que siguen enzarzados en sangrientas guerras tribales entre hutus, tutsis y mai-mais o entre el norte y sur (siempre son el norte y el sur) con objeto de apropiarse de los enormes yacimientos de coltán y venderlo a las multinacionales de la electrónica. El coltán es un mineral compuesto de columbita y tantalita, elementos estratégicos imprescindibles para la fabricación de componentes electrónicos avanzados.



Y ahí está la madre del cordero.



La guerra por la posesión del coltán, constante desde 1998, ha provocado en el Congo cinco millones y medio de víctimas. El hambre convive con las matanzas, las torturas y las violaciones. Pero los condensadores electrolíticos de tantalio permiten fabricar teléfonos móviles, cvámaras digitales e incluso satélites más pequeños y precisos. A la Conjura de lo Políticamente Correcto les molesta Tintín, por la misma razón que les molesta Los Beatles o los crucifijos, porque son ante todo iconos de la derecha conservadora. Si realmente les preocupara el colonialismo, la guerra que no cesa, el sufrimiento de millones de personas y la esclavización del África Negra (esto de llamarla Negra también les molesta), se ocuparían de que nadie comprara miniaturas electrónicas a quienes las fabrican con el coltán ensangrentado del Congo.



Pero, claro, es más barato y más seguro atizarle a Tintín, entre otras cosas porque Milú, su fiel fox terrier de papel, no muerde.



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martes, 3 de mayo de 2011

Obama consagra a Osama

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(Artículo publicado el 3 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)












El duelo al sol ha durado casi diez años. Finalmente lo ha ganado el vaquero, un vaquero de piel oscura y de nombre árabe, hijo y nieto de musulmanes, que ha tenido que exhibir su partida de nacimiento para acreditar ante los ataques de la oposición que nació en Estados Unidos, requisito indispensable para ser presidente de ese país, lo que los inmuniza definitivamente contra la posibilidad de que Zapatero pueda ocupar el Despacho Oval. Ya conocen la teoría: cualquiera puede ser Presidente, pero afortunadamente para los norteamericanos de USA esa teoría sólo tiene validez aquí. Allí los todopoderosos presidentes mandan mucho pero no llegan a la suela de los zapatos a los bilbaínos porque, como todos ustedes saben, los de Bilbao pueden nacer donde quieran.



Muerto el perro se acabó la rabia, dice el refrán, y así parecían sentirlo los miles de personas que manifestaron su alegría en Washington nada más ser hecha pública la noticia. Pero no va a ser así. Lo único que ha logrado Barack Obama ha sido crear un icono inmortal. Da igual que se tratara del terrorista más buscado y odiado por Occidente, o de un asesino de masas. Osama ben Laden es para el integrismo islámico, y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos, El Mahdi, el Elegido, el que puso en jaque al imperio más poderoso de la tierra, el que humilló a Norteamérica, el que hizo correr ríos de sangre en la ciudad más altiva de Occidente para lavar el orgullo de Oriente. Osama, por quien se seguirán sacrificando centenares y miles de suicidas en lo que algunos llaman la Tercera Guerra Mundial, una guerra que no se sucede en ningún lugar en particular sino en todos y no contra alguien en concreto sino contra todos. En Kabul, en Madrid, en El Cairo, en Londres, en Islamabad, en Nueva York, en Casablanca. Contra hombres, mujeres y niños, civiles y militares, blancos y negros, musulmanes y católicos.



Sin distinción.



Sin prisioneros.



Obama no sólo no ha acabado con Osama, sino que ha consolidado un icono indestructible. Tanto como lo es el de aquel otro terrorista sanguinario, cuya efigie simboliza paradójicamente la libertad: el Che Guevara. Los iconos se alimentan del fervor de la multitud. No entra en juego la razón, sino los instintos y sentimientos primarios, desde el amor al odio. Osama es odiado por Occidente en la misma medida y por la misma causa en que es amado por Oriente, para quien Osama es la venganza, la justicia, la promesa.



Osama ha muerto, dicen, y sin embargo permanece. Está detrás de las revueltas que se vienen sucediendo en el mundo musulmán contra gobiernos corruptos, sí, corruptos (señálenme uno en todo el orbe islámico que no lo sea), pero pro occidentales. Esas mismas revueltas que la estupidez progresista ha querido convertir en revoluciones democráticas y a las que ha bautizado con nombres de flores, como la revolución de los jazmines.



Osama no ha muerto, se está riendo de la estúpida Europa y de la pánfila Norteamérica. No, no es la libertad de los oprimidos, ni la democracia, ni siquiera la justicia, lo que ha derrocado al gobierno egipcio o al tunecino. A Muamar el Gadafi (por cierto, doña Carma, qué bonita manera de transformar una revuelta en una guerra civil por los intereses de Francia), a Bashar el Assad y a Alí Abdullah Saleh no los sustituirá la democracia occidental, sino la teocracia islámica más radical.



Y lo hará bajo la égida de Osama ben Laden, querido Barack.



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