martes, 24 de diciembre de 2013

La Navidad es cosa de niños

(En la foto, el belén de la Pepa 2013)
Artículo publicado el 24 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia







Hace más de ochenta años, mi gordo amigo G.K. Chesterton, cuyos libros me acompañan desde hace mucho tiempo, escribió que “la Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad”. “La frivolidad es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse”, decía para indicar que el principal peligro al que está siendo sometida la Navidad consiste en dejarla reducida a una mera fiesta desprovista de su significado cristiano. “Que se nos diga que nos alegremos un 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para ser frívolo (…) El resultado de desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo lo humano es que se exige demasiado de la naturaleza humana. Es pedir a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar; o por una que saben no es nada más que la mentira de algún periódico nacionalista o patriótico en exceso (…) Nuestra tarea, hoy día, consiste por tanto en rescatar la festividad de la frivolidad. Esa es la única manera de que volverá de nuevo a ser festiva.

Pero la Navidad se hace cada año más mundana, más comercial y menos cristiana. Nos deslumbran las luces de neón que la iluminan y los colores de las calles adornadas, y apenas alcanzamos a ver a Jesús, el Niño sin techo que nació en una cueva en lugar de un palacio, al que adoraron en primer lugar unos humildes pastores y no los gobernantes y las más altas jerarquías de la sociedad de su tiempo, el que fue envuelto primorosamente en unos sencillos pañales por su Madre y a quien acostó en un pesebre lleno de paja. El bullicio de la multitud en las calles y los sonidos estridentes de la música de fiesta no nos dejan oír el mensaje de Paz. Sin embargo hay quienes escapan casi indemnes de la ceguera y la sordera inducidas por el mundo: los niños. El propio Chesterton escribía que “los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces celebran con exceso lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre.” Y es que la Navidad, de siempre, es cosa de niños.

Los publicistas saben muy bien que para que un mensaje convenza a los niños, que de crédulos no tienen nada, tiene que ser un mensaje muy bien construido y muy sencillo, en el que no quepa doblez. Un niño entiende muy bien qué es el amor o qué es la amistad, pero no sabe ni le importa lo más mínimo saberlo qué es el amor heterosexual o qué es la amistad desinteresada. Un niño es complejo y sencillo a la vez, inocente e ingenuo pero no precisamente tonto, y la Navidad le gusta porque siempre ha entendido los mensajes navideños: la paz, la familia, las vacaciones del cole, los juguetes, el belén… Sólo los niños y quienes conservan su niñez atesorada son capaces de entender la Navidad en toda su sencilla plenitud.

El año pasado escribí por estas fechas un artículo publicado “El belén de la Pepa”, en referencia al belén que cada año hago con mis hijos y que dirige con mano firme la más pequeña. Se trata de un sencillo belén de figuras de terracota algo desportilladas, que con el paso de los años y con ocasión de algún viaje ha ido creciendo con nuevas incorporaciones. En el belén de la Pepa hay de casi todo. Por supuesto que detrás de San José, de María y del Niño están el buey y la mula. También hay un ángel que anuncia la Buena Nueva, y unos cuantos pastores que se acercan al pesebre con sus humildes obsequios. Y los Tres Reyes Magos. Y un río de agua pintada de azul, y un puente de corcho, y un aldeano pescando y una mujer lavando la ropa. Y patos, muchos patos, y gallinas y pavos. Y un Tío Cachirulo, que es como llamamos por aquí al Caganer, estratégicamente apostado junto a los gorrinillos. Y un Cascanueces de madera, y un montón de regalos para el Niño comprados cada año en el mercadillo de Navidad: frutas, quesos, panes, jarras diminutas de barro, y una ristra de ajos, y una cesta de huevos de la que ha caído uno al suelo y se ha roto. Y un caracol descansando sobre el musgo que un año recogimos en la umbría de un bosque alemán. Y rocas de corcho en las que se esconden conejillos y perdices de plástico. Y hasta un pamplonica que corre descarado los Sanfermines. Y este año, procedente de Sevilla, se ha incorporado una bailaora con su traje de lunares…

Y es que en el belén de la Pepa, como en todos los belenes del mundo hechos por un niño, cabe de todo y cabemos todos. Son los belenes que hacemos los adultos los que excluyen a la mula y al buey, o a los pobres o a los ricos, según se tercie. Son nuestros belenes adultos los que han dejado de ser belenes para convertirse en campos de concentración, en guetos, en ikastolas, en zonas marginales, en suburbios, en favelas, en campos de refugiados, en largas colas de parados…

Lo que les quiero decir de nuevo es que la Navidad, esa Navidad en la cabemos todos, la auténtica Navidad, es aquélla que solo se puede ver a través de los ojos de un niño.

Feliz Navidad.
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martes, 17 de diciembre de 2013

Perdone que le haga una pregunta



(Artículo publicado el 17 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)
 




Quienes me conocen saben que, por más que lo diga la Constitución, en mi escala de valores no figura la unidad indisoluble de España, al menos no como valor absoluto e irrenunciable, como tampoco está ese nacionalismo patriotero y rojigualda, dentro de cuya estrechez me he sentido siempre agobiado. Tampoco se cuenta entre mis valores ningún localismo de esos que ciegan la vista y nublan el entendimiento a todo cuanto no huela a pastel de carne o suene a sardana. Que afirme todo esto no está reñido en modo alguno con que me gusten, ya que los cito, los pasteles de carne y las sardanas, unos más que las otras, o con que crea sinceramente que una España unida y cohesionada es mejor sitio para vivir que un rompecabezas de diecisiete piezas en desequilibrio permanente.
Ya he escrito antes acerca del nacionalismo, del que Stephan Zweig decía en El mundo de ayer. Memorias de un europeo que era la peor de las pestes, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Preso de la nostalgia de aquel mundo que se fue, de hecho Zweig acabaría en el suicidio, escribía acerca de Viena que “sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura [se refería a la vieja Viena imperial] consistía precisamente en el encuentro de elementos de los más heterogéneo, en su supranacionalidad”. Yo, como Zweig, he visto demasiado mundo para que éste en el que vivo no me parezca extraordinariamente pequeño. He leído demasiados libros para no conocer a estas alturas de mi vida casi todas las causas, casi todas las razones y casi todos los credos que intentan vanamente justificar la exclusión de los unos por los otros. He visto demasiadas veces cómo las banderas nacionales se han convertido en sudarios y no necesito verlo más. Yo, como Zweig, no creo que la unidad o la disgregación de un país merezcan que nadie derrame una gota de su sangre o la de otro. Tampoco creo que una reacción violenta del Estado frente a los nacionalismos disgregadores sea la solución del problema, pues además de que los enfrentamientos no generan otra cosa más que confrontación, ello no sería sino oponer un nacionalismo a otro.
Artur Mas y su muchachada, como lo han venido haciendo en general casi todos los políticos catalanistas, llevan demasiados años sembrando el odio, el desprecio y el victimismo hacia España. Por su parte, los políticos españolistas, los de Ciutatans con la boca grande, los del PP con la boca mediana y los del PSOE con la boca pequeña, llevan haciendo lo propio hacia quienes reniegan de su españolidad, con razón o sin ella. Curiosamente, y a pesar de lo que digan unos y otros, esto viene ocurriendo en mayor medida desde que fuera aprobada en 1978 la Constitución Española, la misma que dotó a todas las regiones de las cotas más altas de autonomía y descentralización política y administrativa de la Historia. Sin embargo, todos estos años de autogobierno democrático no han servido para acallar al separatismo. El referéndum sobre la independencia de Cataluña será el 9 de noviembre de 2014, nos han anunciado; será sí o sí, dicen los herederos de aquel Lluis Companys que proclamó el Estado Catalán un 6 de octubre de 1934; y, a falta de una, ya tienen las dos preguntas de la consulta que catalanes y quienes pasen por allí deberán responder a "¿Quiere que Cataluña sea un Estado?" y "¿Quiere que sea independiente?", preguntas que, en cierto modo, son redundantes, pues no sabemos muy bien qué es eso de un Estado dependiente como no sea lo que hay ahora.
Hay quien dice, optimista recalcitrante, que todo esto se disolverá como se disuelve una pastilla de magnesia en un vaso de agua, que el nacionalismo separatista no tiene futuro en la Europa Unida, en la Europa de los mercaderes, añaden guiñando el ojo, pero olvidan que al igual que la unidad se puede comprar la unidad también se vende, y que en esta Europa de los intereses todo es cuestión de precio.
Hay quien opina lo contrario, que esto no hay quien lo pare como no sea suspendiendo el Estatuto de Autonomía de Cataluña en virtud del artículo 155 de la Constitución Española, sacando los tanques a la calle en cumplimiento del artículo 8 de la Constitución y encarcelando a Artur Mas y sus secuaces por la comisión de un delito de rebelión previsto en el artículo 472 del Código Penal, pero olvidan que no sabemos muy bien quiénes son los secuaces de Mas, si sus socios de gobierno de hoy o los socios de gobierno de ayer, si aquéllos a los que ayer apoyaba Más en Madrid o a los que apoyaba anteayer o apoyará mañana. Tampoco sabemos muy bien si estos aguerridos partidarios de los tanques pedirán que sean sus hijos y no los de otros quienes defiendan la unidad de la Patria en la primera línea  de combate.
Afortunadamente hay otros artículos en la Constitución Española. Por ejemplo, el artículo 92.1, que dice que “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Se me ocurre que, antes de que Mas convoque el suyo, el Rey podría anticiparse y, a propuesta del Presidente del Gobierno y previa autorización de las Cortes Generales, convocar un referéndum para que todos los españoles, los catalanes y los no catalanes, nos pronunciemos sobre la unidad de España. La pregunta podría ser sencillamente la siguiente: “España, ¿sí o no?”
Me da en la nariz que los partidarios de España ganarían por goleada.
Incluso en Cataluña.
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martes, 3 de diciembre de 2013

La memoria mentirosa




(Artículo publicado el 3 de diciembre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Hace unos días, Luis María Linde, gobernador del Banco de España, afirmó en el Real Casino de Murcia que, aunque los indicios son todavía poco perceptibles para el ciudadano corriente, estamos empezando a salir de la crisis económica. Y debe ser cierto porque lo dijo ante quienes, si la afirmación no fuera cierta, podrían haberlo contradicho en un santiamén. Estamos empezando a remontar la crisis económica, es cierto, pero aun tardaremos un tiempo en notarlo. El temor que me asalta hoy es que no estemos haciendo lo propio en relación con la crisis moral que ha precedido, y acompañado, a la económica y sobre la que ya he escrito en alguna ocasión, por lo que me ahorro hacerlo de nuevo.
            No me negarán que desde un punto de vista moral España está hecha unos zorros. No hay apenas un principio moral, básico para la convivencia, que no hayamos traicionado. Fíjense bien en que, en vez de emplear un sujeto indeterminado, un “no haya sido traicionado”, por ejemplo, he usado intencionadamente la primera persona del plural, nosotros, porque todos, es verdad que unos más que otros, hemos sido los autores de traición. Y muchos, no se ofendan y no se me levanten y se vayan, muchos continuamos aplaudiendo una u otra traición. Veamos algunos ejemplos.
            La excarcelación de asesinos. Que un delicuente salga de prisión una vez que ha cumplido su condena no es en modo alguno una violación de un principio moral, sino todo lo contrario. La inmoralidad consiste en que fueran condenados en su día a penas desproporcionadamente leves en relación con los crímenes cometidos. Fue entonces cuando debimos sentir vergüenza de nuestras leyes penales y de nosotros mismos. La inmoralidad consiste en que salgan de prisión todos al mismo tiempo, asesinos terroristas y asesinos comunes, en lo que se me antoja un truco para que una cosa tape a la otra. La inmoralidad consiste en que a todos les espere una indemnización del Estado, y una entrevista muy bien pagada en un medio de comunicación, a unos, o un homenaje de sus iguales, a otros; y que eso ocurra porque hemos consentido que haya unas leyes prestas a proteger los derechos del delincuente y remisas a hacer lo propio con sus deberes. La inmoralidad consiste en que, a este respecto, nadie nos haya dicho todavía la verdad, toda la verdad.
            Los más desfavorecidos. Con esta frase nos solemos despachar, tanto el político de turno como cada uno de nosotros, para referirnos a quienes sufren las peores consecuencias del sistema, agudizadas sin duda por la crisis económica, como si ambos fueran una especie de lotería que aleatoriamente favorece a unos y perjudica a otros, los agraciados y los desfavorecidos. La realidad es que somos los primeros los culpables del padecimiento de los segundos. La inmoralidad es pensar que todo esto ocurre por casualidad y que nadie tenemos la culpa de lo que pasa, excepto el Gobierno, claro. La inmoralidad consiste en lamentar esas situaciones y volver la vista a otro lado. La inmoralidad consiste en exigir que alguien lo remedie y disparar contra quien, como la Iglesia Católica, lo viene haciendo desde siempre.
            Las memorias mentirosas. Que los libros de memorias falsean la historia no es nada nuevo. Cada cual aprovecha para darle una mano de agua y jabón a sus recuerdos con el fin de que su huella en este mundo sea respetable. Albert Speer, arquitecto de Hitler y en los últimos años de la guerra su ministro de Armamento, fue condenado en Nüremberg a dieciseis años de cárcel, una pena extremadamente leve si la comparamos con la de otros jefes nazis que fueron condenados a muerte. Mientras cumplía su condena escribió los famosos Diarios de Spandau en los que relataba sus vivencias en la prisión berlinesa, pero fue al salir de la cárcel cuando escribió y publicó Erinnerungen, su libro de memorias, en el que cuenta cómo fue su estrecha relación personal con Hitler. Pudo haber dicho únicamente la verdad y, sin embargo, por un simple ánimo exculpatorio, mintió. En las últimas páginas, sin más pruebas que su palabra, afirmó que en los últimos días de la guerra había planeado un atentado contra Hitler que no llevó a cabo por no disponer de los medios necesarios.
Salvando las distancias y las comparaciones personales, me hago eco de que son muchos los que opinan que tanto Zapatero como Solbes han mentido en sus libros de memorias. Ninguno de ellos soporta la sentencia de la historia sobre la maldad, el sectarismo y la inepcia con las que fue abordada la crisis económica y moral de España, pues el vértigo y el insomnio no constituyen eximentes ni siquiera atenuantes de su responsabilidad. La inmoralidad consiste, no tanto en que  hayan mentido, que también, cuanto en que a nadie parezca importarle que lo hayan hecho.
La inmoralidad consiste, además, en que muchos les compraremos sus libros.