martes, 31 de marzo de 2009

Los cuentos de ZP: La ejecución


Artículo publicado el 31 de marzo de 2009 en el diario La Opinión de Murcia


Hoy les traigo otro cuento corto de Hermann Hesse. Algo debía saber Hesse de lo que escribía cuando se atrevió a no ser nacionalista en la Alemania del primer tercio del siglo XX, allí donde se gestaron dos guerras mundiales. “Cuando odiamos a alguuien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”, escribió. En aquella atmósfera de belicismo enardecido, Hesse llegó a proclamar que “el amor es más fuerte que la violencia”.

VERSIÓN CÁSICA: En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
-¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

VERSIÓN ADAPTADA: Se atrevió a condenar públicamente el aborto.
Primero, lo echaron de la procesión por llevar un lazo blanco prendido en la túnica. “No guardaba la debida uniformidad”, decían los unos, mientras se ajustaban las Ray-Ban de aviador que lucían, como cada año, en la procesión. “Iba provocando a derecha e izquierda, sobre todo a ésta última”, decían otros que, no obstante ser partidarios del aborto libre, aspiraban en secreto a presidir la Cofradía. “No hay que mezclar los festejos tradicionales con la política”, opinaban los más, cargados a rebosar de caramelos, chucherías, pitos y flautas, en una versión sardinera del nazareno. Alguno, en voz baja, se preguntó si lo del aborto era una cuestión política o moral. Incluso llegó a plantearse si eso que llamaban festejos tradicionales no habían sido en su origen desfiles penitenciales propios de la Semana Santa Católica. Pero, visto lo visto, no se atrevió a formular sus dudas en voz alta.
Luego, las voces progresistas lo tacharon de fundamentalista, de retrógrado y de machista. Dijeron que era un hipócrita, ya que las hijas de la derecha podían acercarse en el yate de papá para abortar en altamar a bordo del barco holandés de Mujeres sobre las Olas. Tanto se dijo de él que le prohibieron dar clase de Educación para la Ciudadanía en el colegio público del que era profesor. Finalmente, la gente temió saludarle y dejaron de hacerlo.
Todo esto ocurrió, como ya podrán imaginar, en un país muy, pero que muy lejano.

martes, 17 de marzo de 2009

Los cuentos de ZP: La fábula de los ciegos


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 17 de marzo de 2009


Hoy les traigo una fábula de Hermann Hesse. El escritor alemán, del que muchos de ustedes conocerán Peter Camenzind, Demian, Siddhartha o El lobo estepario, fue un icono de la juventud de mi tiempo y de mi tiempo de juventud. Convertido a su pensamiento, admiré su compromiso con la paz, el rechazo de los nacionalismos y su aversión por la politización de la vida, lo que determinó su alejamiento de la política, si bien les confieso que en esto último no le fui enteramente fiel. Hesse escribió: “Sigo sin compartir la opinión de que la vida y la humanidad enteras deben ser politizadas, y rechazaré hasta la muerte cualquier intento de politizarme. Tiene que haber también gente desarmada, a la que se pueda asesinar. A este sector de la humanidad pertenezco y, por lo tanto, nunca convendré […] en que la poesía pueda ser menos importante y necesaria que el partidismo y la guerra”. Lo que escribió ayer, continúa hoy vigente.

Pero vamos con la fábula.

VERSIÓN CLÁSICA: Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

VERSIÓN ADAPTADA: ¿Comprenden ahora por qué Hermann Hesse despreciaba la política…?

martes, 10 de marzo de 2009

Los cuentos de ZP: Ante la Ley


Artículo publicado el 10 de marzo de 2009 en el diario La Opinión de Murcia.


Quienes hayan leído El Castillo, La Metamorfosis o, muy especialmente, El Proceso, reconocerán en Franz Kafka al autor del cuento que hoy les traigo. Me lo han recordado las imágenes de Paco Marqués. Detenido, esposado, escarnecido e imputado y, sin embargo, mi amigo.

VERSIÓN CLÁSICA: Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela-, pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

VERSIÓN ADAPTADA: Cien años después, sigue siendo exactamente igual que la clásica.