martes, 27 de octubre de 2015

I vow to thee, my country

(Artículo publicado el 27 de octubre de 2015 en La Opinión de Murcia)


I vow to thee, my country, all earthly things above,
Entire and whole and perfect, the service of my love:
The love that asks no question, the love that stands the test,
That lays upon the altar the dearest and the best;
The love that never falters, the love that pays the price,
The love that makes undaunted the final sacrifice.

Tengo fama de ser anglófilo y germanófilo, que es algo así como ser hincha del Madrid y del Barcelona al mismo tiempo, y no puede ser más cierta. Llevo muchos años mirándome en el espejo de esos dos países y no deja de sorprenderme el hecho de que cuando ellos caminan en una dirección, sea cual sea, España lo hace en dirección contraria. Pero es en materia de patriotismo donde las diferencias entre ellos y nosotros se muestran más agudas.

En Alemania, por ejemplo, el patriotismo tiene un sentido más práctico que emotivo. Las matemáticas y el sentido común prevalecen sobre otras consideraciones más sentimentales, aunque no quiero decir que no existan. Por eso es posible que, en ocasiones, gobiernen allí en coalición conservadores y progresistas, en lo que se conoce como la Grosse Koalition. Lo hicieron hace unos años la CDU de Merkel y el SPD de Schroeder por la sencilla razón de que Alemania lo necesitaba. Tal vez el pragmatismo que impregna el patriotismo alemán proceda de que no hace tanto tiempo que tuvieron que hacer tabla rasa y empezar de nuevo tras la sobredosis patriotera del nacionalsocialismo. El aspecto sentimental está casi limitado al amor profundo y respetuoso que sienten por su tierra alemana y a la pasión por la música clásica alemana, por las salchichas alemanas y por la cerveza alemana, que siempre acompañan con uno de esos lacitos de pan con sal gorda que llaman Pretzel. Si yo tuviera que elegir una imagen fiel de lo que he dicho acerca del patriotismo alemán elegiría un Pretzel, en el que ambos extremos de la masa, el derecho y el izquierdo, se dan la mano para formar la rosquilla.

Por el contrario, el patriotismo británico es tan emocional y endogámico como pragmático, sin duda producto de su larga historia como imperio que dominó al mundo por la voluntad de sus gentes, por la fuerza de sus armas y por el poder de sus bancos. Es curioso como los británicos se engrandecen tanto con sus victorias como con sus derrotas. Si se dan ustedes una vuelta por cualquier templo, cementerio, plaza o calle del Reino Unido verán alzarse uno tras otro los monumentos erigidos en memoria de sus héroes militares, como Nelson, Wellington o Montgomery, poco importa que ganaran o perdieran sus batallas. Sus plazas y calles principales y las estaciones de ferrocarril, auténtica articulación del imperio, ostentan orgullosas los nombres de las grandes victorias militares como Warterloo o Trafalgar. Y siempre, por encima de todo ello, el recuerdo agradecido a sus caídos en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo.

Desde hace casi un siglo, cada 11 de noviembre se celebra en el Reino Unido el Remembrance Day en el que todos, desde la Reina hasta el último ciudadano, prenden en su pecho una amapola de tela o de papel, conocida familiarmente como Poppy, en recuerdo de todos aquellos británicos que dieron su vida luchando por su patria durante la Gran Guerra. Tras los actos oficiales, que se celebran habitualmente en el Royal Albert Hall, todos los presentes, incluida la Reina, el Primer Ministro y el Jefe de la Leal Oposición, todos, cantan puestos en pie una canción que se ha convertido en el himno extraoficial de Reino Unido y en la canción patriótica por excelencia, titulada “I vow to thee, my country”, lo que significa algo así como “Me comprometo contigo, mi país”. Esta canción, compuesta poco después de la Primera Guerra Mundial, es frecuente escucharla en muchas películas británicas, sobre todo en aquellas que tratan de las señas de identidad nacionales. Pero, tal vez, la imagen que mejor personifica el patriotismo británico al que me refiero es una Poppy, aquella escarapela con forma de amapola a la que me refería y que representa la sangre británica caída sobre la verde campiña europea.


       Ya he expresado en otras ocasiones mi opinión acerca del patriotismo y del patrioterismo, que no es éste más que el exceso de patriotismo emocional, en cierto modo muy parecido al sentimiento que alimenta el nacionalismo separatista. A diferencia de británicos y alemanes, los españoles somos muy patrioteros pero muy poco patriotas, y tal vez sea por eso, y porque he visto demasiadas veces como las banderas se convertían en sudarios, que en ocasiones me muestro tibio con las manifestaciones patrióticas. Sin embargo, les cuento todo esto sobre lo que yo considero el auténtico sentido del patriotismo porque, desde esa tibieza a la que me refería, pude haber defraudado el otro día a alguien muy joven que me hablaba de su amor a la bandera española, al tiempo que mostraba una cinta con los colores nacionales que llevaba anudada en la muñeca. Si hay algún sentimiento patriótico digno de tal nombre ése es el de los jóvenes, todavía agradecidos a la tierra que los ha visto nacer.

lunes, 19 de octubre de 2015

Las cartas de Kafka


(Artículo publicado el 20 de octubre de 2015 en La Opinión de Murcia)




       Aunque el axioma matemático afirme que “el orden los factores no altera el producto”, lo cierto es que sí, que lo altera. Eso ocurre al menos en el uso de los adjetivos. Como verán, no es lo mismo decir “los fieles lectores”, lo que refiere a la totalidad de los lectores a quienes se piropea, que decir “los lectores fieles”, que excluye a quienes no lo son. Digo esto porque, tras un paréntesis de varios meses sin asomarme a estas páginas, la constatación de que aún conservo algún que otro lector fiel ha conseguido sacudirme la pereza y ahuyentar mi miedo natural ante un folio en blanco.

             El otro día me puse a escribir de nuevo. Intenté hacerlo acerca de alguno de los temas de  la actualidad política que nos tienen tan entretenidos, pero no pude. No puedo escribir sobre temas políticos, y no puedo hacerlo porque realmente no sé qué decir. ¿Que ha quebrado el bipartidismo en España?, ¿Y qué más da? Yo he vivido en el monopartidismo y aquello se lo llevó el viento de la democracia. ¿Que eso tan manido de la “España unida en la diversidad” no es más que una interpretación eufemística de la república federal? ¿Y qué? También he vivido en una dictadura monolítica y en una monarquía parlamentaria y, a caballo de ambas, en una España desunida, de manera que me gustaría experimentar antes de que se me acabe el tiempo si esa desunión encuentra remedio en el modelo federal, sea republicano, sea monárquico al estilo del Reino Unido, me da igual. Y así.

                Y ahí estaba yo, bloqueado porque no me apetecía escribir acerca de nada de esto, cuando vino en mi ayuda mi inestimable doctor Antonio Frey con una preciosa anécdota que se cuenta de Franz Kafka. Como en todas las anécdotas, hay en ésta algo de verdad y algo de ficción. Un año antes de su muerte, se encontraba Kafka paseando por el parque Steglitz, en Berlín, cuando encontró a una niña que lloraba desesperada: había perdido su muñeca. Para consolarla, Kafka le dijo que seguramente la muñeca no se había perdido, sino que se había marchado de viaje. Cuando la niña le preguntó cómo sabía eso, Kafka le aseguró que había recibido una carta de la muñeca y que se la mostraría al día siguiente. A partir de ese momento y durante un par de semanas, Kafka se convirtió en el cartero de la muñeca. Cada día se acercaba con una carta distinta, enviada desde diferentes ciudades, y la leía a la niña. Hasta que llegó el final inevitable, pero, cuando llegó, la niña y su tristeza por la pérdida ya eran otras. Kafka decidió entonces que la muñeca se casaría. En una última carta la muñeca se lo cuenta a la niña y le escribe: “Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a vernos”. El doctor Frey apostilla la historia con una sentencia: la omnipresencia de la pérdida y el retorno del amor.

                Este cuento me hizo recordar un libro olvidado en mi biblioteca: Cartas a Milena. Se trata de una colección de cartas que Kafka escribió a Milena Jesenská, una escritora y traductora checa que, pese a no ser judía, moriría en 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. A través de sus cartas, Kafka mantuvo con Milena, con la que se vio apenas dos veces en Viena y en Gmund, una relación apasionada y espiritual. Para el autor de La Metamorfosis, El Castillo y El Proceso, el amor era todo eso, un cambio vital, un laberinto, una prisión, un eterno retorno.

                He releído las Cartas a Milena y de ellas me quedo con alguna que otra frase:

             “He advertido, de pronto, que en realidad no recuerdo su rostro en detalle. Sólo creo ver aún su figura, su vestido, mientras se alejaba entre las mesas del café."

             “Busco un mueble bajo el que esconderme, tembloroso y casi inconsciente, rezo en un rincón para que tú, que entraste como una tromba en esa carta, salgas otra vez por la ventana, porque no puedo albergar una tempestad en mi habitación.”

          “Y, pese a todo, pienso a veces que, si es cierto que se muere de felicidad, eso tiene que ocurrirme a mí. Y si un ser destinado a morir puede prolongar su vida gracias a la felicidad, yo seguiré viviendo.”

          Claro que en el amor de Kafka, tan asfixiante a veces, también cabía el humor, pues humorística es esta referencia a los gordos que me reconforta doblemente y con la que me despido de ustedes, mis lectores fieles:


              “¿Acaso usted no sabe que sólo los gordos son dignos de confianza? Sólo en esos recipientes de paredes gruesas se cocina todo a punto; sólo esos capitalistas del espacio están protegidos de las preocupaciones y de la locura —en la medida en que puede estarlo un ser humano— y pueden dedicarse con serenidad a sus tareas; y, como dijo alguna vez alguien, sólo ellos son útiles en toda la tierra como ciudadanos del mundo, pues en el Norte dan calor y el Sur dan sombra.”
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