lunes, 25 de abril de 2016

La sardinificación de El Quijote

Ignatius Reilly, protagonista de La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole
(Artículo publicado en La Opinión de Murcia, el 26 de abril de de 2016)


Ignatius ha vuelto. Tras un largo paréntesis debido a su marcha a Nueva Orleans, acuciado por la perentoria necesidad de martirizar a su madre con sus ocurrencias disparatadas antes de que el buen Dios la libere de este mundo pecador, y habiendo aprovechado además el tiempo para obsequiar a sus vecinos con tempraneros ensayos de trompeta que le han granjeado cientos de enfurecidos admiradores, Ignatius Reilly ha regresado a mi casa con un cargamento de cuadernos Gran Jefe en los que ha ido recogiendo las ideas más peregrinas y los planes más descabellados, que son todas y todos, y que se le han ido ocurriendo a orillas del Mississippi, ese río en el que caben un millón o dos de ríos Seguras. Una de esas ideas es justamente transformar el Mississippi en un afluente del Segura con el fin de resolver de una vez por todas nuestra sempiterna falta de agua. El secreto de cómo pretende hacer esa barbaridad es uno de los arcanos que contienen sus cuadernos Gran Jefe, celosamente guardados entre los numerosos pliegues de su gabardina y en los abismales bolsillos de sus gigantescos pantalones, donde comparten habitación con cientos de pequeños objetos que sobrenadan en esas bolsas de aire rancio que, en opinión de Ignatius, hacen la vida más confortable.

Ignatius ha engordado un poco más, hazaña que parecía casi imposible, y cuenta que ello fue debido al fracaso de una iniciativa empresarial que puso en marcha en Nueva Orleans, la franquicia alimentaria Greasy Food, cuyo primer establecimiento se encargó de dirigir el propio Ignatius. Gran enamorado de nuestros pasteles de carne, quiso convertirlos en la comida nacional de Estados Unidos, desbancando pizzas, hamburguesas y hot dogs, si bien añadiéndole un toque cajún. A la receta tradicional del pastel de carne añadió doble ración de manteca de cerdo, mantequilla de maní para darle cierta textura gominosa, carne de zarigüeya macerada en julepe de menta, y una mezcolanza infame de jambalaya, gumbo y andouille, todo ello salpimentado generosamente con toneladas de pimienta de cayena. Una ramita de apio crudo que coronaba el hojaldre, aportaba a la obra culinaria un cierto aire de inocencia vegetariana. Finalmente, bautizó el emplasto con el sospechoso nombre de Zarigüeya Pie y, hecho esto, se lanzó a la producción masiva del engendro.  Los resultados no se hicieron de esperar. Tras las primeras intoxicaciones y el cierre del establecimiento decretado por las autoridades sanitarias, Ignatius decidió comerse los casi diez mil pasteles de zarigüeya que había producido con el fin de eliminar drástica y definitivamente las pruebas del delito, si es que el pastel de zarigüeya fuera delito y no lo sea aún más grave el tratar de elaborar un pastel de carne light.

     Cargado, pues, de energía positiva, y pletórico de deseos de vengar el atentado contra el Buen Gusto, la Prosodia y la Decencia que, según él, constituye la incomprensible actitud de las autoridades sanitarias norteamericanas hacia el Zarigüeya Pie, Ignatius ha vuelto al que considera el único país serio en la faz de la tierra: España. Y fiel a su condición de inalienable asesor mío en asuntos trascendentes, me ha obsequiado nada más llegar a casa con un concierto de trompeta que ha hecho las delicias de mis vecinos, y con un consejo que hará las de ustedes, mis fieles y pacientes lectores.

-España –exclamó Ignatius- es un país del que os podéis sentir muy orgullosos. Siempre a la vanguardia creativa, ha dado el primer ejemplo al mundo de lo que puede ser la solución universal al envejecimiento de las democracias: la sardinificación institucional.

-¿Sardinificación, Ignatius? –le pregunté.

-Sí, sardinificación he dicho. Habrás observado, querido y dubitativo amigo, que la enorme y revolucionaria potencia de vuestro Entierro de la Sardina ha ido contagiando a todas las celebraciones populares que se suceden día tras día en la bendita Región de Murcia y aún fuera de ella. La Cabalgata de los Reyes Magos se ha convertido en un Entierro de la Sardina epifánico, pero no solo en Murcia, que era de esperar, sino que ese efecto sardinificador ha alcanzado este año a las cabalgatas de Madrid y Valencia. Otro tanto va a ocurrir, si es que no ocurre ya, con la Semana Santa, con la Feria de Abril, con el Rocío y con las muchas romerías que pueblan el suelo patrio. Llegará el día en que la Oktober Fest se celebre al son de charangas, batucadas y ritmos exóticos. Desde sus carrozas debidamente engalanadas, los festeros bávaros arrojarán al público enfervorecido cientos, qué digo cientos, miles de toneladas de salchichas, ríos de mostaza y fuentes inagotables de cerveza…

-Bueno –le interrumpí-, pero ¿qué tiene que ver todo eso con la sardinificación institucional de que hablas?

-Pues que el Congreso de los Diputados –me contestó- ha conseguido ni más ni menos que sardinificar al propio Quijote, la obra magna de Cervantes y cumbre de la literatura universal desde que la santa Monja Rosvita nos legara sus sabias reflexiones, y lo ha hecho con la inigualable celebración del cuarto centenario de la muerte del Manco de Lepanto. La representación escenificada en el Congreso ha sido un esfuerzo sin parangón e impensable para los británicos, que jamás serán capaces de hacer algo así con el otro genio de las letras fallecido el mismo día y año que Cervantes, William Shakespeare, quienes, además, tuvieron el acierto de hacerlo precisamente en el Día Universal del Libro.

-Pero todo es mejorable y para eso estoy yo –prosiguió Ignatius, desbocado-. Y es que, para hacer estas cosas bien, nada mejor que los auténticos profesionales de la sardinada. Quiero proponer y propongo que, habida cuenta de su inoperancia para que se constituya finalmente un gobierno en España, los actuales diputados sean sustituidos para siempre por sardineros murcianos, ataviados con sus ricos ropajes de raso, pertrechados de pitos y pelotas, arropados por las mágicas charangas, incendiando la vieja democracia con el fuego purificador de sus hachones e iluminando el camino de España con la luz cegadora de las bengalas.  Qué gloria para el vetusto edificio de la carrera de San Jerónimo, qué placer escuchar “Paquito el chocolatero” en vez de los sosos discursos que entristecen el Diario de Sesiones, qué envidia para el mundo…

Fue entonces cuando corrí al ordenador a sacarle un billete de vuelta para Nueva Orleans antes de que fuera demasiado tarde.
.