martes, 30 de diciembre de 2014

Mensaje al Rey por Navidad

(Publicado en La Opinión el 29 de diciembre de 2014)


         Querida Majestad:

     Desde hace unos años mi familia y yo pasamos la Nochebuena sin encender la televisión, lo que resulta muy saludable. Ya sé que es un comportamiento atípico e incluso insociable y políticamente incorrecto, que dirían algunos, pero ocurre que la Nochebuena es un momento especialmente señalado para vivirlo en familia, lo que necesariamente excluye a presentadores, cantantes, humoristas, anunciantes, políticos, actores y demás faranduleros que la caja tonta se empeña en introducir en nuestras vidas cada minuto del año sin que hayan sido invitados. Lamentablemente, Majestad, eso le incluye a usted y a su Mensaje de Navidad (no desde luego en la categoría de farandulero, sino en la de alguien ajeno a la familia que se sienta en torno a la mesa navideña), de manera que esa Noche no pude ver su imagen ni escuchar sus palabras. Sin embargo, nada me impidió hacerlo al día siguiente.

      Todos sabíamos que se trataba de un discurso muy importante al ser el primer Mensaje de Navidad del nuevo Rey. También concurría una circunstancia que le añadía un punto de interés: la situación de su hermana Doña Cristina. Tenía su Majestad muchos temas importantes encima de la mesa: la crisis económica, cuyas consecuencias son aún muy gravosas para muchos españoles, la desconfianza hacia sus instituciones, la corrupción y el descrédito de la clase política, la unidad de España amenazada por la aventura soberanista de Cataluña, la crisis de valores morales que sufre la sociedad española y, finalmente, el desánimo generalizado por la falta de un proyecto común convincente e ilusionante. Ya sé que eran muchas cosas, y muy graves por cierto, para una intervención que, por su duración, ha sido siempre tildada de mensaje y no de discurso, pero muchos españoles esperaban verse reconfortados por quien nos representa a todos.

        Pudo ser el discurso de su vida, pero no lo fue. Todo cuanto dijo estuvo bien, pero nada fue excepcional. Fue un discurso enmarcado en la corrección política, pero no hubo más que eso. Todo cuanto dijo era previsible que lo dijera. Dicho de otra manera, Majestad, arriesgó usted muy poco. Qué iba a decir el Rey de España sobre la unidad de su Reino sino que la unidad nos hace fuertes y cosas por el estilo. Qué iba a decir el Jefe del Estado de la crisis económica sino que estamos saliendo de ella aunque todavía afecta muy gravemente a millones de españoles. Qué iba a decir el primero de los españoles acerca de la corrupción sino que hay que combatirla y que ya hay quienes están respondiendo por ello. Qué iba a decir el Rey frente a la desconfianza sino que hay que regenerar y dar un impulso moral a la vida colectiva. Qué iba a decir Su Majestad frente al desánimo sino que somos una democracia consolidada y que tenemos capacidad y coraje para superar nuestros retos.

         Fue un discurso regeneracionista cuando pudo haber sido un discurso revolucionario, con la consecuencia de que si no lo hizo usted, mi muy querida Majestad, alguien lo hará por usted. Los españoles llevan muchos años escuchando palabras de ánimo, palabras que apelan a la unidad, al coraje, al esfuerzo, a la austeridad y al sacrificio, pero también llevan muchos años de decepción al ver que quienes pronuncian esas palabras son los mismos que las traicionan. No ha existido unidad de la clase política sobre tema trascendente alguno, ni siquiera frente al terrorismo o la propia unidad de España. Ningún coraje ha existido frente a los causantes de la crisis económica. El esfuerzo y el sacrificio han recaído como siempre sobre la gran clase media y sobre aquellos que menos tienen. La austeridad ha brillado por su ausencia en el comportamiento de políticos y dirigentes. No le amargaré la Navidad, Majestad, aludiendo a ejemplos que están en la mente de todos.

         No es la vida colectiva la que hemos de regenerar sino las conductas individuales las que han de cambiar, Majestad. En eso consisten las revoluciones, en cambiar el comportamiento de cada individuo. No se trata de hacer más leyes y más restrictivas, como las que limitan el importe de los regalos que puede recibir un personaje público o las que exigen la declaración pública de sus intereses, sino de respetar las reglas morales que regulan el comportamiento individual. No hay regeneración moral colectiva si no hay regeneración moral individual. Ése era el mensaje.

         He de terminar el mío, Majestad, pero antes de hacerlo debo referirme a la familia, tal vez la gran olvidada en su correcto y previsible discurso, la familia de siempre, la formada por padres, hijos y abuelos, gracias a la cual millones de españoles están sobreviviendo a la crisis, en la que aún quedan vestigios de aquellos valores morales que por desgracia hoy se encuentran ausentes en la sociedad. A pesar de que le aconsejaran que no lo hiciera, Majestad, debió usted referirse a su hermana Doña Cristina, y no para condenarla, que, aún sin juicio, ya lo ha hecho la sociedad antes de que lo hagan los tribunales, sino para decir que como hermano sufre con ella porque, aún presunta delincuente, sigue siendo su hermana. Y debió haber puesto más cerca de Su Majestad la foto de su padre, el Rey Don Juan Carlos, pues con sus muchos defectos y errores ha sido definitivamente el mejor Rey de España. Y aunque le aconsejaran lo contrario por aquello de la pluralidad, la laicidad y la multiculturalidad, debería haberse flanqueado con la bandera de España y con el Nacimiento de Jesús, que no son otra cosa que la imagen de España, una, y la imagen sagrada y humilde de la familia, el otro.


      Acabo, Majestad, aplaudiendo su Mensaje de Navidad a pesar de los olvidos y ausencias y le deseo lo mejor para usted, para su familia y para España.
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martes, 23 de diciembre de 2014

El alma blanca

Tiny Tim. A Christmas Carol.

(Publicado en La Opinión el 23 de diciembre de 2014)


Como saben mis lectores más veteranos, la Navidad es mi tiempo preferido. Decía de mí un buen amigo que yo había nacido con cara de “Felices Pascuas”, no sé si en un piropo a mi forma de ser, más proclive a la rendición que al enfrentamiento, o en una velada alusión a mi oronda figura, más navideña que nunca merced a la barba blanca que disfraza mi papada. Pero no se engañen, una barba blanca no es sinónimo de bonhomía, ni mucho menos, lo que cuenta es tener un alma blanca, como la de aquel negro de la vieja película dirigida por Benito Perojo y protagonizada por Doña Concha Piquer que se titulaba “El negro que tenía el alma blanca”. No sé si en estos tiempos en los que impera la Conjura de lo Políticamente Correcto resulta aceptable mentar a una persona por el color de su piel, pero en 1927 las cosas eran de otra manera y el título de la película es el que es.
            En cualquiera otra época del año tener el alma blanca significa ser del Real Madrid, pero en Navidad esa cualidad me lleva a pensar en las buenas personas, sean o no del equipo blanco. Y sí, querido Lector Malasombra, resulta que en el mundo de hoy también hay buenas personas, más de las que pensamos. He leído por algún sitio que la historia que cuenta el anuncio de la Lotería de Navidad de este año es una historia real ocurrida hace algún tiempo en un puebliño gallego. Tampoco es la primera vez que alguien que encuentra una cartera extraviada repleta de dinero, en lugar de quedarse con los cuartos y echar la cartera al fuego, la entrega a la policía para que la haga llegar a su dueño, como ha ocurrido con ese estudiante nigeriano de medicina afincado en Sevilla, en cuyas calles vende chucherías y pañuelos de papel para pagarse los estudios. Gente honrada, gente buena. Sé de muchos que regalan generosamente su tiempo y su trabajo a quienes más lo necesitan. Lo hacen de manera individual y espontánea, o integrados en el seno de organizaciones caritativas y solidarias. La mayoría lo hace de manera discreta, casi anónima; algunos, sin embargo, prefieren que su ejercicio de caridad sea público lo que, aunque parezca en principio menos meritorio, tiene un efecto de ejemplaridad nada despreciable. Son muchos los famosos, las estrellas del deporte y del espectáculo, que estos días dedican unas horas a visitar a los niños hospitalizados, a repartir alimentos entre quienes apenas tienen qué comer, incluso en Navidad. Hay grupos de jóvenes, muy jóvenes, créanme, como Andrea y sus amigas, que dedican su tiempo de vacaciones a estar con los niños que nada tienen, a darles un poco de cariño y de atención, a jugar  con ellos, a darles su propia sonrisa. Hay quien da mucho porque tiene mucho. Hay quien da un poco de lo poco que tiene. Pero todo cuanto se da, aunque sean unos céntimos, una sonrisa, o un deseo de felicidad por Navidad, es mucho para quien nada tiene.
En estos días, siguiendo la vieja tradición, contemplamos las imágenes del Nacimiento de Jesús en los belenes que se instalan en nuestras casas y en muchos lugares públicos. Suelen ser imágenes llenas de belleza, como las del Nacimiento obra de Jesús Griñán que se exhibe en el Salón de Baile del Casino: otra vez, un pesebre en un Palacio. O las de nuestro Salzillo, visitables en el museo que lleva su nombre. En los belenes barrocos, que son casi todos los belenes murcianos, la Virgen es siempre una mujer hermosa, vestida con túnica y manto en ocasiones ricamente ornamentados, San José un hombre maduro pero apuesto, el Niño es un precioso bebé, regordete y sonriente, y así debió ser, sin duda. Pero no hemos de olvidar lo que escribió el viejo Papa emérito Joseph Ratzinger: “El belén nos puede ayudar de hecho a comprender el secreto de la verdadera Navidad, porque habla de la humildad y de la bondad misericordiosa de Cristo, que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8, 9). Su pobreza enriquece a quien la abraza y la Navidad trae alegría y paz a quienes, como los pastores, acogen en Belén las palabras del ángel: «esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2, 12). Sigue siendo el signo también para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. No hay otra Navidad”. Dicho de otra manera, esta vez en palabras del entonces Cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, en una charla dirigida a los miembros de Cáritas de Argentina y que luego ha repetido desde el púlpito del Vaticano, es en el rostro de los pobres, de los afligidos, de los enfermos, de los cansados y agobiados, de los marginados y de los que nada tienen, donde podemos encontrar el verdadero rostro de Dios.
El alma blanca, estimados amigos, es aquella que se contagia del blanco espíritu de la Navidad compartida con quienes nada tienen.

Feliz Navidad a todos los que la hacen posible.
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martes, 16 de diciembre de 2014

Navidad




Niños contemplando el Nacimiento cedido por el maestro belenista Jesís Griñán, expuesto en el Salón de Baile del Real Casino de Murcia

Leí el otro día un interesante artículo de Higinio Marín titulado Lo miserable como opción preferencial en el que su autor sostenía que existe una tendencia creciente a destacar los aspectos más sórdidos y miserables de la actualidad junto con una notable mezquindad cuando se trata de hablar de los comportamientos nobles y altruistas. Sea porque, como se ha dicho siempre, las buenas noticias no son noticia o porque la sociedad gusta de lavar sus culpas con sangre ajena, lo cierto es que las noticias que hablan del lado luminoso del hombre apenas encuentran hueco entre tantas que se refieren a su lado oscuro. Frente a esto, Higinio afirmaba que “del reconocimiento de lo mejor y de su prestigio en una comunidad depende su calidad cívica y las expectativas que cabe poner en su futuro”, cuestión con la que no puedo estar más de acuerdo, pero me temo sus deseos y los míos distan mucho de hacerse realidad. Valga como ejemplo el tremendo eco que genera la denuncia de una supuesta conducta escandalosa de un sacerdote o de un religioso (muchos de los cuales acaban siendo exculpados) y la escasa repercusión que alcanza la entrega callada y generosa, que en ocasiones incluye la propia vida, de quienes en medio de la pobreza, de la enfermedad y de la muerte dan testimonio de su fe cristiana. No es bueno que haya tanto ruido para unas cosas y tanto silencio para otras.
           
A pesar de todo, se avecina un tiempo en el que esta tendencia social hacia lo miserable se frena y deja paso a la corriente de sentido contrario: es el tiempo de los hombres de buena voluntad, el tiempo de Navidad. Algo tendrá el vino cuando lo bendicen y algo tiene la Navidad cuando es capaz de cambiar, no solo los comportamientos del hombre, sino sus apetencias. En Navidad cambia hasta la publicidad, que es el termómetro de los deseos colectivos: Paz, Amor, Solidaridad, Reencuentro, Familia y Amigos conforman el universo sentimental de los mensajes publicitarios que, a pesar de que solo buscan vendernos cosas, lo hacen apelando a lo mejor de cada uno, a todo aquello que configura el espíritu de la Navidad. Y sin embargo, hay algunos a quienes la Navidad, no sólo no los cambia, sino que les agudiza su tendencia natural a quedarse con el lado mezquino de las cosas. Parece ser el caso de Pablo Iglesias, el líder de Podemos, quien ha escrito en twitter una dura crítica contra el consumismo navideño: “Indignante ver telediarios en Navidad; papa noel, dietas, vacaciones, regalos, idiotas en agua helada y consumo. Desvergüenza periodística”. Algo tiene de razón Pablo Iglesias en criticar los aspectos frívolos de la Navidad, aunque no estoy muy seguro de que fuera esa su intención. Me consuela, sin embargo, comprobar que Navidad lo ha escrito con mayúsculas. Aún hay esperanza.

He escrito alguna vez acerca de la magistral defensa que, de la Navidad auténtica frente a la frivolización de la Navidad, hizo mi admirado Chesterton en uno de sus artículos que hace más de ochenta años tituló Un nuevo ataque contra la Navidad. De manera que le cedo la palabra.

La Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad”, adelantaba Chesterton. “La frivolidad es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse”, escribía el ilustre gordo para indicar que el principal peligro al que está siendo sometida la Navidad consiste en dejarla reducida a una mera fiesta desprovista de su significado cristiano. “Que se nos diga que nos alegremos un 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para ser frívolo (…) El resultado de desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo lo humano es que se exige demasiado de la naturaleza humana. Es pedir a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar; o por una que saben no es nada más que la mentira de algún periódico nacionalista o patriótico en exceso. Es pedirles que se vuelvan locos de gozo romántico porque dos personas de su agrado se están casando justo en el momento que se están divorciando (…) Nuestra tarea, hoy día, consiste por tanto en rescatar la festividad de la frivolidad. Esa es la única manera de que volverá de nuevo a ser festiva. Los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces celebran con exceso lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre”.

Y es que, queridos amigos, se nos sigue olvidando algo muy importante que, en realidad, ocurre cada Navidad y que seguirá pasando eternamente: que un año tras otro vuelve a nacer Jesús, el que de verdad cambió el mundo.
           
Y así son las cosas.

(Artículo publicado el 16 de diciembre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)

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martes, 25 de noviembre de 2014

Mis libros y yo




O schau, sie schweben wieder
Wie leise Melodien
Vergessener schöner Lieder
Am blauen Himmel hin!

¡Oh, mira! Vibran otra vez
Las suaves melodías
De viejas canciones olvidadas
Se elevan hacia el cielo

                                                                              Las estaciones. Hermann Hesse

                Ya he escrito en alguna ocasión que el primer libro de adultos que leí más allá de los libros juveniles de aventuras, muchos de los cuales me parecen igualmente libros de adultos, fue la Historia de Roma de Theodor Mommsen que mi padre guardaba en su biblioteca. Deslumbrado por lo que prometía ser una interminable secuencia de guerras y batallas libradas entre valientes centuriones de las legiones romanas y temibles bárbaros del Norte, de escaramuzas amorosas de tribunos con bellas patricias y de lances no tan amorosos en las sangrientas arenas del Coliseo, no caí en la cuenta de que entre aquellos libros y novelas de mi padre se incluían muchos textos jurídicos y de historia, entre ellos esta obra de quien fue Premio Nobel y catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Leipzig y autor también de un excelente Derecho constitucional romano. Mi padre, como buen civilista que era, consideraba que los fundamentos romanos del Derecho Civil (el padre de todos los Derechos) había que beberlos en las fuentes originarias del Digesto o del Corpus Iuris o, en su defecto, en los textos de quienes como Mommsen los  habían estudiado con devoción casi religiosa. Una vez que terminé heroicamente la Historia de Roma y ya puestos en heroicidades, el siguiente libro que cogí de la biblioteca fue el más gordo que había en ella, Guerra y paz, de Leon Tolstoi.
              Luego, todo fue mucho más fácil.
              En esa facilidad, no me resultó indigesta la lectura de aquellos libros de Hermann Hesse que fueron el alimento intelectual de muchos jóvenes de mi generación y de otras anteriores y posteriores, espero. El primero que cayó en mis manos fue una novela titulada Demian en la edición española, si bien la edición original en alemán llevaba por título Die Geschichte von Emil Sinclairs Jugend, esto es La Historia de la juventud de Emil Sinclair, mucho más explicativo del contenido del libro. Luego siguieron  Bajo las ruedas, Siddhartha y El lobo estepario, entre otros.
               En 1931, Hesse publicó en Zurich una selección de sus poemas ilustrada con algunas de sus acuarelas bajo el título de Las estaciones, una edición privada de quinientos ejemplares numerados dirigida a bibliófilos. Muchos años después de que Hesse falleciera, alguien se atrevió a publicar una nueva edición de Las estaciones que, además de los poemas y acuarelas iniciales de Hesse, incorporaba algunos textos en prosa extraídos de sus libros y escritos en los que el autor expresaba sus pensamientos y reflexiones sobre cada una de las estaciones y meses del año. Mientras escribo, tengo a la vista un ejemplar de la primera edición española de Las estaciones, en español y alemán, que integra con unos pocos libros más el muy honroso grupo de Mis Libros de Cabecera, esos que, como los libros sobre la silla de Hesse, cojo muy a menudo, los abro y me consuelo con ellos. Ya os hablaré otro día de ellos.
               Precisamente, los versos que encabezan este artículo son los primeros de un poema titulado Weisse Wolke, Nubes Blancas, que Hesse dedicó al mes de mayo en su libro. Al mes siguiente está dedicado este otro, titulado Reiselied, Canción de viaje:

Sonne leuchte mir ins Herz hinein
Wind verweh mir Sorgen und Beschwerden!
Tiefere Wonne weiss ich nicht auf Erden
Als in Weiten unterwegs zu sein.

¡Oh sol, ilumíname el corazón!
¡Viento, llévate mis lamentos y mis penas!
No conozco en la tierra mayor deleite
Que partir hacia un país remoto.
                              
             Mi ineludible lector Malasombra no ha esperado a terminar de leer el verso en alemán para preguntarse a sí mismo en voz alta y de malos modos el porqué de que me haya puesto a escribir sobre versos teutones en lugar de hacerlo sobre los enanos que crecen sin parar en el circo regional del PP.
             Pues por eso precisamente, mi querido amigo, por eso y porque en otoño me complace más escribir sobre libros y versos.
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lunes, 17 de noviembre de 2014

Descubriendo la vieja España


(Publicado en el diario La Opinión de Murcia el 18 de noviembre de 2014)


“A menudo he soñado en escribir la historia de un piloto inglés que, habiendo calculado mal su derrotero, descubrió nada menos que la antigua Inglaterra, bajo la impresión de que era una ignorada isla de los Mares del Sur.”
Siempre he pensado que mi gordo Chesterton tenía un pacto con las hadas que pueblan sus escritos y los rincones oscuros de los jardines ingleses para atisbar por un agujerito un poco del futuro que nos aguardaba. Sean las hadas o no, es lo que tiene la gente inteligente, que se anticipan a lo que va a ocurrir al apercibirse de signos y de detalles que se nos ocultan al resto de los mortales, que nos contentamos como mucho con interpretar la historia conforme sucede. Y algunos, ni eso.
Digo esto a cuento de la propuesta formulada este fin de semana, nada novedosa por cierto, por este chico que lidera el PSOE y que se ha autobautizado con el impronunciable y tuitero nombre de PDRO SNCHZ en una nueva contradicción socialista: elimina la vocales que son necesarias para pronunciar su nombre y mantiene inútilmente, sin embargo, las vocales de las siglas del partido que se perdieron por el camino hace mucho tiempo. Pedro Sánchez (así mejor) ha vuelto a sacar dos viejos conejos socialistas de la chistera: la reforma de la Constitución y la conversión de la España de las Autonomías en la España Federal. Y, tal vez para que nadie confunda estos gazapos con los que exhibiera Rubalcaba antes de las pasadas elecciones generales, los ha bautizado como la “Declaración de Zaragoza”.
Sobre la primera cuestión planteada por el joven líder socialista no seré yo quien diga que la Constitución no ha envejecido en estos años ni que los tiempos no hayan cambiado, entre otras cosas porque eso mismo es lo que vengo sosteniendo desde hace años en mis clases en la universidad. Sin embargo, siendo ciertas esas dos circunstancias, no lo es menos que los tiempos notoriamente convulsos en los que malvivimos no son precisamente los más adecuados para revisar la Constitución y menos para hacerlo deprisa y corriendo. Y esto también lo digo en mis clases. La Constitución es revisable, faltaría más, pero no así ni ahora. Revisar la Constitución es algo muy serio que exige una gran dosis de reflexión y prudencia, pues se trata de la norma de la que dimanan todas las demás, la que define el modelo de Estado y de gobierno, la que regula las más altas instituciones, la que garantiza los derechos y libertades y, en definitiva, la que establece las reglas del juego. Y se trata, además, de un juego peligroso. No se ha de olvidar que esta Constitución y no otra es la que contentó en su día a la inmensa mayoría de españoles, incluidos catalanes y vascos que la apoyaron mayoritariamente. Las Constituciones de todo el mundo tienen vocación de permanencia, sin perjuicio de que alguno de sus aspectos sea retocado conforme los tiempos avanzan. Pero esos retoques se suelen hacer despacio, precedidos de un generoso período de reflexión, casi con mimo y no con la altivez y el desprecio con el que, a veces, la juventud trata a la madurez. Revisemos la Constitución, sí, pero con todo el respeto que se merece esta vieja señora que es, además, la madre que nos parió.
Sobre la propuesta de la España federal ya lo he dicho todo al comienzo del artículo. Bueno, ya lo ha dicho por mí el orondo, británico y muy católico Chesterton, mi intelectual de cabecera. Pedro Sánchez ha calculado mal su derrotero y ha acabado descubriendo el Estado de las Autonomías, creyendo que lo hacía con algo nuevo. Y es que el invento español del Estado de las Autonomías no fue más que una versión cañí y pasteurizada del viejo estado federal con el que guarda algo más que algunas semejanzas. Huyendo de los fantasmas del pasado, los constituyentes no quisieron hablar de estado federal y no se habló, pero el modelo que pretendieron crear ex novo se parecía extrañamente a aquél y, en cierto modo, superó con mucho a algunos estados federales en materia de autogobierno. Tengo para mí que la diferencia fundamental entre los unos y el otro estriba en que, mientras que Alemania está poblada básicamente por alemanes, Suiza por suizos y Estados Unidos por una extraña mezcolanza de personas que se llama a sí misma en su Constitución “We the People”, que se se levanta como un solo hombre al paso de su bandera, en cuyo escudo reza la leyenda “In God We Trust” y cuyo presidente, sea blanco o negro, despide siempre sus intervenciones con un “God bless the United States of America”, mientras que esos países están poblados por esos habitantes, decía, esta España nuestra está poblada por españoles.
Más allá de la necesidad de algunos retoques y ajustes constitucionales, el problema de España no es su Constitución: nosotros somos el problema, tan homogéneamente dispares. Es lo que Salvador de Madariaga definía ya en 1967 como el más grave de cuantos problemas asedian España: el de su pluralidad frente a su unidad, la dialéctica que ha estado justamente en el origen del Estado de la Autonomías pero que, sin duda, es también una de las causas de su crisis y, en último término, de la fractura de España. El propio Madariaga, al referirse al nacionalismo-separatismo en España, señalaba en su ensayo titulado De la angustia a la libertad que, en cierto modo, tanto el separatismo vasco como el catalán derivan del separatismo que es innato a todos los españoles: “Todos los españoles”, decía, “tienden a resquebrajarse unos de otros bajo el calor de la pasión, como la tierra seca de la Península tiende a agrietarse bajo el calor del sol”.

Y, por si éramos pocos, parió la abuela y llega Podemos.
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lunes, 10 de noviembre de 2014

Esta España de acero y ajo


(Publicado en La Opinión de Murcia el 11 de noviembre de 2014)



España es un país difícil de entender. Lo es aún más desde que la vieja Historia de España, aquella asignatura prelogsiana cuyo estudio nos daba una visión razonable de quiénes éramos, ha sido sustituida en gran parte por las historias minúsculas de los más diversos e insignificantes trozos de España, historias plagadas de anécdotas pueblerinas y sin trascendencia alguna. Los Reyes Católicos, progenitores A y B de un nuevo estado europeo llamado España, realmente el primer estado moderno del mundo, no son hoy más que un pequeño estorbo para los estudiantes cuyo estudio los distrae de su auténtico cometido que es hacerse hombres y mujeres de provecho tuiteando en las redes sociales.
Y qué decirles de ciertos medios de comunicación. Llegan tarde algunas televisiones en su intento de ensalzar a la Reina Isabel de Castilla y al Rey Fernando de Aragón (rey también de los territorios y condados que integran actualmente Cataluña), de quienes, para empezar, olvidan contar que fueron llamados Católicos, no por insultarlos y tacharlos de fachas y retrógrados, sino por su defensa de la Iglesia Católica frente al Islam, fíjense qué cosas.
En los últimos meses hemos asistido estupefactos a un acelerado proceso de desvertebración de España. A la caída de la Roja en la primera ronda del Campeonato del Mundo de Fútbol celebrado en Brasil, siguió la fulminante abdicación del Rey Don Juan Carlos I y la subida al Trono de su heredero Don Felipe VI. Luego llegó la derrota de España a manos de Francia en los cuartos de final del Campeonato del Mundo de Baloncesto que, además, se celebró en España para más inri. Y, últimamente, han fallecido repentinamente dos personajes imprescindibles en la articulación de la reciente historia de España: Emilio Botín, Presidente del Santander, e Isidoro Álvarez, Presidente de El Corte Inglés, ambos a la relativamente temprana edad para lo que hoy se estila de setenta y nueve años. De golpe y porrazo han desaparecido personas y elementos que constituían casi en solitario la vertebración de España. Es muy posible que, más allá de las personas, permanezcan las instituciones, es decir que haya vida después de Casillas y de Pau Gasol, que El Corte Inglés siga manteniendo su presencia en todo el territorio nacional, que su tarjeta de compras sea más popular en los bolsillos españoles que el carnet de identidad, y que el Banco de Santander termine por ser el Banco de España, pero también es posible que España no se deje. Ya saben ustedes lo que dijo de nosotros Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, que España era sin duda el país más fuerte del mundo, pues los españoles llevábamos siglos intentando destruirlo y aún no lo habíamos conseguido. Pues bien, si echamos un vistazo a nuestro alrededor parece que estamos a punto de lograrlo, pero sólo lo parece, no se crean.
Los catalanistas han celebrado por fin su consulta soberanista, si bien lo han hecho oficiosamente, en unas discretas urnas de cartón instaladas muy precariamente en zaguanes y patios de vecinos y en algún que otro edificio más o menos oficial, a cuyo incauto director se le va a caer el pelo precisamente para que no se le caiga al astut Mas. Pero si bien es cierto que la consulta no ha tenido valor jurídico alguno, lo que permite al Gobierno de España ningunear el resultado, no lo es menos que un elevado número de catalanes, en constante aumento por cierto, han manifestado que no quieren seguir en este vecindario.
He escuchado a alguien comparar lo sucedido en Cataluña con el micro relato del mejicano Augusto Monterroso, del que algunos dicen que es el cuento más pequeño de mundo: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Y es que, en la mañana del diez de noviembre, España y Cataluña seguían allí donde estaban, pero también lo hacía el deseo separatista de muchos catalanes. La consulta, finalmente oficiosa y felizmente no oficial, ha demostrado que en el contexto geopolítico en el que está planteada la cuestión catalana, y en el tiempo de hoy, los límites de la ley no pueden ser franqueados, pero también ha puesto de manifiesto que la cuestión continúa sobre la mesa, que el dinosaurio todavía está aquí. Guste más o guste menos, sólo existe un camino que es además el que siempre ha existido: el del diálogo responsable.
No queda otra. Eso y seguir oliendo a ajo, que dijo de nosotros una famosa intelectual y pensadora llamada Victoria Beckham.
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martes, 4 de noviembre de 2014

Shackleton y Cía


El mar de Weddell. Ilustración de William Grill en "El viaje de Shackleton"

(Publicado el 4 de noviembre de 2014 en La Opinión de Murcia)

          Tras un largo y cálido verano ha llegado el otoño, esa estación en la que la luz se suaviza y volvemos a cubrir civilizadamente nuestros cuerpos casi desnudos. Es el momento en que las frutas de verano, coloristas y casi líquidas, dejan paso a las de invierno, cítricas como las mandarinas y terrosas como las manzanas. El cambio de hora nos aproxima a los tiempos oscuros y fríos del invierno y son los árboles y no las gentes quienes ahora se desvisten de sus hojas. Los parques y paseos se vacían y la vida se vuelve más hogareña, más abrigada y recogida. Tal vez por ello el otoño es también tiempo de nuevos libros.
                Ayer salí en busca de uno. Se trata de “El viaje de Shackleton”, de William Grill, editado por Impedimenta. El libro, maravillosamente ilustrado por su autor, narra, casi muestra, el segundo viaje antártico que realizó el explorador británico Sir Ernest Shackleton entre 1914 y 1917, mientras la vieja Europa, y con ella el mundo, se desangraba a orillas del Marne. El viaje, bautizado como Expedición Imperial Transantártica, fue posiblemente el último de los viajes de descubrimiento de una época que llegaba a su fin. Los grandes imperios de la Europa Central cayeron y con ellos se fue para siempre el espíritu romántico de los descubrimientos del siglo XIX. En todo cuanto se ha hecho después por conocer nuevos mundos, el del espacio o el de las profundidades del mar, la tecnología ha prevalecido sobre el hombre. No quiero decir con esto que Yuri Gagarin o Neil Armstrong no fueran héroes conocidos y aclamados por todos, que su esfuerzo personal no contribuyera decisivamente al éxito de las hazañas que protagonizaron y que sus nombres no estén inscritos con letras doradas en la historia del hombre, como lo están igualmente los nombres de sus naves, el Vostok 1 y el Apolo XI. Afirmo, sin embargo, que sus viajes fueron posibles por los avances de la tecnología más allá de la voluntad de sus protagonistas y que, por ello, apenas resulta creíble calificarlos como viajes de aventuras. Por el contrario, los viajes antárticos de Robert Falcon Scott, de Ronald Amundsen y de Ernest Shackleton, los nombres de sus barcos, el Discovery, el Fram o el Endurance, o la malograda expedición de Sir John Franklin en busca del Paso de Noroeste a bordo del Erebus y el Terror, perdidos en los hielos del Norte al igual que todos sus tripulantes, forman parte de las grandes aventuras cuya evocación sigue provocando la admiración y el respeto de todos.
                A diferencia de lo ocurrido con la trágica expedición de Franklin, Shackleton logró regresar a Inglaterra con todos sus hombres tras sobrevivir dos años en la banquisa de hielo después de que su barco, el Endurance, quedara aprisionado y se hundiera finalmente por la presión de los témpanos. Mientras que la mayor parte de los marinos y científicos aguardaban en el campamento instalado en la Isla Elefante, Shackleton y cinco de sus compañeros se hicieron a la mar en un bote de apenas seis metros de eslora para tratar de llegar a las estaciones balleneras de la isla de Georgia del Sur, situada a casi mil trescientos kilómetros de distancia. Después de cuatro semanas de travesía por uno de los mares más peligrosos del mundo lograron alcanzar la estación ballenera y rescatar a quienes habían quedado atrás. Shackleton murió seis años después en el curso de su último viaje a la Antártida y está enterrado en el pequeño cementerio de Grytviken, en la Georgia del Sur.
                No es difícil que yo sucumba ante la idea de hacerme con un libro, casi siempre de manera legal, aunque, como dijo aquel bibliófilo a un amigo que le había pedido prestado un libro con la promesa de devolvérselo, “mis estanterías están llenas de promesas de ese tipo”. Sin embargo, la tentación de comprar el libro de Grill, casi un cómic realmente, me la ha inoculado por una parte la noticia del hallazgo entre los hielos antárticos del diario manuscrito de uno de los miembros de la expedición de Scott, el testimonio congelado durante un siglo de uno de aquellos hombres que renunciaron a todo, incluso a la vida, para alcanzar la gloria. Y, desde luego, ha habido otra razón.
Mi avispado y nunca bien pagado Lector Malasombra se preguntará a esta alturas a cuento de qué, con la que está cayendo en España en general y en Murcia en particular, estoy leyendo y escribiendo acerca de libros de aventuras, expediciones antárticas, tierras vírgenes, hielos impolutos y héroes románticos.
Pues por eso mismo, querido, por eso mismo.
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martes, 28 de octubre de 2014

Párate a pensar


Sus padres han muerto por el ébola. Está en tratamiento. No se llama Excalibur.
No se llama Teresa. No se queja. No es nadie.

(Publicado el 28 de octubre de 2014 en La Opinión de Murcia)







             Vivimos mirándonos el ombligo. El mundo va bien si a mí me va bien. Eso sí, aunque me vaya bien me indigno porque no me va tan bien como quisiera o porque no me va tan bien como les va a otros, lo que sin duda es indignante. Sobre todo, la indignación me asalta a la hora del telediario nuestro de cada día, cuando me sirven imágenes y noticias debidamente procesadas, edulcoradas y predigeridas para que me indignen lo suficiente pero sin llegar a cortarme la digestión. Y es que, como decía aquel sabio amigo mío, en España cada uno va a lo suyo excepto yo, que voy a lo mío.
                Y luego está el vértigo. Todo va muy rápido porque todo está diseñado para vaya muy rápido, como los coches de carreras. A una noticia la sucede otra, y luego otra y otra, sin darnos tiempo apenas para pensar en cualquiera de ellas. Incluso el efecto de la noticia escrita dura tan sólo veinticuatro horas porque, a la catástrofe de un día, la sucede en nuestra atención la catástrofe del siguiente.
                De manera que vivimos mirándonos vertiginosamente el ombligo. Tal vez por eso no nos paramos a pensar en cosas como éstas.
                La foto que ilumina este artículo, y que de alguna forma le da el título, es la de un niño negro contagiado de ébola, que está sentado encima de un colchón desnudo mientras lo contempla alguien enfundado en un traje protector. El pie de foto con el que circula por algunas redes sociales reza lo siguiente: “Sus padres han muerto por el ébola. Está en tratamiento. No se llama Excalibur, no se llama Teresa, no se queja. No es nadie”. Occidente ha necesitado un par de muertos occidentales y unos cuantos contagios en su entorno antes de pararse a pensar en los miles de muertos que la enfermedad ha ocasionado en África e,  inmerso en el vértigo que gira en torno a  su ombligo, sigue sin pensar (no es noticia en los telediarios, casi nadie habla de ello, corta la digestión) en los dos millones de muertos que provoca anualmente la malaria, de los que las tres cuartas partes son niños.
                La Alta Corte de Lahore ha confirmado la pena de muerte por ahorcamiento de Asia Bibi, la cristiana que fue condenada hace cinco años en Pakistán por blasfemar contra el Islam o, dicho de otra manera, por la profesión pública de su fe cristiana. Aún hoy, tras cinco años de esperanzas frustradas, continúa abrazada a su fe: “Todavía me aferro con fuerza a mi fe cristiana y me nutro de la confianza en Dios, mi Padre, que me defenderá y me devolverá la libertad”. Apenas se habla de ella, como apenas se habla de los miles de cristianos que son asesinados cada año en el mundo por el simple hecho de serlo. Millones de cristianos están siendo perseguidos, pero Occidente continúa mirándose el ombligo vertiginosamente.
                A finales de los años cincuenta, muchas mujeres europeas y españolas tomaron por prescripción médica un novedoso medicamento contra la molestias del embarazo llamado Talidomida, producido y comercializado por la farmacéutica alemana Grünenthal Pharma, a resultas del cual varios miles de niños y niñas nacieron con gravísimas deformaciones físicas en sus extremidades. Las madres alemanas fueron indemnizadas y los niños y niñas alemanes, nacidos sin pies y sin manos, continúan cobrando sus pensiones. Las miles de madres y los varios miles de niños y niñas españoles nacidos con deformidades, no. Hace unos meses, un tribunal condenó a la farmacéutica a pagar una indemnización a las víctimas que la habían demandado, pero la Audiencia Provincial de Madrid ha anulado la sentencia al entender prescrito el derecho a reclamar. Tal vez haya sido un razonamiento irreprochable desde el punto de vista  legal el que ha llevado a los jueces a anular la sentencia. Tal vez haya sido también una razón legal impecable la que ha mantenido al Ministerio Fiscal en silencio durante todos estos años. Tal vez sea una invencible razón económica y legal la que impide que el Estado indemnice a las víctimas de la Talidomida. Pero legales o económicas, de conveniencia o de vértigo umbilical,  ninguna de ellas es una razón justa.
                Recordaba el otro día un sacerdote jesuita que, cuando hablamos de aquellos que nada tienen, de los desposeídos de la tierra, precisamente porque “lo suyo” es no tener nada la justicia no puede ser únicamente el “dar a cada uno lo que es suyo” (el “suum cuique tribuere” de Ulpiano), sino que se ha de entender “lo suyo” como aquello que resulta necesario para no quebrantar la dignidad humana. La dignidad del niño de la foto, la dignidad de la mujer creyente, la dignidad de las víctimas de la Talidomida.
    Es justamente en la dignidad del niño, de la mujer y de la víctima en la que se encuentra ese Dios al que, cuando sólo lo buscamos vertiginosamente en nuestro ombligo, juzgamos ausente.
     Porque Dios está en ellos.
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martes, 21 de octubre de 2014

Las reglas del juego

(Artículo publicado el 21 de noviembre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)




            El Sínodo Episcopal es una reunión de obispos convocados por el Papa para estudiar y analizar un tema determinado en unión del Santo Padre. La palabra “sínodo” significa “caminar juntos” y, a diferencia de los Concilios, que pueden legislar y definir dogmas, los sínodos son de carácter consultivo. Por eso el Código de Derecho Canónico establece que los sínodos se desarrollarán “cum Petro et sub Petro”, pues su misión se limita a prestar asesoramiento al Papa sobre el tema propuesto.
           A lo largo de estas dos últimas semanas se ha celebrado en Roma la III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos bajo el lema “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”, más conocido como el Sínodo sobre la Familia. La convocatoria efectuada por el Papa Francisco había despertado una gran expectación, no sólo por la trascendencia mediática de los temas controvertidos, que afectan a la definición de la familia cristiana, la homosexualidad o el acceso a los sacramentos de de las parejas de hecho  y de los divorciados y vueltos a casar o, sino por la propia personalidad del convocante, el Papa Francisco, quien ha marcado una clarísima línea de reforma y de apertura en estos temas como en tantos otros. Consciente de que en determinadas áreas del clero existe una fuerte resistencia a algunos de sus mensajes innovadores, y en cierto sentido revolucionarios, el Santo Padre no ha dudado en abrir valientemente un foro de reflexión compartida en el que poder escuchar todas las voces de quienes ejercen la labor pastoral de evangelización: los obispos y los sacerdotes de sus respectivas diócesis. El objetivo del Sínodo no era tanto alcanzar una posición común en todos los temas que afectan a la familia cristiana, cuanto el de constituir un espacio de reflexión conjunta entre el Papa y sus Obispos en el que, no sólo hablaran los Obispos, sino que también lo hiciera el Santo Padre con la refrescante sinceridad que le es propia. El tiempo de reflexión no se ha agotado con la clausura del Sínodo, sino que se ha de prolongar durante un año más hasta la celebración de un nuevo Sínodo en 2015, tras el cual, sin duda, el Papa Francisco publicará su Exhortación Post Sinodal.
Caminar juntos es reflexionar juntos, sí, pero caminar y reflexionar juntos no es en modo alguno estar de acuerdo en todo. Si alguien pensaba que con el Papa Francisco las sesiones del Sínodo iban a ser como los habituales congresos a la yugoeslava de los partidos políticos, se equivocaba. El propio Francisco ha celebrado en su discurso de clausura que haya habido tensiones y discusiones animadas en las sesiones de debate, “este movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio”, decía Francisco, y ello “sin poner jamás en discusión la verdad fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreatividad, o sea la apertura a la vida”. Pero también ha advertido Francisco que en esos momentos de tensión y desolación del debate es fácil que surjan ciertas tentaciones que, de sucumbir a ellas, convertirían el mismo debate en un esfuerzo estéril.
A la primera la denomina la tentación del “endurecimiento hostil”, esto es “el querer encerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por el Dios de las sorpresas (el espíritu)”. Es la tentación, dice, de los celosos, de los escrupulosos, de los acelerados, de los así llamados “tradicionalistas y de los intelectualistas”.
La segunda es la tentación del “buenismo” destructivo“ que, en nombre de una misericordia engañosa, venda las heridas sin antes curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas ni las raíces. Es la tentación de los “buenistas”, de los temerosos y también de los así llamados “progresistas y liberalistas”.
La tercera es la de transformar la piedra en pan para terminar el largo ayuno, pesado y doloroso, y también la de transformar el pan en piedra y tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos, la tentación de transformar la piedra en los “fardos insoportables” a que se refiere San Lucas.
La cuarta es la tentación de “descender de la cruz para contentar a la gente”, y no permanecer en ella para cumplir la voluntad del Padre; es la tentación “de ceder al espíritu mundano en vez de purificarlo e inclinarlo al Espíritu de Dios”.
La quinta es la tentación de “descuidar el depositum fidei” al considerarse, no custodios, sino propietarios o patrones de la Fe; y, por otra parte, la tentación de descuidar la realidad utilizando “una lengua minuciosa y un lenguaje pomposo para decir tantas cosas y no decir nada”.
Reglas para el debate, y también modelo de Iglesia. Una Iglesia que “no tiene miedo de remangarse las manos para derramar el óleo y el vino sobre las heridas de los hombres”, que es “Una, Santa, Católica y compuesta de pecadores, necesitados de Su Misericordia”, que “no tiene miedo de comer y beber con la prostitutas y los publicanos”, que “tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo a los justos o a aquéllos que se creen perfectos!”, que “no se avergüenza del hermano caído y no finge no verlo, al contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y animarlo a retomar el camino”.
Francisco es un Papa valiente, quiere que la Iglesia, que esa Iglesia a la que alude, reflexione y hable, que lo haga alto y claro y que lo haga como señala la ley canónica, “cum Petro et sub Petro”. Y para ello ha puesto las reglas del debate.
Tiempos de cambio, también en San Pedro.
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martes, 14 de octubre de 2014

Cave canem


Lukánikos, icono de la protesta griega

(Artículo publicado el 14 de octubre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)



     Sin ánimo de ofender a los aman a los animales, pero con la intención de avergonzar a quienes aman más a los animales que a las personas, escribo este artículo. De todo cuando ha ocurrido y sigue ocurriendo con la versión española de la crisis del ébola, lo más grotesco ha sido de momento la cruzada que emprendieron unos cuantos para salvar la vida del perro Excalibur, propiedad del matrimonio Limón, al que las autoridades sanitarias finalmente sacrificaron ante la sospecha fundada de que pudiera ser portador del virus del ébola ya que su dueña, auxiliar de clínica, se había contagiado de la enfermedad en un descuido al  quitarse el traje de seguridad. Pero no se me arrebate usted, querido Lector Malasombra, porque no es del ébola de lo que estoy escribiendo, sino de la estupidez humana, muchísimo más contagiosa y letal.

        Cuando se detectó el contagio de su mujer, fue el propio señor Limón (esto suena a personaje del Cluedo, ese juego de mesa en el que hay que descubrir al criminal entre varios sospechosos), fue el señor Limón, digo, quien lanzó un comunicado para salvar a su perro Excalibur de una muerte anunciada, y para ello no dudó en convocar una movilización a través de las redes sociales. No me pregunten si hubo alguna razón espuria, amén de su cariño por el perro, que llevó al señor Limón a clamar pidiendo ayuda para el animal. Lo único que les puedo decir es que a su llamamiento acudieron los de siempre, que, sorprendentemente, son en su mayoría los mismos que criticaban la decisión de repatriar a los tres religiosos españoles que se habían contagiado del ébola, dos de los cuales murieron finalmente. Curiosa esa solidaridad perruna que abomina de hacer lo propio con los seres humanos.

         Algo ocurre con los perros. Puedo entender la ironía mordaz que subyace detrás de la definición del perro como el mejor amigo del hombre, habida cuenta del comportamiento que muchos hombres han mostrado hacia otros hombres, lo que llevó por cierto a Madame de Stäel a decir aquello de que "cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro", pero no tengo la menor duda de que la amistad es un sentimiento superior, un sentimiento humano, y que, por ello, está lejos del alcance de cualquier animal. Si bien algunos indignados no estarán de acuerdo con esto, quedamos pues en que el perro es un animal y no es una persona. Por eso resulta cuando menos sorprendente que, hace unos días, los medios de comunicación dieran cuenta muy humanamente de la muerte (o habré de decir fallecimiento) de otro conocido perro. Se trataba de Lukánikos, un perro griego que se había hecho famoso por plantar cara a las fuerzas antidisturbios en las violentas protestas y manifestaciones desarrolladas en Grecia contra los recortes de salarios. Apuntaba la información, muy respetuosa ella con el can, que el famoso animal padecía problemas respiratorios a causa de la inhalación de gases lacrimógenos. Como dirían los indignados defensores de la vida de Excalibur, otro asesinato cometido por el poder. No crean que exagero, no. Esa lideresa de la ultracatalanidad llamada Ada Colau ha llegado a decir que lo que pretende el Estado Español con el ébola es un “exterminio encubierto”. Arturo Pérez Reverte, aficionado a decir de vez en cuando alguna que otra maldad, se ha cubierto de gloria esta vez al pedir –medio en broma, medio en serio, pero ahí queda el tweet (palabra, por cierto, recién reconocida por la RAE entre otros atropellos)–, que sería preferible poner en observación al chucho y exterminar a Ana Mato, la criticada y criticable ministra de Sanidad. Y para no dejar solo a su paisano, supongo, otro personaje de nuestra tierra, el ilustrado Pedro Guerrero, ha hablado de brutalidad del Estado para referirse al sacrifico de Excalibur y, no contento con ello, ha rematado su artículo invocando muy cultamente a Alberti para llamar “hijos de puta” a quienes no nos solidarizamos con el perro antes que con las personas. Que Dios se lo pague.

Llegados aquí es cuando me pregunto cuál sea la razón de la entronización de Excalibur y de Lukánikos como iconos de la izquierda, uno de la crisis española del ébola, y el otro como icono de las protestas griegas. No se me ocurre más que una respuesta: lamentablemente no quedan símbolos disponibles en la raza humana, concretamente en el lado de la izquierda progresista y políticamente correcta, aunque mucho me temo que a la vista de los aconteceres tampoco queden en el lado derecho de la humanidad. Por eso han convertido a Lukánikos y a Excalibur en referentes de la izquierda militante y, por lo que yo sé, de la izquierda ladradora.

Mientras están muriendo miles de personas en África a causa de la epidemia de ébola, cuando cientos de personas exponen generosamente sus vidas para ayudar a los enfermos, muchos de ellos niños, cuyos cuerpos yacen en las calles de Liberia, Sierra leona, Guinea y Nigeria, cuando todo eso ocurre ante la indiferencia del mundo occidental que sólo se ha preocupado cuando uno de los suyos ha enfermado, cuando todo eso pasa también aquí en España, resulta vergonzoso que Excalibur se haya convertido en el icono de la lucha contra el ébola, cuando los verdaderos iconos, los iconos más nobles, mucho más nobles, debieran haber sido los sacerdotes españoles Miguel Pajares y Manuel García Viejo, que dieron su vida por los enfermos, y la propia Teresa Romero, que lucha por conservar la suya.


                Va por ellos.
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martes, 7 de octubre de 2014

Nace una estrella mientras otros se estrellan


(Artículo publicado el 7 de octubre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)







         Si no vieron la entrevista que se despachó Pablo Iglesias en la Sexta (no me refiero al fundador del PSOE, sino al fundidor del PSOE), creerán que estoy exagerando, pero la otra noche el líder de Podemos dejó de ser hijo del voto indignado para convertirse en alternativa real al gobierno de España a la espera de verse confirmada por las urnas. Hay quien lo compara ya con aquel desconocido Felipe González de los setenta, cuya chaqueta de pana relegó al fondo del armario los clásicos ternos de los políticos de aquellos años. Del mismo modo, la coleta y la camisa a cuadros de Pablo Iglesias han demolido el costoso look “arreglado pero informal” de la actual clase gobernante.
Frente a una selección de entrevistadores un tanto cavernícola, con la excepción, tal vez, de Nativel Preciado, el líder de Podemos desplegó todo su encanto y pobló su intervención con todos los guiños y complicidades de que es capaz un auténtico seductor: La pose era ligeramente desmadejada para transmitir la impresión de que se sentía muy cómodo y tranquilo; esgrimió una sonrisa condescendiente y comprensiva para descalificar y perdonar a un tiempo las afirmaciones contrarias, mientras que para hablar de los problemas de los españoles y de las soluciones que él proponía adoptó un semblante serio y comprometido; para Iglesias los “españoles somos buenos y honrados por naturaleza” con excepción, claro está, de la casta de banqueros y dirigentes; y los malos, los malos malísimos de verdad, son los alemanes (sic) y Ángela Merkel.
Con su discurso político ocurrió lo mismo que con su imagen: sus propuestas fueron burdamente demagógicas, pero sutilmente creíbles y calculadoramente posibles.
La promesa de una renta básica de seiscientos euros para cada ciudadano, por ejemplo, puede ser tachada de populista y demagógica porque se trata de una medida que la sociedad española, sumida en momentos de aguda crisis económica y con la vida pública sacudida por escándalos como los de las tarjetas negras de Bankia (que, acuérdense, no serán sólo de Bankia), percibe como justa y necesaria sin detenerse a cuestionar su viabilidad. Pero cuando fue recriminado precisamente por esa dudosa viabilidad, Pablo Iglesias  transformó la propuesta generalista en una garantía individual de la renta básica, que se habría de aplicar únicamente a quienes no alcanzaran esa cantidad con sus ingresos por todos los conceptos. Fue entonces, queridos amigos, cuando se produjo el destello estelar, y la propuesta, además de justa y atractiva, pasó a ser creíble. Es cierto que la propuesta de Iglesias no deja de ser ciertamente simplista e insuficiente, y que omite, entre otras, las previsibles consecuencias negativas que habría de generar sobre la economía de mercado y muy especialmente sobre la competitividad, pero, como decía aquella máxima del periodismo amarillista, Pablo Iglesias no quiso esa noche que la realidad le estropeara una buena noticia. Vivimos además en tiempos sincopados, en los que cualquier razonamiento debe quedar limitado a los ciento cuarenta caracteres tuiteros, de manera que, mientras que un docto discurso académico apenas suscita el interés de un par de docenas de adormecidos eruditos, el tuiteo de dos o tres sandeces por pensadores de la talla de Justin Bieber o Lady Gaga provoca millones de comentarios y algunos suicidios.
No obstante, la prueba del algodón de Pablo Iglesias sigue siendo el hecho de que, mientras que los políticos de lo que él llama “la casta” acumulan varios sueldos públicos, jugosas dietas e indemnizaciones y demás estipendios y canonjías, hasta alcanzar cifras que en muchas ocasiones rebasan treinta o cuarenta veces el salario mínimo (es el caso de algunos eurodiputados), los cargos públicos de Podemos han  hecho efectivo su compromiso de limitar su sueldo público a tres salarios mínimos. Y lo han hecho sí o sí.
Por eso, la encuesta de intención de voto publicada este fin de semana por un conocido diario –según la cual el PSOE obtendría poco más del veinte por ciento de los votos, el PP habría descendido del treinta y uno por ciento en 2010 a poco más del quince por ciento en 2014 y Podemos habría subido desde cero hasta el catorce por ciento–, resulta excesivamente generosa con el PSOE, realista con el PP y extremadamente rácana con Podemos. Comparen ustedes la propuesta de Pablo Iglesias que les he comentado antes con la efectuada hace unos días por Pedro Sánchez sobre celebrar un funeral de estado por cada víctima de violencia de género, o con la del PP de reformar las normas electorales a estas alturas del partido, y comprenderán por qué les digo lo que les digo.
La estrella de Podemos ha comenzado a brillar en el firmamento de unas cada vez más próximas elecciones generales y, entretanto, la luz de los grandes partidos continúa menguando gravemente, oscurecida por la falta de regeneración democrática, la escasa renovación de sus cuadros, la decepción de sus bases y la falta de atractivo y credibilidad de sus propuestas políticas.
Se avecina de nuevo un gran cambio y ellos siguen sin enterarse.
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martes, 30 de septiembre de 2014

De nuevo, no matarás



(Artículo publicado el 30 de septiembre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)
 

De todo cuanto ha ocurrido durante la semana pasada (la comparecencia de Jordi Pujol, la dimisión de Ruiz Gallardón, la aprobación de la Ley de Consultas y la convocatoria del referendum independentista de Cataluña, entre otras cosas) lo más trascendente ha sido la decisión de Mariano Rajoy de retirar el anteproyecto de ley orgánica de reforma de la Ley del aborto de 2010, una ley de plazos que sustituyó a la ley de supuestos de 1985.
Acerca de la Ley Aído, llamada así por por la ministra del Gobierno de Rodríguez Zapatero que la impulsó, escribí a los pocos días de su aprobación en un artículo titulado No matarás. Comparaba yo entonces las declaraciones de la ministra Bibiana Aído en las que, sin despeinarse, afirmaba que “para mí, un feto —de trece semanas— es un ser vivo, claro, pero no podemos hablar de ser humano porque no tiene ninguna base científica” con una frase atribuida a Hitler con la que guardaba cierto parecido: “Es indudable que los judíos son una raza, pero no son humanos”, y escribía que, tal vez por ello, alguien había semejado la ley de 2010, que introducía la práctica liberalización del aborto en España, con las medidas nazis en materia de higiene racial y de eutanasia. Sin embargo, precisaba yo, el régimen asesino de Hitler no incluyó expresamente el aborto entre sus muchas culpas, tal vez porque respecto de las mujeres alemanas lo que interesaba era precisamente lo contrario, el crecimiento y la multiplicación de la llamada “raza superior” (lebensborn), mientras que respecto de las demás razas, las formadas por infrahumanos o untermenschen, el aborto se mostraba irrelevante ante la determinación explícita de su exterminio.
En aquel artículo cité a Hannah Arendt, la escritora y pensadora judía, en cuya obra Los Orígenes del Totalitarismo, concretamente en el prólogo a la tercera parte, recogía la expresión “delincuente sin delito”, tomada de la apelación formulada por un “elemento extraño a la clase” en un juicio de depuración celebrado en la Rusia comunista de Stalin, para definir a cada una de las personas que fueron asesinadas por el régimen soviético sin más culpa que la de ser “enemigos objetivos de la clase obrera”, dicho sea en el perverso lenguaje bolchevique. No se trataba de una persona “no culpable”, ni tan siquiera de un inocente del crimen del que había sido acusado, sino de un “delincuente objetivo” o, dicho de otro modo, de un “criminal” sobre el que no pesaba la existencia de crimen alguno. Se me ocurrió entonces que ésa era justamente la calificación jurídica de los concebidos y no nacidos que estaban siendo abortados: delincuentes sin delitos, cuya única culpa había sido la de ser engendrados.
Contraargumentaba luego la gratuita afirmación de la ministra de que el no nacido no era un ser humano (afirmación que los proabortistas fundamentan en que el código civil sólo atribuye personalidad jurídica al nacido que tenga figura humana y que viva veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno, aunque supongo que la ministra no tenía de esto la más mínima noción), y lo hacía formulando varias preguntas a la señora Aído:
¿Ha visto usted, señora Aído, la foto de ese cuerpecito minúsculo nacido tras apenas cuatro meses de gestación, acunado entre las manos adultas de un hombre, que circula por Internet? ¿Diría usted que no es un ser humano o que no lo era unos pocos minutos antes de nacer? ¿Qué es entonces, Bibiana: un tumor, una excrecencia del cuerpo de la madre, un repollo? ¿Sabe usted, Señora Aído, que el feto piensa, ríe, llora, siente, sufre, duerme y sueña,  como todo ser humano, mucho antes de nacer? ¿No basta eso para hacerlo humano?
Y es que no son razones de carácter legal las que otorgan la humanidad al feto, ni son legales los motivos que proscriben la muerte intencionada de un ser humano. Son razones morales, principios éticos universales que habitan en lo más profundo de la conciencia individual de cada uno y que forman parte imprescriptible de la conciencia común. Las mismas razones morales, por cierto, a las que apelamos los cristianos cuando proclamamos: No matarás.
Entonces fuimos millones de voces las que se levantaron contra la Ley Aído, tantas que el Partido Popular presentó contra la Ley un recurso ante el Tribunal Constitucional que aún duerme el sueño de los justos, además de incluir en su programa electoral la contrarreforma de la ley del aborto. Es por ello que la retirada del proyecto de ley anunciada por Mariano Rajoy tiene tintes, no ya de promesa incumplida, sino de traición a su electorado, tanto más cuanto que hubiera bastado con derogar la Ley Aído el primer día de legislatura, restaurar la vigencia de la Ley de 1985 y sentarse, entonces y sólo entonces, a dialogar con todo el mundo en busca de un nuevo consenso.
Hoy somos millones de voces las que clamamos, no ya contra la Ley de 2010, sino contra el incumplimiento del Gobierno del Partido Popular. Somos muchos los que encontramos graves obstáculos morales para votar al Partido Popular, incluso aquéllos que hemos ocupado responsabilidades destacadas dentro del mismo.
Hoy me veo en la obligación de volver a aquellas preguntas que formulé entonces a Bibiana Aído, sólo que en esta ocasión se las hago a Mariano Rajoy:
¿Son seres humanos, señor Rajoy?  
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