martes, 26 de febrero de 2013

El ideal perdido




(Artículo publicado el 26 de febrero de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Hace ya algunos años que ejercí ciertos cargos políticos en el Gobierno y en el Parlamento murcianos desde las filas del Partido Popular. Cuando aún hoy me preguntan por qué dejé la política suelo responder que no sé a ciencia cierta si la dejé yo a ella o si ella me dejó a mí, pero que, en todo caso, fue un divorcio de efectos beneficiosos para ambos. También cuando me hacen esa pregunta me viene a la cabeza un pasaje de La ética en tierra de duendes, del que aprovecho para decirles que se trata de un capítulo de Ortodoxia, mi libro de Chesterton favorito. Frente a los avisos de que con la madurez llegaría a abandonar sus ideales para enamorarse de los métodos de la política práctica, Chesterton confesaba que no sólo no los había perdido sino que lo que perdió por completo fue la escasa y pueril confianza que pudo tener en la política práctica. También pudiera decirse que ello ocurrió porque Chesterton nunca llegó a la madurez, sino que permaneció como un niño eterno a lo largo de toda su vida. A mí, esa misma convicción me llegó algo tarde, pues hube de pasar algunos años en la política práctica antes de darme cuenta de que había perdido la fe en ella.
Aclaro que por política práctica entiendo el ejercicio de la actividad política en el seno de los partidos o en las instituciones públicas, por contraposición al idealismo político, que no es sino el modelo imposible de sociedad que debiera ser el punto de partida de cualquier político. Pues bien, uno de los capítulos que más me han decepcionado de la política práctica ha sido el permanente desencuentro, aparentemente crudo y preñado de desavenencias, entre el progresismo y el conservadurismo, que vienen a ser las formas extremadas y ciegas de dos posiciones políticas contrarias pero que debieran ser razonables.
En diciembre de 2002, hace ya unos cuantos años, publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado El progresista empecinado en el que advertía de los peligros del progresismo, muy especialmente de éste, pero también de las graves flaquezas del conservadurismo. En mi artículo afirmaba que progresar no consiste necesariamente en dar un paso adelante, sobre todo cuando se está frente al abismo. Ante la vida existen siempre dos caminos: seguir haciendo lo que hacemos o cambiar de hábitos y que ambos caminos entrañan el riesgo del error: si decidimos seguir en la misma dirección podemos caer irremediablemente en el próximo precipicio oculto; y si cambiamos el rumbo podemos llegar a estar aún peor. La conclusión más cierta debiera ser el inmovilismo, pero no es así. En el mundo animal al que pertenecemos la inmovilidad completa es la muerte y únicamente el movimiento nos garantiza la vida, el alimento, la procreación. Supongo que uno de los atractivos de la vida consiste precisamente en que nunca sabemos a ciencia cierta cuál es la dirección correcta y, por eso, porque nos movemos en la duda, nos equivocamos frecuentemente.
Pero es falso que el progresismo sea la única tendencia posible, ni siquiera la más prudente. El hombre progresa en el campo de la medicina, sí, y eso es bueno. Pero la marea negra progresa también hacia las costas gallegas, decía yo entonces, y eso es malo. El progreso es bueno sólo cuando nos lleva en la dirección acertada, que no es, como plantearía el progresismo, ir siempre hacia delante. Lo que vengo a decir es que en ocasiones progresar consiste precisamente en dar un paso atrás.
En Lo que está mal en el mundo, un libro del que ya les he hablado en varias ocasiones, Chesterton simboliza la irreconciliable divergencia entre progresismo y conservadurismo en dos personajes antagónicos, Hudge y Gudge, que enrocados ambos en sus aparentes contradicciones coinciden sin embargo en despreciar al hombre común, al pobre Jones. En un divertido ejemplo sobre la construcción de viviendas sociales, tanto el enérgico progresista como el obstinado conservador olvidan averiguar cuál sea en realidad el tipo de vivienda, y por tanto el tipo de vida, que desea el ciudadano común, el gran héroe recurrente de Chesterton que, no en vano, ha sido llamado por algunos “el apóstol de lo común”. Más adelante, el genial gordo nos revela que “ni Hudge ni Gudge han pensado nunca ni por un instante qué tipo de casa desearía probablemente un hombre para sí. En resumen, no empiezan con el ideal y, por tanto, no son políticos prácticos”. Y es que según Chesterton “el caos actual se debe a una especie de olvido generalizado de aquello que todos los [políticos] hombres pretendían (…) Es este oportunismo confuso y vago el que se atraviesa en cada revuelta del camino. Si nuestros hombres de Estado fueran visionarios, se podría hacer algo práctico.”
 Lo que está mal en el mundo, cuya lectura detenida recomiendo a todos cuantos se dedican en estos tiempos a descubrir el Polo Norte, goza de rabiosa actualidad. Al describir lo que aparentemente eran los problemas de su tiempo Chesterton desenmascaró los problemas de todas las épocas. Y al enunciar las soluciones dio con la única que nadie se ha atrevido aún a poner en práctica: que debemos retroceder hasta encontrar el ideal que perdimos en alguna vuelta del camino.
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martes, 19 de febrero de 2013

Un Papa español



(Artículo publicado el 19 de febrero de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Ya se sabía que Benedicto XVI no iba a ser un Papa mediático como lo fue Juan Pablo II, ni dotado de su atractivo personal, ni siquiera un Papa especialmente simpático. Muchos medios de comunicación no le han perdonado que en su primera aparición en el balcón de San Pedro tras ser elegido Papa se presentara con un roquete por cuyas bocamangas asomaban los puños ensanchados de un abrigado pero políticamente incorrecto suéter negro, ni que horas después lo hiciera con una sotana blanca rabicorta. Tampoco le han perdonado sus sombreros de ala ancha, incluido un flagrante sombrero de charro mejicano, ni su recuperación del camauro, ese casquete medieval de color rojo y orlado de armiño, ni el tricornio que lució en la Plaza de san Pedro al término de una audiencia, ni que el viento le haya jugado varias malas pasadas con la muceta. Entre las imágenes de Benedicto XVI que pueblan la red abundan las fotografías truculentas, aquéllas que se gozan en destacar su perfil menos favorecido, su peor gesto, su expresión menos simpática. Ningún Papa hasta ahora había sido tan martirizado en su imagen pública.
            Y sin embargo, el Papa menos premiado por la Conjura de lo Políticamente Correcto ha realizado dos acciones que le otorgan un lugar seguro en la Historia: una, la más notoria, que haya sido el primer Papa en seiscientos años en renunciar libre y responsablemente al sillón de Pedro; otra, tal vez la más trascendente, que precisamente aquél a quien los conjurados han atribuido muchas cosas que no ha dicho y de quien han silenciado casi todo lo que ha dicho, haya escrito algunas de las páginas más hermosas de la historia de la Iglesia. Sean Encíclicas o Cartas Pastorales, libros o tratados, lo cierto es que los testimonios escritos de Ratzinger constituyen una aportación trascendental al pensamiento universal y no sólo a la doctrina de la Iglesia. Como muestra, les citaré dos textos.
En la encíclica Spei Salvi, Benedicto XVI afirma que “la fe es la sustancia de la esperanza”, que “hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro de la idea de progreso: razón y libertad”, y que “si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo”. En estas palabras está la clave de cuanto nos está ocurriendo.
En el segundo libro sobre Jesús de Nazaret, el que lleva por subtítulo Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Benedicto XVI afirma que entre la Primera Venida y la Última (la Parusía) hay una venida intermedia de Jesús: “Pedimos anticipaciones de su presencia renovadora del mundo. En momentos de tribulación personal le imploramos: Ven, Señor Jesús, y acoge mi vida en la presencia de tu poder bondadoso. Le rogamos que se haga cercano a los que amamos o por los que estamos preocupados. Pidámosle también que se haga presente con eficacia en su Iglesia.” En estas palabras anida la esperanza.
            Y ya que les hablo de lo que el Papa ha dicho realmente, les comentaré también algo sobre lo que no ha dicho en modo alguno. En la oración del Ángelus del pasado Domingo el Papa no pidió a la Iglesia que se renovara y reorientara (lo que daría a entender que la Iglesia debe cambiar y ser reorientada, lógicamente hacia esas posturas progresistas tan del gusto de los no católicos), sino que literalmente dijo lo siguiente: “El miércoles pasado, con el rito tradicional de las Cenizas, hemos entrado en la Cuaresma, un tiempo de conversión y penitencia para preparar la Pascua. La Iglesia, que es madre y maestra, exhorta a todos sus miembros a renovarse en el espíritu, a reorientarse decididamente hacia Dios, renegando del orgullo y el egoísmo para vivir en el amor.” No es que la Iglesia debiera renovarse, sino que eran todos sus miembros quienes debían hacerlo precisamente por estar en Cuaresma, lo que sin duda es radicalmente diferente.
            Llegados a este punto, mi buen lector Malasombra se estará diciendo que qué tiene ver lo que les estoy contando con el título del artículo. Se lo aclaro no vaya a ser que me excomulgue. En los mensajes posteriores al rezo del Angelus que el Papa dirigió en seis idiomas diferentes, el Santo Padre pidió que se siguiera rezando por él, pero solo fue en el mensaje en español que pidió que se rezara “por el próximo Papa”. A mí, esto me parece un guiño muy sugerente ahora que se comenta la posibilidad de un Papa que hable español, de manera que apunten el nombre de estos dos Cardenales de la Iglesia: don Antonio Cañizares Llovera, un valenciano joven en la estela del propio Ratzinger, y don Santos Abril y Castelló, un turolense algo menos joven pero con una enorme experiencia diplomática en las zonas calientes del mundo.
            Me dicen que ninguno de los dos aspira a ocupar la Sede Petrina pero, tengo la impresión de que eso al Espíritu Santo le importa un rábano.
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martes, 12 de febrero de 2013

Lo que está mal en el mundo




(Artículo publicado el 12 de febrero de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)





Perdonen mi atrevimiento por haber titulado mi artículo como Chesterton lo hizo hace más de cien años con uno de sus libros, pero es que no se me ocurría otra frase mejor para describir lo que creo que pasa hoy. En una carta dirigida a un amigo suyo, miembro del Parlamento británico, que publicaba al comienzo del libro a modo de prólogo, el propio Chesterton se reía de lo pretencioso de la frase al señalar que “de lo que me acuso a mí mismo es de haber escrito un libro informe y poco adecuado, y de valor demasiado escaso para dedicártelo a ti. En lo que se refiere a literatura, lo que está mal es este libro, sin duda”.
Nada más lejos de la realidad. Prueba de ello es que Lo que está mal en el mundo, cuya lectura detenida recomiendo a todos cuantos se dedican en estos tiempos a descubrir el Polo Norte, goza de rabiosa actualidad. Al describir lo que aparentemente eran los problemas de su tiempo Chesterton desenmascaró los problemas de todas las épocas:
Los abusos públicos son tan visibles y pestilentes que arrastran a toda la gente generosa hacia una especie de unanimidad ficticia. Olvidamos que, mientras estamos de acuerdo sobre los abusos, podemos diferir mucho en los usos (…)
Todos desaprobamos la prostitución, pero no todos aprobamos la pureza. El único modo de hablar sobre el mal social es llegar de inmediato al ideal social. Todos nos damos cuenta de la locura nacional, pero ¿cuál es la cordura nacional? He llamado a este libro «Lo que está mal en el mundo» y el resultado del título puede entenderse fácil y claramente. Lo que está mal es que no nos preguntamos qué está bien”.
No puedo resumirles todo el libro en las seiscientas palabras de que dispongo por imperativo de la dictatorial ley periodística del espacio limitado, ni siquiera puedo referirme con ellas a todos los asuntos de importancia de que trata como no sea copiando el índice tal y como hacíamos muchos aprendices de juristas con el índice kilométrico de la magna obra de Castán en los exámenes de Derecho Civil. Por lo tanto me limitaré hoy a hablarles de Hudge y Gudge, dos personajes figurados que reflejan, uno, al enérgico progresista y, el otro, al obstinado conservador, que enrocados ambos en sus aparentes contradicciones coinciden sin embargo en despreciar al hombre común. En un divertido ejemplo sobre la construcción de viviendas sociales, ambos olvidan averiguar cuál sea en realidad el tipo de vivienda, y por tanto el tipo de vida, que desea el ciudadano común, Jones, el gran héroe recurrente de Chesterton. Con una de sus demoledoras paradojas el genial gordo nos revela que “ni Hudge ni Gudge han pensado nunca ni por un instante qué tipo de casa desearía probablemente un hombre para sí. En resumen, no empiezan con el ideal y, por tanto, no son políticos prácticos”.
Casi al final del libro Chesterton nos susurra al oído una horrible sospecha:
“…la sospecha de que Hudge y Gudge están secretamente de acuerdo. Que la pelea que mantienen en público es una farsa (…)
Gudge, el plutócrata, quiere un industrialismo anarquista; Hudge, el idealista, le proporciona líricas alabanzas de la anarquía. Gudge quiere mujeres obreras porque son más baratas. Hudge llama al trabajo de la mujer «libertad para vivir su propia vida» (…)
No sé si la asociación de Hudge y Gudge es consciente o inconsciente. Solo sé que entre ambos, el hombre corriente se sigue quedando sin hogar. Sólo sé que sigo encontrándome a Jones caminando por la calle a la luz gris del atardecer, contemplando tristemente los postes, las barreras y las lamparillas rojas que siguen guardando la casa que no es menos suya por el hecho de que no haya estado nunca en su interior”.
Supongo que, como a mí, todo esto les suena.
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martes, 5 de febrero de 2013

El tiempo se acaba


(Artículo publicado el 5 de febrero de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Si oís de pronto el sonido de las trompetas y notáis que la tierra se estremece bajo vuestros pies, si veis que el sol se oscurece hasta volverse negro, que la luna empieza a sangrar y que las estrellas caen del cielo, si el mar comienza a arder y se abre un abismo del que salen langostas torturadoras dirigidas por Abaddón, el ángel exterminador, si todo ello ocurre en medio del hambre, de la guerra y de la peste, no tengáis duda, lo más probable es que se haya roto uno de los últimos sellos y que el fin del mundo esté al caer.
Pues bien, si vemos que la unidad territorial y política de España se está deshaciendo como un azucarillo en un vaso de agua, si la estructura social está convulsionada por seis millones de parados, si los grandes principios informadores de la convivencia nacional han quebrado, si los partidos políticos se han mostrado incapaces de liderar a la sociedad más allá de provocar su exasperación, si los políticos han dejado de formar parte de la solución para transformarse en el problema, si el discurso político se ha encanallado, si se ha desmoronado el crédito de las más altas instituciones del Estado, incluidas la Corona y el Gobierno, si apenas hay un área pública desde la Justicia a la Sanidad en que las cosas funcionen como es debido, si no hay un solo ciudadano en España que pueda afirmar que las cosas van bien… es que las cosas van mal. Y si las cosas van tan mal como dicen es que el sistema está a punto de desmoronarse, si no lo ha hecho ya.
Toda crisis supone una prueba del organismo al que afecta. Ocurre en la pareja y en un grupo social, grande o reducido, y por supuesto ocurre en la sociedad y en el Estado. La crisis económica y moral que venimos sufriendo en España desde hace años ha desvelado, entre otras cosas, la quiebra del sistema político y las graves fracturas sociales existentes. No se trata sólo de la corrupción política o del mal funcionamiento de las instituciones, la quiebra afecta a la propia estructura de la sociedad, a la convivencia nacional y, en definitiva, a la supervivencia del Estado tal y como hoy lo entendemos. Más allá de la honorabilidad de Mariano Rajoy, sobre la que no albergo duda alguna, está la certeza de que los partidos políticos se han ido transformando en maquinarias parasitarias de las instituciones, que duplican y, en ocasiones, suplantan a las estructuras políticas públicas. Más allá de la necesaria existencia de alternativa política en un sistema democrático, de la que tampoco dudo, está la evidencia de que los partidos de oposición se dedican a desgastar al gobierno sin que les importe un ápice el precio social que se haya de pagar por ello. Más allá del cinismo oportunista de Rubalcaba, del que tampoco dudo, está la circunstancia de que el bipartidismo podría estar herido de muerte, lo que podría abrir la puerta a los populismos berlusconianos, a los aventureros salvapatrias o a la tecnocracia más despiadada.
La cuestión está en determinar si a estas alturas es posible restaurar el sistema y hacer que funcione de nuevo o si, por el contrario, habida cuenta de la extensión del daño, sería preferible sustituir el sistema por otro. Cuando hablo de sustituir el sistema no me refiero a retocar la sombra de ojos de la Constitución, sino a cambiar la Monarquía por la República, o el Estado de las Autonomías por el Estado Unitario o por el Federal, según se tercie, o el Parlamento actual de doble cámara por otro monocameral, o el vigente sistema electoral proporcional por el de distrito uninominal, por poner un par de ejemplos.
Si planteamos esta cuestión a los políticos actuales y a los más altos magistrados del Estado nos dirán, estoy casi seguro de ello, que el sistema es restaurable, que puede volver a funcionar y que, por supuesto, están en ello.
Si por el contario, preguntamos al ciudadano corriente, a Juan Pueblo, nos contestará que esto no hay quien lo arregle y que hay que echar abajo todo el edificio para construirlo de nuevo.
Y si me preguntan a mí les diré que mejor que no me pregunten.
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