martes, 25 de junio de 2013

Hagan como yo: por un día cierren los ojos



(Artículo publicado el 25 de junio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Hoy (por ayer) es mi santo y, aunque cada día que pasa lo es un poco menos por aquello de que la celebración de los cumpleaños, tan anglosajona ella, va restando protagonismo a la onomástica, lo cierto es que voy a darle a mi cuerpo una alegría o, como dice mi amigo Luiso, un par de ellas si son pequeñas. Lo primero que voy a hacer es no leer la prensa, ni oír la radio, ni ver los telediarios, naturalmente preñados de malas noticias. Así no me enteraré de lo que ocurre con la llegada del AVE a Murcia, cuyo retraso es tanto más penoso para los murcianos cuanto que, siguiendo la tradición, ha llegado antes a la vecina Alicante como ocurriera antaño con la autopista, con el aeropuerto y, como consecuencia de ello, con el turismo, ni sabré lo que pasa con la variante de Camarillas o con la electrificación del primer tramo de vía férrea murciana, ambas pendientes desde la creación del mundo, dicho sea sin exagerar un ápice. Tampoco me enteraré de lo que pasa con el deporte nacional del abucheo, que un día celebra el Trofeo Wert y al otro la Copa de la Reina, en espera del Gran Abucheo A Quién Va A Ser. No me enteraré de por qué Rubalcaba, que dice que, para todo el mundo salvo para la derecha, un cinco es un aprobado, no nos recuerda también aquello de que para el PSOE se podía pasar de curso con cuatro suspensos. Nada sabré acerca de por qué nadie cuestiona la imparcialidad del jurado del juicio a Bretón, jurado que arrancó a llorar en bloque al escuchar a los testigos de cargo, lo que ofrece al reo menos posibilidades de librarse de la condena que un cojo ante un mihura. Seguiré ignorante de cuál es el complejo que ha llevado a Garzón, al que echaron de la judicatura por las escuchas ilegales a los abogados defensores, a ofrecerse como defensor de Snowden, el funcionario de la CIA que ha denunciado las escuchas del Gobierno norteamericano a los norteamericanitos de a pie. Me perderé los últimos detalles del culebrón del caso Bárcenas y del por qué nadie supo nunca nada de los sobresueldos, indemnizaciones o bufandas que cobraban determinados personajes del PP, ni siquiera quiénes entregábamos cada mes una parte de nuestro sueldo para costear la seguridad de los concejales del País Vasco, amenazada por los terroristas de ETA. También me perderé con todo el dolor de mi corazón, corazón, los detalles de las “merecidas vacaciones” y del “bien ganado descanso” que, en medio de esta espantosa crisis económica plagada de recortes, van a comenzar a disfrutar de inmediato todos los famosillos y famosetes de medio pelo que pueblan los programas de la telebasura nacional.  Finalmente, me quedaré sin saber las razones de por qué tras aprobar el Informe para la Reforma de las Administraciones Públicas que pretende entre otras cosas reducir el número de órganos,  lo primero que ha hecho el Gobierno de España ha sido crear la Oficina para la Ejecución de la Reforma de la Administración.
             Lo segundo que voy a hacer es seguir pensando plácidamente, a falta de malas noticias frescas, que España va bien y que domina el mundo: la Selección Española Absoluta de Fútbol, o la Roja, como prefieran, ya está en semifinales de la Copa FIFA de Confederaciones que se celebra en Brasil; la Selección Española de Fútbol Sub-21 ha quedado Campeona de Europa en el Campeonato celebrado en Israel; y la Selección Española de Fútbol Sub-20, tras derrotar a Ghana en una hazaña sin par, lo que a estas horas desconozco pero intuyo, pasará a Octavos de Final en el Campeonato del Mundo que se celebra en Turquía. La España futbolera, claro.

Y lo tercero que voy a hacer es saltarme a la torera la dieta sin azúcar zampándome una tortadica murciana de merengue, de esas individuales que hacen en Espinosa.
             Con su guindica y todo.
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martes, 18 de junio de 2013

Sharpe con una rodaja de limón


(Artículo publicado el 18 de junio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Si les digo que soy un lector desordenado y compulsivo, un tragón de lecturas, un adicto a la letra impresa y al tacto de las cubiertas de piel o cartoné, un esnifador de polvo de biblioteca, un impúdico sobón de libros y un irredento coleccionista de libros leídos pero no devueltos, me dirán que exagero, y yo les contestaré que sí, que exagero, pero no tanto. Me gusta leer y me gustan los libros, lo que no me ha impedido poseer, e incluso disfrutar, un ebook de esos que te permiten llevar en poco más de cien gramos todos los volúmenes de la Biblioteca Nacional, o casi. El libro electrónico nos es muy útil en verano a los devoradores de libros pues permite que nos movamos sin necesidad de llevar una maleta extra para los libros de vacaciones. También es útil porque podemos leer de noche sin más luz que la de la pantalla del ebook, si es retroiluminado, o con una pequeña lamparita de pinza, si la pantalla del libro es de efecto papel. Sin embargo, el libro electrónico no te proporciona esos otros disfrutes que regala el libro tradicional de papel: el tacto fino de una cubierta de piel, el toque levemente más áspero de la hoja de papel cuando pasas página, o el aroma del libro, siempre diferente, siempre evocador, olores antiguos y polvorientos como los de los viejos libros de aventuras, los olores frescos y ácidos de la tinta joven en los libros recientes,  los aromas de las flores secas halladas entre las páginas de un libro de poesía casi olvidado.
Este verano, si viajo, lo haré con mi ebook siempre preñado de promesas intelectuales, pero también me acompañarán diez o doce libritos, que pesan muy poco, para quitarme el mono de tocar libro o, como se decía antiguamente, para que no se me reviente la hiel por falta de papel de biblioteca. Se trata de algunos ejemplares de la colección Compactos de Anagrama, ligeros y baratos, que compré hace unos años cuando Ángel Montiel me recomendó que leyera a Tom Sharpe. Había empezado yo a escribir mis artículos con Ignatius de animal de compañía, y comenté lo mucho que había disfrutado con La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole, y de cómo disfrutaba también con las obras de P.G. Wodehouse, con sus estrafalarios personajes y con las divertidas y muy británicas situaciones que el maestro inglés del humor recreaba en sus novelas. Conocía a Sharpe por haber ojeado “Wilt”, la primera de las desternillantes novelas protagonizadas por el extravagante profesor de literatura Henry Wilt, unos años atrás. Como Ignatius Reilly, Henry Wilt me desvelaba la abundantísima presencia de necios e ineptos que se da en la vida en general y en los gobiernos y en las instituciones en particular que, con aplomada y pomposa gravedad, rigen los destinos de la sociedad, lo que no es nada nuevo, por cierto.
Ahora estoy leyendo “Un bastardo recalcitrante”, la novela preferida del propio Sharpe, acompañado de un vaso con ginebra en la que flota una rodaja de limón. En esta novela, el nonagenario y excéntrico señor Flawse, que vive aislado del mundo en su finca campestre de Northumberland, dedicado a la cría selectiva de una nueva raza de sabuesos, consigue por fin contratar a un ama de llaves permanente, la viuda cazadotes Sandicott, por el módico precio de convertirla en su esposa. En un pasaje que cito de memoria, el viejo Flawse procede a enseñar a su nueva esposa la jauría de sabuesos Flawse, una aullante manada de enormes y babeantes perros orejudos:
―El sabueso Flawse ―le dice muy ufano a su esposa―, es sin duda la mejor raza de sabuesos del mundo. Dos tercios de mastín del pirineo por su fiereza y tamaño, un tercio de labrador por la finura de su olfato y, para terminar, otro tercio de lebrel para añadirle ligereza, y ¿qué tenemos aquí, querida?
―Pues cuatro tercios, querido, aunque no se me ocurre nada que sea divisible en cuatro tercios.
Tom Sharpe falleció hace tan sólo unos días en Llafranch, la localidad gerundense en la que vivía desde 1995 y en la que cada día bebía como aperitivo un buen vaso de “una ginebra fabricada en Menorca, la mejor ginebra que se destila en el mundo”, acompañada de una rodaja de limón. En una entrevista que concedió hace unos años, preguntado acerca de lo que le producía optimismo, Sharpe el humorista contestó algo tan serio como lo siguiente: “En realidad, lo único que me da cierto optimismo es el convencimiento de que el mal es algo estúpido, que la gente perversa es estúpida, y que los perversos se destruyen antes o después”.
Chin, chin.
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martes, 4 de junio de 2013

Ignatius en bicicleta



(Artículo publicado el 4 de junio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Algo así ha debido pensar Ignatius, ya saben, mi inabarcable asesor en materia de movilidad ciudadana, en relación con la renovada moda de ir en bicicleta. El uso de la bicicleta que, junto con el motocarro, fue durante mucho tiempo un símbolo de la España subdesarrollada de la posguerra, con los Planes de Desarrollo de los años sesenta se redujo paulatinamente a las carreras ciclistas y a los veranos azules, de manera que las calles y carreteras quedaron reservadas casi en exclusiva a coches y motocicletas. La crisis económica, unida a una peculiar forma, muy española por cierto, de entender Europa, ha devuelto actualidad a la bicicleta como medio de transporte económico, sano y que no contamina, lo que es bien cierto y muy provechoso para la población si no fuera porque, como siempre, nos hemos traído de Europa sólo lo que nos interesa. Hoy las bicicletas están a punto de convertirse en una plaga urbana del mismo modo en que, si bien un solo ratón responde al simpático nombre de Pérez y nos trae monedas a cambio de dientes, un millón de ratones fueron suficientes ratones para que el pueblo de Hamelín buscara un flautista que lo librara de ellos.
A lo largo de los últimos meses, Ignatius ha mantenido un fiero duelo personal con los ciclistas urbanos que pueblan las vías peatonales de la ciudad.
―Cómo es posible, decía Ignatius hasta hace muy poco, que las calles céntricas de la ciudad como la Trapería, que fueron peatonalizadas para que los viandantes pudiéramos deambular por ellas con cómoda seguridad, se hayan convertido en velódromos en los que cada día resulta más difícil esquivar las bicicletas, que se entretienen sorteando peatones a toda velocidad, en lo que constituye un salvaje atentado contra las reglas del Buen Gusto y la Prosodia que, ni en sueños, hubiera imaginado la Santa Monja Rosvita, aquella mujer cuya preclara visión iluminó las sombras del Medioevo.
La cosa había llegado a tal extremo que hube de prohibir a Ignatius salir a la calle pertrechado con su armadura plateada de Sir Galahad, la espada en una mano y la trompeta en otra, la una para defenderse de las bicicletas a mandoble limpio, decía, la otra para avisar a la población de la amenazante presencia de bicicletas en el horizonte de Santo Domingo. Aunque, todo hay que decirlo, la prohibición no fue realmente sino un ejercicio oportunista de autoridad, pues no hacía falta prohibición alguna ya que con el peso de la armadura completamente oxidada apenas podía dar un paso.
Pero como les decía al principio, hace tan sólo unos días que Ignatius cambió de opinión y decidió convertirse en ciclista él mismo. Como en la conversión pauliana, la fe de Ignatius en las bondades de la bicicleta ha superado con mucho sus fobias anteriores. Según mi orondísimo e iluminado asesor, la bicicleta es el vehículo del futuro. Afirma que no contamina porque no gasta combustibles fósiles sino orgánicos, lo cual me atemoriza mucho porque me imagino cuál ha de ser el tubo de escape de semejante engendro montado en bicicleta. Afirma también que, gracias al noble ejercicio del pedaleo, su corazón se fortalecerá y hasta es posible que no se le vuelva a cerrar la válvula pilórica, lo que desde luego no se puede decir del corazón de los peatones que tengan la sobresaltada desdicha de cruzarse con Ignatius. Lleno de fervor ciclista ha rescatado del desván su vieja bicicleta, la ha aseado un poco, ha cambiado las cámaras y los neumáticos y la ha engrasado un mucho, todo ello sobre la alfombra que hay en medio del salón, que ahora es de otro color. Luego ha reparado el timbre antediluviano que aún llevaba instalado en el manillar. No es un timbre cualquiera, no. Para que se hagan una idea, cuando Ignatius tocó por primera vez el dichoso timbre, el atronador ding-dong hizo que todos los vecinos del edificio salieron a abrir las puertas de sus casas y que todos los perros del barrio aullaran lastimeramente. Finalmente, se ha subido a la bicicleta y ha intentado pedalear unos metros en el pasillo de casa, con el letal resultado de un gato muerto, dos jarrones hechos añicos y su albornoz de rayas verdes y blancas desgarrado al engancharse con el picaporte de una puerta.
Mañana ha prometido hacer su primera incursión por las calles peatonales de la ciudad. Yo, por si acaso, no me levantaré de la cama. Ustedes verán lo que hacen.
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