martes, 28 de diciembre de 2010

Para todos y todas

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(Artículo publicado el 28 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Los dos o tres lectores habituales de mi columna saben de mi fijación con lo políticamente correcto. Como señala Vladimir Volkoff, un filósofo francés pariente de Tchaikowsky, “lo políticamente correcto consiste en la observación de la sociedad y la historia en términos maniqueos. Lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal. El summun del bien consiste en buscar en las opciones y la tolerancia en los demás, a menos que las opciones del otro no sean políticamente incorrectas; el summum del mal se encuentra en los datos que precederían a la opción, ya sean éstos de carácter étnico, histórico, social, moral e incluso sexual, e incluso en los avatares humanos. Lo políticamente correcto no atiende a igualdad de oportunidades alguna en el punto de partida, sino al igualitarismo en los resultados en el punto de llegada”. O dicho de manera más precisa, lo políticamente correcto se manifiesta en una tendencia compulsiva a dejarse esclavizar por la dictadura del relativismo, término acuñado por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, según la cual no existe una verdad absoluta sino que la verdad la construye cada hombre para sí en cada momento y lugar, aquí y ahora.


Lo políticamente correcto ha dado lugar a una infinitud de esperpénticos engendros, de los que, por sobradamente conocidos, no haré más referencias. Excepto de uno. Se trata de una felicitación navideña que, sabedor de mi fobia y ejerciendo de Ignatius, me envía mi buen amigo Emilio del Valle desde Cantabria y que, como hoy es día de Inocentes, me permito reproducir en mi artículo, fotografía incluida, con permiso de mi dilecta directora:



“Hola a todos/todas:


Os ruego que aceptéis, sin obligación alguna por vuestra parte, tanto implícita como explícita, mis mejores deseos de unas vacaciones invernales medioambientalmente sostenibles, socialmente solidarias, genéricamente neutrales, nacionalmente plurales, políticamente correctas, ideológicamente transversales y civilizatoriamente equidistantes, practicadas según las tradiciones de vuestra opción religiosa, o de vuestra opción secular, con respeto absoluto por todas las tradiciones religiosas o seculares distintas, o por la ausencia de ellas, así como una entrada fiscalmente exitosa, personalmente satisfactoria y médicamente inalterada, en el período de tiempo conocido como año 2011 según el calendario generalmente aceptado en nuestro entorno cultural sin que ello signifique desatención hacia otros calendarios de otras culturas cuyas contribuciones a la sociedad han ayudado a construir la llamada Civilización Occidental, lo cual no quiere decir que se la considere mejor que otras civilizaciones, y sin que estos deseos establezcan distinción alguna por razón de color, credo, raza, opinión, edad u orientación sexual del felicitado o felicitada. Perdón, es que no quiero herir ninguna susceptibildad, de manera que tengamos la fiesta en paz. Y en prueba de ello os obsequio a todos y todas con una foto políticamente correcta del portal de Belén, de la que pueden disfrutar los ciudadanos y ciudadanas con credo o sin él.”



Lo curioso de esta broma es que habrá quien se la tome muy en serio y vea en la felicitación navideña una forma muy correcta de felicitar las fiestas. Muy políticamente correcta.

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martes, 21 de diciembre de 2010

El palacio y el pesebre

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(Artículo publicado el 21 de diciembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Hace algo más de dos mil años nació un niño en un mísero establo del pueblecito judío de Belén. El hecho no habría tenido más trascendencia si no fuera porque el nacido en lugar tan humilde iba a protagonizar la revolución más grande que vieran los siglos. Para muchas personas de su tiempo Jesús de Nazareth encarnaba una promesa cumplida, la llegada del Mesías, el Esperado, al que se referían tanto las profecías de los textos bíblicos como muchas profecías y augurios de los gentiles. Sócrates, Platón y Aristóteles hablaban de un Hombre de Dios que bajará a redimir las ciudades. Hasta Cicerón, muerto cuarenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, le escribe a Ático acerca de “la venida al Mundo de un ser divino, el Ser Sumo, que se haría carne mortal”. Incluso le contó de un sueño en el que veía un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco, que mostraba en todas sus cúpulas las señal infame de los ajusticiados, la cruz. También Virgilio, muerto diecinueve años antes de que Jesús naciera, escribe en su cuarta égloga que nacerá un ser que salvará a la Humanidad de su condena y que “recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre”.


Cuento todo esto porque el hecho corriente del nacimiento de un niño, tanto más corriente cuanto que nació en una cuna tan humilde como un pesebre, se convirtió en un acontecimiento de trascendencia universal por la sencilla razón de que con su nacimiento y con su vida, con su palabra y con su testimonio, con su muerte y, muy especialmente para quienes profesamos la fe cristiana, con su resurrección, cambió el mundo para siempre.


En Navidad se conmemora ese nacimiento y lo que ese nacimiento significa. No importa que haya quienes quieran celebrar otra cosa, la fiesta del pavo y del turrón, el solsticio de invierno, la fiesta del árbol, o una edición sardinera y congelada de moros y cristianos. No importa que haya quienes sólo vean en la Navidad una orgía de consumismo, o una excusa para desempolvar los esquíes o para tostarse en una de esas playas del hemisferio sur que se encuentran a menos de doscientos euros de distancia. Nada de eso importa, porque nada de ello puede alterar el mensaje de la Navidad cristiana, tan sencillo de entender y tan difícil de materializar. La Virgen, el Niño y San José, en su humilde pesebre representan la promesa de la Reconciliación del hombre con Dios y del hombre con el hombre. Como cada año, el saludo del ángel a los pastores resonará de nuevo en las alturas: Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y, como cada año también, muchos permanecerán sordos a él.


Verán ustedes, hay quienes pensamos que montar el belén o colocar un nacimiento no es sólo una forma de cumplir con una tradición muy española. Es por encima de todo una manera de proclamar el mensaje de Paz de la Navidad, el más universal de los mensajes. En el Real Casino de Murcia hemos instalado un bellísimo nacimiento, obra del escultor de Calasparra Juan José Páez Álvarez. Es un humilde pesebre dentro de un palacio. La paja dorada no es menos dorada que las sedas y oropeles del Salón del Baile. La pequeña cuna vestida con el forraje de los animales brilla aún más que las lámparas de cristal de roca que alumbran la escena y la vara de San José ha florecido bajo los cielos pintados. Es un palacio que alberga un pesebre. Y, aún así, el mensaje sigue siendo el mismo que el que se oyera hace más de dos mil años: Paz a todos los hombres de buena voluntad. Que así sea.

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martes, 14 de diciembre de 2010

Del caballo de Espartero a Pajín

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(Artículo publicado el 14 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


Dedicado a un colega columnista, quintacolumnista diría yo, a cambio de que rece por mí.



Para destacar el valor casi temerario de alguien se suele decir que tiene más cojones que el caballo de Espartero. Y es que la estatua ecuestre del Príncipe de Vergara, el único militar español al que le fue concedido por el Rey el tratamiento de Alteza Real, llama la atención de los que pasen por la calle de Alcalá, frente a la puerta de Hernani que da acceso a los jardines del Retiro, no por la egregia figura del General Espartero, el Pacificador, sino por los atributos que atestiguan la masculinidad de su montura. Hay otra estatua similar en Logroño, en la que el General aparece cubierto con su sombrero, cuyo caballo tal vez tenga los testículos mayores, pero la que ha criado la fama es la de Madrid, si bien ha quedado recientemente nublada por la aparición interplanetaria y cósmica de unas nuevas gónadas masculinas de insospechada e imposible existencia.


Creo haber escrito antes que España es un país testicular en el que, por encima de las connotaciones machistas que tiene el destacar el valor superior de los genitales masculinos frente a los femeninos, hemos sido capaces de elevar los huevos a la categoría de razón de Estado. Eso es lo que ha hecho Leire Pajín, flamante ministra de Sanidad por sus muchos méritos, cuando en el curso de una comida informal una senadora del PP le preguntó por el nombramiento como Delegada del Gobierno para el Plan Nacional de Drogas de Nuria Espí, auxiliar administrativa y amiga personal, de quien dice la propia ministra que sabe muchísimo sobre drogas. Pajín, supongo que con los brazos en jarras aunque la pose no haya trascendido, respondió literalmente que “sólo faltaría que la ministra no pueda nombrar a quien le salga de los cojones”. Puestos a ganar el campeonato interplanetario de mala educación pudo haber empleado otras fórmulas de uso común a ambos sexos, tales como nombrar a quien le salga de las narices, a quien le parezca o a quien le dé la gana e, incluso, la real gana. Pero sorprendentemente eligió lo de los cataplines.


El diccionario de uso del español de María Moliner dice que el vulgarismo “salirle de los cojones” equivale a querer o dar la gana. En definitiva es hacer algo por antojo, sin una razón específica. Se sabía que Leire Pajín era capaz de decir algo por antojo, sin una razón específica, gratuitamente, de manera ocurrente, como por ejemplo llamar “cónyugue” al cónyuge; o afirmar con los ojos cerrados que “el Euribor ha bajado gracias a la gestión del Gobierno”; o proclamar confusamente que “ha aumentado el paro, pero es el tercer mes que deja de crecer”; o afirmar sin ton ni son que “el PIB es masculino”; o pregonar descaradamente que “los socialistas no acumulan sueldos sino que acumulan responsabilidades”; o escopetear a quien quisiera oírlo que “yo quiero que el poder sea más tía”; o, refiriéndose a su incorporación al gobierno, afirmar sin ruborizarse que “Zapatero me lo pidió mirándome a los ojos”… Lo que no sospechábamos es que, además de ser capaz de decir lo que le saliera a ella del alma, era además capaz de hacer lo propio y, de paso, intentar quitarle el puesto en el argot callejero al caballo de Espartero.


Lo que no sé es si a Espartero le hubiera gustado el cambio.

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martes, 7 de diciembre de 2010

Una propuesta ingenua

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(Artículo publicado el 7 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


La prueba de que ya peino canas no son las canas mismas, sino las historias y vivencias que se me acumulan en el desván del recuerdo. Entre ellas, dos crisis económicas que con ésta suman tres. Es posible que viviera alguna más, pero de ésa no me acuerdo.


A comienzos de los setenta la OPEP puso el petróleo por las nubes, con el resultado de que los países industrializados o en vías de ello nos paramos en seco. Las ciudades se apagaron y, según recuerdo, aquellas Navidades fueron especialmente tristes. Los de mi quinta se acordarán de los escaparates de la Alegría de la Huerta y de Galerías Preciados, otrora resplandecientes, oscurecidos a partir de las siete de la tarde por órdenes de la autoridad competente (usted puede, España no); o las calles alumbradas por una farola de cada cinco; o los frigoríficos y neveras de cada hogar escasos de casi todo. Ese año no hubo pavos y hasta los pollos sucedáneos fueron más flacos que el año anterior. La crisis se combatió mejor o peor con la más estricta de las austeridades.


Luego, mediados los noventa, después de los fastos (las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla) llegaron los nefastos y la crisis económica volvió a entristecer el aspecto de las ciudades. Nuevamente, se apagaron cuatro de cada cinco farolas y las calles céntricas quedaron desiertas de tiendas y negocios. El que no cerraba era porque ya lo había hecho. Por la Platería de Murcia al atardecer sólo caminaba el sereno, y la Calle Mayor de Cartagena se vendía, se traspasaba o se alquilaba toda. La desaceleración económica, creo recordar, se combatió entonces con sucesivas depreciaciones de la peseta y con medidas de política financiera destinadas a animar el consumo y la inversión.


Pero en ninguna de ambas crisis se produjo el efecto venenoso que se ha producido en ésta y al que llamaremos en honor a su hacedor el efecto Zapatero. Se trata de un sentimiento depresivo que se ha adueñado de la población en general y de los agentes económicos en particular, como si el mundo, no es que se fuera a acabar, sino que se hubiera acabado ya. El temor a un futuro incierto propio de cualquier crisis ha dejado paso al miedo al presente cierto de ésta crisis en particular. Y esto es así por varias razones: primero porque, tras varios años de negaciones y de engaños continuados sobre la crisis y sus consecuencias, el gobierno de Zapatero, cualquier gobierno de Zapatero, no inspira un ápice de confianza, sino más bien todo lo contrario; luego, porque la oposición, atrincherada tras el deterioro progresivo del crédito del gobierno, ha quedado prisionera de su propia estrategia de acoso y derribo. Ocurre también que se percibe, cada vez con mayor nitidez, que el sistema social y político actual no nos sirve; que los bancos y cajas no han valido para afrontar las consecuencias de una crisis de la que, en buena parte, son culpables; que las pensiones y la asistencia social y sanitaria están en serio peligro; que las autonomías son un peso que nos lastra irremediablemente; que la totalidad de los ocho mil ayuntamientos españoles está prácticamente en bancarrota; que los sindicatos nos toman el pelo; y que hay un sálvese quien pueda, cuyos penúltimos protagonistas han sido los controladores aéreos.


Y ocurre por último que, frente al predicamento internacional de la crisis (mal de muchos, consuelo de tontos, insinuaban), hay países que están saliendo de ella. Entre ellos, Alemania, sí, la misma Alemania que hace cinco o seis años, cuando España crecía al tres por ciento y cantaba alegremente su liderato económico como la cigarra del cuento, ella crecía a la mitad, si bien, como la hormiga, se disponía a hacer paciente y calladamente sus deberes. Tras la elecciones de 2005, Merkel y Schroeder dieron un ejemplo de responsabilidad política y, con un paso atrás de éste último (una muestra de grandeza política), los dos grandes partidos nacionales pusieron en marcha un gobierno conjunto conocido como “Grosse Koalition” o “Gran Coalición”. Sin ruido y afrontando medidas tan impensables tanto en la España de entonces como en la de ahora, como la de trabajar más y ganar menos, Alemania comenzó a salir de la crisis aún antes de que Zapatero reconociera que existía crisis alguna. Y, de paso, Alemania nos marcó el camino de salida, justo en dirección contraria a la que seguía España.


Te propongo una cosa Mariano: exígele a Zapatero que convoque elecciones anticipadas y promete que, tanto si ganas las elecciones como si las pierdes, formarás con el PSOE un gobierno de coalición para afrontar entre los dos la salida de la crisis económica, que buscaréis el apoyo del resto de fuerzas políticas y que haréis lo imposible para reintegrarnos la confianza en nosotros mismos y en vosotros los políticos. Prométenos que entre los dos vais a reformar en profundidad las estructuras políticas y sociales de esta España nuestra para adaptarlas a los tiempos diferentes que se avecinan, en los que, como dice la gramática parda, lo superfluo sobra y cuando no hay, no hay.


Y a ti Zapatero te propongo otra cosa: hazle caso a Mariano y convoca elecciones anticipadas, sé grande y da un paso atrás como hizo Schroeder y facilita que tu sucesor, tanto si gana las elecciones como si las pierde, se comprometa a gobernar en coalición con el PP para sacar a España de la crisis y devolvernos la confianza en nosotros mismos y en vosotros mismos, los políticos.


¿Que esto te suena ingenuo, mi desencantado lector malasombra? Me lo temía pero, dicho en el idioma que habla la señora Merkel, Das ist mir schnuppe. O sea, me importa un pito.
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martes, 30 de noviembre de 2010

La visita

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(Artículo publicado el 30 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Se habrán dado ustedes cuenta de que poco a poco hemos incorporado a nuestras vidas ciertas rutinas que hace tan sólo unos años eran impensables. Antes de irnos a la cama comprobamos si el móvil tiene batería suficiente y, si no, lo ponemos a cargar. Por la mañana, para empezar la jornada, ponemos en marcha el ordenador y leemos por encima las ediciones digitales de algunos periódicos. Luego abrimos nuestra cuenta de correo electrónico, vemos su contenido, eliminamos los correos peligrosos o que no interesan, abrimos los demás y contestamos algunos de ellos. Entre los correos que se reciben a diario siempre hay alguno de esos que, tras contar una historia pretendidamente milagrosa, nos exige que lo reenviemos a diez amigos; si lo hacemos, nuestros deseos se verán cumplidos; si no lo hacemos, al cabo de unos días parecerá que nos ha picado la mosca, como se decía antigua pero más finamente. Otros correos, nos narran simplemente una historia, sin dar y sin pedir nada a cambio, probablemente con la única intención de hacernos reflexionar sobre el mensaje. A esta última categoría pertenece el que les transcribo a continuación. Puede que la historia sea un tanto lacrimosa y melodramática e, incluso, puede que no se trate de un hecho real, pero no me negarán que, en estos tiempos materialistas que corren, en los que cada cual va a lo suyo, si la historia no es real, merecería serlo.



«Eran las ocho y media de una mañana agitada cuando un anciano, de unos ochenta años de edad, llegó al hospital para que le quitaran los puntos de una herida que tenía en la mano. El anciano dijo que tenía mucha prisa, pues tenía una cita a la nueve en punto. Le pedí que se sentara a esperar su turno y le dije que trataríamos de ser rápidos. El hombre no paraba de consultar su reloj de pulsera y, como lo viera muy agobiado por la hora, decidí atenderlo en primer lugar.»


«Mientras realizaba la cura le pregunté si tenía cita esa mañana con otro médico, ya que lo veía tan apurado. Él me dijo que no, que tenia que ir al geriátrico para desayunar con su esposa como cada mañana. Le pregunté sobre la salud de ella. Él me respondió que llevaba varios años internada, pues padecía Alzheimer.Le pregunté si ella se enfadaría si llegaba un poco tarde. Me respondió que hacía tiempo que ella no sabía quien era él, que hacía cinco años que no lo reconocía y que, por tanto, no sabría si llegaba tarde o temprano.»


«Me sorprendió su respuesta y entonces le pregunté por qué seguía yendo cada mañana si ella ya no sabía quién era él. Sonrió, me acarició la mano y me contestó lo siguiente: “Ella no sabe quién soy yo, pero yo aún sé quién es ella.”»


«Cuando se marchó a su cita diaria con su esposa, su mirada era brillante e ilusionada, como la de un colegial enamorado.»



Coda: Pese a las primeras noticias acerca de que Asia Bibi, la cristiana pakistaní condenada a la horca por blasfema a quien dediqué mi artículo de la semana pasada, había sido indultada por el presidente de Pakistán, lo cierto es que el indulto ha sido prohibido por el Tribunal de Apelación de Lahore. Asia Bibi no ha sido indultada aún y continúa en prisión, en medio del estruendoso silencio de muchos gobiernos y organizaciones civiles autodenominados progresistas.

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martes, 23 de noviembre de 2010

Asia Bibi

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(Artículo publicado el 23 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



         Mírenla a los ojos. Tiene treinta y siete años y es madre de cinco hijos. Es cristiana y vive en Pakistán, un país de población mayoritariamente musulmana, cuyo Código Penal establece la pena de muerte por ahorcamiento para quienes blasfemen contra el Profeta Mahoma.

Mírenla a los ojos. Asia Bibi ha sido condenada a la horca por blasfema. Los hechos ocurrieron en junio de 2009. Asia Bibi trabajaba en el campo con varias mujeres musulmanas cuando fue enviada a buscar agua. Las demás mujeres se negaron a beber el agua impura tocada por una cristiana y exigieron que se convirtiera al Islam. Asia defendió su fe afirmando que “Jesús murió en la cruz por los pecados de la humanidad” y preguntó a las demás mujeres qué había hecho Mahoma por ellas. Fue denunciada por blasfema, detenida y sometida a juicio.

Mírenla a los ojos. Cuando el juez que la condenó a muerte le ofreció conmutar la pena si se convertía al Islam, Asia respondió que prefería morir como cristiana antes que salir de la prisión siendo musulmana. A su abogado le confesó lo siguiente: “Yo no soy una criminal, no hice nada malo. He sido juzgada por ser cristiana. Creo en Dios y en su enorme amor. Si el juez me ha condenado a muerte por amar a Dios, estaré orgullosa de sacrificar mi vida por Él”.

Mírenla a los ojos. Cuando la dejaron ver a su familia tras ser condenada a muerte Asia Bibi rompió a llorar desconsoladamente. A pesar de que sus palabras revelan una fe firme y profunda, sus ojos reflejan el miedo de un ser humano ante la muerte, el miedo por sus hijos y su familia, el miedo ante el dolor y la tortura.

Ayer finalizó el plazo para presentar alegaciones contra la sentencia de muerte de Asia Bibi, sin que el gobierno pakistaní haya respondido a su petición de clemencia ni al llamamiento hecho por el Papa Benedicto XVI en nombre de millones de cristianos. También han pedido su indulto muchos pakistaníes musulmanes que no se cuentan entre los radicales y que comparten con los cristianos el ser objetivo del fundamentalismo islámico. Entre las voces no cristianas que se han alzado en defensa de Asia Bibi destaca la de Bernard-Henri Lévy, un pensador ateo al que algunos consideran una referencia intelectual de la llamada nueva izquierda francesa. En un artículo publicado en el diario italiano Corriere della Sera Lévy ha afirmado que es necesario defender a los cristianos perseguidos en todo el mundo, pues “hoy los cristianos constituyen, en escala planetaria, la comunidad más constante, violenta e impunemente perseguida”.

Son contados los países musulmanes, como Jordania, en los que existe plena libertad religiosa. En los demás, lo que incluye algunos tan cercanos a occidente como Egipto o Argelia, más de treinta millones de cristianos carecen de libertad de culto o encuentran serias restricciones para practicar su religión. En Arabia Saudí, país que financia la construcción de mezquitas en España y cuyo monarca posee una fastuosa residencia en Marbella, está prohibido llevar en público una Biblia en la mano o un crucifijo al cuello y no se permite la construcción de templos católicos. En algunos países como Irak, Nigeria o Sudán el terrorismo integrista ha asesinado a miles de cristianos por el simple hecho de serlo.

Pero no son éstos los únicos estados en los que el cristianismo está perseguido. Los regímenes comunistas de Cuba, China y Corea del Norte, tampoco reconocen la libertad de culto y en el caso de éste último se habla, incluso, de ejecuciones públicas mediante aplastamiento.

Tal vez el gobierno de Pakistán indulte a Asia Bibi o conmute su pena de muerte por otra de prisión. Y tal vez lo haga como consecuencia del llamamiento del Papa, o conmovido por la reflexión de un intelectual judío, francés, ateo y de izquierdas, o forzado por el temor a que la opinión pública contraria le prive de sustanciosas ayudas económicas. Ojalá que Asia Bibi salve su vida, sea por una u otra razón. Pero ocurra lo que ocurra, la persecución de los cristianos en muchos lugares del mundo, de forma más o menos violenta o más o menos soterrada, no deja de ser un hecho cierto ante el que nadie, cristiano o no, puede quedar indiferente.

Entre otras razones porque, cuando vengan a por él, tal vez no quede nadie para ayudarle.
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martes, 16 de noviembre de 2010

Las leyes del Papa

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(Artículo publicado el 16 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






En su homilía laicista del pasado domingo Zapatero, el nuevo Atila, dijo una obviedad que, de tan obvia, es tramposa, pues nadie ha dicho lo contrario: que en España las leyes las hace el Parlamento y no el Papa. Quiso referirse, tal vez, a un hipotético parlamento en el que no estuviesen representados las decenas de millones de ciudadanos españoles que se declaran católicos, muchos de ellos votantes, simpatizantes e, incluso, militantes socialistas, o a un parlamento que viviese de espaldas al sentir de un amplio sector de la sociedad, precisamente el sector de creyentes católicos al que el Papa dirige sus mensajes apostólicos y no apostólicos, pero en cualquier caso morales. Como hoy no puedo escribir mucho, pues tengo cita con el médico, recurriré al viejo truco de citarme a mí mismo, por no decir que me dispongo a refreír un artículo publicado hace tres años, pero que conserva una extraña actualidad. Se titulaba Jesús de Nazaret, y en él ponía de manifiesto cuáles son, miren por dónde, las leyes del Papa.



Jesús de Nazaret. Así se titula el libro que tengo entre mis manos. Lo empezó a escribir el Cardenal Joseph Ratzinger y ha terminado de hacerlo el Papa Benedicto XVI. Es, por tanto, el último de uno y el primero del otro. Habla del hombre que fue Jesús a la luz de los textos históricos y lo hace para acreditar su naturaleza de Hijo de Dios, de Dios mismo. «Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia», escribe en el Prólogo. «¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios?», se pregunta más adelante. Ratzinger es un teólogo, un teólogo excepcional y un excelente escritor y, como tal, sus palabras gozan de una autoridad generalmente aceptada. Tal vez por ello ha querido dejar claro que el libro «no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal “del rostro del Señor”». Y añade que «por eso, cualquiera es libre de de contradecirme».



No seré yo quien haga un análisis exegético y teológico de sus palabras, que para eso tiene doctores la Iglesia, ni tampoco voy a hacer una crítica literaria del libro, pues las Letras también tienen doctores para ello. Me voy a limitar a destacar algunas frases recogidas en el capítulo dedicado a Las Tentaciones de Jesús, pues éste, el de las tentaciones que sufrió Jesús en el desierto, siempre fue un pasaje evangélico que me confortó en mi imperfecta condición humana: Jesús, el Hijo del Hombre, también fue tentado.



Escribe Ratzinger que en los Evangelios de Lucas y de Mateo «aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras». Ratzinger es valiente y señala ejemplos de plena actualidad: «Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de Él con su orgullo de sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual» Y añade: «Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan». Advierte Ratzinger que «la arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios». Y de esa tentación no exime Ratzinger a la propia Iglesia: «En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder». «El imperio cristiano o el papado mundano no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación». Hoy, «el tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales». Y, así, «si quería ser el Mesías, debería haber traído la edad de oro», diría la tentación. «Pero Jesús nos dice también lo que objetó a Satanás, lo que dijo a Pedro y lo que explicó de nuevo a los discípulos de Emaús: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad en absoluto».



«¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?», se pregunta el hoy Papa Benedicto XVI. «La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios». «Ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino: la fe, la esperanza y el amor». Con toda la claridad”.



Y éstas son las únicas leyes del Papa, añado hoy.


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martes, 9 de noviembre de 2010

El negro que tenía el alma blanca

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(Artículo publicado el 9 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






Así se titulaba una novela folletinesca de Alberto Insúa que fue llevada a la pantalla por Benito Perojo en versión muda en 1927 y en versión sonora y musical en la España republicana de 1934. La novela sería luego cruelmente versionada en Argentina por el muy lacrimógeno y embetunado Hugo del Carril. La novela narra las venturas y desventuras de un bailarín cubano descendiente de esclavos negros que, después de triunfar en Nueva York y en París, retorna a Madrid y allí, viéndose rechazado por Enma, una mujer blanca de la que se había enamorado, enferma y muere de amor. Después de leer esto mi lector malasombra pensará que definitivamente he perdido la cabeza y que soy presa de desvaríos. ¿Cómo se me ocurre ponerme a escribir hoy, con la que está cayendo, sobre un folletín antediluviano llevado al cine por Benito Perojo y Hugo del Carril?, me preguntará el muy saduceo.





Pues, precisamente, por la que está cayendo, o más concretamente, por la que les está cayendo a Barack Obama y a Zapatero, es por lo que me viene a la cabeza el título de esa película que, por otra parte, me pareció siempre de lo más ingenioso. Y es que lo del negro que tenía el alma blanca es un chiste fácil habida cuenta del rechazo que han suscitado en su electorado las políticas progresistas del presidente norteamericano, que le demanda menos prédica y más trigo, o lo que es igual, menos progresismo de campanario y más puestos de trabajo. En la más pura tradición norteamericana de respeto al electorado, Obama se ha apresurado a reconocer el revés electoral y se ha propuesto enmendar lo que él mismo ha calificado de errores, empezando por dialogar y negociar con la oposición republicana, entre otras cosas porque no le queda más remedio. Y es que Barack no es, desde luego, tan negro como parecía.





Si no fuera por lo que es, a nuestro incomparable presidente del gobierno también le encajaría el título de la novela de Insúa, pero ocurre que, a diferencia de Obama, Zapatero no reconoce error alguno en sus políticas y no manifiesta, por tanto, el menor propósito de la enmienda. Para muestra, fíjense en esta bonita coliflor: en señal de austeridad, Zetapé suprime dos ministerios, el de Igualdad y el de Vivienda, pero a ambas ministras las nombra Secretarias de Estado de lo mismo… con doble sueldo, el de Secretarias de Estado y el de exministras. Mientras, a la oposición, ni agua, y al Papa, ni los buenos días. Hoy no recibe a Benedicto XVI por lo mismo que ayer no se levantó al paso de la bandera norteamericana, porque confunde pacifismo con antiamericanismo y laicismo con anticlericalismo. Y para que no se hable de los cinco millones de parados españoles, nos pone a los cuarenta y cinco a debatir sobre el cambio de orden de los apellidos. Y desata una contienda feroz entre abades y zorrillas y entre aznares y zapateros, mientras descubrimos estupefactos que España se moderniza tan rápido que la “y griega” ya no se llama así, sino “ye”, que es, no sé, como más gráfico y moderno, y que los acentos o tildes van perdiendo irremediablemente la batalla de la subsistencia, ya saben, guion en lugar de guión y truhan en vez de truhán, pues la diferencia entre el hiato y el diptongo es lo que realmente preocupa a todos los españoles.





No, no, tiene usted razón, querido lector. En este caso no se trata del negro que tenía el alma blanca, no, sino del blanco que tiene el alma negra. Como el tizón.


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martes, 2 de noviembre de 2010

Fiesta de difuntos

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(Artículo publicado el 2 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






Decíamos ayer que el otoño es un tiempo macilento. Sea porque el año envejece y el ciclo natural se agota, sea porque los días son más cortos y la luz se vuelve más tenue y mortecina, sea porque los árboles se desnudan y arrojan al viento sus galas del estío, sea por lo que sea, lo cierto es que el otoño es la estación de la tristeza y la melancolía. Tal vez sea por ello que en el otoño, además, se recuerda a los difuntos.



He escrito en varias ocasiones acerca de los modos diversos en que se celebra ese recuerdo fúnebre aunque, debido en buena parte a la Reforma Protestante, las celebraciones de difuntos (en la tradición católica el Día de Difuntos se celebra el dos de noviembre, gracias a San Odilón, Obispo de Cluny) se confunden con las propias del Día de Todos los Santos que se celebra el día uno de noviembre, una festividad católica instituida en el siglo noveno para recordar a todos los santos conocidos y desconocidos que han existido. Huelga decir que en cada país y, dentro de cada país, en cada región y en cada pueblo, el Día de Difuntos se celebra de un modo distinto, si bien todos los festejos y conmemoraciones comparten algunos caracteres comunes.



Por ejemplo, en todas partes existe una gastronomía especial del Día de Difuntos, tal vez por aquello de que los duelos con pan son menos, o por aquello de que el muerto al hoyo y el vivo al bollo. En España se consumen de forma generalizada los huesos de santo, los boniatos asados y los buñuelos de viento, además de algunas especialidades regionales como el arrope y el calabazate de por aquí, las castañas asadas del Magosto gallego o los panellets de Cataluña. En Méjico son muy populares el Pan de Muerto y las Calaveritas de Dulce, generalmente de azúcar, que llevan impreso en la frente el nombre del difunto, sin perjuicio de que, por supuesto, coincida con el de algún que otro vivo que, dicho sea de paso, no suele tomárselo a mal ni armar por ello una balasera.



En España y en Méjico es costumbre reponer cada año el Don Juan de Zorrilla, así como visitar los cementerios para vestir de flores las tumbas de nuestros difuntos. En Méjico y en América Latina, cuando resulta imposible acudir al cementerio, se instala en cada casa una especie de monumento funerario muy ornamentado, el Altar de Muertos, en el que se dispone la comida favorita del difunto junto a su foto, flores y frutas. Una costumbre española hoy casi olvidada era la de encender unas lamparitas llamadas palomillas, consistentes en una mecha pegada a un cartoncito redondo que flotaba en un cuenco con agua y aceite, que se mantenían encendidas día y noche en recuerdo de las ánimas, lo que prestaba a las casas un aire inquietante y misterioso, como de conspiración y contubernio judeomasónico, pero no, no era eso.



Nada que ver, como pueden suponer, con el festival anglosajón de Halloween que, pese ser tan ajeno a las usanzas españolas, ha sido incorporado a nuestro elenco de festejos tradicionales con esa rapidez supersónica que sólo se da a la hora de apandillar fiestas y jolgorios en el ya muy concurrido calendario festero español. Calabazas, brujas, vampiros y muertos vivientes muy poco católicos, por cierto, pues la Reforma protestante también afectó a la tradición católica de los festejos religiosos, incluida la Navidad. Acuérdense de que al católico Belén se enfrenta siempre el abeto protestante y que con los Tres Reyes Magos lo hace, muy a su pesar, el obispo San Nicolás. Por el contrario, y no obstante el descreimiento instaurado por la Revolución Francesa, el francés Toussaint, cuya fórmula consiste en adornar con centenares de velas las tumbas y los sepulcros familiares, aún los no religiosos, es un festejo de difuntos mucho más ortodoxo.



Flores, dulces, ritos, bailes, músicas, teatro y hasta cine. Como ven, la muerte es algo muy serio como para olvidarse de invitarla a la fiesta.


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martes, 26 de octubre de 2010

Un milagro

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(Artículo publicado el 26 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


En estos tiempos de crisis económica que nos ha tocado vivir resulta una proeza extraordinaria que una industria o una empresa no tenga que echar el cerrojo. Pero lo que adquiere tintes de portento mágico es que se abra un nuevo establecimiento. Y si ese establecimiento es una librería, el suceso alcanza la categoría de milagro con pintas de imprudencia temeraria. Y, ciertamente, debió ser un milagro porque se trataba, además, de una librería católica, la Librería San Pablo. Ocurrió en Murcia el pasado miércoles por la noche en un lugar nada casual, la Plaza de los Apóstoles, junto a la Catedral.



Y es que no son sólo tiempos de crisis económica, de quebranto material, sino que lo son también de quiebra moral, de aguda crisis de valores. Occidente, ocupado en el progreso económico, en blindarse contra las hambrunas, en construir primero y consolidar después lo que hemos convenido en llamar el Estado de Bienestar, todo ello bajo los auspicios del sentido de lo colectivo, se ha olvidado de los valores morales que nacen y anidan en el individuo, en cada uno de nosotros. La crisis de valores no es una crisis social o colectiva, aunque sus efectos se perciban en el conjunto de la sociedad, sino una crisis individual. Es por ello que no existen soluciones colectivas a la crisis de valores, sino tan sólo soluciones individuales. Y eso es justamente lo que proporcionó el cristianismo al mundo, a cada hombre y a cada mujer, un elenco de valores individuales que habrían de iluminar su camino. Decía Goethe, cuyas palabras quedaron olvidadas a la hora de construir Europa, que “la lengua materna de Europa es el cristianismo”. Estamos, pues, ante una crisis de los valores cristianos.




La diferencia entre los valores cristianos y los que no lo son, aún siendo valores y de parecido enunciado, puede explicarse de muchas maneras. A mí se me ocurre una en palabras de otro. Mi admirado Chesterton, al que sigo acudiendo en busca de una palabra inteligente, reflexionaba en Ortodoxia sobre la diferencia que existe entre un mártir cristiano y un suicida, e incluso un héroe, y escribía que el Cristianismo “ha marcado los límites del enigma sobre las tumbas lamentables del suicida y del héroe, notando la distancia que media entre los que mueren por la vida y los que mueren por la muerte. Y desde entonces ha izado sobre las lanzas de Europa, a guisa de bandera, el misterio de la caballería: el valor cristiano, que consiste en desdeñar la muerte; no el valor chino, que consiste en desdeñar la vida”.



Volviendo al nacimiento de una nueva librería que es, además, una librería católica, les confieso mi alegría por el hecho de los milagros existan. El objetivo de estas librerías, según su fundador, es muy sencillo: propagar la Palabra de Dios a través de los libros. De ahí que, como alguien dijo en el acto de inauguración, su ubicación en la Plaza de Los Apóstoles sea algo más que una casualidad. Hubo un tiempo en que una librería era una promesa de libertad, pues en ella se guardaba y, lo que era peor para los liberticidas, se difundía la palabra libre. Fueron los libros, portadores de la palabra, los que concitaron los odios de dictadores y turbas. Y siguen siendo los libros, en su forma clásica o en sus modernas versiones, los que atemorizan a quienes pretenden que el individuo se ahogue en el sentir colectivo, del mismo modo que una librería sigue siendo una promesa de libertad.



Por eso es milagroso que, en tiempos de crisis económica y turbación social, una nueva librería abra sus puertas, tanto más cuanto que esa librería está dirigida, como todas las de la Sociedad de San Pablo, a proclamar la palabra de Jesús, que, me temo, es la única que nos hace realmente libres.

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martes, 19 de octubre de 2010

Hojas de otoño

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(Artículo publicado el 19 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


Como alguien escribía hace unos días en estas mismas páginas, el otoño es un tiempo que nos apena emocionalmente, que nos carga de pesadumbre, esa “pesambre” del habla antiguo. Supongo que así debe ser tras la explosión de vida primaveral, madurada luego por el verano. En otoño los días se acortan y el cuerpo sufre como una sensación de destemplanza antes de que nos decidamos, por fin, a guardar la ropa de verano y recuperar la de abrigo, escondida en el fondo del armario. Una tarde, al levantar la vista del libro, nos sorprendemos de haber buscado cobijo bajo los faldones de la mesa camilla, mientras la luz otoñal, que se va haciendo más tímida y descolorida, más empañada pero también menos hiriente, nos aboca al recogimiento y a la introspección. Los recuerdos se desgranan lentamente, uno a uno, como hojas de otoño, unos te hacen sonreir, otros te entristecen.


Era el entierro del padre de un amigo. En el pequeño cementerio se agrupaban los deudos y familiares en torno a la fosa recíén abierta. El sepulturero se afanaba en las tareas propias de su oficio, ayudado por un par de vecinos de esos que, sea entierro o boda, se ofrecen a ayudar en lo que sea menester. Volvía el enterrador cargado con una pila de ladrillos e intentó bajar a la fosa ocupada por uno de los vecinos ayudantes. Muy cumplido, el sepulturero le preguntó: “¿Me permite usted?”, a lo que el vecino, no menos cumplido, le respondió desde el fondo de la fosa: “No faltaba más, está usted en su casa”. Un ligero escalofrío recorrió nuestras espaldas antes de que estallaran las risas a duras penas contenidas.


Y, balanceándose, cayó una hoja de otoño.


Conocí a Mariano Yúfera, aquel que fuera alcalde de Mazarrón, hace muchos años, mucho antes de que, con ocasión de la elaboración del Estatuto de Autonomía, propusiera para la Región el nombre de “Región Frutalense”, en un extravagante intento por superar las distancias políticas que entonces, y aún hoy, separan a Murcia y Cartagena. A pesar de sus excentricidades, o tal vez por ello, porque fueran manifestaciones sinceras de un espíritu libre, siempre le profesé cariño y respeto. Pasados los años, recibí un día una llamada de su hija. Me decía que su padre, gravemente enfermo, estaba ingresado desde hacía varias semanas en el hospital Virgen del Rosell de Cartagena y que, si me era posible visitarlo, estaría muy interesado en verme. Como al día siguiente tenía previsto acudir a la Asamblea Regional, muy cercana al hospital, le dije que sí, que me pasaría a verle. Cuando al día siguiente llegué al hospital su hija me comunicó que su padre había fallecido unas horas antes y que había dejado una carta para mí. En la carta manuscrita la noche anterior, que conservo perdida entre mis papeles, Mariano Yúfera me contaba el motivo de su requerimiento. Me decía que llevaba varias semanas en el hospital y que, ante la gravedad de su estado, sabía que era la recta final de su vida. Que, aunque el trato que recibía era correcto, pensaba que podría ser más humano, más cercano al enfermo que, en muchas ocasiones, se encontraba desamparado y atemorizado ante la enfermedad. Que para él ya no pedía nada, pues nada necesitaba ya, pero que si se podía hacer algo para humanizar el trato que reciben los enfermos hospitalizados, él, Mariano Yúfera, estaría agradecido en nombre de todos ellos.


Y el viento levantó del suelo otra hoja de otoño.

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miércoles, 13 de octubre de 2010

Vargas Llosa, el premio esperado

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(Artículo publicado el 12 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






Una noche de San Juan de hace unos años, no sé cuántos, me tropecé con Mario Vargas Llosa en las inmediaciones de la Plaza de San Juan. Probablemente fue en una de las ocasiones en que el escritor peruano había venido a Murcia para asistir a la entrega de los premios literarios de novela que llevan su nombre y que puso en marcha el incansable Victorino Polo. No me voy a tirar el pegote de que lo saludé, y nos paramos, y estuvimos hablando largo y tendido de la actualidad literaria hispana, porque no sería verdad. Nos quedamos mirando al escritor, que iba acompañado de dos o tres mujeres jóvenes y guapas y él, al darse cuenta de que el grupo del que yo formaba parte lo había reconocido, con esa enorme, deslumbrante y rejuvenecedora sonrisa latinoamericana, nos saludó haciendo un gesto con la cabeza y siguió su camino. Y hasta ahí llegó el encuentro.


En muchas ocasiones me he cruzado con gente más o menos famosa, a la que he hecho el caso propio de mi condicón de persona común que se asombra de que aquéllos a quienes conoce por el papel de las revistas o por su imagen televisada sean finalmente personas de carne y hueso que andan, viajan, sonríen o beben y comen exactamente igual que tú y en los mismos lugares. De ellos piensa uno que están igual que en las fotos, o más jóvenes o más viejos, que son más bajitos y, generalmente, que están más delgados, pues ya se sabe que la tele engorda. Pero lo que pensé en aquel momento de Mario Vargas Llosa no fue nada de eso, sino que era inexplicable que el autor de La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras no hubiera recibido aún el Premio Nobel de Literatura, cuando ya tenía por aquel entonces casi todos los galardones literarios posibles, incluidos el Cervantes y el Príncipe de Asturias de la Letras, amén de ser doctor honoris causa por un montón de universidades de Europa, Asia y América. La respuesta no había que buscarla entonces en su literatura, ni siquiera en su pertenencia al mundo de las letras hispanas, sino en su condición política de liberal de derechas en un entorno intelectual en el que lo que se estilaba era ser precisamente todo lo contrario, de izquierdas y socializante, cuando no revolucionario.


Si Mario Vargas Llosa, en lugar de ir correctamente vestido con una americana sport, una albísima camisa y pañuelo al cuello, hubiera ido ataviado con un terno de pana y una camisa de cuadros leñadores, si en lugar de ir correctamente peinado hubiera estado coronado por una greña encrespada con alguna rasta colgando, o si en lugar de ir acompañado de dos o tres guapas e impecables señoras o señoritas, lo hubiera estado de dos monjiles militantes del Partido Comunista (siempre he dicho que los extremos se tocan), es decir, si en lugar de parecer y ser de derechas, hubiera parecido, aunque sólo fuera parecido, ser de izquierdas, seguramente en aquel tiempo me habría cruzado con un Premio Nobel de Literatura.


No fue así y hoy me tengo que esperar a que venga de nuevo a Murcia, seguramente de la mano de Victorino Polo, para poder cruzarme en la calle, no digo ya saludar o ser saludado o, quién pudiera, cruzar unas pocas palabras, con Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura.


Que así sea.

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martes, 5 de octubre de 2010

Los Picapìedra

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(Artículo publicado el 5 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



El pasado día 30 de septiembre, esto es, el Día Después de la exitosa huelga general convocada por nuestros cavernícolas sindicatos de clase, una serie televisiva de dibujos animados cumplió cincuenta años. Estrenada en Estados Unidos el 30 de septiembre de 1960, la saga de Los Picapiedra (The Flintstones, en inglés) reflejaba las vivencias cotidianas de las familias norteamericanas de clase media, ingeniosamente trasladadas a la edad de piedra: la vivienda troglodita ajardinada con helechos y palmeras paleolíticas, naturalmente; el coche familiar era un troncomóvil, con tracción a los cuatro pies; la fábrica en la que trabajaban Pedro Picapiedra y Pablo Mármol era, cómo no, una floreciente cantera dirigida por el señor Rajuela, y la excavadora pilotada por Pedro era un enorme dinosaurio que extraía las rocas con los dientes; como su nombre indica, los piedrólares eran billetes de banco de piedra y, los aviones, enormes pterodáctilos que levantaban el vuelo desde el aeródromo de Piedradura; el servicio de bomberos contaba con el agua almacenada en la trompa de un mamut para apagar los incendios y el cuernófono, la costilla de brontosaurio en el auto cine, y los diferentes animalillos que sustituían a los electrodomésticos habituales de un hogar medio norteamericano, eran otros rasgos distintivos de los hogares de Wilma Picapiedra y de Betty Mármol, las sufridas esposas coprotagonistas de la serie.


La serie gozó de gran popularidad, no sólo en Estados Unidos, sino en todos los países en los que fue emitida. Si bien la vida de la clase media española en poco o nada se asemejaba en aquel entonces a la de su homóloga norteamericana, no es menos cierto que éste era justamente el modelo sociofamiliar al que quería parecerse y al que finalmente se asimiló. Todos los chavales soñaban con tener el día de mañana un chalet con jardín como el de Pedro Picapiedra, un trocomóvil como el de Pedro, una barbacoa como la de Pedro, con jugar al boliche los fines de semana como Pedro, con pertenecer a un club de viejos amigos como Pedro y con una esposa modelo Doris Day como Wilma Ábremelapuerta.


Hubo otra serie llamada Los Supersónicos que, siguiendo el mismo patrón, trasladaba las vicisitudes de otra familia media norteamericana al futuro lleno de naves siderales y de robots domésticos. Pero tal vez porque era reiterativa o porque a los españoles de boina y botijo nos pillaba más cerca la Edad de Piedra que la Era Espacial, lo cierto es que la que alcanzó el éxito en España fue la prehistórica familia Picapiedra.


En estos días de tribulación económica en los que nos ha sumido la crisis, cuando el fantasma de la regresión se materializa, sería justo y necesario que las televisiones todas, públicas y privadas, nacionales y autonómicas, decentes e indecentes, repusieran la serie de Los Picapiedras. No les quepa duda de que, de las aventuras de Pedro y Pablo, sacaríamos muchas ideas para afrontar las dificultades económicas que nos acogotan. Por ejemplo, los piedrólares, que duran mucho más que los billetes de papel. O las chuletas de brontosaurio, que con una sola se alimenta a toda la familia durante varias semanas. O, ya que no tenemos centrales nucleares gracias a la vista de águila del Gran Ilusionista, retomaríamos el uso de la energía animal en lugar de la eléctrica, que ha subido un tercio en los últimos meses: el buey rojo, el mulo y el asno, nuestros viejos animales de compañía. Para mover el coche sin necesidad de gasolina, bastaría con hacer un agujero en el suelo del auto y zapatear con los pinreles como hacía Pedro Picapiedra: zapa-zapa-zap-zap-zap-zapatap. Para divertirnos en forma barata y saludable, nada como los bolos huertanos, el equivalente al boliche de Picapiedra. Y así sucesivamente.


Además, todo ello tendría dos ventajas adicionales: una que nuestros sindicatos de clase se encontrarían como en casa en la Edad de Piedra. Otra, que al no llevar zapatos (recuerden los pies desnudos de Los Picapiedra), no necesitaríamos a Zapatero.


Y esto último, sí que no tiene precio.

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martes, 28 de septiembre de 2010

Otra juerga general

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(Artículo publicado el 28 de septiembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)





Hace unos años, en mayo de 2002, los sindicatos convocaron una huelga general contra el gobierno de Aznar. Decían que era contra las políticas de desempleo pero en realidad era contra toda política que emanara del gobierno del PP, de ahí su nombre de huelga general.



Eran otros tiempos y la economía española, no es que estuviera mejor que hoy, es que estaba muchísimo mejor que nunca lo había estado. Escribí entonces un artículo titulado “Juerga General” en el que Ignatius, aquel asesor mío en cuestiones de sindicatos y otras calamidades, echaba narices de la convocatoria de huelga en una España muy diferente a la de hoy. “España va bien”, decía Ignatius, “hay dieciséis millones de altas en la Seguridad Social, los salarios se están situando a la altura de los salarios europeos, hay más matriculaciones de coches que nunca y crece el consumo energético. España ha pasado de ser un país de emigrantes a convertirse en la meca de la inmigración. Ya no nos contentamos con compramos un pisito de protección oficial, sino que los dúplex y adosados en las urbanizaciones de la costa se venden mucho antes de ser construidos. La celebración de las comuniones de nuestros hijos, aunque comulguen por lo civil, dejan en mantillas la ceremonia de coronación de la Reina de Inglaterra”. Y, a pesar de todo ello, los sindicatos le hicieron huelga general al gobierno de PP.



Hoy tenemos cinco millones de parados; el pasado mes de agosto ha sido el de menos matriculaciones de automóviles de la historia; la crisis ha dejado casi un millón de viviendas sin vender aunque los jóvenes y los menos jóvenes no pueden acceder a una de ellas; seguimos siendo la meca de la inmigración pero casi un cincuenta por ciento de esos inmigrantes ya no encuentran trabajo; el consumo energético no sube sino que lo hace el precio de la energía eléctrica, un treinta y tres por ciento en tres años; y en lo que respecta a las comuniones, hemos vuelto al chocolate con churros. Todo ha cambiado, excepto nuestros entrañables sindicatos, que ajenos a cuanto acontece, han vuelto a convocar una huelga general contra el gobierno del PP, entonces contra el gobierno real de Aznar, hoy contra el gobierno presunto de Rajoy.



Muchos sospechamos que esta huelga no va a ayudar a los sindicatos a recobrar el crédito perdido, hoy bajo mínimos históricos, ni va a servir para provocar o acelerar en su caso la caída del gobierno, sino todo lo contrario. La simple convocatoria de huelga general ya ha sido usada por el gobierno para acreditar ante los estamentos internacionales, Obama incluido, que ha acometido las reformas económicas que éstos le exigieron que adoptara. Y el escaso seguimiento de la huelga (después de los videos de UGT, nadie del centro derecha se sumará a la huelga, aunque la huelga haya sido convocada aparentemente contra Zapatero) será utilizado por el gobierno para demostrar que nadie lo culpa de lo sucedido y que todos entienden y apoyan las medidas que ha adoptado contra la crisis, todo ello como paso previo a que sea reconocido como el gobierno que nos está sacando de ella y que el único culpable de todo cuanto ha ocurrido es, cómo no, el PP.



Decía Ignatius en aquel artículo que “huelga” y “juerga” son palabras que gozan de la misma raíz semántica y que, como yo debería saber si no hubiera dedicado mi adolescencia a ejercitarme en las más absolutas perversiones, decía, ambas palabras proceden, igual que “jolgorio” y “holganza”, del antiguo vocablo castellano “holgar” que, a su vez, lo hace del latín tardío “follicare”, así que la diferencia queda reducida a una simple cuestión de aspiración que, a él, a Ignatius, le traía al fresco. Pues eso es. Estamos de nuevo frente a otra juerga general que los sindicatos y el gobierno de Zapatero, y perdonen la redundancia, se quieren correr otra vez a cuenta del PP.



La diferencia es que esa cuenta, querido lector, no la va apagar solo el PP. En esta ocasión, el jolgorio lo pagaremos usted y yo. No se mueva del sillón. La solución, mañana mismo.

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martes, 21 de septiembre de 2010

El faro del fin del mundo

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(Artículo publicado el 21 de septiembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)





El penúltimo episodio de la Reconquista se ha librado en las costas de Águilas. Claro que no me refiero a la que inició Don Pelayo en Covadonga, sino a la que empezaron los moros al día siguiente de la caída de Granada, la reconquista de Al-Andalus, ya saben esa provincia sarracena que figura en el mapa de Eurabia que tiene colgado el rey de Marruecos en la cabecera de su cama. La Meca es ya La Isla y el minarete se ha convertido en faro, lo que en cierto modo me parece muy bien, pues nos hemos librado de que, en un exceso de corrección política, la discoteca fuera rebautizada como El Vaticano y el minarete se transformara en un campanario con su crucecita y todo. Tengo para mí que los signos religiosos son respetables sea cual sea la creencia a la que representen y que una discoteca es cualquier cosa menos un lugar que se caracterice por el respeto a algo que no sea el desmadre y el jolgorio. Lo triste de esta historia es que esta escaramuza no la ha ganado el sentido común o el respeto a los sentimientos religiosos de las gentes, sino el miedo a las amenazas del radicalismo islámico. Por eso, lo que pudo ser simplemente una cuestión de respeto se convirtió en el penúltimo episodio de una guerra perdida de antemano. La primera reconquista se ganó porque Don Pelayo desenvainó la espada y esta se perderá precisamente porque quienes la han desenvainado han sido los otros.





Suenan campanas electorales, pero no se engañen. No se trata de las elecciones autonómicas y locales, que esas ya están ganadas o perdidas por quienes las tienen que ganar o perder. A lo sumo, se pondrán en juego unos pocos concejales y diputados autonómicos que apenas influirán en el mapa político. La contienda política de verdad está planteada respecto al gobierno de España, hasta el punto de que cada voto será vital para que los socialistas conserven el poder o para que lo pierdan en favor de los populares, pues ya se sabe que las elecciones no las gana la oposición sino que las pierde el gobierno. Toda el esfuerzo político y no político de las dos grandes formaciones está dirigido desde anteayer, no a alcanzar el poder autonómico o local aquí o allá, sino a hacerse con el gobierno del estado, que ahí está la moya. Por eso, como dijo el Rey a Don Rodrigo, cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras.





Se acerca el otoño y se huele a libro. Eso es lo que tienen los libros tradicionales sobre los digitales, que satisfacen casi todos los sentidos, excepción hecha del gusto, aunque nunca se sabe. Hay quienes confunden el libro con la información que contiene. Ésta, la información, puede ser servida en soportes diferentes, tradicionales o o modernos y visuales o sonoros. Pero el libro es otra cosa. Cuando un libro carece de información se llama cuaderno y no es un libro y cuando una información no está impresa en un libro, pues tampoco es un libro, El libro, cada libro, tiene alma y vida propia, respira y enferma, huele a su propio perfume y se deja acariciar en forma diferente a otro libro. El libro puede que nazca igual a otro, pero al cabo de un tiempo cada libro es único. El libro te es fiel si le correspondes. El libro envejece contigo y te acompaña todo el camino y, cuando tú te vas, él se convierte en tu huella. Tengo muchos libros antiguos, de poco valor económico pero todos con cierto atractivo estético y literario, que he ido comprando en las ciudades que he visitado. Uno o dos en cada ciudad. Son libros usados, muchos de ellos firmados por uno e incluso dos de sus anteriores propietarios. Todos me cuentan alguna historia más allá de la que figura impresa en sus páginas, ésta, en ocasiones, incomprensible para mí pues están escritos en el idioma de la ciudad visitada. La otra historia es la que se esconde detrás de la firma manuscrita, de una dedicatoria, del ex libris que alguien imprimió o pegó con goma en la camisa del libro o en su portadilla. En ocasiones encuentro un billete de metro o de tranvía que alguien usó como señal. O una hoja seca de roble entre las secas hojas del libro. Y siempre encuentro en ellos un camino hacia alguna parte e, incluso, el título de mi artículo.


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miércoles, 15 de septiembre de 2010

Me desespero y me desperezo

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(Artículo publicado el 14 de septiembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Aún bajo los efectos de la dosis de europeína en vena que me he chutado este verano, me disponía a escribir un furibundo artículo cargado de improperios contra todo lo que se me antoja odioso de esta España festivalera y excesiva a la que, por finalizar mis vacaciones, vuelvo siempre arrastrando los pies, como tras un permiso carcelario. No les negaré que, tal vez porque no viva allí, añoro la Europa verde y silenciosa, húmeda y aburrida, de ciudades añejas y pueblos desiertos, casi invisibles entre los árboles, a los que se adivina por el afilado campanario de una iglesia; la Europa ordenada, trazada como a escuadra y cartabón y, al mismo tiempo, de formas suaves y redondeadas; de carreteras ajardinadas e intransitadas, por las que se llanea dulcemente a setenta por hora. Sólo las autopistas francesas e italianas parecen casi españolas, atestadas de coches, de estrés y de velocidad, calurosas y casi polvorientas.





Tal vez sea porque no vivo allí, porque paso únicamente cortas temporadas de vacaciones, que no echo de menos el vocinglerío que me aturde en cualquier espacio público de España, el ruido gratuito e innecesario, la trifulca política estéril, el papanatismo acomplejado de los políticos supervivientes. Será porque no me da tiempo a hartarme de ello que me sorprende que se pueda dormir en silencio; que los vecinos se muevan sobre algodones a partir de las nueve de la noche; que los coches no tengan pito; que nadie estacione su coche encima de las aceras o en los pasos de peatones; que nadie se cuele en las colas; que el que se cruza contigo en un camino del campo o en una acera solitaria de la ciudad te salude siempre con un bon jour o con un guten Tag y te sonría con la mejor de sus sonrisas; que no haya pintadas en las paredes; que usen las papeleras; que el mobiliario urbano no esté estropeado, pintarrajeado, carcomido por los monopatines o simplemente demolido; que la vida corriente sea más barata que en España y que lo superfluo sea más caro.





Será porque no vivo allí que no echo de menos el alegre bullicio de aquí, la incesante e improductiva actividad de la mosca, el eterno cantar de la cigarra, ora vestida de mora, ora de nazarena, el correr del vino y el repique constante de las campanas.





.........Decía que venía dispuesto a escribir un artículo airado cuando me ha asaltado la melancolía del otoño que ya está próximo. Y lo ha hecho de la mano de un artículo que leí en el periódico de ayer, firmado por Ramón Jiménez Madrid, titulado La Peña. En él nos cuenta a qué dedica parte de su tiempo libre, de ese tiempo otoñal de la jubilación en el que muchos días luce el sol y que tanto se parece a la primavera. Hace un repaso de las peñas y tertulias que se reúnen en diversos cafés de Murcia a las que asiste, y nombra a algunos contertulios, y habla de lo que hablan. Me ha gustado mucho el artículo y me ha recordado un cuento de Unamuno que casualmente leí hace pocos días. Se titulaba precisamente El contertulio. Redondo, tras veinte años en Argentina, vuelve al lugar de su tertulia habitual en la rinconera del café de la Unión, su patria, como él la considera, su auténtica patria, aún por encima de su pueblo o de la misma España. Ya no queda ninguno de sus viejos amigos, ni Henestrosa, ni Romualdo, ni el mentiroso de Manolito. Hasta los mozos del café “o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron”. Dos días después, cabizbajo y alicaído de corazón, se acercó de nuevo a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera mesa de mármol, “junto al suelo de la que fue su patria”. Allí escuchó sorprendido cómo los que ocupaban las mesas de la vieja tertulia citaban por su nombre y hechos a algunos de sus viejos amigos. Hasta se acordaban de él. Comprobó que la tertulia había sobrevivido a los contertulios y volvió a sentir que la sangre de su patria, de su patria auténtica, corría de nuevo por sus venas.





.........Tal vez la patria no sea ésa que enarbola una bandera que luego se convierte en sudario, o aquélla que nos esquilma los bolsillos para satisfacer las veleidades del visionario de turno, o la que nos hace cómplices de muchas decisiones que no entendemos. Tal vez la patria sea algo mucho más pequeño, algo que cabe en la rinconera de un pequeño café…


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