martes, 24 de febrero de 2009

Los cuentos de ZP: Los cabritillos y el lobo


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia, el 24 de febrero de 2009


VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez una cabra que tenía siete cabritillos. Un día salió al bosque en busca de comida, no sin antes advertir a sus hijitos que tuvieran mucho ciudado con el lobo y atrancaran la puerta. Al poco, llamaron a la puerta y una voz ronca les dijo: “Abrid, hijitos. Soy vuestra madre que estoy de vuelta”. Pero los cabritillos adivinaron por la voz ronca que no era su madre, sino el lobo, y no abrieron. Entonces el lobo corrió a un gallinero, se bebió la clara de un huevo para afinar la voz y, volviendo donde los cabritillos, llamó de nuevo a la puerta: “Abrid hijos, que soy vuestra madre”, les dijo con la voz atiplada. Los cabritillos, que aún desconfiaban, le pidieron que enseñara la pata por debajo de la puerta y, cuando la vieron negra y peluda y no blanca como la de su madre, descubrieron el engaño y tampoco abrieron la puerta. El lobo se fue a su casa, metió la pata en harina y, regresando a casa de los cabritillos, les enseñó la pata blanqueada por debajo de la puerta y les pidió que abrieran. Esta vez los cabritillos cayeron en el engaño y el lobo los devoró a todos de un bocado, menos al más pequeño, que se salvó escondiéndose en la caja del reloj.
Cuando la cabra volvió a casa y se enteró de lo ocurrido, cogió unas tijeras, aguja e hilo, y salió en busca del lobo. Lo encontró durmiendo junto al pozo y, sin hacer ruido para no despertarlo, le abrió la panza con las tijeras y de ella salieron los seis cabritillos vivitos y coleando. Luego, la rellenó con piedras y la cosió con la aguja y el hilo. Cuando el lobo despertó de su siesta sintió una pesadez y una sed muy grandes y, al abocarse al pozo para beber agua, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo donde se ahogó miserablemente.

VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez una cabra que tenía siete cabritillos. Un día salió al bosque de Nottingham en busca de comida y todo ocurrió como en el cuento clásico hasta que la cabra volvió a su casa y se enteró de lo ocurrido. A partir de ahí, y como no podía ser de otra manera, el cuento se transformó en una auténtica pesadilla.
La infeliz señora Cabra, a diferencia de la del cuento clásico, decidió no tomarse la justicia por su mano y acudió al Sheriff de Nottingham a denunciar al lobo por la desaparición de los cabritillos. El orondo y sonriente magistrado, después de escuchar la historia con el ojo guiñado, cursó la correspondiente orden de detención, pero no contra el honrado Lobo, no, que, en todo caso y de ser ciertos los hechos de los que era acusado, no habría hecho más que aquéllo a lo que era compelido por su naturaleza selvática, sino contra la pobre señora Cabra a la que acusó de incumplir los deberes legales de asistencia inherentes a la patria potestad o, lo que es lo mismo, de la comisión de un delito de abandono de familia al haber dejado sola a su prole para irse de compras. También la acusó de cometer un delito de denuncia injusta, pues había inculpado al lobo sin más pruebas que la declaración de un menor, víctima del abandono materno. Tras un registro efectuado en casa de la señora Cabra, el Sheriff de Nottigham encontró unas tijeras, una aguja e hilo, un montón de piedras y la evidencia criminal de una bolsa de la compra llena de alfalfa. En estos casos, el Código Penal Zapaterino, vigente en el bosque desde los tiempos en que el zapatero de Nottingham fue nombrado Sheriff, era muy severo: la señora Cabra fue cargada de cadenas y encarcelada; le fue retirada la patria potestad del cabritillo que se había escondido en la caja del reloj; el cabritillo fue dado en adopción al honesto señor Lobo que, muy precavido, se compró un frasco de Sal de Frutas Eno con la indemnización que hubo de pagarle la señora Cabra por la denuncia injusta. Finalmente, y como todos ustedes podrán imaginar, incluido mi lector malasombra, el Sheriff de Nottingham salió reelegido como Sheriff de Nottingham.

Y colorín, colorilla, el cuento acabó en pesadilla.

martes, 10 de febrero de 2009

Los cuentos de ZP: Las ranas pidiendo Rey


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 10 de febrero de 2009


VERSIÓN CLÁSICA: Cansáronse las ranas de vivir en desorden y anarquía y tanto clamaron que Júpiter hizo caer del cielo un Rey que, de tan pacífico como era, no podía serlo más. Pero este Rey, al caer en la charca, provocó tal estruendo que aquella gente anfibia, medrosa y asustadiza corrió a esconderse bajo el agua, entre los juncos y las cañas. Pasado un tiempo se acercaron al Rey y comprobaron que se trataba de un madero que flotaba mansamente en las aguas del estanque. Finalmente, perdieron el miedo y se subieron encima del Rey flotante. Al cabo de un rato, las ranas retomaron sus clamores. “Dános −decía el pueblo de la charca− un Rey que se mueva”. Y tanto importunaron a Júpiter con sus súplicas que les envió a una grulla tan voraz que, nada más posarse en la charca, comenzó a engullir a las ranas una tras otra. Las ranas, alarmadas, comenzaron de nuevo a quejarse a Júpiter, quien con voz de trueno les dijo lo siguiente:
−Basta ya de veleidades. ¿Ha de estar acaso mi voluntad pendiente de vuestro capricho? Debísteis conservar vuestro primer gobierno y, en caso de mudanza, daros por contentos de que vuestro rey fuese pacífico y manso. Puesto que a aquél no lo quisísteis, aguantad ahora a éste, aunque no sea mas que por miedo a que os envíe otro peor.”

VERSIÓN ADAPTADA: Cansáronse los vecinos del Burgomaestre que tenían. Era un Burgomaestre muy aburrido. Se levantaba cada día a la siete de la mañana y pretendía que los vecinos hiciesen lo mismo. Luego, se ponía a trabajar y, para pasmo de los ciudadanos, pretendía, además, que todos siguieran su ejemplo. El Burgomaestre había decidido que los escolares del municipio, para aprobar el curso, debían estudiar, pero esto de estudiar aburría soberanamente a los alumnos y desagradaba a sus padres puesto que, en lugar de irse a la taberna, debían quedarse en casa vigilando que sus hijos hicieran los deberes. El Burgomaestre congeló los sueldos del concejo y las plantillas de funcionarios municipales. Luego recortó el dinero destinado a las fiestas y vendió en el mercado la mitad de los caballos oficiales de sus concejales, ministros y regidores. El dinero así obtenido lo destinó a la construcción de acequias y canales, y el agua iba, de donde sobraba, a donde faltaba, de manera que todos tuvieron agua y pudieron trabajar sus tierras. Pronto se cansaron los vecinos de la monotonía de sus quehaceres: cavar, plantar, regar y recoger la cosecha, un día tras otro y otro también, les pareció de una pesadez extrema. Los escolares consideraban que estudiar era un martirio chino. Los padres seguían prefiriendo visitar la taberna a corregir los deberes de sus hijos. Los dueños de los pozos querían el agua para ellos solos. Los cofrades de la farándula querían más festejos y los concejales y ministrillos más caballos oficiales.
Los vecinos clamaron al Rey otra vez para que cambiara al Burgomaestre. “Queremos un Burgomaestre que se mueva”, decían. “Nos aburrimos mortalmente”, gritaban. Y tanto clamaron y tanto gritaron que el Rey perdió la cabeza y nombró burgomaestre al… ¿Cómo? ¿Que usted ya lo sabe, mi querido lector malasombra? Pues sí, en efecto, el Rey nombró burgomaestre al Zapatero.
Y la vida en el burgo se tornó mucho, pero que mucho más entretenida. Y el nuevo Burgomaestre se movió, vaya que si se movió. Para empezar se dedicó a resolver los problemas del mundo en lugar de los de su municipio, puso en marcha el observatorio concejil para la igualdad entre bosnios y eslovacos, cegó todos los canales y acequias por no sé qué razones medioambientales, subvencionó la compra de candados a los dueños de los pozos, prohibió los suspensos para erradicar el fracaso escolar, sustituyó los exámenes de fin de curso por un trabajo voluntario sobre la siesta como forma de expresión artística, nombró a la Bella Durmiente ministra concejil de Economía y dotó a cada uno de sus consejeros, ministrillos y regidores de dos caballos oficiales, un percherón y un pony de recambio. Finalmente, sustituyó el Día de la Romería por el Año de la Romería y declaró al burgo Capital Mundial del Acordeón.
Cuando los vecinos, hartos de tanta fiesta, sedientos por la sequía, embrutecidos por el nuevo sistema educativo y arrepentidos del experimento, suplicaron al Rey que cambiara nuevamente al Burgomaestre, comprobaron apenados que ya no había Rey, pues el reino se había transformado en República. Y ¿saben ustedes quién era el Presidente de la República?

Exacto.

martes, 3 de febrero de 2009

Los cuentos de ZP: El mono y el delfín


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 3 de febrero de 2009


Otra fábula de La Fontaine, procedente de Esopo. Este hombre era una mina.

VERSIÓN CLÁSICA: Era costumbre entre los viajeros del pueblo griego, ya hace años, que se llevaran con ellos Monos y Perros para entretenerse. Una nave con tal carga naufragó no lejos de Grecia. Sin la ayuda de los Delfines nadie habría salvado la vida. Uno de los Delfines confundió a un mono con un hombre en plena tarea de salvamento y le dijo: “Siéntate encima de mí”. Conducía al simio rumbo a la costa cuando le preguntó: “¿Eres ciudadano ateniense?”, a lo que el mono repuso: “¡Vaya si lo soy! Y más que eso, un personaje importante. Si apartir de hoy se te presenta cualquier problema, no vaciles en acudir a mí”.
“Siendo tal como sois −dijo el Delfín convencido− hasta El Pireo debe honrarse con vuestra presencia. A propósito, ¿lo visitáis con frecuencia?”.
“Cada día” −exclamó el simio. Y, tras una breve pausa, añadió: “Somos muy amigos él y yo, amigos de siempre, para ser más exactos”.
El mono había confundido el nombre del puerto de Atenas con un nombre de pila. Gente así, aprovechada e ignorante, corre mucha por la vida, pero ellos no lo saben y se suponen muy listos. Pero el Delfín era demasiado inteligente. Sonriendo, captó el desliz del otro y, al volverse para mirarlo, descubrió que era un simio en lugar de un hombre. Sin pensárselo dos veces lanzó el mono a las olas, yendo de inmediato en busca de náufragos humanos.

VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un gobernante que gustaba de hacer experimentos con las cosas de gobierno. Su pueblo estaba dividido. Había quienes, llevados de su fe ciega, creían que se trataba de un genio, de un revolucionario que habría de cambiar los destinos de su pueblo y del mundo conocido. Otros, convencidos de lo contrario, pensaban que, en cuestiones de gobierno, era mejor gobernar con prudencia y dejar los experimentos para la gaseosa, como dijo una vez un sabio. Pero ocurría, como siempre ocurre, que se escuchaba más fuerte el estruendo de las risas y el fragor del jolgorio que los consejos del sabio. Y el pueblo se fue deslizando con indolencia a lo largo de aquellos días de vino y rosas.
Llegó un día en que el horizonte económico se pobló de nubarrones, pero el gobernante, sordo a las advertencias y ciego a las señales, prometió a su pueblo el pleno empleo y afirmó que estaba más preparado que nunca para capear el temporal que, por otra parte, no existía. Pero el temporal llegó, y no en forma de simple tormenta, sino como la tempestad más grande y violenta que vieran los tiempos. Las empresas quebraron, el crecimiento económico se detuvo en seco y el paro devoró a un quinto de la población.
Entonces el gobernante se subió a lomos de un delfín, o dicho de otra manera, acudió en demanda de ayuda a los bancos y a los organismos económicos internacionales. El delfín le preguntó: “¿Es usted ciudadano ateniense?”, o lo que es igual: “¿Ha adoptado usted medidas de refuerzo y protección de su economía?”, a lo que el gobernante, muy ufano, contestó: “Pues claro que sí. Yo fui el primero en hacerlo. De hecho, somos campeones de Europa de fútbol, campeones del mundo de baloncesto y uno de nuestros ciudadanos es el número uno del tenis mundial. Además es muy posible que le den un Oscar a Penélope Glamour”.
El delfín, muy serio, le dijo: “Siendo tal como sois, seréis el país europeo que tenga el índice de desempleo más bajo”. El gobernante no respondió y, sin despedirse del delfín, se arrojó él mismo a las aguas turbulentas.