martes, 29 de mayo de 2012

España pita porque no pita

Pito Doble


(Artículo publicado el 29 de mayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


No sé de qué se sorprenden. La sonora pitada (más que pitada, pitorreo) que se escuchó en la Final de la Copa del Príncipe celebrada el pasado viernes en el Estadio Manzanares cuando apareció Don Felipe en el palco y comenzaron los sones de un telegráfico himno nacional (la pitada no se escuchó en los hogares gracias a Televisión Española, la más española de las televisiones), no era sino lo que cabía esperar en esta España rota en cien pedazos. A juzgar por sus caras la cencerrada tampoco sorprendió mucho a la vicepresidenta Soraya (que lucía su peinado habitual) y bastante menos al propio Heredero de la Corona (que lucía su estatura habitual). Y, si ellos no se inmutaron ante el tremendo abucheo (haciendo gala de su savoir faire habitual, que diría un cronista pelotillero y cursi) por qué nos vamos a inmutar los demás, me pregunto yo. España no existe, es cierto, si bien los hermeneutas de la Gran Pitada acertarían si no se limitaran a apuntar únicamente a la disgregación política de los territorios y de las gentes ibéricas como causa de la misma. Jugando al retruécano, España pita porque no pita. Dicho de otra forma, si las cosas fueran bien apenas pitarían un par de morroskos y dos o tres caganet, y la Copa del Rey seguiría siendo la Copa del Rey.
Es natural que si el pueblo pasa hambre clame contra el César, incluso con mayor facilidad si se reúnen en el circo para asistir a los juegos saturnales. Por eso los césares sumaron el pan al circo romano, Panem et circenses que decía el latín muerto pero insepulto, pan y circo y no sólo circo, avispados polisperitos. Los españoles cargan contra el Gobierno, sea del color que sea, porque pasan hambre y porque confían en pasar aún más. Los Españoles cargan contra la Corona porque la Corona no resuelve sus problemas en tanto que caza elefantes. Escribí hace algún tiempo que la izquierda desempolvaría la bandera republicana para tratar de volver a la Moncloa y, de paso, tal vez, al Palacio de Oriente, al que volverían a llamar Palacio Nacional. Tras los experimentos morganáticos, la lapidación pública del Duque y la Elefantíada, la monarquía española solo necesita ya de un Cromwell que convenza al Parlamento de que, donde mejor están las cabezas coronadas, es en la picota. Por eso pitan al Príncipe a pesar de todos sus reales esfuerzos.
Los españoles cargan contra dos de sus símbolos (la bandera y el himno; el fútbol es el tercero), entre otras cosas porque ya no son españoles, ni siquiera son españoles desengañados, sino que son simple y llanamente vecinos de corrala, de este Patio de Monipodio en que se ha transformado España. Ya sé, ya sé, querido lector malasombra (como no podía ser de otra manera, siempre que puede me lleva la contraria), que aún quedan almas de cántaro que creen que España existe, incluso los hay que piensan que sigue siendo una unidad de destino en lo universal, y que es silbada por un reducido grupo de separatistas dispuestos a hacerse oír en medio de la salva de aplausos nacionales. Pero es al revés, queridísimo lector, son casi todos los vecinos quienes silban y abuchean y unos pocos tan sólo quienes bajan el volumen del televisor para no oírlos.
Los vecinos pitan contra los bancos que dicen ahora que las ayudas de decenas de miles de millones de euros que van a recibir  no se devuelven porque Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita, o algo parecido. Los vecinos pitan contra los políticos, obsesionados con su propio ombligo y dispuestos a seguir haciendo titánicos esfuerzos con el sudor de los demás. Los vecinos pitan contra la crisis como si fueran ajenos a ella. Los vecinos pitan contra los sindicatos precisamente porque los sindicatos no han sido ajenos a ella. Los vecinos pitan contra todo.
Bueno, contra casi todo. El tercer símbolo permanece a salvo de las pitadas. Los vecinos no pitan contra la Selección de Fútbol a pesar de ser Española, ni contra Vicente del Bosque pese a ser marqués, al menos no lo hacen mientras no pierda.
Y tampoco pitan contra Zapatero como lo hacían en el desfile de las Fuerzas Armadas porque hoy, desaparecido tras el combate, dedicado a la supervisión de nubes y perdido en la noche de la historia, el viejo y tierno ZP les importa un pito, qué quieren que les diga.
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miércoles, 23 de mayo de 2012

El Paraíso Perdido


El Gurugú de Ulea



(Artículo publicado el 23 de mayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)



            «¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste?
(John Milton)

            He escrito en alguna ocasión sobre mi afición a los libros y no solo a leerlos, lo que se traduce en una casa atestada de ellos y en  dos colecciones que poco tienen de valiosas y mucho de evocadoras. Una de ellas es la de libros autografiados por sus autores: pequeños o grandes, famosos o no, buenos o malos, todos tienen un lugar en mi biblioteca y morirán conmigo. La otra es la integrada por los libros viejos, alguno puede ser tachado incluso de antiguo, que he comprado en las ciudades que he visitado, uno en cada una. Ya les dije una vez que un libro viejo, si uno tiene la paciencia de buscar una librería de saldo o un mercadillo de libros, es un recuerdo barato y fácil de transportar en la maleta, entre cuyas páginas puedes guardar otros recuerdos de viaje: un billete de metro, el ticket de un restaurante o una hoja de roble. Entre mis libros de ciudad visitada hay una edición inglesa de “El Paraíso Perdido”, de John Milton, que compré en una librería de Nothing hill, en Londres. Se trata de una edición de mediados del siglo diecinueve, encuadernada en piel azul para una biblioteca particular. Pero no es de libros de lo que les quiero hablar hoy, sino de paraísos perdidos.
En las cercanías de Ulea hay un pequeño templete conocido como el Gurugú. Se trata en realidad de una vieja caseta de aperos de labranza que su dueño hizo construir caprichosamente parecida a una torre moruna. Desde el Gurugú se contemplaba uno de los paisajes más hermosos del Valle de Ricote: las huertas apretadas de Archena, Ojós, Ulea y Villanueva, el meandro del río Segura que serpentea por el mar verde y, al fondo, los riscos y peñas que esconden Ricote y más allá, Blanca y Abarán. Se podría decir que el Gurugú es casi la entrada al valle y, por eso, en aquellos tiempos breves en que me ocupé del turismo y de la cultura regionales hace ya diez años largos, ordené la restauración del Gurugú, el ajardinamiento de la colina en la que se asienta y la instalación de un pequeño centro de interpretación turística en el templete. La actuación se habría de completar con la transformación de la vieja subestación hidroeléctrica situada en la ribera al pie del Gurugú en un pequeño complejo de hostelería dotado de una terraza asomada al río que allí se ensancha e, incluso, de algunas barquillas de remos para alquilar. Hoy la subestación eléctrica sigue allí, exactamente como entonces, abandonada y casi en ruinas. El paisaje ha cambiado y se ha ido salpicando de los tejados de varias construcciones que manchan el verde de la huerta.
            Alguien se preguntará por qué escribo hoy del Valle de Ricote y del Gurugú y la respuesta está al comienzo de este artículo, en el título de la obra de Milton. En eso y en la conversación que mantuve el sábado pasado con unos viejos amigos de Ulea, en la que supe de la suerte que había corrido aquel proyecto. Es posible que, como ya ha ocurrido con otros lugares singulares como el Mar Menor, estemos asistiendo impertérritos a la pérdida de otro paraíso, el Valle de Ricote, la Palestina verde, cuya conservación es, al menos, dudosa. La otra Palestina murciana, la árida, afortunadamente permanece casi intacta. Se trata de la vega del río Chícamo, a caballo entre los municipios de Abanilla y Fortuna.
Siempre pensé que, juntos o separados, el Valle de Ricote y la vega del Chícamo eran los auténticos tesoros paisajísticos y costumbristas de la Región de Murcia y que, juntos o separados, podrían configurar un excepcional parque temático en donde el modelo de crecimiento sustentado en la industria y en la agricultura intensiva fuera sustituido por el basado en el turismo rural y de salud y en la agricultura tradicional.
Tal vez me equivoque y aún sea tiempo. Tal vez el paraíso aún no esté perdido.
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martes, 15 de mayo de 2012

La España inmoral


¡Qué bello es vivir! George Bailey, el último banquero


(Artículo publicado el 15 demayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


Sé muy bien que con un título así mi lector malasombra no dudará en tachar mi artículo de rancio y anticuado, pues lo estiloso, lo cool, lo que se lleva en la España progresista y post moderna es el relativismo moral, es decir, la ausencia de límite moral alguno. El relativismo moral no es la simple amoralidad, ésa que se predica de lo que no se califica a priori como bueno o como malo, sino que se trata de la aceptación práctica de la inmoralidad absoluta. Es la transgresión hecha norma: todos los límites pueden ser transgredidos y todos los hombres pueden ser transgresores. Tan letal ha sido el virus de la inmoralidad que no ha dejado títere con cabeza. Pónganse a buscar y por más que se esfuercen no hallarán una institución o un grupo de individuos organizado que haya sobrevivido al síndrome del relativismo, que no se haya dejado los pelos en la gatera de las concesiones morales o que haya hecho ascos a un rédito por el simple hecho de que procediera de la renuncia a alguno de sus principios fundamentales.
Que la banca ha sido el paradigma de la inmoralidad es algo que ya sabíamos. En ausencia de reglas morales, la frontera infranqueable estaba constituida, de un lado por la ortodoxia bancaria y, de otro, por las leyes de mercado, de manera que no era que ganaran siempre los buenos como ocurría con la moral tradicional, sino que los únicos buenos de esa película eran los que ganaban siempre. Hoy, incluso esos límites que podríamos calificar de amorales han desaparecido. Ni la ortodoxia bancaria ni la ley última de la pérdida y la ganancia, ni siquiera un mínimo sentido de la proporción, constituyen ahora un límite respetado. Y sin embargo, las grandes corporaciones financieras se empeñan en convencernos de que dentro de ese frío cuerpo de cristal, acero y códigos de veinte dígitos late tierno un corazoncito. Si usted ve un anuncio televisivo en el que, entre trinos y gorjeos, alguien protege el medio ambiente, cuida del trabajo de todos y de la igualdad de oportunidades de la gente, se ocupa de su derecho a una vivienda con jardín y aire acondicionado, y mima su salud en una linda habitación individual atestada de flores, al tiempo que describe el mundo en que vivimos como algo azul como el mar, verde como la hierba y sonrosado como el culito de un bebé, no tenga duda al respecto: se trata de la publicidad de un banco o de una caja de ahorros, que al final han resultado ser lo mismo. Claro que no le dirán a usted que al que no pague la hipoteca, aunque sea padre o madre de familia numerosa y aunque esté en el paro desde hace meses, lo desahuciarán sin contemplaciones porque han vendido sus activos inmobiliarios tóxicos o no a una sociedad especializada en sogas de ahorcado. Tampoco le dirán a usted, que tiene domiciliada su nómina de mil y pico euritos en la gorjeante institución financiera, que los miembros del Consejo de Administración, ex políticos, sindicalistas y comunistas incluidos, ganan cada uno varios cientos de miles de euros al año a cambio de casi nada, y que el presidente del banco, el mismo que ha dejado un agujero negro que deberemos pagar entre todos, cobraba él solito varios millones al año. No le cuentan que el nuevo presidente, el que viene a salvar el banco con su dinero de usted y con el mío, va a cobrar lo mismo que el que se ha ido, y que además trae a cuestas, el pobre, una pensión vitalicia de tres millones y medio de euros anuales del último banco en el que estuvo, donde además percibió más de cincuenta millones como indemnización tras dos años de arduo trabajo.
Y no sólo es la banca. Otro tanto ocurre aquí y allá, en las instituciones privadas y en las públicas, en los gobiernos y en los partidos políticos, en la monarquía y en los indignados. La crisis de valores morales, cuando no la ausencia de los valores mismos, se adivina detrás de una cacería de elefantes en Botswana del mismo modo que lo hace en las actividades financieras de un duque, en el desmedido salario de un banquero intervenido o en el gasto incontrolado, frívolo y fútil de una administrador público. No es sino la ausencia de valores lo que ha reducido la indignación a una simple rabieta por no poder acampar gratis en una plaza, o lo que hace que los sindicatos reúnan menos gente el día del trabajo que el campeón de liga en la Plaza de la Cibeles. Es la inmoralidad sólidamente instalada en la sociedad la que hace que las siete palabras que ha escrito un descerebrado en Twitter generen más rentas que cualquier libro de poesía que haya sido publicado en España. Es la inmoralidad pública de la instituciones y la inmoralidad privada de los hombres la que hace increíble cualquier solución a los problemas.
El Rey llamó a este tipo de cosas falta de ejemplaridad hasta que el propio Rey tuvo que callar.
Pero ya basta.
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martes, 8 de mayo de 2012

El hombre corriente





(Artículo publicado el 8 de mayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)



Je ne comprends rien du tout. Andan los sociatas extrañamente exultantes con la victoria de François Hollande, ese hombre corriente que ha negado más de tres veces a Zapatero. “Tú egues un Sapatego”, le decía Nicholas Sarkozy a Hollande, en el mismo tono apocalíptico que sin duda empleó con Moisés el hombre del tiempo de aquel entonces. “El Sapatego lo segás vou”, le contestaba Hollande con el aire ofendido de cualquier hombre corriente que se viera increpado así. Ocurre también que Hollande tendría muy presente el apoyo incondicional que Zapatero prestó a Ségolène Royal, anterior candidata socialista a la presidencia y, por un casual, santísima de Hollande desde hacía treinta años, a la que el mal fario de Zetapé costó la presidencia de Francia y el matrimonio, las dos vías que tenía para convertirse en inquilina del Elíseo. Claro que los primeros en negar a Zapatero no han sido los socialistas franceses, sino los españoles, de manera que por ahí pudiera venir la alegría de los Rubys. Esta chica que estudia desde siempre dos carreras universitarias, Elena Valenciano, ha llegado a proclamar que ha comenzado el cambio en Europa. Y puede que en esto tenga razón. Es muy posible que haya cambios profundos en Europa. De momento, y por eso será que Mariano Rajoy está tan callado, el eje Merkozy dejará paso en unos días al eje Merkajoy, cosa que a nosotros no nos viene mal. También es posible que las políticas económicas del “hombre corriente”, consistentes como saben en aumentar el gasto social no productivo y el empleo público, en reducir la producción de energía eléctrica de origen nuclear en favor de las energías renovables, en construir viviendas sociales y en rebajar la edad de jubilación a los sesenta años, consigan que la France destrone a l´’Espagne en el ranking de países europeos ruinosos. Sí, querido lector malasombra, sí, ya sé que lo tiene difícil, tan difícil como lo tenía ZP hace tres o cuatro años y, sin embargo, nuestro supervisor de nubes lo consiguió aplicando una receta muy parecida a la de Hollande.
            No seré yo quien me entristezca por la victoria de Hollande en Francia. En primer lugar, porque nunca me ha gustado Sarkozy, el emperador frustrado, un hombre bajito y presumido, pendiente siempre de ponerse las alzas más grandes, a ver si así podía superar en estatura a Angela Merkel. No me gustó su romance de papel couché con Carla Bruni, ocultado durante la campaña presidencial y exhibido luego sin pudor alguno en busca de la foto fácil del triunfador y la bella. Ni me gusta Carla Bruni ni me gustan sus canciones. Por el contrario, me identifico con la figura del hombre corriente, tanto más corriente cuanto que se trata del sustituto corriente y gris de otro emperador frustrado, éste por sus bajas pasiones, llamado Dominique Strauss-Khan. Son los hombres corrientes quienes, si continúan siéndolo después de ganar unas elecciones, poseen el sentido común que es el más escaso de los sentidos, aunque es cierto que resulta muy difícil que un francés conserve la sensatez y la cordura una vez que cruza las puertas del Eliseo, del mismo modo que es casi imposible que ocurra lo propio cuando un español llega a La Moncloa. Finalmente, prefiero antes a un socialista que a un conservador en la presidencia francesa por la razón que ya he dicho: un socialista francés en las actuales circunstancias empobrecerá a Francia, lo que a la postre enriquecerá a España, y se alejará de Alemania, lo que nos acercará a nosotros a ella, de manera que Vive la France!
            Mi querido Ignatius, ya lo conocen ustedes, mi asesor en materia de Grandeur, Splendeur y Estilo Imperio, me decía esta mañana que a Francia solo le falta una cosa para ser perfecta: un Borbón. No obstante, la Restauración pendiente de la monarquía francesa no le ha impedido acometer su propia restauración con un desayuno en el que se han dado cita todo tipo de grasas saturadas, de fiambres y de fritorios, eso sí, con una despavorida ramita verde por encima. Luego, se ha pertrechado de su recado de escribir, como él gusta en llamar últimamente a su lápiz y a su cuaderno Gran Jefe, y ha comenzado la redacción de una carta que comienza así:
            “Mi muy Querido y Respetado Luis Alfonso:
            Ante el último atentado perpetrado por la ciudadanía francesa contra las reglas de la Ortodromia, del Buen Gusto y la Decencia, y antes de que la Santa Monja Rosvita, aquella mujer ejemplar que iluminó el oscuro medioevo, se remueva frágil en su tumba, me dispongo a…”
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jueves, 3 de mayo de 2012

Passion de la Mer




(Artículo publicado el 1 de mayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)

(En la foto, Albert Falco con Juan Megías, padre del autor, y con éste en septiembre de 1996) 



Hace unos días murió Albert Falco. Los de mi quinta recordarán sin duda aquella serie de documentales en los que el comandante Jacques-Yves Cousteau nos mostró el mar de otra manera distinta a como entonces lo conocíamos, no sólo como un escenario de aventuras de piratas, ni como un lugar de veraneo o de pesca, sino como algo vivo, lleno de misterios de vida y de muerte. Recordarán también al capitán del Calypso, el barco de Cousteau, un hombre moreno y bajito llamado Albert Falco uniformado siempre con la camiseta a rayas de los marineros marselleses. Cousteau, Falco y Calypso, tres nombres que se resumen en el título de un libro, Passion de la Mer, que me regaló Falco con ocasión de una visita que hizo a Murcia en septiembre de 1996 para estudiar el problema de las medusas del Mar Menor en compañía de Miguel Ángel García Gallego, otro hombre de mar.
Me enteré del fallecimiento de Falco por un post de Agustín Alcaraz en Facebook, en el que mencionaba su encuentro con Albert Falco e incluía una foto del libro que el marino le había obsequiado. Añadía Agustín que, si la memoria no le fallaba, yo debía tener otro libro igual puesto que habíamos compartido el encuentro con Falco y recordaba que a mí también me había obsequiado un ejemplar. Y como a Agustín nunca la he fallado la memoria, así era. Passion de la Mer ocupa un lugar de honor en mi biblioteca de libros dedicados, compartido entre otros con un ejemplar del “Cuaderno de Nueva York” del poeta canario José Hierro, en el que el autor me dibujó junto a la dedicatoria unos explosivos geranios, cuyos rojos y verdes contrastan con el gris frío de la gran manzana de la que hablan sus poemas. Del libro de Falcó, en el estilo lírico que la evocación del mar me suscita siempre, escribí hace unos años lo siguiente:

“Al comienzo del libro y a modo de dedicatoria, Falco me escribió las siguientes palabras:
La mer ne sera sauveè que par notre coeur, elle sera préserveè que si nous lui manifestons un feu d´amour
(La mar no se salvará mas que por nuestro corazón, sólo se conservará [la mar] si le manifestamos un acto de amor.)
            El pequeño marsellés, ése sí que es un aventurero, ha surcado todos los mares y océanos del planeta al timón del Calypso. De la mar, lo sabe casi todo. Ha conocido su enfado terrible, su inmenso poder en mitad de la tormenta, sus bramidos de cólera, su fuerza de gigante, entre cuyas manos la vida adquiere la fragilidad del cristal. Y eso le ha enseñado a temerla. Pero también se ha estremecido con sus caricias, se ha visto seducido por el azul profundo de las aguas y por el coqueteo de las olas, se ha sentido tentado por sus tesoros y se ha rendido admirado por la vida que guarda en su vientre. Y eso le ha obligado a amarla. Y en medio de la aventura, ha encontrado la poesía. Y en ellas, la libertad.
            Los viejos marineros y los pescadores han sabido siempre que el mar tiene una naturaleza femenina y, por eso, porque lo saben mujer, le llaman la mar. No se si las mujeres ven en la mar al hombre fuerte y de manos suaves, salvaje y niño a un tiempo, pero bien pudiera ser así. De lo que sí estoy seguro es de que el hombre de mar, el hombre libre por definición, ve en la mar a la mujer deseada, a la que puede hender con la proa de su barco, a la mujer que es a la vez compleja y primitiva, veleidosa y firme, despiadada y sensible, que todo lo da y que todo lo exige, a esa mujer tras la que se esconde la promesa de la aventura, de la que sabe con toda certeza que en un abrazo, el más dulce, puede arrebatarte la vida.

            Ya lo escribió Baudelaire, al que Falco cita en su libro:
Homme libre, toujours tu chériras la mer…
(Hombre libre, siempre amarás la mar...)

La información sobre su fallecimiento, que luego he consultado, no lo dice, pero estoy seguro de que los restos de Albert Falco descansan en los brazos de quien fue la pasión de su vida: la mar.
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