martes, 24 de diciembre de 2013

La Navidad es cosa de niños

(En la foto, el belén de la Pepa 2013)
Artículo publicado el 24 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia







Hace más de ochenta años, mi gordo amigo G.K. Chesterton, cuyos libros me acompañan desde hace mucho tiempo, escribió que “la Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad”. “La frivolidad es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse”, decía para indicar que el principal peligro al que está siendo sometida la Navidad consiste en dejarla reducida a una mera fiesta desprovista de su significado cristiano. “Que se nos diga que nos alegremos un 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para ser frívolo (…) El resultado de desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo lo humano es que se exige demasiado de la naturaleza humana. Es pedir a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar; o por una que saben no es nada más que la mentira de algún periódico nacionalista o patriótico en exceso (…) Nuestra tarea, hoy día, consiste por tanto en rescatar la festividad de la frivolidad. Esa es la única manera de que volverá de nuevo a ser festiva.

Pero la Navidad se hace cada año más mundana, más comercial y menos cristiana. Nos deslumbran las luces de neón que la iluminan y los colores de las calles adornadas, y apenas alcanzamos a ver a Jesús, el Niño sin techo que nació en una cueva en lugar de un palacio, al que adoraron en primer lugar unos humildes pastores y no los gobernantes y las más altas jerarquías de la sociedad de su tiempo, el que fue envuelto primorosamente en unos sencillos pañales por su Madre y a quien acostó en un pesebre lleno de paja. El bullicio de la multitud en las calles y los sonidos estridentes de la música de fiesta no nos dejan oír el mensaje de Paz. Sin embargo hay quienes escapan casi indemnes de la ceguera y la sordera inducidas por el mundo: los niños. El propio Chesterton escribía que “los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces celebran con exceso lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre.” Y es que la Navidad, de siempre, es cosa de niños.

Los publicistas saben muy bien que para que un mensaje convenza a los niños, que de crédulos no tienen nada, tiene que ser un mensaje muy bien construido y muy sencillo, en el que no quepa doblez. Un niño entiende muy bien qué es el amor o qué es la amistad, pero no sabe ni le importa lo más mínimo saberlo qué es el amor heterosexual o qué es la amistad desinteresada. Un niño es complejo y sencillo a la vez, inocente e ingenuo pero no precisamente tonto, y la Navidad le gusta porque siempre ha entendido los mensajes navideños: la paz, la familia, las vacaciones del cole, los juguetes, el belén… Sólo los niños y quienes conservan su niñez atesorada son capaces de entender la Navidad en toda su sencilla plenitud.

El año pasado escribí por estas fechas un artículo publicado “El belén de la Pepa”, en referencia al belén que cada año hago con mis hijos y que dirige con mano firme la más pequeña. Se trata de un sencillo belén de figuras de terracota algo desportilladas, que con el paso de los años y con ocasión de algún viaje ha ido creciendo con nuevas incorporaciones. En el belén de la Pepa hay de casi todo. Por supuesto que detrás de San José, de María y del Niño están el buey y la mula. También hay un ángel que anuncia la Buena Nueva, y unos cuantos pastores que se acercan al pesebre con sus humildes obsequios. Y los Tres Reyes Magos. Y un río de agua pintada de azul, y un puente de corcho, y un aldeano pescando y una mujer lavando la ropa. Y patos, muchos patos, y gallinas y pavos. Y un Tío Cachirulo, que es como llamamos por aquí al Caganer, estratégicamente apostado junto a los gorrinillos. Y un Cascanueces de madera, y un montón de regalos para el Niño comprados cada año en el mercadillo de Navidad: frutas, quesos, panes, jarras diminutas de barro, y una ristra de ajos, y una cesta de huevos de la que ha caído uno al suelo y se ha roto. Y un caracol descansando sobre el musgo que un año recogimos en la umbría de un bosque alemán. Y rocas de corcho en las que se esconden conejillos y perdices de plástico. Y hasta un pamplonica que corre descarado los Sanfermines. Y este año, procedente de Sevilla, se ha incorporado una bailaora con su traje de lunares…

Y es que en el belén de la Pepa, como en todos los belenes del mundo hechos por un niño, cabe de todo y cabemos todos. Son los belenes que hacemos los adultos los que excluyen a la mula y al buey, o a los pobres o a los ricos, según se tercie. Son nuestros belenes adultos los que han dejado de ser belenes para convertirse en campos de concentración, en guetos, en ikastolas, en zonas marginales, en suburbios, en favelas, en campos de refugiados, en largas colas de parados…

Lo que les quiero decir de nuevo es que la Navidad, esa Navidad en la cabemos todos, la auténtica Navidad, es aquélla que solo se puede ver a través de los ojos de un niño.

Feliz Navidad.
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martes, 17 de diciembre de 2013

Perdone que le haga una pregunta



(Artículo publicado el 17 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)
 




Quienes me conocen saben que, por más que lo diga la Constitución, en mi escala de valores no figura la unidad indisoluble de España, al menos no como valor absoluto e irrenunciable, como tampoco está ese nacionalismo patriotero y rojigualda, dentro de cuya estrechez me he sentido siempre agobiado. Tampoco se cuenta entre mis valores ningún localismo de esos que ciegan la vista y nublan el entendimiento a todo cuanto no huela a pastel de carne o suene a sardana. Que afirme todo esto no está reñido en modo alguno con que me gusten, ya que los cito, los pasteles de carne y las sardanas, unos más que las otras, o con que crea sinceramente que una España unida y cohesionada es mejor sitio para vivir que un rompecabezas de diecisiete piezas en desequilibrio permanente.
Ya he escrito antes acerca del nacionalismo, del que Stephan Zweig decía en El mundo de ayer. Memorias de un europeo que era la peor de las pestes, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Preso de la nostalgia de aquel mundo que se fue, de hecho Zweig acabaría en el suicidio, escribía acerca de Viena que “sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura [se refería a la vieja Viena imperial] consistía precisamente en el encuentro de elementos de los más heterogéneo, en su supranacionalidad”. Yo, como Zweig, he visto demasiado mundo para que éste en el que vivo no me parezca extraordinariamente pequeño. He leído demasiados libros para no conocer a estas alturas de mi vida casi todas las causas, casi todas las razones y casi todos los credos que intentan vanamente justificar la exclusión de los unos por los otros. He visto demasiadas veces cómo las banderas nacionales se han convertido en sudarios y no necesito verlo más. Yo, como Zweig, no creo que la unidad o la disgregación de un país merezcan que nadie derrame una gota de su sangre o la de otro. Tampoco creo que una reacción violenta del Estado frente a los nacionalismos disgregadores sea la solución del problema, pues además de que los enfrentamientos no generan otra cosa más que confrontación, ello no sería sino oponer un nacionalismo a otro.
Artur Mas y su muchachada, como lo han venido haciendo en general casi todos los políticos catalanistas, llevan demasiados años sembrando el odio, el desprecio y el victimismo hacia España. Por su parte, los políticos españolistas, los de Ciutatans con la boca grande, los del PP con la boca mediana y los del PSOE con la boca pequeña, llevan haciendo lo propio hacia quienes reniegan de su españolidad, con razón o sin ella. Curiosamente, y a pesar de lo que digan unos y otros, esto viene ocurriendo en mayor medida desde que fuera aprobada en 1978 la Constitución Española, la misma que dotó a todas las regiones de las cotas más altas de autonomía y descentralización política y administrativa de la Historia. Sin embargo, todos estos años de autogobierno democrático no han servido para acallar al separatismo. El referéndum sobre la independencia de Cataluña será el 9 de noviembre de 2014, nos han anunciado; será sí o sí, dicen los herederos de aquel Lluis Companys que proclamó el Estado Catalán un 6 de octubre de 1934; y, a falta de una, ya tienen las dos preguntas de la consulta que catalanes y quienes pasen por allí deberán responder a "¿Quiere que Cataluña sea un Estado?" y "¿Quiere que sea independiente?", preguntas que, en cierto modo, son redundantes, pues no sabemos muy bien qué es eso de un Estado dependiente como no sea lo que hay ahora.
Hay quien dice, optimista recalcitrante, que todo esto se disolverá como se disuelve una pastilla de magnesia en un vaso de agua, que el nacionalismo separatista no tiene futuro en la Europa Unida, en la Europa de los mercaderes, añaden guiñando el ojo, pero olvidan que al igual que la unidad se puede comprar la unidad también se vende, y que en esta Europa de los intereses todo es cuestión de precio.
Hay quien opina lo contrario, que esto no hay quien lo pare como no sea suspendiendo el Estatuto de Autonomía de Cataluña en virtud del artículo 155 de la Constitución Española, sacando los tanques a la calle en cumplimiento del artículo 8 de la Constitución y encarcelando a Artur Mas y sus secuaces por la comisión de un delito de rebelión previsto en el artículo 472 del Código Penal, pero olvidan que no sabemos muy bien quiénes son los secuaces de Mas, si sus socios de gobierno de hoy o los socios de gobierno de ayer, si aquéllos a los que ayer apoyaba Más en Madrid o a los que apoyaba anteayer o apoyará mañana. Tampoco sabemos muy bien si estos aguerridos partidarios de los tanques pedirán que sean sus hijos y no los de otros quienes defiendan la unidad de la Patria en la primera línea  de combate.
Afortunadamente hay otros artículos en la Constitución Española. Por ejemplo, el artículo 92.1, que dice que “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Se me ocurre que, antes de que Mas convoque el suyo, el Rey podría anticiparse y, a propuesta del Presidente del Gobierno y previa autorización de las Cortes Generales, convocar un referéndum para que todos los españoles, los catalanes y los no catalanes, nos pronunciemos sobre la unidad de España. La pregunta podría ser sencillamente la siguiente: “España, ¿sí o no?”
Me da en la nariz que los partidarios de España ganarían por goleada.
Incluso en Cataluña.
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martes, 3 de diciembre de 2013

La memoria mentirosa




(Artículo publicado el 3 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Hace unos días, Luis María Linde, gobernador del Banco de España, afirmó en el Real Casino de Murcia que, aunque los indicios son todavía poco perceptibles para el ciudadano corriente, estamos empezando a salir de la crisis económica. Y debe ser cierto porque lo dijo ante quienes, si la afirmación no fuera cierta, podrían haberlo contradicho en un santiamén. Estamos empezando a remontar la crisis económica, es cierto, pero aun tardaremos un tiempo en notarlo. El temor que me asalta hoy es que no estemos haciendo lo propio en relación con la crisis moral que ha precedido, y acompañado, a la económica y sobre la que ya he escrito en alguna ocasión, por lo que me ahorro hacerlo de nuevo.
            No me negarán que desde un punto de vista moral España está hecha unos zorros. No hay apenas un principio moral, básico para la convivencia, que no hayamos traicionado. Fíjense bien en que, en vez de emplear un sujeto indeterminado, un “no haya sido traicionado”, por ejemplo, he usado intencionadamente la primera persona del plural, nosotros, porque todos, es verdad que unos más que otros, hemos sido los autores de traición. Y muchos, no se ofendan y no se me levanten y se vayan, muchos continuamos aplaudiendo una u otra traición. Veamos algunos ejemplos.
            La excarcelación de asesinos. Que un delicuente salga de prisión una vez que ha cumplido su condena no es en modo alguno una violación de un principio moral, sino todo lo contrario. La inmoralidad consiste en que fueran condenados en su día a penas desproporcionadamente leves en relación con los crímenes cometidos. Fue entonces cuando debimos sentir vergüenza de nuestras leyes penales y de nosotros mismos. La inmoralidad consiste en que salgan de prisión todos al mismo tiempo, asesinos terroristas y asesinos comunes, en lo que se me antoja un truco para que una cosa tape a la otra. La inmoralidad consiste en que a todos les espere una indemnización del Estado, y una entrevista muy bien pagada en un medio de comunicación, a unos, o un homenaje de sus iguales, a otros; y que eso ocurra porque hemos consentido que haya unas leyes prestas a proteger los derechos del delincuente y remisas a hacer lo propio con sus deberes. La inmoralidad consiste en que, a este respecto, nadie nos haya dicho todavía la verdad, toda la verdad.
            Los más desfavorecidos. Con esta frase nos solemos despachar, tanto el político de turno como cada uno de nosotros, para referirnos a quienes sufren las peores consecuencias del sistema, agudizadas sin duda por la crisis económica, como si ambos fueran una especie de lotería que aleatoriamente favorece a unos y perjudica a otros, los agraciados y los desfavorecidos. La realidad es que somos los primeros los culpables del padecimiento de los segundos. La inmoralidad es pensar que todo esto ocurre por casualidad y que nadie tenemos la culpa de lo que pasa, excepto el Gobierno, claro. La inmoralidad consiste en lamentar esas situaciones y volver la vista a otro lado. La inmoralidad consiste en exigir que alguien lo remedie y disparar contra quien, como la Iglesia Católica, lo viene haciendo desde siempre.
            Las memorias mentirosas. Que los libros de memorias falsean la historia no es nada nuevo. Cada cual aprovecha para darle una mano de agua y jabón a sus recuerdos con el fin de que su huella en este mundo sea respetable. Albert Speer, arquitecto de Hitler y en los últimos años de la guerra su ministro de Armamento, fue condenado en Nüremberg a dieciseis años de cárcel, una pena extremadamente leve si la comparamos con la de otros jefes nazis que fueron condenados a muerte. Mientras cumplía su condena escribió los famosos Diarios de Spandau en los que relataba sus vivencias en la prisión berlinesa, pero fue al salir de la cárcel cuando escribió y publicó Erinnerungen, su libro de memorias, en el que cuenta cómo fue su estrecha relación personal con Hitler. Pudo haber dicho únicamente la verdad y, sin embargo, por un simple ánimo exculpatorio, mintió. En las últimas páginas, sin más pruebas que su palabra, afirmó que en los últimos días de la guerra había planeado un atentado contra Hitler que no llevó a cabo por no disponer de los medios necesarios.
Salvando las distancias y las comparaciones personales, me hago eco de que son muchos los que opinan que tanto Zapatero como Solbes han mentido en sus libros de memorias. Ninguno de ellos soporta la sentencia de la historia sobre la maldad, el sectarismo y la inepcia con las que fue abordada la crisis económica y moral de España, pues el vértigo y el insomnio no constituyen eximentes ni siquiera atenuantes de su responsabilidad. La inmoralidad consiste, no tanto en que  hayan mentido, que también, cuanto en que a nadie parezca importarle que lo hayan hecho.
La inmoralidad consiste, además, en que muchos les compraremos sus libros.

martes, 26 de noviembre de 2013

Susanita tiene un ratón



(Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia, el 26 de noviembre de 2013)


Cómo los echo de menos. Me refiero a los Payasos de la Tele, a los auténticos payasos, claro, a Gaby, a Fofó y a Miliki, a quienes luego se fueron sumando hijos y sobrinos, empezando por Fofito. Durante muchos años los payasos fueron la fuente de un humor sencillo, construido a base de atuendos grotescos, caidas y tropezones, tartas de merengue y diálogos llenos de equívocos y trabalenguas, amén de un poco de música; un humor que, dirigido fundamentalmente a los niños, prendía también entre los adultos, tal vez porque, aunque no queramos reconocerlo, jamás dejamos de ser niños. En el humor inocente de los payasos había siempre una nota trágica y triste, como los solos de saxofón que interpretaban los Hermanos Tonetti al término de su actuación, cuando no inquietante; acuérdense si no de Pennywise, aquel payaso terrorífico  de It, la novela de Stephen King, que fue encarnado en la serie de televisión por Tim Curry. Hoy, los auténticos payasos como Fofó y compañía, los Hermanos Tonetti o Charlie Rivel, han desaparecido prácticamente del gran escenario con algunas honrosas excepciones, eso sí, entre las que destacan los integrantes de Pupaclown, con Pepa Astillero a la cabeza, a quienes apoyé decididamente en los inicios de su maravillosa aventura de hacer sonreir a los niños que se encuentran, gravemente enfermos, internados en los hospitales.
Hoy, en lugar de los payasos tradicionales con su nariz roja y su risa fácil, predomina otro tipo de payasos que tienen mucha menos gracia y que, además, no lo disimulan. En lugar de estrafalarias vestimentas, visten la moda más cara y exclusiva. Suscitan algunas risas de complicidad pero las más de las veces hacen llorar al público con sus ingenios. No cuentan chistes, al menos no lo hacen habitualmente, pero todo lo que dicen suena a chiste aunque lo expresen sin música y con el más serio de los semblantes. Sin embargo, y aunque sé que el viejo periódico de papel no es sonoro, no me resisto a ponerles música a algunas de estas payasadas y payasos postizos y para ello me voy a valer del repertorio de mis añorados Gaby, Fofó y Miliki. De sus letras, porque de la música ya se encargarán ustedes.

Había una vez un circo (La escena política nacional):

Había una vez un circo que alegraba siempre el corazón,
Lleno de color, mundo de ilusión, pleno de alegría y emoción
Siempre viajar, siempre cambiar, pasen a ver el circo
Otro país, otra ciudad, pasen a ver el circo.


                Susanita tiene un ratón (La lozana andaluza Susana Díaz):

Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín
Que come chocolate y turrón y bolitas de anís
Le gusta el cine, el fútbol y el teatro, baila tango y rock and roll
Y si llegamos y nota que observamos siempre nos canta esta canción.


                La Gallina Turuleca (Los gobiernos, partidos políticos y sindicatos):

La Gallina Turuleca ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres,
la Gallina Turuleca ha puesto cuatro, ha puesto cinco, ha puesto seis
la Gallina Turuleca ha puesto siete, ha puesto ocho, ha puesto nueve,
¿Dónde está esa gallinita? Déjala, la pobrecita, déjala que ponga diez.


                Barquito de Cáscara de Nuez (La aventura soberanista de Artur Mas):

Un barquito de cáscara de nuez, adornado con velas de papel,
Se hizo hoy a la mar, para lejos llevar gotitas doradas de miel
Un mosquito sin miedo va en él, muy seguro de ser buen timonel
Y subiendo y bajando las olas el barquito ya se fue…


Hola Don Pepito (La alternancia política):

Hola Don Pepito, hola Don José,
pasó usted ya por casa, por su casa yo pasé
Vió usted a mi abuela, a su abuela yo la 
Adiós Don Pepito, Adiós Don José.


                El coche nuevo (Los banqueros y la crisis económica):

El viajar es un placer, que nos suele suceder
En el auto de papá, nos iremos a pasear
Por el tunel pasarás, la bocina tocarás
La canción del pi pi pi, la canción del pa, pa, pa
Vamos de paseo, pi, pi, pi, en el auto feo, pi, pi, pi,
Pero no me importa, pi, pi, pi, porque llevo torta, pi, pi, pi.


                Tengo algunas canciones más muy sugerentes, como Dale, Ramón y Cómo me pica la nariz, pero se me ha acabado el espacio, de manera que sólo me resta despedir el artículo como corresponde:

¿Cómo están ustedes?
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martes, 19 de noviembre de 2013

El escalofriante Gordo de Navidad


(Artículo publicado el 19 de noviembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Un viejo chiste. En un examen de Química el profesor preguntó al alumno por las propiedades del amoníaco, a lo que éste respondió que se trataba de un líquido incoloro y levemente volátil, que olía muy bien. El profesor sacó un frasco lleno de amoníaco y le dijo al alumno que lo oliera. El chico lo hizo y, arrugando la nariz y con los ojos llorosos, exclamó “Pues a mí me gusta”. Y es que, para gustos, los colores.
Sin embargo, por lo que he podido escuchar, ver y leer, el anuncio de la Lotería de Navidad de este año no ha gustado a casi nadie, excepción hecha, me temo, de las hijas góticas de Zapatero y de unos cuantos frikis del universo burtoniano. Casi todos los pareceres coinciden en que se trata de un anuncio tétrico y escalofriante, muy poco navideño, en el que la elección de los intérpretes ha sido desafortunada, y en el hecho de que el pueblo, más que un pueblo español corriente, parezca un pueblo fantasma como La Manga en invierno. Mi querido amigo y admirado escritor Francisco Giménez Gracia me ha hecho llegar un excelente artículo titulado “Destripamos el anuncio del Gordo de Navidad” que un tal Longino Churruca-Florité (sospecho que se trata de un alias, ya que es casi imposible que nadie se llame realmente así) había publicado en la revista digital Mitmag (www.mitmag.es). El artículo ha tenido varios efectos: el primero, el de encantarme, pues se trata de una ingeniosa y chispeante vivisección del anuncio en la que no deja títere con cabeza; el segundo, que me ha obligado a reescribir de prisa y corriendo el artículo que ya tenía dispuesto; el tercer efecto ha sido el más sorprendente pues, si antes de leerlo yo me contaba entre los más firmes detractores del anuncio, tras la lectura del artículo he de confesarme militante entusiasta del todavía, aunque no por mucho, reducido grupo de sus fans y, por lo que he escrito antes, conmilitón de las hijas de Zapatero y demás frikis góticos.
Siempre me han gustado las películas algo oscuras y morbosas como las magníficas Frankenstein y Drácula, protagonizadas en 1931 por Boris Karloff y Bela Lugosi, respectivamente; o aquellas cintas alemanas de la década de los veinte como Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Nosferatu, una Sinfonía del Horror), dirigida en 1922 por F. W. Murnau, o El Testamento del Dr. Mabuse, dirigida por Fritz Lang; o las películas de serie B protagonizadas por Vincent Price o Christopher Lee e, incluso, las de humor gótico y tenebroso como las series televisivas de La Familia Munster y La Familia Adams; y, cómo no, las muy góticas y siempre enigmáticas de Tim Burton, desde Beetlejuice hasta Frankenweennie, pasando por Pesadilla antes de Navidad, Sleepy Hollow o La Novia Cadáver, sin olvidar las versiones burtonianas de Charlie y la Fábrica de Chocolate (qué haría yo sin mis geniales Oompa-Loompas) y Alicia  en el País de las Maravillas. Y tal vez sea por ello que, al leer el artículo de Longino Churruca-Florité y ver de nuevo el anuncio, me he sentido transportado al dulce mundo de los terrores de mi infancia, generados y regenerados por las películas de Lang y de Burton: el evocador color marrón de las imágenes, la figura del corredor solitario huyendo del miedo, los ecos en las calles empedradas, el pueblo fantasma a la luz de cirios y velas, el árbol de navidad como hecho de osamentas, los cinco cantantes vestidos de luto, sus sonrisas tenebrosas, la vampiresca introducción de Marta Sánchez, la palidez marmórea de Bustamante y de la Niña Pastori, la turbadora mirada de Monserrat Caballé y el cadáverico tarareo final de Raphael, la música casi espectral y las imágenes heladas de los figurantes e, incluso, la escalofriante presencia entre ellos de un replicante de Rubalcaba.
Y digo yo una cosa: si en España nos santiguamos cuando se nos cruza un gato negro por la calle, qué otra cosa podíamos esperar del anuncio del Gordo de Navidad… del año 2013. Y si esto ha ocurrido con el anuncio, me sigo preguntando qué habrá de ocurrir con el propio sorteo de lotería. No me extrañaría nada que los niños de San Ildefonso aparecieran vestidos con los pantalones negros cortos y la camiseta de rayas rojas y blancas de Tweedledum y Tweedledee, esos inquietantes niños gordos que aparecen en Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton; o que lo hicieran vestidos como las niñas góticas de Zapatero. E incluso que el Gordo le tocara al caganer de la chancla o a algún ilustre excarcelado por el óbito anunciado de la doctrina Parot.
Y es que, queridos lectores, esto no es España, esto es Halloween.
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martes, 12 de noviembre de 2013

La vuelta de Fu-Manchú




(Artículo publicado el 12 de noviembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




No sabíamos que se habían ido y ahora nos enteramos de que han vuelto. Pero como no sabemos a dónde habían ido, si es que se habían ido, es imposible saber de dónde vienen, si es que vienen de algún sitio, ni con quién se fueron o vinieron, ni cómo, ni cuándo, ni por qué, del mismo modo en que nunca sabremos a dónde van. Bueno, el por qué se fueron si es que realmente se fueron sí que lo sabemos, y es que dejaron a España hecha unos zorros. Por eso se fueron si es que se fueron.
            ¿Se fueron? No, no da la impresión de que se fueran realmente, al menos si se fueron no lo hicieron muy lejos. Si se hubieran ido lejos, muy lejos, no habrían estado por aquí cerca para zancadillear una y otra vez al gobierno salido de las urnas que intentaba reparar el desastre zapaterino. Se fueron, eso sí, a la oposición, pero de allí no han vuelto, de manera que si dicen que se fueron y que han vuelto será que lo hicieron a otro sitio. Y ¿a qué sitio podrían haber ido? Al desierto a hacer oración, no, desde luego, porque si realmente han vuelto de algún sitio lo han hecho inconfesos, irredentos e impenitentes. Dicho de otra manera, no ha habido catarsis ni travesía del desierto alguna. Podrían haber ido a estudiar cómo se comporta la oposición socialdemócrata en los países civilizados de nuestro entorno, pero tampoco. Nuestra oposición de izquierdas es diferente, como la propia España que no existe. En Alemania, la socialdemocracia y la democracia cristiana ponen en marcha cada tres por dos la Grosse Koalition para resolver los graves problemas de Estado, lo que incluye la gobernabilidad. Mientras, en España se forma una vez y otra el Frente Popular al grito de “Todos contra el PP”, y les importa una Grosse Scheisse la gobernabilidad y los graves problemas de Estado. También podrían haber ido a dejarse aconsejar por la gran esperanza galáctica que fue Obama, pero el presidente demócrata está en horas bajas y aún no parece recuperado de la visita gótica de la familia Zapatero. Luego tampoco han ido allí. Nos quedan algunos destinos antes muy frecuentados y queridos como Cuba o Venezuela, pero ni un hermano es el otro ni Maduro es Chávez por mucho que éste se aparezca a aquél en forma de pajarito. No, definitivamente tampoco han ido para allá, como tampoco lo han hecho a ningún país de la primavera árabe, aquella cursilada de la izquierda, que ha pasado directamente de la estación de los capullos en flor al más crudo de los inviernos. No, definitivamente no se habían ido a sitio alguno, tal y como sospechábamos todos al oír la enérgica afirmación de Rubalcaba, el taumaturgo.
            ¿Han vuelto, pues? Pues parece que tampoco. Si convenimos en que no se han ido, difícilmente podríamos afirmar que han vuelto. Entonces, ¿qué explicación tiene todo este galimatías? Cuando escuchaba a Rubalcaba gritar aquello de “Hemos vuelto, compañeros” entre las caras circunspectas de quienes lo rodeaban y arropado por una lluvía virtual de pétalos de rosa, como la Virgen de la Fuensanta, y que Dios me perdone por la comparación, me vinieron a la cabeza aquellas novelas seriadas en uno de cuyos títulos se anunciaba la vuelta del mismo protagonista de todas ellas a pesar de que nunca se había ido a ningún sitio. La vuelta del Zorro, La vuelta del Dr. Fu-Manchú o La Vuelta del Coyote sorprendían a sus fieles lectores a quienes nunca se les había ocurrido pensar que el Zorro o el Coyote se hubieran marchado a parte alguna. De lo único que los abnegados lectores estaban ciertos era de que se trataba de una nueva entrega de la serie, con el mismo protagonista y casi con el mismo final que las anteriores.
            La última pregunta que se me ocurre al hilo de la pretendida vuelta es a qué han vuelto, y la respuesta no se hace esperar: a las andadas. Ya sé que a muchos de mis lectores se les ocurrirán otras respuestas, pero a mí me vale con la mía.
            Fu-Manchú ha vuelto. Larga vida a Fu-Manchú.
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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La tortilla nacional (IV): Entre todos la mataron



(Artículo publicado el 6 de noviembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




          Si las competencias y las administraciones públicas de las Comunidades Autónomas eran las patatas y las cebollas  a medio pelar que se iban añadiendo a la tortilla nacional, los huevos no podían ser más que los mecanismos correctores previstos en la Constitución y en las leyes para hacer frente a las desviaciones del sistema. Pues bien, a la vista del resultado podemos afirmar que los huevos estaban algo pasados.
Los órganos constitucionales de supervisión, empezando por el propio Tribunal Constitucional, no han mejorado el modelo. El Tribunal de Cuentas, por ejemplo, que es el órgano encargado de fiscalizar las cuentas públicas de las Comunidades Autónomas, lo ha venido haciendo, sí, pero con seis años de retraso, de manera que sus informes y conclusiones, nacidos siempre con la fecha de caducidad cumplida, han resultado ineficaces por la sencilla razón de que nadie les hace caso. Pero es en las cuestiones de cooperación y de coordinación política y administrativa, asuntos capitales en cualquier Estado moderno y en mucha mayor medida en los Estados compuestos como el nuestro, donde el fracaso se muestra con más estrépito. Ya comenté en un artículo anterior que el Estado sólo había hecho uso una vez de la herramienta constitucional de las leyes de armonización, con tan mala fortuna que, tras la intervención del Tribunal Constitucional, la flamante Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico de 1982, la LOAPA, quedó convertida en la “loapilla” al perder la mayor parte de sus contenidos, de manera que las Comunidades Autónomas, ya desbocadas, se lanzaron a un galope tendido por la escarpada senda autonómica. Por su parte, las Conferencias Sectoriales integradas por el Ministro y los respectivos Consejeros Autonómicos del ramo han resultado herramientas poco útiles y escasamente efectivas, con la única excepción tal vez del Consejo de Política Fiscal y Financiera que, sin embargo, continúa buscando la piedra filosofal de la financiación autonómica al gusto de todos.
La Constitución Española, tan recatada ella a la hora de llamar a las cosas por su nombre, no consideró necesario recoger una herramienta que había sido puesta en marcha con notable éxito en ciertos países civilizados como Alemania, Canadá, Austria o Suiza. Me refiero a la “cumbre de presidentes regionales”, nacida en la Alemania de post guerra para paliar el vacío de poder provocado por la caída del Reich nazi y que, tras la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania de 1949, quedó configurada como un órgano fundamental de cooperación entre el Estado Federal y los Länder alemanes. En España, el vacío constitucional se pretendió cubrir con la creación y puesta en marcha de la Conferencia de Presidentes Autonómicos, en la que habían de compartir mesa y mantel el Presidente del Gobierno del España y los Presidentes de las distintas Comunidades Autónomas. En todos estos años la Conferencia ha sido convocada únicamente en cinco ocasiones, la primera en fecha tan tardía como el año 2004 y la última en el año 2013, y en todas ellas se ha limitado a ser un inoperante escenario en el que las intervenciones quedaban circunscritas a unos minutos escasos por presidente para hablar “de lo suyo” y nunca “de lo nuestro”, lo que ha empobrecido el debate y dificultado la adopción de acuerdos operativos.
Sumen a todo ello que los grandes partidos políticos nacionales y regionales se han mostrado muy remisos a la hora de plantearse la reforma del estado de las autonomías, o la limitación de alguna de las funciones de las Comunidades Autónomas, o el  reintegro al Estado de determinadas competencias autonómicas en cuya gestión se han mostrado aquéllas especialmente incompetentes. Añadan a la tortilla nacional la proliferación de corruptelas en la esfera autonómica e incorporen además el hecho de que los partidos políticos y los diferentes gobiernos no hayan desarrollado una eficaz política ejemplarizante. El Estado de las Autonomías nunca levantó pasiones en el común de los mortales, si bien tampoco les quitaba el sueño. Sin embargo, es un hecho incontestable la disminución progresiva del grado de aprecio por el estado autonómico que han experimentado los ciudadanos en estos últimos años, circunstancia que además se ha visto especialmente agravada por la extrema dureza de la crisis económica, hasta el punto de que las Comunidades Autónomas son ya percibidas por la sociedad española como una de las causas de la crisis económica, si no la principal de ellas.
Y aunque parezca contradictorio, a quien le viene de perlas la decadencia del estado autonómico no es al centralismo unitario, sino al separatismo más exacerbado. Ya lo escribió Salvador de Madariaga en su ensayo titulado De la angustia a la libertad:  “para ir a la separación hay que matar la autonomía y viceversa”.
Y eso es precisamente lo que está ocurriendo en España.

martes, 29 de octubre de 2013

¿Vencedores o vencidos?



(Artículo publicado el 29 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Hace algo más de tres años escribí un artículo en el que les hablé de la película “Vencedores o vencidos”, que en versión original llevaba por título Judgement at Nüremberg. Estaba protagonizada por Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmark, Montgomery Cliff y Maximilian Schell, entre otros. El argumento de la película, que sin duda muchos de ustedes habrán visto, se inspiraba en uno de los juicios de Nüremberg, el conocido como el Juicio de los Jueces, en el que fueron juzgados y hallados culpables varios jueces alemanes por su participación en los crímenes de estado, fundamentalmente mediante la aplicación de las leyes de esterilización y eugenesia dictadas por el Tercer Reich. En este Juicio de los Jueces, a diferencia de los demás procesos de Nüremberg, los acusados eran expertos juristas, conocedores de la Ley, eminentes miembros de la sociedad civil que, incluso, habían participado en la elaboración de esas leyes que habían aplicado. La otra gran diferencia con el resto de juicios de Nüremberg estriba en que, mientras que en los demás casos los crímenes contra la humanidad habían sido cometidos infringiendo las normas del derecho común, en el caso de los jueces alemanes los crímenes fueron perpetrados mediante la estricta y jurídicamente impecable aplicación de las leyes alemanas. Lo había escrito Cicerón en su obra De officis muchos siglos antes: Summun ius summa iniuria.

Por otra parte, estas leyes no eran ajenas a las llamadas corrientes progresistas del derecho de los tiempos en que fueron dictadas o, dicho de otra manera, no eran tan diferentes de leyes dictadas en países del bloque aliado. Hay que recordar que la esterilización de los deficientes mentales era una práctica habitual en muchos países del mundo, que fue ratificada en 1927 por la Corte Suprema de Estados Unidos, y que la eugenesia contaba entre sus partidarios a ilustres pensadores como Alexander Graham Bell, George Bernard Shaw y Winston Churchill. Durante la primera mitad del siglo XX fueron aplicados programas de esterilización masiva de enfermos hereditarios en países como Estados Unidos, Australia, Reino Unido, Noruega, Francia, Finlandia, Dinamarca, Estonia, Islandia y Suiza.

Así las cosas, los jueces alemanes se encontraron ante el dilema de cumplir las leyes de su país o de incumplirlas dictando sentencias exculpatorias por entender que se trataba de leyes injustas. Tras la guerra, aquellos que se habían negado a cumplir las leyes nazis fueron proclamados héroes, mientras que por el contrario aquellos otros que las cumplieron fueron juzgados y condenados por crímenes contra la humanidad. La explicación de todo esto hay que buscarla en dos afirmaciones: una, que las leyes, y aún las leyes democráticas, pueden ser moralmente injustas; otra, que los jueces y tribunales pierden su legitimidad cuando se doblegan ante postulados partidistas o gubernamentales e incluso ante políticas de Estado. La Justicia, o es independiente, o no es Justicia.

Con una ligera variación sobre el título de la película, esta frase ha formado parte del lema de la manifestación convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo que se ha celebrado en Madrid el pasado domingo y que ha reunido a varios centenares de miles de personas en demanda de justicia, paradójicamente, contra una sentencia de un Tribunal de Justicia, la dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación con la aplicación de beneficios penitenciarios a la asesina impenitente Inés del Río. La sentencia invoca de manera errada el principio de legalidad, nulla poena sine lege, pues nada tiene que ver dicho principio con las formas de aplicación de los beneficios penitenciarios que se sujetan, entre otros, al criterio del arrepentimiento. La extraordinaria, y por eso mismo sorprendente e indignante, diligencia de la Audiencia Nacional en dar cumplimiento al fallo ha supuesto la inmediata puesta en libertad de la terrorista entre las celebraciones de sus colegas de la izquierda separatista vasca. La sentencia supondrá también la previsible liberación en pocos días de más de cincuenta asesinos condenados en España por la comisión de los crímenes más brutales.

Por más que haya indignado a millones de españoles, esta sentencia no ha sorprendido a nadie. Son demasiados los signos que la han precedido para no pensar que, en efecto, nos encontramos ante una amnistía encubierta de los presos de ETA, una etapa más del “proceso de paz” iniciado por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que consistió básicamente en aceptar todas las demandas de la izquierda separatista. Al leer la sentencia de Estrasburgo, con el voto favorable del único juez español, el ex secretario de Estado de Justicia del Gobierno de Zapatero Luis López Guerra, he recordado aquello que dijo en su día el Fiscal General del Estado, también en el Gobierno de Zapatero, Cándido Conde Pumpido, acerca de mancharse los bordes de la toga con el polvo del camino. Una vez más, y otra más, y otra, la Justicia parece estar al servicio de la política del Estado, que es lo mismo que decir al servicio de la política del gobierno de turno, una política que en relación con la ETA ha oscilado entre la guerra sucia de los GAL y la claudicación oportunista ante los postulados separatistas, pero que nunca ha optado por la vía directa adoptada por otros estados democráticos como el Reino Unido, la de impulsar y aprobar en el Parlamento una legislación específica contra el terrorismo que incluyera la cadena perpetua, lo que hubiera evitado la vergonzante excarcelación anticipada de asesinos terroristas a quienes, para mayor escarnio, acompañarán algunos de los asesinos comunes más sanguinarios.

El domingo pasado, cientos de miles de personas en Madrid y millones en toda España clamaban por una justicia plena en la hubiera vencedores y vencidos, es decir, que las víctimas vencieran y los asesinos fueran vencidos. Lo pedían porque, después de tanto sufrimiento, tantas muertes y tantas lágrimas, no es justo un final sin vencedores ni vencidos y, menos aún, un final en el que los vencidos resultan ser a la postre los vencedores.

Vencedores o vencidos, he aquí la cuestión, señores jueces.
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martes, 22 de octubre de 2013

Mi amigo Perico



(Artículo piblicado el 22 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



A finales de la década de los cincuenta muchas mujeres embarazadas fueron tratadas con Talidomida, una medicina producida por un laboratorio farmacéutico alemán destinada a mitigar las molestias de la gestación, entre ellas, las típicas náuseas de la embarazada. La cosa fue bien hasta que empezaron a nacer bebés aquejados de gravísimas malformaciones. A consecuencia de la Talidomida miles de niños vinieron al mundo sin piernas o sin brazos o con las extremidades acabadas en muñones, lo que provocó que fuera prohibida en 1961. Sin embargo, la medicina no fue retirada oficialmente de las farmacias españolas hasta 1963 e, incluso, continuó siendo comercializada durante algún tiempo más.
            Más de cincuenta años después la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España, AVITE, ha reclamado ante los tribunales españoles una cuantiosa indemnización a la empresa farmacéutica Grünenthal, asunto sobre el que, a la hora de escribir este artículo, no conozco que haya recaído sentencia. Pero no es mi intención escribir acerca de los pormenores técnicos o jurídicos del caso, ni acerca de la comercialización de preparados milagrosos que hacen cierto aquello de que es peor el remedio que la enfermedad, como ocurrió con la heroína, una remedio prodigioso contra la tos y el dolor que Bayer lanzó al mercado en sustitución de la morfina y que, hasta que fueron conocidos sus gravísimos efectos, se empleó profusamente con los heridos y mutilados de la guerra francoprusiana de finales del XIX, de ahí su nombre de “heroína”. Tampoco les voy a hablar  del derecho de las víctimas a ser indemnizadas, cuestión que me parece justa y moralmente indiscutible, sino que me propongo hacerlo de un hecho relacionado con la Talidomida, del que he sido testigo directo a lo largo de mi vida.
            Mi amigo Perico vino al mundo sin la mano derecha, apenas un muñón con unas pequeñas protuberancias del tamaño de lentejas que eran los dedos no nacidos. Por lo demás Perico fue un niño guapo y sano −como yo, aprovecho para decirlo−, de manera que cuando nuestras respectivas abuelas se encontraban por la calle se decían mutuamente aquello de “qué hermoso está tu nieto”, lo que sin duda hoy haría hablar a los nutricionistas de sobrealimentación infantil. Y es que nuestra infancia, pasados los años de hambre de la postguerra, estuvo nutrida de Pelargón, Maizena y Vitarroz, y de grandes dosis de papilla de plátano machacado con galletas María y zumo de naranja, de manera que los de mi generación fuímos unos bebés sanos, fuertes… y un poco gordos.
Y llegó la adolescencia. Perico era igual a cualquier niño de entonces, en todo… excepto por su mano derecha. La llevaba habitualmente escondida en el bolsillo del pantalón o de la chaqueta, aburrido seguramente de que la gente mirara su mano con curiosidad malsana, esa misma gente que reduce la velocidad del coche para ver a las víctimas de un accidente, pero que no pregunta si necesitan ayuda. Pero ahí se acababa la diferencia. Durante aquellos años, Perico se empeñó en no ser diferente de los demás y, sin perder jamás la sonrisa, acuérdense de esto, nunca consintió que su defecto físico le impidiera hacer lo que hacíamos el resto de la chiquillería. En los juegos, en el deporte, en los estudios o en las diversiones, Perico nunca tiró la toalla. Si se trataba de subir la cuerda lisa en clase de gimnasia, Perico enrollaba su muñón en la cuerda y se alzaba del suelo, lo soltaba, lo enrollaba de nuevo más arriba y se volvía a alzar, y así subía hasta lo más alto. Para jugar al ping-pong en los viejos locales de las Congregaciones, en el Arco de Santo Domingo, aunque podía hacerlo con la mano izquierda, se obligó a jugar también con la derecha y para ello se sujetaba la pala con esparadrapo. Y así, con la derecha o con la izquierda, me ganaba una y otra vez la partida. Tocaba muy bien la guitarra y, usando su pequeño pulgar como si fuera una púa, era capaz de puntear una canción de Los Beatles o un blues de John Mayall.
Hoy, mi amigo Perico es seguramente lo que nuestras abuelas, que en paz descansen, llamarían “un hombre de provecho”. Aunque nos vemos poco, Perico sigue siendo un amigo íntimo, de esa forma en que solo puede serlo aquel que lo fue en la infancia.
Es cierto que, cuando somos jóvenes, más aún cuando somos muy jóvenes, no tenemos plena consciencia de la trascendencia de cuanto sucede a nuestro alrededor. Es ahora, que he vivido unos cuantos años y que he ido acumulando experiencia, cuando sé muy bien qué fue todo aquello de las terquedades y empeños de mi amigo Perico, lo de subir la cuerda lisa, lo de sus partidas de ping-pong o sus rasgueos de guitarra. No sé si él lo sabe, tal vez sí, pero su comportamiento de entonces fue para mí y para muchos de nosotros un ejemplo de superación que nos admiró y del que luego nos enorgullecíamos ante otros chiquillos, un ejemplo que no olvidaríamos nunca, de manera que aún hoy, cuando me enfrento a algún obstáculo o tengo algún tropiezo por duro que sea, pienso en Perico, aprieto los dientes y le sonrío a la vida.
Os deseo que ganéis, héroes de AVITE, aunque tú, Perico, ya lo has hecho.

martes, 15 de octubre de 2013

La tortilla nacional (III): La hipertrofia autonómica




(Artículo publicado el 15 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia) 




 
Me gusta cuando el habla común, el habla de la calle, corrige la plana a la Real Academia Española, que es como se llama realmente la de la Lengua. Según su diccionario, la palabra pesadumbre significa “molestia, desazón, padecimiento físico o moral”, además de “motivo o causa del pesar o sentimiento en acciones o palabras”. Por estas tierras no se decía pesadumbre, sino “pesambre”, palabra que a mi juicio expresaba mejor ese estado de ánimos que muchos de ustedes conocen y que se encuentra a mitad de camino entre el abatimiento y la indignación. Estar apesadumbrado es lo mismo que estar entristecido, pero no es más que eso, y nada revela que exista en esa palabra motivo alguno para el resurgimiento del espíritu decaído. En cambio, la “pesambre” de las gentes de antes denota además de la tristeza que produce una mala noticia un cierto enfado con las cosas, una incipiente rebeldía hacia lo que sucede y daña. Pues bien, con “pesambre” o si ella, lo que procede hoy es que escriba mi artículo de los martes, de manera que no les diré más acerca de la “pesambre” sino que, confiando como confío en la Justicia, aún confío más en Dios y en estar a bien con Sus cuentas.

                Aunque me habría gustado escribir acerca de los quinientos veintidós mártires de la Guerra Civil Española que han sido beatificados en Tarragona y del por qué el Papa Francisco solo ha querido hablar sobre los martirizados y no de los verdugos, como veo que ya se ha escrito mucho acerca de casi todo ello, les traigo hoy lo que tenía preparado para la semana pasada y que quise relegar en favor de la catástrofe de Lampedusa que no cesa. Lo cierto es que mi artículo de hoy también habla de una catástrofe: la hipertrofia del Estado Autonómico.

A la generalización de parlamentos autonómicos dotados de capacidad legislativa, lo que determinó a la postre la existencia de diecisiete ordenamientos jurídicos autonómicos en complicadísima coexistencia con el ordenamiento jurídico estatal, siguió la creación de numerosos órganos e instituciones que se limitaron a reproducir en el ámbito autonómico –y, en muchas ocasiones, sin llegar a sustituirlas- las instituciones estatales preexistentes, tales como los Tribunales de Cuentas, las Defensorías del Pueblo y los Consejos Económicos y Sociales multiplicados por diecisiete en casi todos los casos. Estos órganos duplicados se habrían de sumar a las estructuras autonómicas periféricas que se extendieron como manchas de aceite, muy especialmente por los territorios de la Comunidades Autónomas pluriprovinciales, de manera que en cada provincia llegó a existir una delegación provincial de cada Consejería y de cada Organismo Autónomo. Un disparate.

Una vez que las administraciones autonómicas crecieron hacia dentro sin que nadie se opusiera, decidieron hacerlo también hacia fuera y, a las oficinas autonómicas en Madrid, en muchos casos auténticas delegaciones gubernamentales ante el Gobierno de España, se fueron sumando las oficinas autonómicas exteriores, empezando por las representaciones comerciales y terminando por las “embajadas” autonómicas ante la Unión Europea y ante diversos Estados del mundo. En este punto debo entonar el mea culpa, porque a todo este maremagnum contribuí desde el Gobierno de la Región de Murcia con la puesta en marcha de nuestra oficina en Madrid y la ampliación y mejora de la de Bruselas, si bien es cierto que existían algunas razones de peso para ello.

Absolutamente embriagados por la dinámica de crecimiento institucional que se había desatado en todas las Comunidades Autónomas, fuera cual fuese el color gobernante, se creó una ingente variedad de empresas públicas, organismos autónomos, institutos, entes públicos y fundaciones regionales, algunas de ellas muy útiles y muchas otras perfectamente prescindibles. Ha tenido que ser precisamente la crisis económica la que haya puesto freno a esta tendencia, de manera que muchos organismos están siendo suprimidos y, lo más sorprendente, que algunos que iban a serlo finalmente no han sido creados y se ha optado por la que debería haber sido siempre la solución natural del problema.

A la pregunta de mi lector malasombra, acerca de cuál es esa fórmula magistral, respondo con un ejemplo: el BOE de 21 de noviembre de 2012, hace apenas once meses, publicó un convenio de colaboración suscrito entre el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas y la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia por el que ésta última, en lugar de crear un órgano propio, que hubiera sido lo corriente en los tiempos de las vacas gordas, convino en que los recursos administrativos en materia contractual, previstos en la Ley de Contratos del Sector Público, que le fueran planteados serían resueltos por el Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales dependiente del citado Ministerio. De esta manera, si el resto de las Comunidades Autónomas hubieran hecho lo mismo que hizo Murcia, los recursos se irían resolviendo igualmente y, de paso, nos habríamos ahorrado diecisiete Tribunales Autonómicos de Recursos Contractuales, con sus sedes, sus vocales, sus administrativos y todo.

Así de fácil.
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martes, 8 de octubre de 2013

Otra vez Lampedusa, otra vez Francisco



(Artículo publicado el 8 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Hago un paréntesis, que no sé si será corto o largo, en la serie de artículos que comencé hace un par de semanas sobre la crisis del Estado autonómico. Y es que las cosas se suceden demasiado deprisa para la cadencia semanal de mis escritos y me aprietan las ganas de comentarlas. La culpa realmente no es del Cha-cha-chá, sino que la tienen a partes iguales tres artículos que he leído este fin de semana.
El primero de ellos estaba firmado por Domingo Serrano y ha sido publicado en la sección Libremercado de Libertad Digital. Me lo puso delante de las narices mi amigo Francisco Giménez Gracia, con quien comparto lecturas y escrituras y, en muchos casos, pensamiento. No se pierdan su bitácora “Por nadie pase”. Habla Serrano de nueve claves para curar la pobreza, todas ellas relativas a la libertad de mercado, a la que atribuye la reducción de la pobreza extrema en el mundo. Es cierto que desde 1980 el número de personas en el mundo que viven con menos de 1,25 dólares al día ha descendido de 1.900 a 1.200 millones, lo que no es poco, pero no es menos cierto que esa reducción coincide también con la acentuación de la conciencia social crítica y con el aumento de las ayudas al desarrollo, a las que Serrano critica abiertamente haciendo suyas las palabras de Dambisa Moyo, una economista de Zambia que publicó hace unos años un libro titulado Dead Aid, en la edición española, Cuando la ayuda es el problema. Tengo la impresión de que las ayudas al tercer mundo sin facilitar al mismo tiempo la implantación del libre mercado son, en efecto, una parte del problema, pero creo también que la libertad de mercado sin la luz de la conciencia social crítica y sin un sistema de ayudas financieras al desarrollo, son la otra parte del problema. Con todo, algo falta en el diagnóstico.
El segundo artículo al que me refiero es el que ha publicado otro buen amigo, Miguel López Bachero, bajo el título Lampedusa como metáfora. Miguel, cuya conciencia social permanentemente inquieta le hace estar siempre trabajando en la búsqueda de respuestas −ahí tienen ustedes sus magníficos foros de opinión−, escribe precisamente acerca de la conciencia social. “¿Qué cosas, de las que pensábamos que jamás toleraríamos, aceptamos hoy sin escrúpulos, o incluso miramos con indiferencia?”, se pregunta. Miguel, como tantos de nosotros, se indigna con la escasa atención que los medios de comunicación han prestado a la tragedia reciente de Lampedusa, “la muerte en condiciones dramáticas de tantas víctimas inocentes del desorden establecido”. Las pocas noticias se han referido, además, a las desvergonzadas intervenciones de los poderes públicos, destinadas básicamente a eludir responsabilidades. “Lampedusa se ha convertido ya en una metáfora, en un símbolo de nuestra conciencia moral y de nuestra escala de valores como europeos”, concluye el articulista. A mí se me ocurre pensar que tanto los medios de comunicación, cuanto los políticos que nos representan, no son más que el reflejo de la sociedad a la que sirven. Los medios que destacan las frívolidades de Berlucosni sobre la realidad de los cadáveres de Lampedusa, no son tan diferentes de aquellos de nosotros, entre los que para mi vergüenza me incluyo, que se enfadan cuando un mendigo les estropea el aperitivo al pedir una limosna para comprar pan. Podemos ser conscientes de las necesidades del tercer mundo, pero algo nos sigue faltando cuando estamos ciegos ante las del que tenemos al lado.
 El tercer artículo, Francisco, regalo de Dios, es el de la respuesta que faltaba. Se trata de una cuenta más del rosario de pétalos de rosa que son los esperanzadores artículos de Juan Fernández Marín, el buen cura Juan, el cura del Hospital. Escribe Juan sobre la gran simpatía que ha despertado el Papa Francisco, no sólo entre los creyentes, sino también entre quienes se encuentran hoy alejados de la fe. El Papa Francisco, nos dice Juan, “está introduciendo en el mundo el buen olor del Evangelio”, al tiempo que su forma de ser y de vivir, su humildad y su cercanía a los más pobres −y su militancia jesuita, diría yo−, proclaman que “lo que no es humano no es ni puede ser cristiano”. El cura Juan ha visto mucho de lo bueno y de lo malo que tiene el mundo, se ha encarado con la muerte y ha hecho que muchos moribundos, a quienes ha llevado consuelo y esperanza, la afronten en paz; él mismo ha salido de las sacristías para estar cerca de la miseria y del sufrimiento de los hombres, y sus ropas sencillas de sacerdote están impregnadas del olor de las ovejas, del dulce olor del Evangelio. Por eso entiende muy bien lo que dice Francisco y comparte con él la convicción de que “en la Iglesia son necesarias reformas serias y profundas para ser espejo vivo del Evangelio de Jesucristo”. No basta, pues, con las reformas estructurales o con un renovado lenguaje de signos si éstas no  van acompañadas de un cambio personal, que Juan resume con una frase sencilla: “volver a Jesús”.
Mientras que los políticos se afanaban en encontrar culpables de la tragedia de Lampedusa lo más alejados de ellos mismos −alguno incluso llegó a apuntar miserablemente con el dedo a los propios inmigrantes que huían de la pobreza, de la guerra y del hambre−, Francisco, lejos de los discursos grandilocuentes acerca de lo que deberían hacer las instituciones y los poderes públicos, se avergonzó de lo que constituye un nuevo episodio de indiferencia y de desprecio.
Nada de lo que hagamos es suficiente, ni el fortalecimiento del libre mercado ni el incremento de las ayudas al desarrollo, ni la generalización de la conciencia social ni la sustitución de unos políticos o de unos medios de comunicación por otros. La clave está en que cambiemos nosotros. Y el modelo, válido para creyentes y para no creyentes, nos lo está ofreciendo el Papa Francisco.
Ya no hay excusa.
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martes, 1 de octubre de 2013

La tortilla nacional (II). La yenka autonómica



(Artículo publicado el 1 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Si, como decía en mi artículo anterior, el enfrentamiento entre pluralidad y unidad era para Madariaga el problema más grande de cuantos asediaban a España, para los artífices del Estado Autonómico constituyó sin duda el nudo gordiano del nuevo modelo territorial. Iguales o desiguales, iguales en qué y desiguales en cuánto, de primera o de segunda, históricas o de nuevo cuño, los representantes de los partidos políticos nacionales en cada región y, por supuesto, los líderes de los partidos regionalistas y nacionalistas de las futuras regiones autonómicas, se miraban de reojo y actuaban con arreglo al principio elemental que rige el que, según decía el escritor catalán Fernando Díaz-Plaja en su obra “El español y los siete pecados capitales”, resultaba ser el principal pecado de los españoles: la envidia; yo quiero lo del otro y dos huevos duros más. Y así, en su propia gestación, encontramos la primera clave de la crisis del Estado Autonómico: la muy temprana extensión a todas las Autonomías del régimen competencial previsto inicialmente sólo para las comunidades “históricas”, en lo que se conoció como la “doctrina del café para todos”.
            El “café para todos” se fundamentaba en la convicción, fruto de un oportuno autoengaño, de que la Constitución no había establecido dos tipos distintos de Comunidades Autónomas, sino dos vías diferentes de acceso a la autonomía, una directa, prevista en el artículo 151, y otra indirecta regulada en el artículo 143 de la Constitución, que establecía un período transitorio de cinco años de adquisición gradual de competencias. La generalización del régimen competencial estuvo además precedida por la implantación generalizada del modelo organizativo del ente preautonómico catalán, que incluía la existencia de un parlamento regional. El resultado fue el que es: un parlamento nacional y diecisiete parlamentos autonómicos, todos ellos provistos de capacidad legislativa.
No obstante, este efecto homogeneizador del sistema se vió fuertemente contrarrestado desde un principio por la tensión diferenciadora que ejercían principalmente los partidos y gobiernos nacionalistas y, en no menor medida, por el que podríamos denominar “efecto contagioso” de la ampliación del techo competencial, que impulsaba constantemente a las regiones no nacionalistas a exigir iguales o mayores competencias que las logradas por Cataluña o por el País Vasco, en lo que  ha constituido una de las grandes paradojas del sistema autonómico: la homogeneidad de la heterogeneidad.  A ello tampoco resultaría ajeno el hecho de que, en su temprana sentencia de 5 de agosto de 1983, el Tribunal Constitucional ya apuntara maneras al declarar inconstitucional la mayor parte de la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que de esta manera se quedó en LOAPILLA), que había sido promulgada precisamente para ajustar el desmedido apetito competencial de las Comunidades Autónomas y reequilibrar así el proceso descentralizador con la salvaguarda del núcleo central de competencias del Estado, que son las garantes del interés general y de los conceptos de unidad y de soberanía nacional. Esta tensión permanentemente alimentada entre homogeneidad y diferenciación, entre pluralidad y unidad, convirtió el inacabable proceso de descentralización política en una acelerada desintegración del núcleo central de poderes del Estado que aún continúa y que, sin embargo, difícilmente habría ocurrido en un Estado Federal.
Y así, el  proceso de desarrollo del Estado Autonómico se convirtió en una especie de baile de la yenka, aquel ritmo un tanto soso de los sesenta que causó furor en la españa franquista, tal vez porque su estribillo resultaba democráticamente amenazador para el régimen: “izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, un, dos, tres”. Enloquecidos por el sonido estridente de la melódica, aquella flauta con teclas, y cegados por las luces parpadeantes, nadie quiso ver que el último movimiento del baile, el “un, dos, tres”, situaría al danzarín fuera de la pista.
Como ven, de aquellos polvos, estos lodos.