martes, 27 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: La liebre y la tortuga


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 27 de enero de 2009


VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez una liebre que presumía de ser la más veloz del bosque. Tanta era su vanidad que, cada vez que se cruzaba con la lenta tortuga, le hacía burla delante de los demás animalitos. Hasta que, un día, la sabia tortuga retó a la liebre a una carrera. La liebre, muy divertida, aceptó la apuesta.
Llegado el día de la carrera todos los habitantes del bosque se congregaron a lo largo del recorrido. El señor búho dió la salida pero la liebre, confiada en su ligereza y dispuesta a reirse una vez más de la tortuga, la dejó partir en solitario. Al cabo de un rato comenzó a correr y corrió tan rápido que rebasó a la tortuga en un minuto. Entonces se tumbó al borde del camino y, arropada por las risas y aplausos del público, contempló burlonamente cómo la tortuga la adelantaba lentamente. Al poco, la liebre corrió y corrió y volvió a adelantar a la tortuga, y se repitió la misma burla una y otra vez, mientras la tortuga continuaba su carrera sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre, animada por su público, dio un paso más en su burla y se tumbó bajo un árbol a dormir la siesta. La tortuga, pasito a pasito, adelantó a la liebre que dormía a pierna suelta y se encaminó hacia la meta. Cuando la liebre despertó corrió y corrió a toda velocidad pero ya era tarde, pues la tortuga había cruzado la meta muy despacito. Todos los animales y la propia liebre aprendieron varias lecciones: que no hay que burlarse de los demás, que el exceso de confianza es perjudicial y que no siempre es el más veloz el que gana la carrera.

VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez una liebre que presumía de ser la más veloz del bosque. Tanta era su vanidad que se burlaba en público de la lenta tortuga. La tortuga, que además de ser lenta tenía pocas luces, retó a la liebre a una carrera por el bosque. Y la liebre, que se partía de risa, aceptó.
La tortuga se encaminó pausadamente a la Dirección de Carreteras del Bosque y pidió permiso para celebrar la carrera. La licencia le costó mil euros de vellón. Luego se trasladó a paso lento a las oficinas de la Federación de Competiciones Silvestres, que era el organismo que gobernaba el Bosque, donde tuvo que ingresar veinte euros de vellón para abonar los gastos del seguro obligatorio de deportistas, más otros quinientos para sufragar la instalación de la Tribuna de Autoridades, la Cena de Entrega del Trofeo Presidente Zapatero, la adquisición del Trofeo mismo y los gastos de un viaje federativo al Bosque de Sherwood para conocer de cerca sus famosas competiciones de Tiro con Arco y estudiar su singular gastronomía; y, por supuesto, un plus de cincuenta euros más para financiar la Campaña de Juego Limpio en el Bosque. A cambio, la Federación facilitó a la tortuga un ejemplar de quinientas páginas del Reglamento de Carreras Pedestres, cuyas previsiones debería cumplimentar. La tortuga, inasequible al desaliento, adquirió el maillot reglamentario, el caso protector y las cuatro zapatillas deportivas, que eran obligatorios según las normas federativas, todo lo cual, y gracias a que estaban de rebajas en Bosque-Markt, le costó solamente doscientos euros de vellón. Mientras tanto, la liebre seguía partiéndose de risa. Finalmente, la tortuga se acercó al viejo roble y, tal y como ordenaba el Reglamento, contrató al señor Búho por la módica cantidad de ciento cincuenta euros de vellón para que actuara como juez de la competición, y otros cien para los dos ayudantes de línea de salida y de línea de meta, el señor Grajo y la señora Urraca.
Llegado el día de la carrera todos los animalitos del bosque se congregaron a lo largo del recorrido y, de esta manera, fueron los primeros en observar que el trazado de la carrera estaba invadido en uno de sus tramos por una muchedumbre de animalitos de color rosa que celebraban el Día Bosquimano del Orgullo Gay. Otro tramo estaba ocupado por la romería que se disponía a celebrar la Agrupación de Zorros Romeros y Rocieros. Finalmente, un piquete de abejas en huelga por los bajos precios de la miel había cortado la carretera en varios sitios. En esto llegó la tortuguita y, dirigiéndose a un guardia del bosque, le recordó educadamente que era el día de la carrera y que tenía todos los permisos gubernativos y federativos. La multitud manifestante increpó a la tortuga y la acusó de inmovilismo, lo que no era del todo falso, de homofobia, lo que en modo alguno era cierto, y de atentar contra el libre ejercicio del derecho de huelga y de romería. El guardia detuvo a la tortuga, le confiscó el casco, el maillot y las zapatillas deportivas, la encerró en su caparazón y le impuso una multa de dos mil euros de vellón por provocar graves alteraciones del orden público.
Mientras tanto, en la línea de salida, la liebre se retorcía de la risa mientras el señor Búho la coronaba ganadora de la carrera por incomparecencia de la tortuga.
Todos los animalitos del Bosque, incluida la tortuga, aprendieron la siguiente moraleja: que, en tiempos de Zapatero, el que no se mueve llega primero.

jueves, 22 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: El zapatero y el banquero



(Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 20 de enero de 2009)


Año nuevo, cuentos nuevos. Hoy les traigo una fábula, no tan fabulosa, de Jean de La Fontaine.

VERSIÓN CLÁSICA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo. Por el contrario, su vecino, hombre opulento, nunca cantaba y dormía poco y mal. Si algún día conseguía dormirse le despertaban los gorgoritos del zapatero. Un día llamó a su vecino y le preguntó “¿Cuánto dinero gana usted al año, señor zapatero?”. El zapatero, tras encogerse de hombros y sonreír, repuso “Mis cuentas no van tan lejos, señor banquero, mi cabeza no alcanza a tanto. Me basta con llegar a fin de año sin deudas”. Rió el banquero ante tanta candidez y le dijo “Quiero que se lleve una grata sorpresa, señor zapatero. Tenga cien escudos y guárdelos en lugar seguro por si alguna vez necesita de ellos”. El zapatero abrió unos ojos como naranjas creyendo que se encontraba frente a un milagro. Regresó a su casa y escondió el dinero debajo de un ladrillo. Desde aquel día dormía poco ya que se despertaba frecuentemente con horribles pesadillas creyendo que le habían robado los cien escudos. Desaparecieron como por ensalmo sus ganas de cantar. ¡Desconfiaba hasta de su sombra!. Cuando la tensión estaba a punto de destrozarle, cayó en la cuenta y corrió a casa del banquero, que ahora podía dormir por las noches, diciéndole “Devuélvame mis canciones y mis sueños perdidos, porque yo le devuelvo, ya mismo, sus cien escudos”.

VERSIÓN ADAPTADA: Un zapatero cantaba al compás de la lezna con que recortaba la piel de unos zapatos. Era feliz con su trabajo y estaba encantado de haberse conocido. Tan era así que, arreglando zapatos y cambiando suelas y cordones, creía que podía arreglar el mundo. Por el contrario, su vecino, que era un hombre rico y acomodado, no cantaba y tampoco dormía, y no sólo por las preocupaciones de cada día, sino porque el coñazo del zapatero que vivía debajo de su casa no paraba de cantar. Ocurrió que se casó el zapatero, y su señora, que era aficionada como él al bel canto y, además, intérprete de acordeón, le acompañaba en sus trinos matutinos y vespertinos, porque lo cierto es que no paraban de cantar ni un solo segundo. El pobre banquero, casi enloquecido por la vigilia, concibió una idea desesperada. Llamó al zapatero y le propuso darle su apoyo para el cargo vacante de burgomaestre de la villa. “Así se trasladará a vivir al palacio burgomaestril y podré descansar en paz. De paso, agobiado con los problemas de la villa, el que no podrá dormir será el”, pensó el muy desquiciado banquero. El zapatero abrió unos ojos como naranjas, ya saben, y aceptó la propuesta entusiasmado. Así pues, el zapatero se convirtió en burgomaestre y el banquero se dispuso a dormir a pierna suelta.
Pero hete aquí que las aficiones canoras del nuevo burgomaestre no se quedaron en el taller de zapatero remendón sino que lo acompañaron a palacio. Lo primero que hizo fue ordenar la creación de un coro municipal, al frente del cual puso a su señora. Y como el orfeón no tenía donde ensayar les cedió su taller de zapatería para que ensayaran día y noche. Además, para poder pagar los sueldos de todos aquellos tenores, barítonos, bajos, sopranos, mezzo-sopranos y contraltos, así como los de los músicos acompañantes, acordeón incluido, estableció un impuesto especial que, en honor de su antiguo vecino al que reputaba melómano empedernido, no en vano aguantó sin rechistar los cánticos del zapatero durante años, deberían pagar los banqueros de la villa. Luego de esto, el zapatero-burgomaestre se dispuso a arreglar el mundo.

Pero eso, como diría Rudyard Kipling, eso ya son otras fábulas.

miércoles, 21 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: Pedro y el lobo


Artículo publicado el 25 de noviembre de 2008 en el diario La Opinión de murcia



El griego Esopo escribió sus fábulas allá por el siglo VI antes de Jesucristo. A propósito de esto, me malicio que esta costumbre de fechar los acontecimientos históricos antes o después del nacimiento de Cristo será prontamente reprobada por la Conjura de lo Políticamente Correcto en medio de la algazara socialista y del silencio popular. Habremos de usar aquello de antes o después de nuestra era, o antes o después de la Hégira, expresión que resulta mucho más respetuosa con la sensibilidad cristófoba del nuevo orden. Pues bien, decía yo que Esopo escribió sus fábulas en aquellos remotos tiempos y, entre ellas, la titulada “El joven y el lobo” que nada tiene que ver, excepto que ambos relatos tratan de un joven y de un lobo, con el cuento sinfónico de Serguéi Prokófiev “Pedro y el lobo” en el que, en lugar de un pastorzuelo mentiroso, hay un valiente mozalbete que encarna los valores comunistas de la Rusia de Stalin y que, en compañía de un pájaro, un gato y un pato, y armado de una escopeta de juguete se dispone a cazar a un enorme lobo que tiene atemorizada a la población. Pero ocurre que el pueblo llano, que gusta de mezclar churras con merinas y cuentos con fábulas, entendió que ambos relatos eran un mismo cuento, de tal suerte que el pastorcillo de Esopo pasó a llamarse Pedro y desaparecieron del cuento el pájaro, el gato y el pato. Para el cuento de hoy usaré la fábula de Esopo con el título de Prokófiev.

VERSIÓN CLÁSICA: Había una vez un joven pastor llamado Pedro que se aburría guardando sus ovejas no lejos del pueblo y pensó que sería divertido asustar a los vecinos diciendo que los lobos atacaban al rebaño. En consecuencia, empezó a gritar: "¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!", y cuando llegaron los vecinos a toda prisa el pastocillo se rió de sus temores. Repitió la broma varias veces con el mismo resultado, hasta que un día vino realmente el lobo. El pastor, asustado, comenzó a gritar: "¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!", pero la gente del pueblo estaba ya tan acostumbrada a oírlo que no le hizo caso. Y el lobo, sin encontrar resistencia, pudo comerse a todas las ovejas.
Moraleja: A un mentiroso nunca se le cree, aun cuando diga la verdad.

VERSIÓN ADAPTADA: Un joven y despierto pastor llamado Pedro que era edil de economía en su aldea, cada vez que le nombraban al lobo, es decir, a la crisis, decía que era mentira, que no había lobos, digo crisis, en el entorno de su redil. Y tantas veces lo dijo que, cuando un día el lobo, digo la crisis, asomó sus orejas por encima del cercado, ni él mismo se lo creyó. “No debe ser un lobo, sino el perro del vecino que también tiene unas orejas peludas”, se dijo. Luego, el lobo, quiero decir la crisis, asomó el hocico preñado de puntiagudos dientes, pero Pedro, que prefería las siestas a los lobos, digo a las crisis, se echó una cabezadita y soñó con que el perro del vecino jugaba al corro ancho de la patata con sus ovejitas. Durmiendo estaba cuando el lobo, o sea la crisis, saltó dentro del aprisco y se zampó a todas las ovejas, corderitos, carneros, cabras y cabritos que había en lugar. El estruendoso coro de balidos y aullidos llegó hasta el pueblo y el zapatero de la villa, que a la sazón era también su burgomaestre, acudió acompañado de la guardia mora. Al ver la escabechina despertó a Pedro, el zagal durmiente, y lo nombró viceburgomaestre de la villa y, como tampoco creía en lobos ni en crisis, ni quería que la realidad destrozara sus sueños y los del dulce Pedro, dictó inmediatamente una ley por la que, en adelante, los lobos serían llamados ovejas y las ovejas, lobos. De esta manera, las nuevas ovejas de la villa devoraron a los pocos nuevos lobos que quedaban. Y nunca más hubo lobos en el País de las Maravillas.

Moraleja: Cuando creas ver un lobo, lo que ves es una oveja.

martes, 20 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: Cuentos chinos


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 4 de marzo de 2008



El Diccionario de Uso del Español ―como diría mi buen amigo Luis Romero López-Briones, el doña sólo corresponde por derecho propio en España a las Infantas, a doña Concha Piquer, en cuestión de coplas, y a doña María Moliner, en cuestión de diccionarios― el diccionario, digo, de doña María Moliner, señala que cuento chino es una invención o mentira. Por su parte, el de la Lengua Española se despacha aún más telegráficamente diciendo que el cuento chino es un embuste. A lo que se ve, los diccionarios no se andan con cuentos chinos para explicar lo que es uno de ellos, y para mí que ambos se quedan algo cortos. Un cuento en sentido coloquial es en sí mismo una invención, una mentira o un embuste. Para que, además de cuento, sea chino, hace falta que el embuste sea florido y enrevesado, provisto de mil finales posibles, un poco inverosímil en sus planteamientos y mucho más en su desenlace y, sobre todo, muy oriental y muy español, pues no sé si saben que la verdadera patria de este tipo de cuentos chinos no es China, como pudiera parecer a los incautos, sino España. Ciertamente que hay otra clase de cuentos chinos, la de los auténticos cuentos chinos, de los que se dice en China que son un atajo a la verdad. Pero a los que nos tienen acostumbrados aquí es a los primeros.
Uno de los espacios más amplios del maletín de presidente de la Señorita Pepis es el reservado a los cuentos chinos. La Alianza de Civilizaciones, la Memoria Histórica, la Guerra de Irak y las Misiones de Paz en Afghanistán, los Devaneos con Chavez y Castro, la Educación para la Ciudadanía, las Soluciones Habitacionales, la Constitución Europea, la Champion League Económica, el Agua para Murcia y el Talante son sólo algunos ejemplos de la oriental vena literaria de Zapatero. Frente a esos cuentos chinos yo les propongo hoy tres cuentos muy cortitos y, como se trata de auténticos cuentos chinos, se explican solos y no requieren versión adaptada, les obsequiaré con una traducción conjunta al lingala, cedida gentilmente por el señor Moratinos.

El zorro que aprovechó el poder del tigre. Un tigre apresó a un zorro. “A mí no me puedes comer”, dijo el zorro, “el Emperador del Cielo me designó rey de todos los animales y, si me comes, el Emperador te castigará por desobedecer sus órdenes. Y si no me crees, ven conmigo. Verás cómo todos los animales huyen apenas me ven y nadie se acerca”. El tigre accedió a acompañarlo y, apenas los otros animales los veían llegar, escapaban. El tigre creyó que temían al zorro y no se daba cuenta de que escapaban por él.

La sospecha. Un hombre perdió su hacha y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho: exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven: como la de un ladrón. Observó también su forma de hablar: igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable del hurto. Pero, más tarde, encontró su hacha en un valle. Y, después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho le parecían muy diferentes a los de un ladrón.

El espejo del cofre. Un hombre, que nunca antes había visto un espejo, se miró en él y creyó ver la cara de su padre. Maravillado, lo compró, lo llevó a su casa y, sin decir nada a su mujer, lo escondió en el fondo de un cofre que guardaba en el desván. De tanto en tanto, cuando se sentía triste, iba al cofre “a ver a su padre”. La mujer sospechó de las visitas de su marido al desván y un día descubrió el espejo en el fondo del cofre. Al mirarse en él vio a una mujer cuyos rasgos le eran familiares pero no supo de quien se trataba. Por ello hubo una gran pelea entre marido y mujer, pues ella decía que en el fondo del cofre había una mujer, y él aseguraba que quien estaba allí era su padre. En esto, pasó por allí un monje muy venerado en el pueblo y, al verlos discutir, quiso poner paz entre ellos. Los esposos le explicaron el dilema e invitaron al monje a mirar dentro del cofre. Así lo hizo y, ante la sorpresa del matrimonio, les aseguró que en el fondo del cofre quien realmente reposaba era un monje zen.

Traducción conjunta al lingala: Nalingui botondi Real Murcia mandanga, nayebi nagai te. Merengue mindango kendeke malamu. Moningo Zanguango milonga ezali te, akolinga te kotika bisó bisomoko. Banana mondongo República Española del Congo Zapatongo, castaña pilonga. Zapatero Zen.

Y colorín, colorero, si quieren más cuentos chinos, voten a Zapatero. De nada.

Los cuentos de ZP: El zapatero y los duendes


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 26 de febrero de 2008



El de hoy es uno de los tres cuentos que configuran Die Wichtelmänner (Los duendecillos) de Jakob y Wilhem Grimm. Cuando lo escribieron, allá por 1850, los hermanos Grimm no sabían nada del actual presidente del gobierno de España, ni de las facciones o sensibilidades existentes en el PSRM, por lo que el zapatero y los enanos del cuento clásico son tan sólo eso, zapatero y enanos. Tampoco tuvieron dudas en llamar a los duendes por su nombre, pues el lenguaje todavía no había alcanzado las altas cotas de perversión que licencian llamar “personas de mediana estatura” a los enanos, “soluciones habitacionales” a un cuchitril de treinta metros, “intelectuales” a los titiriteros, “tensión y dramatización” a la agitación política, “proteína social” a las agresiones a políticos de la oposición, “efectos colaterales” a las víctimas de la guerra, “activistas” a los terroristas, “accidente” al atentado de Barajas o “justicia” a la injusticia. En aquella Alemania culta de los hermanos Grimm hubo que esperar tres cuartos de siglo para que la perversión del lenguaje se convirtiera en un instrumento político letal al servicio del nacionalsocialismo, cuya culminación fue posiblemente la llamada “Endlösung der Judenfrage”, es decir, la “Solución Final a la Cuestión Judía”.

Pero vayamos al cuento, no sea que me apedreen.

VERSIÓN CLÁSICA: Había una vez un zapatero muy pobre al que sólo quedaba cuero para hacer un par de zapatos. Esa noche, tras cortar el cuero, se acostó, rezó y se durmió plácidamente. A la mañana siguiente, el sorprendido zapatero encontró encima de su mesa un par de zapatos primorosamente hechos. Ese mismo día los vendió a buen precio y pudo comprar cuero para hacer dos nuevos pares de zapatos. Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al otro, y al otro, de manera que el pobre zapatero se convirtió en un próspero industrial. Un buen día, el zapatero decidió pasar la noche en vela para descubrir quien lo ayudaba tan misteriosamente. A medianoche aparecieron dos lindos enanitos completamente desnudos que, entre risas y bailes, confeccionaron todos los zapatos. El zapatero, agradecido, les cosió un par de trajecitos y dos pares de zapatitos y, tras dejarlos encima de la mesa, se apostó a vigilar. Al poco, aparecieron los enanos y, al ver las diminutas vestiduras, se las pusieron muy alborozados y, acto seguido, desparecieron. Desde entonces no volvió a verlos, pero el zapatero vivió muy feliz.

VERSIÓN ADAPTADA: Había una vez un zapatero muy pobre al que sólo quedaba cuero para hacer un par de zapatos. Esa noche, tras cortar el cuero, se acostó, rezó y durmió plácidamente. A la mañana siguiente, el sorprendido zapatero encontró los zapatos primorosamente hechos. Los vendió a buen precio y compró cuero para hacer otros dos pares. Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al otro, y al otro, de manera que el pobre zapatero se conviritió en un próspero industrial. Un día, por fin, descubrió que dos duendecillos completamente desnudos cosían cada noche los zapatos y, agradecido, les hizo un trajecito y un par de zapatitos a cada uno. Esa noche, los enanitos se vistieron con las ropas diminutas y, muy contentos, desaparecieron.
Al día siguiente muy temprano se presentó un inspector de Trabajo en el taller del zapatero. Los enanitos, vestidos con los trajecitos y calzados cada uno con su par de zapatitos, y debidamente asesorados por el Sindicato de Enanos Zapateros, habían denunciado al viejo zapatero por impago de salarios. El inspector embargó al zapatero cuanto había ganado, lo condenó a readmitir a los duendecillos en calidad de oficiales de primera especialistas en manufacturación de calzado y, finalmente, lo multó por no disponer de Plan de Prevención de Riesgos Laborales, si bien, todo hay que decirlo, le aplicó una reducción del cinco por ciento por haber suministrado a los operarios ropa laboral adecuada. Poco después pasó por el taller un inspector de Medio Ambiente que multó al pobre zapatero por no pagar el cánon por contaminación de las empresas del curtido y derivados. Al minuto siguiente, un inspector municipal le levantó un acta por carecer de licencia burgomaestril de apertura y, pasados treinta segundos, doscientos representantes del Sindicato de Enanos Zapateros se encadenaron indefinidamente a la puerta del taller para reivindicar la zapatería remendona como servicio público, impidiendo el paso al inspector de Hacienda que venía a embargar lo poco que quedaba por impago del diezmo tributario. En lontananza se divisaba una pléyade de nuevos inspectores que se acercaban dispuestos a cobrar cada uno lo suyo: la tasa por el permiso de importación de pieles y clavos, el óbolo digital por usar los dedos para trabajar, la regalía de contaminación acústica, el arancel lúminico por el uso de velas para alumbrado, la tarifa de mandiles y mitones, la plusvalía de radicación confusa y una multa de la Sinecura contra las Costumbres Licenciosas, impuesta por trabajar en cueros.
El pobre zapatero murió de inanición, o algo así.

Y colorín, colorando, el grifo se va secando.

Los cuentos de ZP: Peor que el infierno


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 19 de febrero de 2008


El cuento de hoy fue escrito en 1918 por Ramón Gómez de la Serna y, como el de La Pagoda de Babel, de Chesterton, también está recogido en la Antología de Literatura Fantástica que Borges, Bioy y Ocampo, publicaron en 1940. De Gómez de la Serna escribió Borges que “Ramón, queriendo hacer labor fantástica, ha realizado la autobiografía de nosotros todos”. Otro Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, con rabiosa actualidad, se preguntaba en 1967 acerca del autor de Muestrario “¿Cómo olvidarlo y cómo perdonar a los españoles e hispanoamericanos esa obtusa indiferencia ante su obra?”. Sobre él mismo, el escritor escribió en su Automoribundia lo siguiente: “No quiero haber vivido mucho, ni viajado mucho, ni amado mucho, ni escrito mucho, sino haber levantado mucho la vista hacia las cosas asistido por mi alma limpia y altruista de pobre de solemnidad, y haber comprendido en esa contemplación y con tolerancia la inanidad de todo, y que entre lo inane lo que lo es menos es lo bueno y lo bello, entendiendo por bondad el cariño desinteresado por las ideas, por las cosas visibles e invisibles, por las personas nobles, y entendiendo por lo bello lo que ya está revelado como tal o lo que lleva latente y aun en secreto la belleza futura y sólo se sabe que es así por lo que se oye en los sueños y en los suspiros.”
Fundador de la tertulia del Café Pombo, pintada casi en blanco y negro por Gutiérrez Solana, Gómez de la Serna creó la figura literaria de la greguería. Se trata de una frase corta en la que, en opinión del propio Gómez de la Serna, se produce una síntesis entre la metáfora y el humor para expresar una visión personal de la realidad. Un ejemplo: “Tenía tan mala memoria que se olvidó de que tenía mala memoria y lo recordó todo”. Pero la greguería que más me gusta y con la que estoy profundamente de acuerdo es aquélla que dice que “lo más importante de la vida es no haber muerto” y, de esta forma, vamos al cuento.


VERSIÓN CLÁSICA: “¡Oh, la crueldad incomprensible, inadmisible! Le sentenció Dios a muchos miles de siglos de purgatorio porque si los hombres al que no matan, al que absuelven de la última pena lo sentencian casi a lo mismo con sus treinta años, Dios, al que perdona del Infierno, le condena, a veces, a toda la eternidad menos un día, y aunque ese día mata por completo toda la eternidad, ¡cuán vieja y cuán postrada no estará el alma el día en que cumpla la condena! Estará idiota como el alma de la ramera Elisa, de Goncourt, cuando sale del presidio silencioso.
"¡Cuántas hojas de almanaque, cuántos lunes, cuántos domingos, cuántos primeros de año esperando un primero de año separado por tantísimos años!", pensaba el sentenciado, y no pudiendo resistir aquello, le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que le desterrase al infierno definitivamente, porque allí no hay ninguna impaciencia.
"¡Matadme la esperanza! ¡Matad a esa esperanza que piensa en la fecha final, en la fecha inmensamente lejana!", gritaba aquel hombre que por fin fue enviado al Infierno, donde se le alivió la desesperación.”

VERSIÓN ADAPTADA: Había una vez un hombre que fue condenado al purgatorio. Allí le dijeron que si meditaba durante una eternidad menos un día sobre el pensamiento político de ZP terminaría por entenderlo, y entonces le saldrían alas y volaría libre hasta el cielo. Pero pasaba un día y otro, y un año y otro, y un siglo y otro más, y el hombre seguía sin entender nada. No pudiendo resistir aquello, le pidió a Dios que le desterrase al infierno definitivamente, porque allí no habría ninguna impaciencia. “Matadme la esperanza! ¡Matad a esa esperanza que piensa en la fecha final, en la fecha inmensamente lejana!” gritaba aquel hombre. Y por fin fue enviado al infierno, en el que siguió sin entender a Zapatero, pero donde se le alivió la desesperación.

Y colorín colorón, ahí tienen la solución.

Los cuentos de ZP: El flautista de Hamelín


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 12 de febrero de 2008



VERSIÓN CLÁSICA: Hace mucho, mucho tiempo, una terrorífica plaga de ratas invadió la próspera ciudad de Hamelín. Los roedores (los había en tal cantidad que hasta los gatos huyeron despavoridos), saquearon las despensas y devoraron casi todo el trigo que se guardaba en los graneros. El Consejo Municipal, desesperado, proclamó a los cuatro vientos que premiaría con cien monedas de oro a aquél que librara a la ciudad de las ratas.
Al poco tiempo se presentó en la ciudad un flautista, alto y desgarbado, que, a cambio de la recompensa, prometió acabar con todas las ratas. Cerrado que fue el trato, se puso a tocar la flauta y ¡oh, maravilla!, al oír la música, todas las ratas abandonaron sus madrigueras y, bailando, marcharon detrás del flautista. Al llegar al río, el flautista se metió en el agua y, tras de él, se zambulleron todas las ratas que, como no podía ser de otra manera, perecieron ahogadas. Cuando al día siguiente el flautista reclamó su merecida recompensa, el Consejo, viéndose libre de la plaga de roedores y olvidando las angustias anteriores, se negó a pagar las cien monedas de oro por tan poca cosa, decían, como tocar la flauta y, con grandes burlas y risas, echaron al flautista de la ciudad.
Furioso y humillado, el flautista echó a andar y, cuando estuvo fuera de la ciudad, comenzó de nuevo a tocar su flauta. A oír la dulce música, todos los niños del pueblo salieron de sus casas y lo siguieron bailando, sin que los gritos y lamentos de sus padres pudieran impedirlo, hasta que se perdieron tras la línea del horizonte. El flautista y los niños desaparecieron y nunca más se supo de ellos.

VERSIÓN ADAPTADA: Hace mucho, mucho tiempo, una terrorífica plaga de ratas invadió la próspera ciudad de Hamelin. Eran tantas y tan gordas que hasta los gatos huyeron despavoridos. Poco después, las ratas habían devorado casi todo el trigo que los hamelineses guardaban en sus graneros y todo el queso que había en las despensas hamelinesas, y amenazaban a todos con sus afilados dientes.
El burgomaestre de Hamelín, que casualmente también era el zapatero de la población, qué coincidencia, convocó a toda prisa al Consejo Municipal y nombró una comisión con el objeto de entablar diálogo con las ratas y tratar de convencerlas de que ratas y hombres, y hasta gatos y perros, mire usted por dónde, podían vivir en paz y armonía bajo los arrullantes sones del arpa de la concordia. Llegó por fin el esperanzador día del encuentro dialogante y el burgomaestre-zapatero tomó la palabra para ensalzar la buena voluntad de las ratas y su decidida vocación de paz y, de paso, como el que no quiere la cosa, que sí la quiere, culpó del desentendimiento a la oposición conservadora, y, por último, propuso a los roedores la firma conjunta de una declaración de buenas intenciones y la construcción de un monumento conmemorativo en el que hombres y ratas se dieran la mano y la pata en torno a un gran queso de gruyere. Pero cuando el burgomaestre-zapatero, con la mirada extraviada de gozo, fue a echar mano del florido documento que había elaborado se encontró que, mientras hablaba y hablaba, las ratas, que no entendían ni palabra de hameliniano, habían devorado los veinte tomos del tratado de paz junto con el poco grano que quedaba en los graneros. Furioso el burgomaestre-zapatero, y temeroso también de la reacción de los hamelineses, pues se acercaban las elecciones a burgomaestre, decretó la ilegalización de todas las ratas, que ya se contaban por millones, y ofreció una recompensa a quien librara a la ciudad de la plaga.
En esto pasó por allí un flautista alto y desgarbado que, a cambio de cien monedas de oro, prometió eliminar a todas las ratas. El burgomaestre-zapatero accedió y el flautista sacó su flauta y comenzó a tocar una dulce melodía. No había hecho más que empezar los primeros compases cuando apareció por allí acompañado de un ejército de titiriteros el Presidente de la Sociedad General de Autores de Hamelín (la SGAH) y, sin contemplación alguna, decomisó la flauta y condenó al flautista a cadena perpetua por atreverse a tocar música en plena calle sin haber abonado previamente el canon correspondiente, momento que aprovechó el burgomaestre-zapatero para disolver al principal partido de la oposición.
Mientras tanto, las ratas, divertidas, se zamparon hasta el último grano de trigo de hamelín y su comarca y se adueñaron de todas la casas de la ciudad que, desde entonces, es conocida como Ratolín.
Y de Hamelín y de los hamelineses, del flautista y del burgomaestre-zapatero, de la SGAH y de su polémico canon musical y, por supuesto, de la oposición, nunca más se supo.

Y colorín, colorucho, en vez de reír, tiemble mucho.

Los cuentos de ZP: La pagoda de Babel



Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 5 de febrero de 2008



El de hoy no es un cuento; o, tal vez, sí lo sea. Lo escribió Gilbert K. Chesterton en 1922 al comienzo de uno de los relatos, El pozo sin fondo, que integran el libro titulado El hombre que sabía demasiado. Sea por la razón que fuere, tal vez porque en esos relatos los malos no lo son del todo y los buenos, tampoco, lo cierto es que El hombre que sabía demasiado es uno de mis libros preferidos, como también lo fue de Jorge Luis Borges, quien incluyó el cuento en la Antología de Literatura Fantástica que, junto con Adolfo Bioy Casares y la esposa de éste, Silvina Ocampo, publicó en 1940. En El pozo sin fondo (The bottomless well), el extraño inquisidor Horne Fisher muestra su desazón por lo que sabe: “El lado sórdido de las cosas, los motivos secretos, los móviles corrompidos, el soborno y el chantaje al que llaman política”. Pero vayamos al cuento tal y como lo escribió Chesterton.

VERSIÓN CLÁSICA: “Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.”

VERSIÓN ADAPTADA: El Sultán ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Y el primer piso de la Torre se llamó Alianza de Civilizaciones. En él, quería el Sultan que todos los pueblos del mundo se estrecharan la mano y cantaran con gozo sus alabanzas. Deslumbrado por su propia luz, pensaba el Sultán que los regímenes totalitarios, los intransigentes, los fundamentalistas y los corruptos, o sea, los lobos de este mundo, se transformarían mansamente en corderos demócratas. El segundo piso de la Torre se llamó Diálogo por la Paz, y era igual que el primero, pero más pequeño. Creía el Sultán que los asesinos terroristas por fin cambiarían la bomba por la palabra. El tercer piso recibió por nombre Talante y en él todas la voces serían escuchadas. El cuarto fue el de la Memoria Histórica, donde se cerrarían las viejas heridas y las cicatrices desaparecerían como por ensalmo. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con el Sultán. Y aún, el propio Sultán no alzaba del suelo más que dos ratones El Sultán quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Pero Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. No se pudo aliar a las civilizaciones del mundo porque muchas no eran aún lo suficientemente civilizadas. No hubo paz, pues el diálogo fue entre sordos y las bombas siguieron estallando. El Sultán del Talante sólo escuchó las voces que lo adulaban al tiempo que acallaba las críticas. Y, en fin, la Memoria Histórica reabrió las heridas cicatrizadas y produjo otras nuevas.
Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.

Y colorín, colorero, el Sultán del cuento es Zapatero.

Los cuentos de ZP: El Porquerizo



Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 29 de enero de 2008



VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez un Príncipe que, aunque pobre, se enamoró de la hija del Emperador y quiso casarse con ella. En prueba de su amor, le envió dos regalos: una rosa, cuya fragancia hacía olvidar las penas a quienes la olían, y un ruiseñor que entonaba los más dulces trinos. Pero la Princesa, que era vana y caprichosa, despreció los sencillos obsequios y rechazó al Príncipe. Más no se dio éste por vencido y, para estar cerca de la Princesa, se embadurnó la cara con betún, se vistió con pobres ropas y marchó al palacio imperial a pedir trabajo. El Emperador, sin saber que se trataba del Príncipe, lo puso a cuidar cerdos, y así se convirtió en Príncipe en porquerizo.
Como era muy habilidoso, fabricó en sus ratos libres una olla adornada de cascacabeles que, al hervir, entonaba una vieja coplilla popular que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”, y si ponías un dedo en el vapor, conocías qué se estaba cocinando en cada hogar del imperio. La Princesa, al oír la melodía, que era su favorita, se encaprichó del puchero, pero el porquerizo le exigió diez besos a cambio. La Princesa consintió en ello y obtuvo el puchero a cambio de los besos.
Días después el Príncipe fabricó una carraca que, cuando la hacía girar, interpretaba los más conocidos valses de la época. Cuando la Princesa oyó la carraca corrió a pedírsela al porquerizo, pero éste le exigió, no ya diez, sino cien besos. La caprichosa Princesa accedió y, cuando estaba besando al porquerizo, los sorprendió el Emperador que, muy enfadado, los arrojó de palacio. Entonces el Príncipe se despojó de su disfraz y le dijo a la Princesa: “Me despreciaste a mí y a mis regalos, pero no tuviste inconveniente en besar cien veces a un porquerizo a cambio de una bagatela. Sigue tu camino, Princesa”.
Y la Princesa se quedó en la calle y tuvo que ganarse la vida cantando aquello que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”.


VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un príncipe que, además de no tener un duro, era más cursi que un repollo con lazo. Y resultó que al buen Príncipe, enamorado de la hija del poderoso Emperador, no se le ocurrió para conquistar el amor de la Princesa otra giliflautez más grande que regalarle a la niña una rosa y un ruiseñor. A la Princesa, que por aquello de llevar la contraria a su padre, el Emperador, era de izquierdas y se había doctorado en Revoluciones Pendientes por la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, le dio un ataque de flato imperial y, cogiendo el Kalashnikov, envió al Príncipe un par de ráfagas que no le alcanzaron de milagro en salva sea la parte.
Sintiéndose humillado y preso de furor vengativo, el Príncipe tuvo otra idea tonta y pensó en disfrazarse de porquerizo y pedir trabajo en el palacio imperial. Pero hete aquí que, antes de que metiera la pata por segunda vez, se le apareció en sueños la momia de Lenin para mostrarle cúal era el camino que debía seguir. El Príncipe, que era muy habilidoso, transformó las ropas de porquerizo en un uniforme de revolucionario cubano, se dejó crecer la barba y aprendió a fumar puros y a quemar banderas imperialistas. Luego, se marchó a la selva colombiana y, allí, siguió un cursillo acelerado de técnicas de persuasión amatoria con el profesor Tirofijo. Por último, el Príncipe fabricó con sus propias manos cien misiles tierra-tierra, un cañón rotatorio M61 Vulcan y un lanzacohetes Katiushka, más conocido como “órgano de Stalin”, que, cuando disparaba, entonaba una vieja canción que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!” y, adornado de esta guisa, se presentó en el palacio imperial. La Princesa, rendida de amor al fin, aceptó darle cien besos al Príncipe; pero, cuando estaban en mitad de la función, los sorprendió el Emperador que, del disgusto, falleció de una apoplejía. Entonces, el Príncipe y la Princesa, encomendándose a San Carlos Marx, formaron una pareja de hecho, declararon constituida la República Socialista Agustiniana del Séptimo de Caballería, y se consagraron firmemente a extender la felicidad revolucionaria por todo el orbe conocido.
Y, por supuesto, cambiaron el trasnochado himno imperial que, a partir de aquel entonces y como no podía ser de otra manera, fue aquella vieja canción que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”.

Y colorín, colorales, con Chaves, con Castro y con Evo Morales.

Los cuentos de ZP: El Enano Saltarín (Rumpelstilzchen)



Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 15 de enero de 2008




Así de impronunciable era el nombre del dichoso enano en el cuento de Jacob Grimm. Sería por eso que en versión española lo bautizamos como el Enano Saltarín. Lean, lean el cuento, no se priven.

VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez un molinero que tenía una hija muy guapa. Un día, el Rey se interesó por ella y el molinero, para darse importancia, le dijo que además de bonita era capaz de convertir la paja en oro hilándola en una rueca. El Rey la llevó a palacio y la encerró en una habitación llena de paja para que, antes del amanecer, la hilara y convirtiera en oro. Si lo hacía se casaría con ella. Si no, le cortaría la cabeza. Estaba esa noche la joven muy apurada cuando apareció un duende que prometió ayudarla si ella, a cambio, juraba entregarle su primer hijo. La joven, desesperada, aceptó el ofrecimiento del enano y éste hiló toda la paja y la convirtió en oro. Y el Rey se casó con la joven.
Pasado un tiempo, nació el pequeño príncipe mas, una noche, se presentó el duende ante la Reina. Tanto y tanto rogó la joven madre por su hijo que el enano le prometió renunciar al niño si antes de tres días la Reina acertaba cuál era su nombre. Angustiada porque el enano rechazaba todos los nombres que le asignaba, la Reina envió exploradores por todo el Reino. Afortunadamente, uno de ellos informó acerca de un duende al que había sorprendido saltando y bailando delante de su cabaña, mientras cantaba: “Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”. Al día siguiente, cuando la Reina le dijo al gnomo cuál era su auténtico nombre el enano se enfadó tanto que, en palabras de Grimm, dio una patada al suelo y clavó la pierna hasta la rodilla y, al ir a sacarla, el duende se partió por la mitad. Y así acaba el cuento.

VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un molinero que tenía una hija muy guapa, o al menos eso le parecía a él. Un día pasó por allí un monarca de los de entonces, absolutamente poderoso, absolutamente codicioso y absolutamente tonto, y fijándose en la buena moza le preguntó al padre por sus habilidades y destrezas. El padre, viendo que el Rey se metía en harina de otro costal, le salió por los cerros de Úbeda y dijo que la chica era muy hacendosa, tanto que hilaba la paja y la convertía en oro. El Rey (que no cayó en que, si eso hubiese sido verdad, iba a estar el molinero moliendo trigo) se olvidó de los otros menesteres y, aprestándose a llenar sus arcas maltrechas, la llevó con él a palacio, no sin antes darle al molinero en pago por su hija el codiciado título nobiliario de Marqués de Solbes.
Nada más llegar a la capital del reino la nombró Ministra de Economía y Hacienda y, encerrándola en una habitación llena de paja, le dio una rueca y le ordenó que hilara toda la paja y la transformara en oro y que, si así lo hacía, la desposaría, o sea que se casaría con ella. La niña que no era tonta, sonrió al Rey y le dijo que no se preocupara, que la dejara sola con la paja y que se marchara a gastar rápidamente el oro que iba a hilar esa noche. El Rey celebró un gran banquete y ordenó la construcción de un nuevo palacio, se compró por Internet siete carrozas descapotables y un yate como el del sultán de Omán, y como quería ser recordado, no obstante, como un rey justo y compasivo por sus súbditos y había paja en el reino por un tubo, les prometió que a partir del día siguiente los nombraría a todos Actores y Actrices y Directores y Directrices de Cine del Reino, y que vivirían sin trabajar y que harían una película con Eva Longoria, ellos, y con George Clooney, ellas. A los enemigos del reino, en cambio, los condenaría a hacer una película con Pilar Bardem.
Mientras tanto, la flamante Ministra de Economía y Hacienda dejó a un lado la paja y la rueca y cogió el teléfono.
— ¡Que venga inmediatamente el Gobernador del Banco Central Europeo en Bruselas! —ordenó con el grave tono de autoridad que otorgaba y otorga tan alta magistratura como la suya.
Al cabo de un rato apareció por la puerta un señor bajito con lentes de miope y una gran cartera de cuero negro bajo el brazo.
—Buenos días, señor Rumpelstilzchen —le dijo la joven ministra que era muy leída y escribida y sabía alemán perfectamente—, necesitamos un préstamo de cien mil millones de monedas de oro, no importa a qué interés, pues el Rey lo necesita mañana a primera hora. Como garantía del préstamo ya sabe usted que cuenta con el reino entero y con todo lo que los súbditos produzcan en los próximos cien años. Palabra de Reina. Ah, las monedas en sacos de mil, por favor.
El gobernador Rumpelstilzchen, como acostumbraba a hacer cada vez que cerraba un préstamo en condiciones tan ventajosas, comenzó a dar saltos y cabriolas de alegría.
Por eso, en el Banco Central Europeo le llamaban sin que él lo supiera el Enano Saltarín.

Y colorín, colorete, que con este cuento ya llevo siete.


Los cuentos de ZP: El Emperador va desnudo


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 8 de enero de 2008


Lo escribió Hans Christian Andersen en 1837 pero, como ocurre tantas veces con los cuentos en general y con los programas electorales en particular, el escritor danés se había inspirado en otro cuento escrito quinientos años atrás por el Infante don Juan Manuel, titulado De lo que contesció a un rey con los burladores que fizieron un paño, recogido en el relato XXXII de su obra El Libro de Patronio o el Conde Lucanor. Tanto Andersen como el que fuera Adelantado Mayor del Reyno de Murcia coinciden en dos ideas fundamentales: que una cosa no es necesariamente cierta por el hecho de sea proclamada verdad absoluta por la mayoría, y mucho menos si quien la proclama es el poder público, sea Rey o Emperador; y que sólo los borrachos, los locos y los niños dicen la verdad.

Pero vayamos al cuento.

VERSIÓN CLÁSICA: Esto era un Emperador muy aficionado a los buenos vestidos al que dos charlatanes convencieron de que podían tejer una tela que, además de ser la más bella y suave del mundo, resultaría invisible para las personas estúpidas e incapaces de desempeñar su cargo.
El Emperador les encargó un traje y les suministró seda y oro para tejer la maravillosa tela. Pasado un tiempo mandó a varios de sus ministros a que vieran las telas pero, temerosos de reconocer que no habían visto tela alguna en los telares, uno tras otro se las describieron al Emperador con todo lujo de detalles. Éste, que tampoco quiso pasar por inepto, aceptó las lisonjas y engaños de los dos truhanes, se dejó vestir con el traje inexistente y salió a desfilar totalmente desnudo. Nadie del público osaba a decir lo que veía por miedo a ser tachado de estúpido e incapaz. Nadie, hasta que un niño gritó que el Emperador iba desnudo. Al oírlo, todo el pueblo comenzó a gritar la verdad, mas el Emperador, aunque barruntando que el pueblo tenía razón, continuó desfilando muy altivo, mientras sus ministros llevaban entre sus manos la inexistente cola del inexistente traje.

VERSIÓN ADAPTADA: Esto era un gobernante muy necesitado de los votos de sus conciudadanos, lo que suele ocurrir a derechas y a izquierdas, no se crean. Como buen padre de familia que era, corregía razonable y moderadamente a sus queridas hijas cuando éstas hacían alguna que otra trastada propia de los pocos años, lo que incluía la administración correctiva de un ligero y ocasional cachete o soplamocos.
Así iban las cosas cuando un par de charlatanes disfrazados de psicólogos y tres o cuatro asociaciones progresistas formadas por un solo miembro le dijeron que reprender a un hijo dándole un capón era, además de una flagrante violación de los derechos de la infancia, una conducta antidemocrática y fascista, y que ganaría muchos votos del centro y de la izquierda si suprimía la potestad paterna de corregir moderada y razonablemente a los hijos. Temeroso de ser tachado de fascista, el gobernante proclamó la prohibición de dar cahetes a los hijos, y añadió de su propia cosecha que quien defendiera lo contrario era un inmovilista y un carpetovetónico, aunque esto último no sabía muy bien lo que era. Sus ministros y edecanes se apresuraron a aplaudir la medida y, con ellos, los ciudadanos recelosos de ser tildados de fascistas y carpetovetónicos, aunque esto último no supieran muy bien lo que era. Cuando los niños, tan listos ellos y sin miedo alguno a los inexistentes castigos, comenzaron a hacer lo que les venía en gana, los padres se percataron de su error pero ya era tarde, pues nadie quería dar la voz de alarma por miedo a ser llamado fascista y carpetovetónico, aunque muchos no sabían que era esto último.
Por fin, alguien −debió ser un loco o un borracho pues, evidentemente, era imposible que esto lo planteara un niño− propuso al padre de un infante que no cesaba de dar patadas a su progenitor en la espinilla que le diera una buena bofetada. Así lo hizo al trasponer la puerta del hogar y así acabaron las patadas en la espinilla. Cundió clandestinamente el ejemplo y la gente comenzó de nuevo a corregir reservada y moderadamente a sus revoltosos retoños que entendieron perfectamente el mensaje paterno. Y todos volvieron a portarse bien.
Todos, menos las hijas del gobernante que entretenían sus horas libres −veinticuatro al día, pues habían decidido no ir al colegio ni acostarse a su hora− decorando las paredes del palacio presidencial con sus lápices de colores, cuando no estaban rellenando de pegamento Superglu el frasco de gomina de su padre, o metiendo escarabajos en los bolsillos de su chaqueta, o haciendo la petaca al lecho conyugal, o desinflando los neumáticos del coche oficial, o apedreando a los escoltas paternos. El gobernante lo aguantaba todo por miedo a ser señalado como fascista y carpetovetónico, aunque no supiera muy bien de qué iba esto último.

Los cuentos de ZP: Zeniciento




Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 4 de diciembre de 2008



VERSIÓN CLÁSICA: Cenicienta, huerfanita de padre y madre, era una hermosa joven que vivía con su madrastra y con las dos horribles hijas de ésta, Gisela y Anastasia. Pese a ser la heredera de la posición de su padre, Cenicienta era obligada por la tacaña de su madrastra a realizar cada día todas la tareas domésticas, incluso a limpiar las cenizas del hogar, de ahí su nombre. Un día, el Rey invitó al baile real a todas las mozas del reino en edad casadera para que el Príncipe escogiera esposa y, pese las maquinaciones de la pérfida madrastra, una espléndida Cenicienta hizo su entrada en palacio gracias a los hechizos de su Hada Madrina. El Hada, no obstante, puso como condición que regresara a casa antes de las doce, pues a esa hora la carroza se convertiría de nuevo calabaza, los pajes en ratones y el lujoso vestido en harapos, y el encantamiento quedaría roto. El Príncipe se enamoró perdidamente de Cenicienta pero, antes de saber su nombre, sonó la primera campanada de medianoche y Cenicienta echó a correr, no sin antes perder un lindo zapatito de cristal. El Príncipe recogió el zapato y recorrió todo el reino hasta encontrar el lindo pie de su dueña y, con él, a su dueña entera. Y se casaron y fueron felices y comieron perdices.

VERSIÓN ADAPTADA: Zeniziento era un joven huerfanito de abuelo paterno que, pese a sus muchos talentos y talantes progresistas, se vio obligado a vivir como parte integrante de la feliz clase media franquista y a estudiar Primaria en el colegio de monjas de las Discípulas de Jesús, bachillerato y COU en un colegio privado y la carrera universitaria en una facultad de derecho creada en los tiempos del dictador. Pero Zeniziento no desesperó y como muestra inequívoca de su pacifismo incipiente logró eludir el servicio militar obligatorio a base de prórrogas, si bien, cuentan las malas lenguas del reino que el Ejército lo excluyó intencionadamente del contingente militar, pues estaba informado de la fama creciente del joven progresista. Habréis de saber vosotros, queridos niños, que Zeniziento no debía su nombre a nada que tuviera que ver con las cenizas, sino a todo lo que tuviera que ver con los cenizos, pues el chico, desde pequeñito, había criado fama de gafe y pájaro de mal agüero.
Pasados los duros años de la adolescencia, el joven Zeniziento, que soñaba con ser Califa en lugar del Califa, se afilió al PSOE, pero sus malvados compañeros de partido se reían de él. En esto, se le apareció un Hado Madrino llamado Pepiño que mediante un conxuro y una queimada consiguió incrementar la condición de gafe de Zeniziento hasta extremos insospechados. Poco a poco, todos los que se habían reído de Zeniziento se vieron defenestrados políticamente, o se marcharon con sus familias a vivir al Congo o, peor aún, resultaron elegidos eurodiputados. Zeniziento se alzó con el poder en el partido y, tras gafar al partido gobernante, se convirtió en Califa del Califato. Pero el hechizo con Z de ZP continuó su ciclo expansivo, pues el Hado Madrino había olvidado establecer una condición resolutoria y, así, todo cuanto tocaba Zeniziento se gafaba irremediablemente: el candidato demócrata Kerry desapareció en las turbulentas aguas de la política norteamericana; el canciller alemán Schroeder fue derrotado por Angela Merkel; la candidata socialista Ségolène Royal perdió las elecciones francesas; apoyó el sí de Francia a la Constitución Europea y ganó el no; el italiano Romano Prodi tuvo que dimitir tras un abrazo cordial de Zeniziento; la Bolsa española se desplomó tras una visita de Zeniziento; la Ponferradina, equipo de fútbol de sus amores, perdió la categoría en un partido con la presencia de Zeniziento; la selección de baloncesto perdió en iguales circunstancias la final europea; tras la visita de Zeniziento a la regata de la Copa América, la calma chica paralizó los barcos durante cuatro días; asistió junto al príncipe Gallardón de Gallardonia a la derrota de la candidatura de la capital del Califato para los Juegos Olímpicos de 2012.
—¿Y de la madrastra, qué hay de la madrastra? —apunta mi lector irascible y malasombra—, pues en estos cuentos siempre hay una madrastra.
En efecto, querido lector, en este cuento también había una madrastra a la que Zeniziento nombró Vicecalifa de su gobierno, pero eso, como decía Kipling, ya es otra historia.

Y colorín, colorero, que éste del cuento es Zapatero.

Los cuentos de ZP: Los tres Zerditos


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 11 de diciembre de 2008


VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez Tres Cerditos que vivían junto a un denso bosque y, temerosos de que un día viniera el Lobo Feroz a comérselos, decidieron construir cada uno una casita en la que guarecerse. Uno de ellos, que era el Cerdito más gandul y juguetón, se hizo una choza de paja para poder ir a jugar lo antes posible. El segundo se construyó una cabaña de madera. Tardó un poco más, pero pronto pudo reunirse con el primer Cerdito. El tercero, que era el más hacendoso y precavido de los tres, construyó su casita con cemento y ladrillos. Un día llegó el Lobo Feroz en busca de comida, o sea, de Cerditos, y éstos, espantados, corrieron a refugiarse en sus casitas. Cuando el Lobo llegó a la choza de paja, hinchó de aire los pulmones y la derribó de un fuerte soplido, mas el Cerdito corrió a refugiarse a la cabaña de madera de su amigo. Al poco llegó el lobo y sopló, y sopló, y derribó también la cabaña de madera. Los Cerditos se refugiaron entonces en la casita de ladrillos del Cerdito Laborioso. El lobo sopló, y sopló, y sopló, mas nada pudo contra la sólida casita. Entonces pensó en colarse por la chimenea, pero los Cerditos, que serían Cerditos pero no tontos, pusieron una gran olla de agua en el fuego y el Lobo Feroz cayó directamente en el agua hirviente y se escaldó..., bueno, ya saben ustedes lo que se escaldó el Lobo, de suerte que se fue corriendo y aullando, y nunca más volvió a molestar a los Tres Cerditos que vivieron felices y comieron perdices.

VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez Tres Zerditos que moraban junto a un bosque protegido por la legislación medioambiental de aquel entonces, legislación que había sido impulsada con toda severidaz por la FINA, que no era el nombre de la señora del burgomaestre de turno, no señor, sino las siglas de la Federación Interélfica de Naturistas Asilvestrados. Los Zerditos vivían temerosos de que algún día el Lobo Feroz que vivía en el bosque protegido viniera a comérselos. Lo más natural en estos casos hubiera sido que el gobierno mandara al bosque una partida que diera caza al Lobo, pero no fue así pues, como ya se habrán imaginado ustedes, mis queridos e inteligentes niños, el Lobo era una especie protegida por las leyes de la FINA, lo que significaba que podía ir por ahí con total libertaz, comiéndose a quien quisiera en nombre de la ecología más feroz. Por esta razón, los Zerditos decidieron construirse una casita cada uno para guarecerse de los ataques del Lobo. El primero empezó a hacer una choza de paja, pero antes de que la hubiera acabado llegó un alguacil de la FINA, ya saben, y además de pedirle la licencia de obras menores, le levantó un acta de infracción por trabajar sin casco. El Zerdito, espantado, huyó hasta la cabaña de madera que construía el otro Zerdito, ése sí, protegido con un casco y provisto de la correspondiente licencia de obras. “Las cabañas de madera también precisan de proyecto visado por el Colegio de Constructores de Cabañas, así como de Plan de Prevención de Riesgos Laborales”, les dijo el alguacil mientras redactaba una denuncia por uso de casco no homologado. Y los Zerditos, doblemente espantados, huyeron con toda celeridaz en dirección al lugar donde el tercer Zerdito, el más precavido y hacendoso de los tres, había decidido construir su casa de ladrillos y cemento, con chimenea, barbacoa, solarium y plaza de aparcamiento para dos coches. Al llegar a la parcela, los Zerditos gandules y atolondrados vieron cómo el Zerdito Laborioso, tocado con su casco protector homologado, mostraba sonriente al alguacil todos los permisos, licencias, proyectos, planes y visados habidos y por haber. Pero el alguacil, más listo aún, que por algo era alguacil, le pidió el certificado oficial de la FINA de que las obras proyectadas no afectarían al bosque protegido. El Zerdito Laborioso, ni corto ni perezoso y acompañado por los otros dos Zerditos, marchó a toda velocidaz a las oficinas de la FINA para solicitar el dichoso certificado.
“Pom, Pom”, llamaron los Tres Zerditos a la puerta de la FINA. “¿Quién es?”, contestó desde dentro una voz. “Somos los Tres Zerditos y venimos a pedir el certificado de legalidad medioambiental de la casa que quiero construir junto al bosque” contestó el Zerdito Laborioso con su voz de flauta. “Pasad, pasad”, les dijo la voz.
Al entrar en la oficina, el Lobo Feroz se abalanzó sobre los triplemente espantados Zerditos y se los comió de un bocado. Luego, relamiéndose todavía y con la panza llena, decidió echar una siesta y, entrando en un despacho, cerró la puerta tras de sí. En la placa atornillada en la parte superior de la puerta se podía leer el siguiente rótulo: “Don Lobo Feroz. Presidente de la FINA”.

Y colorín, colorido, este cuento ha fenecido.

Los cuentos de ZP: CaperuZita Roja, por supuesto


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 27 de noviembre de 2008


VERSIÓN CLÁSICA: Caperucita Roja, llamada así porque siempre vestía una capita con capucha de ese color, era una niña que vivía con su madre a orillas del bosque. Un buen día fue a llevar comida a su abuelita que vivía en medio de la floresta y, desatendiendo los prudentes consejos maternales, tralará, tralarita, atravesó el bosque por un atajo donde se encontró con el lobo feroz al que, con todo el candor y la inocencia de una niña de cuento, informó de su visita a la abuelita. El lobo marchó rápidamente a casa de la abuelita, la devoró de un bocado y, vistiéndose con sus ropas, se metió en la cama y aguardó impaciente a Caperucita. Caperucita, confundiendo al lobo feroz con su abuelita, le preguntó que para qué quería una boca tan grande, a lo que contestó el lobo que para comérsela mejor (a Caperucita) y se abalanzó sobre ella. Al oir los gritos de Caperucita, un cazador que por allí pasaba mató al lobo feroz de un tiro y salvó a la dulce niña.

VERSIÓN ADAPTADA: Caperuzita Roja era una niña que se llamaba así, no por su vestimenta, no, pues usaba vaqueros ombligueros y camiseta de rayas con la efigie estampada de Evo Morales, sino porque era de izquierdas desde muy chiquita, como las hijas de ZP. La progenitora B de Caperuzita era profesora de Educación para la Ziudadanía en el instituto del bosque y había educado monoparentalmente a la niña en los postulados del progresismo libertario más feroz, de tal suerte que Caperuzita hacía siempre lo que le daba la gana, mientras que su madre trataba infructuosamente de dialogar con ella.
Un buen día, o mejor dicho, una buena noche, a eso de las dos de la mañana, o sea con nocturnidaz, Caperuzita decidió ir a visitar a la madre de su progenitora B (le habían enseñado desde pequeña a no llamarla abuelita, que eso sonaba muy carca) para convenzerla, con Z de ZP, de que votara al PSOE en las próximas elecciones y, de paso, para llevarle unos bocatas. Hay que decir que la abuelita era una ancianita de derechas de toda la vida que vivía de una exigua pensión en una casita del bosque. Caperuzita Roja, siempre dispuesta a llevarle la contraria a su progenitora B, y pese a las dialogantes advertencias de ésta, decidió cruzar el bosque en mitaz de la noche por el camino de enmedio y, claro, se topó con el Lobo Feroz, también con Z de ZP.
El Lobo Feroz era un colega de marcha de Caperuzita al que la joven no veía desde la noche anterior y, para celebrar el encuentro, decidieron organizar un botellón en el jardín de la casa de la madre de la progenitora B de Caperucita, es decir, en el jardín de la abuelita carca, que en esos momentos se encontraba durmiendo plácidamente en su cama, arropada con la colcha de ganchillo. La abuelita, la pobre, se despertó sobresaltada al oír los sones de la delicada canción “Demasiao perro pa trabajá – demasiao carvo pal rocanró” de los Mojínos Escozíos, que sonaba como si la camita estuviera instalada en mitad de un concierto del famoso grupo de rock formado por el “Sevilla”, el “Zippy”, el “Vidalito”, el “Puto” y el “Chicho”. Presa de fuertes taquicardias, la abuelita salió al jardín y allí encontró a su Caperuzita, al Lobo Feroz y a diecinueve colegas más, montando la fiesta por todo lo alto. Al preguntar con voz entrecortada qué ocurría y qué era ese ruido tan grande, el Lobo Feroz cogió su móvil con la ferocidaz que le es propia, llamó al cuartelillo de la polizía munizipal y con toda claridaz denunzió a la abuelita por tratar de impedirles a él y a sus colegas, con monsergas acerca de no sé qué derecho al descanso de no sé quien, tío, córtale el rollo chungo a la vieja, el sano ejerzizio del derecho constituzional a la movida joven.
Como es natural, el polizía munizipal se presentó raudo y veloz, detuvo a la abuelita y le confiscó la colcha de ganchillo. Caperuzita Roja, ni se enteró.

Y colorín, colorejo, que este cuento es ya muy viejo.

Los cuentos de ZP: La Zigarra y la hormiga


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 13 de noviembre de 2008


Puestos a reescribir la historia, no veo por qué no podemos reescribir también los cuentos de toda la vida. Aprovechando la inspiración que nos ha llegado a través de un correo electrónico, comenzaremos Ignatius y yo por un clásico, La Cigarra y la Hormiga, cuento que, sin ser chino, anda muy necesitado de una severa adaptación a los tiempos de modernidad y talante que, más que correr, vuelan por estos pagos. De momento, cigarra también se escribe con Z.

VERSIÓN CLÁSICA: La Hormiga trabaja a brazo partido todo el verano bajo un calor abrasador. Construye su casa y se aprovisiona de víveres para el invierno. Mientras tanto, la Cigarra piensa que la hormiga es tonta, y se pasa el verano riendo, bailando, cantando y jugando. Cuando llega el invierno, la Hormiga se refugia en su casita donde tiene todo lo que le hace falta hasta que llegue la primavera. La Cigarra, tiritando, sin comida y sin cobijo, muere de frio. Fin.

VERSIÓN ADAPTADA: La Hormiga trabaja a brazo partido todo el verano bajo un calor abrasador. Construye su casa y se aprovisiona de víveres para el invierno. Mientras tanto, la Zigarra piensa que la Hormiga es tonta, y se pasa el verano riendo, bailando, cantando, jugando, organizando botellones y liándose canutos. Cuando llega el invierno, la Hormiga se refugia en su casita donde tiene todo lo que le hace falta hasta que llegue la primavera. La Zigarra, tiritando, sin comida y sin cobijo, y con el apoyo del sindicato de zigarras, organiza una rueda de prensa en la que se pregunta por qué la Hormiga tiene derecho a vivienda y comida, mientras que otros como ella, con menos suerte, pasan frio y tienen hambre. Las televisiones públicas y privadas emiten en prime time varios programas en vivo en los que, por un lado, se puede ver a la Zigarra pasando frio y calamidaz, al tiempo que se evoca su aportación al mundo de la cultura progresista, y, por otro, se ve a la Hormiga bien calentita en su casa, enfundada en un polo de Lacoste y con la mesa llena de comida. De paso, se recuerda su pasado como concejal del PP en el hormiguero. Los ciudadanos se escandalizan de que en un país con tanta modernidaz como el suyo se deje sufrir a la pobre Zigarra titiritera, mientras que otros viven en la abundancia y visten polos de marca. Las asociaciones contra la pobreza de solemnidaz se manifiestan delante de la casa de la Hormiga. Los medios de comunicación cuestionan que se haya enriquecido a espaldas de la Zigarra con total impunidaz e instan al gobierno a que aumente los impuestos a las hormigas para que todos puedan vivir con más comodidaz. Respondiendo a las encuestas de opinión, el gobierno socialista que preside Zigarrero elabora una ley sobre la igualdaz económica y el reparto de riqueza de las hormigas con clausula de retroactividaz. El Govern de la Generalitaz de Catalunya pide y obtiene un cupo suplementario para las zigarras catalanas. Los impuestos de la Hormiga han aumentado una barbaridaz y, además, en señal de ejemplaridaz, le llega una multa millonaria por no contratar en verano a la Zigarra como ayudante. La Ministra de Vivienda y Edificabilidaz ordena el embargo de la casa de la Hormiga, ya que ésta no tiene suficiente dinero para pagar la multa y la fiscalidaz. La Hormiga se va de España y se instala con éxito en Suiza. Las televisiones públicas y privadas de Zigarrero emiten imágenes de la Zigarra con sobrepeso −pues se ha comido casi todo lo que habia en la despensa de la Hormiga mucho antes de que llegue la primavera− en el momento de recoger de manos del presidente Zigarrero un Goya de la Academia de Zigarras Progresistas. El hormiguero expropiado a la Hormiga se convierte en albergue para zigarras, que se arruina rápidamente al no hacer sus ocupantes nada para mantenerlo en buen estado. La oposición del PP reprocha al gobierno de Zigarrero que no ponga los medios necesarios para resolver el problema. Mientras que la Ministra de Obras Públicas le echa la culpa de todo lo que pasa al PP, a la Conferencia Episcopal y a la empresa constructora del hormiguero, el gobierno pone en marcha una comisión de multilateralidaz, multidisciplinariedaz, multiculturalidaz y multietnicidaz −de la que están excluidas las hormigas−, que preside con toda gravedaz la señora Vicepresidenta. Entretanto, la Zigarra muere de una sobredosis. Como primera medida, la Vicepresidenta alude al fracaso del anterior gobierno del PP para corregir el problema de la desigualdaz social y culpa a la Conferencia Episcopal de boicotear las políticas de igualdaz del gobierno de Zigarrero. El hormiguero es finalmente ocupado por una banda de arañas inmigrantes. El gobierno de Zigarrero se felicita por la diversidaz multicultural de España.

Y colorín, colorado, que este cuento no ha acabado.

El río que nos separa



Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 10 de junio de 2008




El Ebro, ese río fronterizo, está a punto de desbordarse a su paso por la Expo de Zaragoza. Mientras, el gobierno socialista de ZP deroga el trasvase del Ebro a Cataluña para demostrar que incluso las obras hidraúlicas son de quita y pon. Es el precedente apropiado para derogar el trasvase del Tajo, otro río divisorio, en cuestión de un par de desaladoras. Hace unos años escribí un artículo dedicado a un río que dejó de ser frontera aún antes del tratado de Schengen. Permítanme que me cite.
El Mosela, por cuyas orillas he vuelto a pasear y cuyos vinos he vuelto a beber, es un caudaloso afluente del Rin. Una orilla del río es Francia o Luxemburgo, la otra es Alemania. Apenas se diferencian, excepto porque las laderas alemanas son más soleadas al atardecer. Idénticos pueblos se asoman al río, y los viñedos, salpicados de hayedos y robledales, se prolongan en las regiones del Sarre y Renania-Palatinado hasta donde la vista alcanza. El Mosela es un río hermoso y pacífico pero, por ser frontera, su pasado es tumultuoso y violento. En 1956, once años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la República Federal de Alemania y el pequeño Ducado de Luxemburgo acordaron encauzar el río, y la vieja frontera, en vez de separar a los dos Estados, se transformó en un lugar de encuentro. Desde entonces, el Mosela es enteramente navegable y constituye una de las principales vías de comunicación fluvial de Europa. Es curioso que para serlo, para ser frontera, los ríos separen tradicionalmente territorios. El Oder ha sido la frontera natural entre Alemania y Polonia. El Rin es frontera entre Alemania y los Países Bajos, entre Francia y Alemania, entre Alemania y Suiza, entre Suiza y Austria. El Danubio separa Eslovaquia de Hungría y Rumanía de Yugoeslavia y de Bulgaria. Pero los ríos también unen. El Danubio une en su curso a Ratisbona con Viena, y a ésta con Budapest y con Belgrado. El Rin hace lo propio con la ciudad suiza de Basilea, la francesa de Estrasburgo, las alemanas de Maguncia, Coblenza, Colonia y Düseldorff, y las holandesas de Nimega y Rotterdam. Pero, al parecer, esas cosas ocurren únicamente con los ríos de Europa.
Por el contrario, en este país de los milagros sin panes y sin peces, los ríos pueden llegar a ser fronteras sin necesidad de partir territorios y, lejos de unir regiones y ciudades distantes, aquí los ríos las separan. Esta curiosa pirueta de la geografía sólo es posible en la vieja España del garrotazo goyesco, aquélla que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda los dos. Castilla-La Mancha está a un río de distancia de Murcia, y Aragón, a otro.
Si miran ustedes a su alrededor, a esa Europa a la que dicen que pertenecemos, verán que allí los ríos ya no son fronteras sino comuniones, que ya no distancian sino que unen, que ya no enfrentan sino que reconcilian. Igualmente podrán comprobar que el Mosela no es menos río porque Alemania y Luxemburgo se repartieran sus aguas y sus orillas. Y sabrán que la unión política de Europa, la verdadera unión entre sus gentes, empezó realmente en Schengen, ese pequeño pueblo del Mosela, plantado en la encrucijada franco-alemana-luxemburguesa, en el que un día se decidió la supresión de las fronteras europeas. Fue en Schengen de la misma forma en que nunca podría haber sido en Zaragoza, en Toledo o en Murcia.
Claudio Magris, a quien he citado muchas veces en estas páginas, escribe en un ensayo titulado Desde el otro lado. Consideraciones fronterizas que “las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo (...) Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoeslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa”.
La obsesión por la propia identidad...