martes, 29 de diciembre de 2009

La familia, bien, gracias

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(Artículo publicado el 28 de diciembre de 2009 en el diario La Opinión de Murcia)




La Conjura de lo Políticamente Correcto, ya saben, ésa que nunca descansa y menos aún en Navidad, ha vuelto a montar el belén y esta vez a cuenta de la familia cristiana y de la homilía pronunciada por el Cardenal Rouco Varela en una celebración que curiosamente se denominaba “Misa por las familias cristianas”. Qué cosas, a quién se le ocurre defender a la familia cristiana en una misa por la familia cristiana. Como se han sorprendido mucho de que el Cardenal se haya atrevido a denunciar los graves ataques que viene sufriendo el modelo cristiano de familia y que a juicio de la Conjura no existen, los distintos contertulios, columnistas y quintacolumnistas que la integran, se han lanzado en picado a abominar de la familia cristiana. Yo sospechaba que a la Conjura no le gustaba el modelo familiar tradicional formado por un padre, una madre, unos hijos y unos parientes y allegados, es decir, esa cosa en medio de la que uno nace sin pretenderlo siquiera. Ya se sabe que a los amigos y enemigos lo escoge uno, pero a la familia y a los vecinos los escoge Dios. A la Conjura lo que realmente le gusta es poder escogerlo todo como quien elige una corbata: que este padre no me gusta, pues lo cambio por otro o por una docena; que mi hijo no me agrada o que no me viene bien, pues lo aborto y ya está; que mis padres quieren saber qué es de mi vida adolescente, pues que se vayan haciendo la permanente, que de mi vida me encargo yo; que el abuelo se pone pesado, pues lo desterramos al cuarto trastero y arreando, que es gerundio; que necesitamos el cuarto trastero para los trastos, que es lo propio, pues convencemos al abuelo de las bondades de la eutanasia y a otra cosa, mariposa; que el abuelo no se deja convencer, pues lo incapacitamos y que decida el tribunal médico, que para eso pago mis impuestos; que eso mismo es lo que hicieron los nacionalsocialistas, pues te vas a enterar de lo que vale un peine por atentar contra el derecho humano de hacer los progresistas lo que nos venga en gana, pedazo de facha.


Chesterton, mi amigo de cabecera, como en tantas otras ocasiones escribió hace ochenta años acerca de lo que hoy ocurre. En uno de sus artículos, “Sobre algunos escritores modernos y la institución de la familia”, publicado en un libro titulado “Herejes”, Chesterton defendía la institución familiar, no porque fuera pacífica, agradable y unánime, sino porque no era pacífica, ni agradable, ni unánime. Venía a decir que es precisamente en el estrecho marco de las comunidades pequeñas, la familia por ejemplo, en el que se advierte la amplitud de lo que representa, que no es otra cosa que la humanidad misma. “Es por eso que las religiones antiguas y el antiguo lenguaje de las Escrituras muestran tan aguda sabiduría cuando hablan, no de los deberes de cada uno hacia la humanidad, sino de los deberes de cada uno hacia el vecino (…) Podemos amar a los negros porque son negros o a los socialistas alemanes porque son pedantes. Pero a nuestro vecino tenemos que amarlo porque está allí, y ésa es una razón mucho más seria para una operación mucho más alarmante. Es la muestra de la humanidad que nos ha sido dada. Precisamente porque puede ser cualquiera, es todos”. En este sentido, por su relación con lo pequeño que resulta ser lo más grande, Chesterton sostenía que es bueno para un hombre vivir en una familia en el mismo sentido en que es bello y maravilloso para un hombre quedar bloqueado en una calle por causa de la nieve. Estas cosas lo obligan a comprender que la vida no es una cosa que viene de fuera, sino una cosa que viene de dentro”.



De quienes critican el modelo tradicional de familia, Chesterton dijo que “están desanimados y aterrorizados por la grandeza y la variedad de la familia (…) la mejor manera que un hombre podría hallar de probar su disposición a encontrarse con la variedad común de la humanidad sería bajar por la chimenea a cualquier casa, al azar, y relacionarse lo mejor que pudiera con la gente que hubiera en ella. Y eso es esencialmente lo que hicimos, cada uno de nosotros, el día que nacimos”. Al comparar la vida con una novela romántica, Chesterton afirmaba que “la aventura suprema no es enamorarse: la suprema aventura es nacer. Ahí entramos súbitamente en una trampa espléndida y asombrosa. Ahí vemos algo que nunca antes habíamos soñado. Nuestro padre y nuestra madre están acechándonos y saltan sobre nosotros, como bandidos de entre el boscaje. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tía es, como se dice comúnmente, un relámpago en un cielo azul. Cuando ingresamos en la familia, por el acto de nacer, ingresamos en un mundo incalculable (…) En otras palabras, cuando ingresamos a la familia, ingresamos en un cuento de hadas”.
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Chesterton se despedía de los críticos con la familia escribiendo que “ellos dicen que quieren ser fuertes como el universo, pero en realidad lo que quieren es que todo el universo sea tan débil como ellos”.
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Lo mismo digo.
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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Otra Navidad

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(Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 22 de diciembre de 2009)



Hace unos días, rebuscando entre los papeles que se amontonan en mi escritorio, encontré un recorte de prensa. Se trataba de uno de mis artículos, concretamente uno que publiqué en las Navidades de 2003 que llevaba por título “Navidades clandestinas”. Suelo guardar los recortes de prensa de mis artículos publicados en este periódico en un archivador que ya aloja más de trescientos inquilinos, por lo que me extrañó encontrar uno fuera de su sitio. Luego me acordé. No era mi recorte, sino otro que me había hecho llegar un amigo con la satisfacción de quien devuelve a su dueño un reloj extraviado. Se trataba de mi amigo Pepegé, aquél de quien escribí que tenía un sentido muy particular de la vida y de las reglas que la regulan. Pepe Garrigós, ahora puedo citar su nombre completo, tenía un tic nervioso que le hacía mover la cabeza constantemente como diciendo que no. “¿Sabes por qué le doy a la cabeza de un sitio para otro?”, te preguntaba. Y al ver que tú callabas prudentemente para no decir que por cosa del Parkinson o qué sé yo, él te contestaba con una nueva pregunta. “¿Tú, te quieres morir?” Cuando con cierta sorpresa por el cambio de tercio le indicaba yo, de esa manera tan latina que acompaña siempre las palabras con gestos, que no, que no me quería morir, Pepegé con una sonrisa cómplice te decía “Pues yo tampoco. Por eso le doy siempre a la cabeza, como tú ahora, diciendo que no, porque no me quiero morir”. No sólo ha sido el recorte de prensa lo que me ha traído a mi amigo a la memoria. Todas las Navidades desde hacía casi treinta años Pepe me traía un regalo: una caja de tomates, otra de naranjas y otra con diversas verduras y, entre ellas, un enorme manojo de ajos tiernos que compraba en la lonja y que perfumaba la cocina de mi casa. Ya no olí los ajos las Navidades pasadas, como tampoco los oleré éstas. Pepe Garrigós murió hace año y medio a la edad de ochenta y ocho años. Tuvo un problema de garganta y quedó inmovilizado en la cama de un hospital sin poder decirle que no a la muerte.


Por eso, porque también las Navidades tienen un dejo triste, me permitirán que transcriba a continuación un trozo de aquel artículo que gustó a mi amigo, tal vez porque también a él la Navidad le acercara algún recuerdo amargo y tal vez porque, a pesar de ello, la Navidad para Pepe Garrigós nunca dejara de serlo.


Adela es una anciana de pelo blanco. Vive con José en un piso pequeño de una calle humilde, en un barrio viejo. Él es jubilado del comercio. Después de muchos años de trabajo detrás del mostrador le ha quedado una pensión que no alcanza los seiscientos euros al mes. Ella no trabajó nunca. Salvo en su casa, en la que aún trabaja. Cierto es que la hipoteca del piso la pagaron hace mucho tiempo. Cierto es también que los pisos han subido mucho y que lo que antes valía doce, vale ahora veinticuatro. Pero les sabe igual, porque es lo único que poseen. Tuvieron dos hijos. Uno se comió los ahorros con la droga hasta que la droga se lo comió a él. La chica se casó y vive lejos, en la otra punta de España. De vez en cuando les llama por teléfono, a ver cómo siguen. Más viejos, cada día más viejos y más solos.


Pero se acerca la Navidad. El día de Nochebuena vendrá Adelita con sus dos hijos, los nietos. Adela les ha preparado a los chiquillos la habitación del hijo. Tras su muerte hace unos años, arregló con sus propias manos unas cortinas nuevas y una colcha haciendo juego, pero no quiso quitar su foto, la de su hijo, al que no puede ni quiere olvidar. José, como todos los años, ha puesto el viejo belén, con sus figurillas rotas como el hijo, con sus Reyes Magos que un año le trajeron hiel. Pero este año van cargados otra vez de ilusión. Los nietecillos romperán de nuevo dos o tres figuras y él, como hizo antes, las compondrá con un poco de pegamento antes de guardarlas para otro año. Como siempre, José ha comprado un jamón serrano. La tienda de ultramarinos de la esquina cerró hace años, así que ahora lo compra en un supermercado cercano. Luego, como para ellos es mucho, se lo llevará Adelita al norte, que allí no hay jamón de ése que tiene dos dedos de tocino y que está untado de pimentón y aceite para que no le pique la mosca.


A José y a Adela nadie les regala nada por Navidad. Ni durante el resto del año. Pocos se acuerdan de ellos, salvo su hija y los nietos. Por eso, compran unas botellas de sidra y unos turrones de Jijona y de Alicante. Antes, Adela hacía cordiales y alfajores que le gustaban al hijo, pero desde su muerte ya no tiene voluntad. Menos mal que los nietos llegan y con ellos la alegría de la Navidad. José les contará cuentos y los llevará a ver el belén del Ayuntamiento, que tiene agua y peces en el estanque. Adela les hará flanes de huevo para el postre. Y en Nochebuena, pues no se pueden quedar hasta Reyes, sacarán los modestos regalos que Adelita, comprensiva, les dijo por teléfono que ilusionarían a los críos. Y algo para el frío, que hace mucho en el norte.


Con ellos, llega la Navidad. Dios, que no les ocurra nada en la carretera, que son muchos kilómetros. Haz que llegue la Navidad.


Desde mi Pecera, Feliz Reencuentro, Feliz Navidad”.

martes, 15 de diciembre de 2009

¡Toma belén!

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(Artículo publicado el 15 de diciembre de 2009 en el diario La Opinión de Murcia)



Llega la Navidad y como siempre por estas fechas se arma el belén. No, no me refiero al que montamos amorosamente con nuestros hijos en el calor del hogar, con su río de papel de plata, su caganer y todo. Me refiero al que monta cada año la incansable Conjura de lo Políticamente Correcto, partidaria ella, no de un Estado aconfesional o laico, no, sino de un Estado rabiosamente anticatólico. Su preocupación navideña la constituye la presencia de belenes y crucifijos en las aulas, y su ocupación consiste en lograr que no tengan presencia alguna ni en los colegios públicos ni en los privados. Ya saben ustedes cómo son estos chicos. Al mismo tiempo que quieren desmontar las cruces de los campanarios y sepultar al Cid bajo siete llaves en compañía de Santiago Matamoros, pretenden inundar de minaretes el paisaje de Europa y llenar de gurkas las fotos femeninas de los carnets de identidad. No quieren belenes pero los montan casi a diario con ese extraño concepto de la tolerancia religiosa que consiste en aceptar cualquier símbolo religioso excepto los cristianos. Diocleciano no lo hubiera hecho mejor.


Pero, como en cada Navidad, cuando montan su belén con el belén de los demás, a ellos se les convierte en un circo y les crecen los enanos. Son tan ilusos que creen a pies juntillas los dictados más rancios de esa progresía que hace mucho que peina canas. Estos chicos descubren América cada día. Por ejemplo, hace poco propusieron que las Navidades fueran rebautizadas como Fiestas de Invierno para no herir sensibilidades. O sea, que Merry Winter en lugar de Merry Christmas ¡Qué nivel, Maribel! Ya en 2005, la Conjura, que también opera en Estados Unidos, consiguió cambiar el tradicional Feliz Navidad de la Casa Blanca por un inodoro, incoloro e insípido Felices Fiestas, lo que fue inmediatamente corregido por el Congreso nortemericano en pleno, incluido el entonces congresista Obama. El año pasado, aquí en Expaña, algunos de ellos se levantaron con el pie izquierdo, cosa que siempre hacen, por cierto, y decidieron suprimir el belén que los funcionarios de su departamento habían instalado en la entrada del edificio. Ocurrió en la Fiscalía General del Estado y huelga decir que los funcionarios se pusieron de uñas, de modo que este año es posible que se consienta el belén. Con todo, o precisamente por su estupidez, no son estos los ataques más peligrosos recibe la Navidad. Como he hecho en otras ocasiones, no van a ser mis palabras sino las de otro las que defiendan la Navidad y, por ende, el belén. Mi admirado Chesterton defendía magistralmente la Navidad en uno de sus artículos títulado hace más de ochenta años “Un nuevo ataque contra la Navidad” ¿Ven que vieja es la Conjura?.


La Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad”, adelantaba Chesterton. “La frivolidad es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse”, escribía el ilustre gordo para indicar que el principal peligro al que está siendo sometida la Navidad consiste en dejarla reducida a una mera fiesta desprovista de su significado cristiano. “Que se nos diga que nos alegremos un 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe una rezón seria para ser frívolo (…) El resultado de desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo lo humano es que se exige demasiado de la naturaleza humana. Es pedir a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar; o por una que saben no es nada más que la mentira de algún periódico nacionalista o patriótico en exceso. Es pedirles que se vuelvan locos de gozo romántico porque dos personas de su agrado se están casando justo en el momento que se están divorciando (…) Nuestra tarea, hoy día, consiste por tanto en rescatar la festividad de la frivolidad. Esa es la única manera de que volverá de nuevo a ser festiva. Los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces celebran con exceso lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre”.


Y es que, queridos conjurados, se os olvidan un par de cosas importantes. Una, que el belén no es más un simbolo de la Navidad. Otra, que en la Navidad pasa algo que seguirá pasando eternamente: un año tras otro vuelve a nacer Jesús, el que de verdad cambió el mundo.


De nada.

martes, 1 de diciembre de 2009

Uno de villancicos





(Artículo publicado el 1 de diciembre de 2009 en el diario La Opinión de Murcia)





La vida es una sorpresa: cuando cansado de vagar cree uno haberlo descubierto todo, lo que se revela finalmente es que todo está por descubrir. Y si todavía conserva más o menos intacta esa íntima inquietud que algunos llaman curiosidad, ese desasosiego interno, ese apetito intelectual constantemente insatisfecho que, como el azogue, nunca se está quieto, lo que uno piensa entonces es que al día le faltan horas, a la semana, días, y al año, meses, para poder conocerlo todo. Cuántos libros que no he leído, cuántos viajes que no he hecho, cuántos labios que no he besado o cuánto vino que no he bebido todavía.



—Pues, hablando de descubrir, vaya un descubrimiento que ha hecho usted. ¡Claro que la vida es corta!



Ya está. Ya saltó de nuevo mi lector malasombra, ése que no espera a que acabe una frase para llevarme la contraria. Algún pecado muy gordo debí cometer en mi reencarnación anterior para verme castigado así en esta vida.



—Más de uno se pregunta, querido amigo —salta a su vez Ignatius, mi preclaro asesor, siempre al borde del cese—, si, habida cuenta de tu avanzada edad, no será que la debilidad senil empieza a hacer estragos en tu cerebro reblandecido por las novelas de J. K. Rawling.



Seguramente fueron dos los gravísimos pecados que cometí en la otra vida. Pero no es de Ignatius ni de mi lector malasombra de lo que yo quería escribir hoy, sino de villancicos ahora que la Navidad se acerca y que se recrudecen los ataques de la Conjura De Lo Políticamente Correcto contra todo lo que huela a cristiano. Ponga un Villancico en su vida se titulaba un artículo que publiqué allá por la Navidad de 2002. Vean lo que decía.



“Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad...” Así empieza uno de nuestros villancicos más tradicionales. Lo que sigue, “...saca la bota María que me voy a emborrachar”, no es más que la expresión popular del deseo de que la alegría reine en cada casa, en cada hogar. Supongo que la Conjura de lo Políticamente Correcto no verá en esta estrofa una incitación al consumo desmedido de alcohol, entre otras cosas, porque la bota de lo que está llena es de felicidad. Y es que los villancicos populares, como casi todos los cantos del pueblo, están sembrados de picardías y de críticas sencillas, de chascarrillos y de alegorías burlonas a las cosas aparentemente más serias, en el bien entendido de que, en Navidad, hasta las cosas supuestamente más severas no tienen por qué dejar de ser alegres.



Esto, lo del chascarrillo, es muy latino. En la Europa del norte y en los países anglosajones los villancicos son más sobrios, más formales, pero no más tiernos que los nuestros. De todos ellos, el que más me gusta es sin duda “Noche de Paz”, tal vez porque Franz Grüber, el organista alemán que lo compuso, supo trasladar al pentagrama el mensaje central de la Nochebuena, que no es otro que el de la Paz Universal. Hay una versión de este villancico especialmente hermosa que es la cantada por Bing Crosby, aquél cura irlandés de “Las campanas de Santa María”, película en la que el propio Crosby interpreta magistralmente otro de los grandes villancicos, el “Adeste Fideles”, y la entrañable “Blanca Navidad” compuesta por Irving Berlin. No hay duda de que la enorme influencia en la música y en el comercio, en el cine y en la televisión, de las modas anglosajonas ha popularizado entre nosotros villancicos que se pueden considerar, hoy, como clásicos universales. Las campanillas de los renos de Santa Claus en “Jingle Bells”, o el propio “Rodolfo, el Reno”, han ido suplantando en nuestros gustos navideños al sonido de la zambomba o la botella de anís. En los anuncios publicitarios escuchamos decenas de veces a diario, por no decir cientos de veces, las notas de “We wish you a Merry Christmas”, o las campanas de “Good King Wenceslas”. Pero no me quejo de esta invasión, pues de la Navidad, como del cerdo, me gusta todo, hasta los andares.



La Paz Para Todos Los Hombres De Buena Voluntad es el deseo común contenido en todos los villancicos, latinos y anglosajones, pero la Paz que cantan los primeros es más alegre, más ruidosa y bullanguera, como también lo es nuestra forma de ser.



Y así son las cosas.