martes, 29 de octubre de 2013

¿Vencedores o vencidos?



(Artículo publicado el 29 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Hace algo más de tres años escribí un artículo en el que les hablé de la película “Vencedores o vencidos”, que en versión original llevaba por título Judgement at Nüremberg. Estaba protagonizada por Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmark, Montgomery Cliff y Maximilian Schell, entre otros. El argumento de la película, que sin duda muchos de ustedes habrán visto, se inspiraba en uno de los juicios de Nüremberg, el conocido como el Juicio de los Jueces, en el que fueron juzgados y hallados culpables varios jueces alemanes por su participación en los crímenes de estado, fundamentalmente mediante la aplicación de las leyes de esterilización y eugenesia dictadas por el Tercer Reich. En este Juicio de los Jueces, a diferencia de los demás procesos de Nüremberg, los acusados eran expertos juristas, conocedores de la Ley, eminentes miembros de la sociedad civil que, incluso, habían participado en la elaboración de esas leyes que habían aplicado. La otra gran diferencia con el resto de juicios de Nüremberg estriba en que, mientras que en los demás casos los crímenes contra la humanidad habían sido cometidos infringiendo las normas del derecho común, en el caso de los jueces alemanes los crímenes fueron perpetrados mediante la estricta y jurídicamente impecable aplicación de las leyes alemanas. Lo había escrito Cicerón en su obra De officis muchos siglos antes: Summun ius summa iniuria.

Por otra parte, estas leyes no eran ajenas a las llamadas corrientes progresistas del derecho de los tiempos en que fueron dictadas o, dicho de otra manera, no eran tan diferentes de leyes dictadas en países del bloque aliado. Hay que recordar que la esterilización de los deficientes mentales era una práctica habitual en muchos países del mundo, que fue ratificada en 1927 por la Corte Suprema de Estados Unidos, y que la eugenesia contaba entre sus partidarios a ilustres pensadores como Alexander Graham Bell, George Bernard Shaw y Winston Churchill. Durante la primera mitad del siglo XX fueron aplicados programas de esterilización masiva de enfermos hereditarios en países como Estados Unidos, Australia, Reino Unido, Noruega, Francia, Finlandia, Dinamarca, Estonia, Islandia y Suiza.

Así las cosas, los jueces alemanes se encontraron ante el dilema de cumplir las leyes de su país o de incumplirlas dictando sentencias exculpatorias por entender que se trataba de leyes injustas. Tras la guerra, aquellos que se habían negado a cumplir las leyes nazis fueron proclamados héroes, mientras que por el contrario aquellos otros que las cumplieron fueron juzgados y condenados por crímenes contra la humanidad. La explicación de todo esto hay que buscarla en dos afirmaciones: una, que las leyes, y aún las leyes democráticas, pueden ser moralmente injustas; otra, que los jueces y tribunales pierden su legitimidad cuando se doblegan ante postulados partidistas o gubernamentales e incluso ante políticas de Estado. La Justicia, o es independiente, o no es Justicia.

Con una ligera variación sobre el título de la película, esta frase ha formado parte del lema de la manifestación convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo que se ha celebrado en Madrid el pasado domingo y que ha reunido a varios centenares de miles de personas en demanda de justicia, paradójicamente, contra una sentencia de un Tribunal de Justicia, la dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación con la aplicación de beneficios penitenciarios a la asesina impenitente Inés del Río. La sentencia invoca de manera errada el principio de legalidad, nulla poena sine lege, pues nada tiene que ver dicho principio con las formas de aplicación de los beneficios penitenciarios que se sujetan, entre otros, al criterio del arrepentimiento. La extraordinaria, y por eso mismo sorprendente e indignante, diligencia de la Audiencia Nacional en dar cumplimiento al fallo ha supuesto la inmediata puesta en libertad de la terrorista entre las celebraciones de sus colegas de la izquierda separatista vasca. La sentencia supondrá también la previsible liberación en pocos días de más de cincuenta asesinos condenados en España por la comisión de los crímenes más brutales.

Por más que haya indignado a millones de españoles, esta sentencia no ha sorprendido a nadie. Son demasiados los signos que la han precedido para no pensar que, en efecto, nos encontramos ante una amnistía encubierta de los presos de ETA, una etapa más del “proceso de paz” iniciado por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que consistió básicamente en aceptar todas las demandas de la izquierda separatista. Al leer la sentencia de Estrasburgo, con el voto favorable del único juez español, el ex secretario de Estado de Justicia del Gobierno de Zapatero Luis López Guerra, he recordado aquello que dijo en su día el Fiscal General del Estado, también en el Gobierno de Zapatero, Cándido Conde Pumpido, acerca de mancharse los bordes de la toga con el polvo del camino. Una vez más, y otra más, y otra, la Justicia parece estar al servicio de la política del Estado, que es lo mismo que decir al servicio de la política del gobierno de turno, una política que en relación con la ETA ha oscilado entre la guerra sucia de los GAL y la claudicación oportunista ante los postulados separatistas, pero que nunca ha optado por la vía directa adoptada por otros estados democráticos como el Reino Unido, la de impulsar y aprobar en el Parlamento una legislación específica contra el terrorismo que incluyera la cadena perpetua, lo que hubiera evitado la vergonzante excarcelación anticipada de asesinos terroristas a quienes, para mayor escarnio, acompañarán algunos de los asesinos comunes más sanguinarios.

El domingo pasado, cientos de miles de personas en Madrid y millones en toda España clamaban por una justicia plena en la hubiera vencedores y vencidos, es decir, que las víctimas vencieran y los asesinos fueran vencidos. Lo pedían porque, después de tanto sufrimiento, tantas muertes y tantas lágrimas, no es justo un final sin vencedores ni vencidos y, menos aún, un final en el que los vencidos resultan ser a la postre los vencedores.

Vencedores o vencidos, he aquí la cuestión, señores jueces.
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martes, 22 de octubre de 2013

Mi amigo Perico



(Artículo piblicado el 22 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



A finales de la década de los cincuenta muchas mujeres embarazadas fueron tratadas con Talidomida, una medicina producida por un laboratorio farmacéutico alemán destinada a mitigar las molestias de la gestación, entre ellas, las típicas náuseas de la embarazada. La cosa fue bien hasta que empezaron a nacer bebés aquejados de gravísimas malformaciones. A consecuencia de la Talidomida miles de niños vinieron al mundo sin piernas o sin brazos o con las extremidades acabadas en muñones, lo que provocó que fuera prohibida en 1961. Sin embargo, la medicina no fue retirada oficialmente de las farmacias españolas hasta 1963 e, incluso, continuó siendo comercializada durante algún tiempo más.
            Más de cincuenta años después la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España, AVITE, ha reclamado ante los tribunales españoles una cuantiosa indemnización a la empresa farmacéutica Grünenthal, asunto sobre el que, a la hora de escribir este artículo, no conozco que haya recaído sentencia. Pero no es mi intención escribir acerca de los pormenores técnicos o jurídicos del caso, ni acerca de la comercialización de preparados milagrosos que hacen cierto aquello de que es peor el remedio que la enfermedad, como ocurrió con la heroína, una remedio prodigioso contra la tos y el dolor que Bayer lanzó al mercado en sustitución de la morfina y que, hasta que fueron conocidos sus gravísimos efectos, se empleó profusamente con los heridos y mutilados de la guerra francoprusiana de finales del XIX, de ahí su nombre de “heroína”. Tampoco les voy a hablar  del derecho de las víctimas a ser indemnizadas, cuestión que me parece justa y moralmente indiscutible, sino que me propongo hacerlo de un hecho relacionado con la Talidomida, del que he sido testigo directo a lo largo de mi vida.
            Mi amigo Perico vino al mundo sin la mano derecha, apenas un muñón con unas pequeñas protuberancias del tamaño de lentejas que eran los dedos no nacidos. Por lo demás Perico fue un niño guapo y sano −como yo, aprovecho para decirlo−, de manera que cuando nuestras respectivas abuelas se encontraban por la calle se decían mutuamente aquello de “qué hermoso está tu nieto”, lo que sin duda hoy haría hablar a los nutricionistas de sobrealimentación infantil. Y es que nuestra infancia, pasados los años de hambre de la postguerra, estuvo nutrida de Pelargón, Maizena y Vitarroz, y de grandes dosis de papilla de plátano machacado con galletas María y zumo de naranja, de manera que los de mi generación fuímos unos bebés sanos, fuertes… y un poco gordos.
Y llegó la adolescencia. Perico era igual a cualquier niño de entonces, en todo… excepto por su mano derecha. La llevaba habitualmente escondida en el bolsillo del pantalón o de la chaqueta, aburrido seguramente de que la gente mirara su mano con curiosidad malsana, esa misma gente que reduce la velocidad del coche para ver a las víctimas de un accidente, pero que no pregunta si necesitan ayuda. Pero ahí se acababa la diferencia. Durante aquellos años, Perico se empeñó en no ser diferente de los demás y, sin perder jamás la sonrisa, acuérdense de esto, nunca consintió que su defecto físico le impidiera hacer lo que hacíamos el resto de la chiquillería. En los juegos, en el deporte, en los estudios o en las diversiones, Perico nunca tiró la toalla. Si se trataba de subir la cuerda lisa en clase de gimnasia, Perico enrollaba su muñón en la cuerda y se alzaba del suelo, lo soltaba, lo enrollaba de nuevo más arriba y se volvía a alzar, y así subía hasta lo más alto. Para jugar al ping-pong en los viejos locales de las Congregaciones, en el Arco de Santo Domingo, aunque podía hacerlo con la mano izquierda, se obligó a jugar también con la derecha y para ello se sujetaba la pala con esparadrapo. Y así, con la derecha o con la izquierda, me ganaba una y otra vez la partida. Tocaba muy bien la guitarra y, usando su pequeño pulgar como si fuera una púa, era capaz de puntear una canción de Los Beatles o un blues de John Mayall.
Hoy, mi amigo Perico es seguramente lo que nuestras abuelas, que en paz descansen, llamarían “un hombre de provecho”. Aunque nos vemos poco, Perico sigue siendo un amigo íntimo, de esa forma en que solo puede serlo aquel que lo fue en la infancia.
Es cierto que, cuando somos jóvenes, más aún cuando somos muy jóvenes, no tenemos plena consciencia de la trascendencia de cuanto sucede a nuestro alrededor. Es ahora, que he vivido unos cuantos años y que he ido acumulando experiencia, cuando sé muy bien qué fue todo aquello de las terquedades y empeños de mi amigo Perico, lo de subir la cuerda lisa, lo de sus partidas de ping-pong o sus rasgueos de guitarra. No sé si él lo sabe, tal vez sí, pero su comportamiento de entonces fue para mí y para muchos de nosotros un ejemplo de superación que nos admiró y del que luego nos enorgullecíamos ante otros chiquillos, un ejemplo que no olvidaríamos nunca, de manera que aún hoy, cuando me enfrento a algún obstáculo o tengo algún tropiezo por duro que sea, pienso en Perico, aprieto los dientes y le sonrío a la vida.
Os deseo que ganéis, héroes de AVITE, aunque tú, Perico, ya lo has hecho.

martes, 15 de octubre de 2013

La tortilla nacional (III): La hipertrofia autonómica




(Artículo publicado el 15 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia) 




 
Me gusta cuando el habla común, el habla de la calle, corrige la plana a la Real Academia Española, que es como se llama realmente la de la Lengua. Según su diccionario, la palabra pesadumbre significa “molestia, desazón, padecimiento físico o moral”, además de “motivo o causa del pesar o sentimiento en acciones o palabras”. Por estas tierras no se decía pesadumbre, sino “pesambre”, palabra que a mi juicio expresaba mejor ese estado de ánimos que muchos de ustedes conocen y que se encuentra a mitad de camino entre el abatimiento y la indignación. Estar apesadumbrado es lo mismo que estar entristecido, pero no es más que eso, y nada revela que exista en esa palabra motivo alguno para el resurgimiento del espíritu decaído. En cambio, la “pesambre” de las gentes de antes denota además de la tristeza que produce una mala noticia un cierto enfado con las cosas, una incipiente rebeldía hacia lo que sucede y daña. Pues bien, con “pesambre” o si ella, lo que procede hoy es que escriba mi artículo de los martes, de manera que no les diré más acerca de la “pesambre” sino que, confiando como confío en la Justicia, aún confío más en Dios y en estar a bien con Sus cuentas.

                Aunque me habría gustado escribir acerca de los quinientos veintidós mártires de la Guerra Civil Española que han sido beatificados en Tarragona y del por qué el Papa Francisco solo ha querido hablar sobre los martirizados y no de los verdugos, como veo que ya se ha escrito mucho acerca de casi todo ello, les traigo hoy lo que tenía preparado para la semana pasada y que quise relegar en favor de la catástrofe de Lampedusa que no cesa. Lo cierto es que mi artículo de hoy también habla de una catástrofe: la hipertrofia del Estado Autonómico.

A la generalización de parlamentos autonómicos dotados de capacidad legislativa, lo que determinó a la postre la existencia de diecisiete ordenamientos jurídicos autonómicos en complicadísima coexistencia con el ordenamiento jurídico estatal, siguió la creación de numerosos órganos e instituciones que se limitaron a reproducir en el ámbito autonómico –y, en muchas ocasiones, sin llegar a sustituirlas- las instituciones estatales preexistentes, tales como los Tribunales de Cuentas, las Defensorías del Pueblo y los Consejos Económicos y Sociales multiplicados por diecisiete en casi todos los casos. Estos órganos duplicados se habrían de sumar a las estructuras autonómicas periféricas que se extendieron como manchas de aceite, muy especialmente por los territorios de la Comunidades Autónomas pluriprovinciales, de manera que en cada provincia llegó a existir una delegación provincial de cada Consejería y de cada Organismo Autónomo. Un disparate.

Una vez que las administraciones autonómicas crecieron hacia dentro sin que nadie se opusiera, decidieron hacerlo también hacia fuera y, a las oficinas autonómicas en Madrid, en muchos casos auténticas delegaciones gubernamentales ante el Gobierno de España, se fueron sumando las oficinas autonómicas exteriores, empezando por las representaciones comerciales y terminando por las “embajadas” autonómicas ante la Unión Europea y ante diversos Estados del mundo. En este punto debo entonar el mea culpa, porque a todo este maremagnum contribuí desde el Gobierno de la Región de Murcia con la puesta en marcha de nuestra oficina en Madrid y la ampliación y mejora de la de Bruselas, si bien es cierto que existían algunas razones de peso para ello.

Absolutamente embriagados por la dinámica de crecimiento institucional que se había desatado en todas las Comunidades Autónomas, fuera cual fuese el color gobernante, se creó una ingente variedad de empresas públicas, organismos autónomos, institutos, entes públicos y fundaciones regionales, algunas de ellas muy útiles y muchas otras perfectamente prescindibles. Ha tenido que ser precisamente la crisis económica la que haya puesto freno a esta tendencia, de manera que muchos organismos están siendo suprimidos y, lo más sorprendente, que algunos que iban a serlo finalmente no han sido creados y se ha optado por la que debería haber sido siempre la solución natural del problema.

A la pregunta de mi lector malasombra, acerca de cuál es esa fórmula magistral, respondo con un ejemplo: el BOE de 21 de noviembre de 2012, hace apenas once meses, publicó un convenio de colaboración suscrito entre el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas y la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia por el que ésta última, en lugar de crear un órgano propio, que hubiera sido lo corriente en los tiempos de las vacas gordas, convino en que los recursos administrativos en materia contractual, previstos en la Ley de Contratos del Sector Público, que le fueran planteados serían resueltos por el Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales dependiente del citado Ministerio. De esta manera, si el resto de las Comunidades Autónomas hubieran hecho lo mismo que hizo Murcia, los recursos se irían resolviendo igualmente y, de paso, nos habríamos ahorrado diecisiete Tribunales Autonómicos de Recursos Contractuales, con sus sedes, sus vocales, sus administrativos y todo.

Así de fácil.
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martes, 8 de octubre de 2013

Otra vez Lampedusa, otra vez Francisco



(Artículo publicado el 8 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Hago un paréntesis, que no sé si será corto o largo, en la serie de artículos que comencé hace un par de semanas sobre la crisis del Estado autonómico. Y es que las cosas se suceden demasiado deprisa para la cadencia semanal de mis escritos y me aprietan las ganas de comentarlas. La culpa realmente no es del Cha-cha-chá, sino que la tienen a partes iguales tres artículos que he leído este fin de semana.
El primero de ellos estaba firmado por Domingo Serrano y ha sido publicado en la sección Libremercado de Libertad Digital. Me lo puso delante de las narices mi amigo Francisco Giménez Gracia, con quien comparto lecturas y escrituras y, en muchos casos, pensamiento. No se pierdan su bitácora “Por nadie pase”. Habla Serrano de nueve claves para curar la pobreza, todas ellas relativas a la libertad de mercado, a la que atribuye la reducción de la pobreza extrema en el mundo. Es cierto que desde 1980 el número de personas en el mundo que viven con menos de 1,25 dólares al día ha descendido de 1.900 a 1.200 millones, lo que no es poco, pero no es menos cierto que esa reducción coincide también con la acentuación de la conciencia social crítica y con el aumento de las ayudas al desarrollo, a las que Serrano critica abiertamente haciendo suyas las palabras de Dambisa Moyo, una economista de Zambia que publicó hace unos años un libro titulado Dead Aid, en la edición española, Cuando la ayuda es el problema. Tengo la impresión de que las ayudas al tercer mundo sin facilitar al mismo tiempo la implantación del libre mercado son, en efecto, una parte del problema, pero creo también que la libertad de mercado sin la luz de la conciencia social crítica y sin un sistema de ayudas financieras al desarrollo, son la otra parte del problema. Con todo, algo falta en el diagnóstico.
El segundo artículo al que me refiero es el que ha publicado otro buen amigo, Miguel López Bachero, bajo el título Lampedusa como metáfora. Miguel, cuya conciencia social permanentemente inquieta le hace estar siempre trabajando en la búsqueda de respuestas −ahí tienen ustedes sus magníficos foros de opinión−, escribe precisamente acerca de la conciencia social. “¿Qué cosas, de las que pensábamos que jamás toleraríamos, aceptamos hoy sin escrúpulos, o incluso miramos con indiferencia?”, se pregunta. Miguel, como tantos de nosotros, se indigna con la escasa atención que los medios de comunicación han prestado a la tragedia reciente de Lampedusa, “la muerte en condiciones dramáticas de tantas víctimas inocentes del desorden establecido”. Las pocas noticias se han referido, además, a las desvergonzadas intervenciones de los poderes públicos, destinadas básicamente a eludir responsabilidades. “Lampedusa se ha convertido ya en una metáfora, en un símbolo de nuestra conciencia moral y de nuestra escala de valores como europeos”, concluye el articulista. A mí se me ocurre pensar que tanto los medios de comunicación, cuanto los políticos que nos representan, no son más que el reflejo de la sociedad a la que sirven. Los medios que destacan las frívolidades de Berlucosni sobre la realidad de los cadáveres de Lampedusa, no son tan diferentes de aquellos de nosotros, entre los que para mi vergüenza me incluyo, que se enfadan cuando un mendigo les estropea el aperitivo al pedir una limosna para comprar pan. Podemos ser conscientes de las necesidades del tercer mundo, pero algo nos sigue faltando cuando estamos ciegos ante las del que tenemos al lado.
 El tercer artículo, Francisco, regalo de Dios, es el de la respuesta que faltaba. Se trata de una cuenta más del rosario de pétalos de rosa que son los esperanzadores artículos de Juan Fernández Marín, el buen cura Juan, el cura del Hospital. Escribe Juan sobre la gran simpatía que ha despertado el Papa Francisco, no sólo entre los creyentes, sino también entre quienes se encuentran hoy alejados de la fe. El Papa Francisco, nos dice Juan, “está introduciendo en el mundo el buen olor del Evangelio”, al tiempo que su forma de ser y de vivir, su humildad y su cercanía a los más pobres −y su militancia jesuita, diría yo−, proclaman que “lo que no es humano no es ni puede ser cristiano”. El cura Juan ha visto mucho de lo bueno y de lo malo que tiene el mundo, se ha encarado con la muerte y ha hecho que muchos moribundos, a quienes ha llevado consuelo y esperanza, la afronten en paz; él mismo ha salido de las sacristías para estar cerca de la miseria y del sufrimiento de los hombres, y sus ropas sencillas de sacerdote están impregnadas del olor de las ovejas, del dulce olor del Evangelio. Por eso entiende muy bien lo que dice Francisco y comparte con él la convicción de que “en la Iglesia son necesarias reformas serias y profundas para ser espejo vivo del Evangelio de Jesucristo”. No basta, pues, con las reformas estructurales o con un renovado lenguaje de signos si éstas no  van acompañadas de un cambio personal, que Juan resume con una frase sencilla: “volver a Jesús”.
Mientras que los políticos se afanaban en encontrar culpables de la tragedia de Lampedusa lo más alejados de ellos mismos −alguno incluso llegó a apuntar miserablemente con el dedo a los propios inmigrantes que huían de la pobreza, de la guerra y del hambre−, Francisco, lejos de los discursos grandilocuentes acerca de lo que deberían hacer las instituciones y los poderes públicos, se avergonzó de lo que constituye un nuevo episodio de indiferencia y de desprecio.
Nada de lo que hagamos es suficiente, ni el fortalecimiento del libre mercado ni el incremento de las ayudas al desarrollo, ni la generalización de la conciencia social ni la sustitución de unos políticos o de unos medios de comunicación por otros. La clave está en que cambiemos nosotros. Y el modelo, válido para creyentes y para no creyentes, nos lo está ofreciendo el Papa Francisco.
Ya no hay excusa.
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martes, 1 de octubre de 2013

La tortilla nacional (II). La yenka autonómica



(Artículo publicado el 1 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Si, como decía en mi artículo anterior, el enfrentamiento entre pluralidad y unidad era para Madariaga el problema más grande de cuantos asediaban a España, para los artífices del Estado Autonómico constituyó sin duda el nudo gordiano del nuevo modelo territorial. Iguales o desiguales, iguales en qué y desiguales en cuánto, de primera o de segunda, históricas o de nuevo cuño, los representantes de los partidos políticos nacionales en cada región y, por supuesto, los líderes de los partidos regionalistas y nacionalistas de las futuras regiones autonómicas, se miraban de reojo y actuaban con arreglo al principio elemental que rige el que, según decía el escritor catalán Fernando Díaz-Plaja en su obra “El español y los siete pecados capitales”, resultaba ser el principal pecado de los españoles: la envidia; yo quiero lo del otro y dos huevos duros más. Y así, en su propia gestación, encontramos la primera clave de la crisis del Estado Autonómico: la muy temprana extensión a todas las Autonomías del régimen competencial previsto inicialmente sólo para las comunidades “históricas”, en lo que se conoció como la “doctrina del café para todos”.
            El “café para todos” se fundamentaba en la convicción, fruto de un oportuno autoengaño, de que la Constitución no había establecido dos tipos distintos de Comunidades Autónomas, sino dos vías diferentes de acceso a la autonomía, una directa, prevista en el artículo 151, y otra indirecta regulada en el artículo 143 de la Constitución, que establecía un período transitorio de cinco años de adquisición gradual de competencias. La generalización del régimen competencial estuvo además precedida por la implantación generalizada del modelo organizativo del ente preautonómico catalán, que incluía la existencia de un parlamento regional. El resultado fue el que es: un parlamento nacional y diecisiete parlamentos autonómicos, todos ellos provistos de capacidad legislativa.
No obstante, este efecto homogeneizador del sistema se vió fuertemente contrarrestado desde un principio por la tensión diferenciadora que ejercían principalmente los partidos y gobiernos nacionalistas y, en no menor medida, por el que podríamos denominar “efecto contagioso” de la ampliación del techo competencial, que impulsaba constantemente a las regiones no nacionalistas a exigir iguales o mayores competencias que las logradas por Cataluña o por el País Vasco, en lo que  ha constituido una de las grandes paradojas del sistema autonómico: la homogeneidad de la heterogeneidad.  A ello tampoco resultaría ajeno el hecho de que, en su temprana sentencia de 5 de agosto de 1983, el Tribunal Constitucional ya apuntara maneras al declarar inconstitucional la mayor parte de la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que de esta manera se quedó en LOAPILLA), que había sido promulgada precisamente para ajustar el desmedido apetito competencial de las Comunidades Autónomas y reequilibrar así el proceso descentralizador con la salvaguarda del núcleo central de competencias del Estado, que son las garantes del interés general y de los conceptos de unidad y de soberanía nacional. Esta tensión permanentemente alimentada entre homogeneidad y diferenciación, entre pluralidad y unidad, convirtió el inacabable proceso de descentralización política en una acelerada desintegración del núcleo central de poderes del Estado que aún continúa y que, sin embargo, difícilmente habría ocurrido en un Estado Federal.
Y así, el  proceso de desarrollo del Estado Autonómico se convirtió en una especie de baile de la yenka, aquel ritmo un tanto soso de los sesenta que causó furor en la españa franquista, tal vez porque su estribillo resultaba democráticamente amenazador para el régimen: “izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, un, dos, tres”. Enloquecidos por el sonido estridente de la melódica, aquella flauta con teclas, y cegados por las luces parpadeantes, nadie quiso ver que el último movimiento del baile, el “un, dos, tres”, situaría al danzarín fuera de la pista.
Como ven, de aquellos polvos, estos lodos.