martes, 27 de septiembre de 2011

Supervisor de nubes

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(Artículo publicado el 27 de septiembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







En mi infancia todos los niños soñaban con ser futbolistas o astronautas. Incluso quedaba algún castizo que quería ser torero. Pero yo quería ser farero, vaya usted a saber por qué, aunque tal vez fuera a causa de una novela romántica, cuyo título no recuerdo, que le cogí a una tía mía y leí a escondidas. En mi juventud ser farero, o torrero de faro que es como el oficio se llamaba de antiguo, era lo más parecido a ser supervisor de nubes. Encumbrado en lo alto del faro, pensaba yo, el farero veía pasar lentamente por la línea del horizonte los barcos alertados por la luz intermitente, tal y como pasan las nubes por la llanura del cielo. Tal vez fuera ésa, la obligación de mantener la luz del faro encendida, la única diferencia con el empleo de supervisor de nubes.




Los fareros de entonces, pensaba yo, sólo necesitaban del auxilio de un par de libros, una pipa y una botella de buen güisqui. Qué espanto eso de españolizar ciertas palabras foráneas. Ya me he acostumbrado a váter y a fútbol, pero me resisto a hacerlo con güisqui y con beicon, de manera que la botella del farero era de buen whisky de Islay. Así está mejor.




Ya sé, ya sé, querido y felizmente reencontrado lector malasombra, que hace casi cincuenta años la función del farero era algo más complicada de lo que les cuento, que ya entonces un farero manejaba el teléfono, la radio y el radar y que los partes meteorológicos que recibía por teletipo o algo así habían reemplazado a su sentido del olfato, la vieja experiencia marinera, a la hora de detectar el mal tiempo y las galernas. Pero yo soñaba con ser farero a la antigua y era justamente en las tormentas, en mitad de la noche y en el fragor de la turbonada, cuando el solitario oficio de farero se revelaba como algo muy especial: nadie, excepto tú y la fuerza del mar, sólo tú y el infinito.




En mi imaginación el farero vestía de manera propia. Pantalón de loneta, pullover de lana cruda y chaquetón azul marino. Una gorra vieja de marinero y, en las frías noches de invierno, un ajustado gorro de lana. Porque el farero, incluso el farero mediterráneo, era siempre en mi pensamiento de mares fríos e invernales, de costas rocosas y solitarias, de azules oscuros y profundos. En las noches tormentosas el farero se cubría con su impermeable amarillo de capucha, regalo tal vez de una mujer agradecida o de una novia olvidada con la que nunca llegó a casarse, pues el alma del farero como la del payaso, pensaba yo, había de ocultar un dolor profundo y antiguo.




Detrás del faro, en una pequeña ensenada resguardada del viento y de las olas, una barca tumbada boca abajo en la roca, protegiendo en su vientre las redes y el ancla, aguardaba la llegada del buen tiempo. Luego, en las tardes de calma, el farero se llegaría a la taberna del puerto cercano y allí, envuelto en el humo de su pipa, escucharía las viejas historias que contaran marineros viejos.




Cuando ya de joven pude haberlo sido, descubrí que ser farero ya no era aquello en lo que había soñado. La técnica y la electrónica habían sustituido al hombre solitario, y el radiofaro y las balizas al haz de luz blanca. Hasta los fareros habían dejado de habitar los faros, que ya afrontaban en solitario las noches de tormenta. Retirados del servicio, les decían. De modo que no fui farero y todo quedó en un sueño de infancia.




Tampoco lo será quien fingió soñar con ser supervisor de nubes. Para ser supervisor de nubes es preciso, cierto, ser soñador, pero para ser esto último no basta con tener sueños. Es preciso que los sueños no sean pesadillas. No puede ser supervisor de nubes quien las emponzoña con el humo negro de la eutanasia, del aborto, del enfrentamiento fratricida y de la mentira. Tal vez se creyera un soñador pero no lo era. Había encontrado la greguería de Gómez de la Serna en sabidurías.com y la copió en su penúltimo discurso: El mejor destino que hay es el de supervisor de nubes, acostado en una hamaca mirando al cielo. Y, fingiendo ser soñador, tuvo el cinismo de pronunciarla en voz alta ante quienes representan a los cinco millones de trabajadores condenados, ellos sí, a ser supervisores de nubes por falta de trabajo. No, no puede ser supervisor de nubes el cínico, el malintencionado y el perverso.




Me malicio que el único sueño que ha alcanzado Zapatero es, gracias a la Ley o porque la Ley es así de graciosa que decía el chiste de Franco, el de tumbarse a los cincuenta y un años en la hamaca de la jugosa pensión vitalicia de un ex presidente de gobierno. No hay honor ni grandeza en el mutis de Zapatero.




Qué lástima que no hubiera consumado su triste sueño a los veinte años. Lo que nos habríamos ahorrado todos.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ignatius versus Alfredo

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(Artículo publicado el 13 de septiembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







Mi médico de cabecera me ha hecho dos recomendaciones saludables. Una, que embalsame a Rubalcaba, literariamente hablando, se entiende, y lo guarde hasta nueva orden en la parte de abajo del frigorífico. Otra que desempolve a Ignatius y lo siente de nuevo en su sillón orejero, con licencia para enderezar la crisis económica y demás entuertos que nos acongojan. Afirma el galeno que los fantasmas desaparecen si eres capaz de reírte de ellos. No sé si voy a poder cumplir a rajatabla sus indicaciones, que es como se deberían cumplir todas las admoniciones médicas, porque no hay día en que el candidato socialista deje de obsequiarme con algún rubalcabazo capaz de anular el resto de mis inspiraciones literarias.




Créanme si les digo que lo he intentado. Hoy por ejemplo, he procurado con todas mis fuerzas no escribir de las cosas de Rubalcaba y, entonces, cuando ya casi lo había logrado y llevaba escritas siete líneas de un precioso artículo sobre la presencia de Ignatius en la Romería de la Virgen, portado a hombros por un grupo de romeros de color, o sea de afrohispanos, diría yo, al que han confundido con la representación carnal del salzillesco paso de la Última Cena, entonces, digo, ha aparecido Rubalcaba con su impuesto solo para ricos. Y ha vuelto a asomar con su propuesta de un sueldo para los estudiantes cuando, retomando el hilo de mi artículo a base de fuerza de voluntad y autodisciplina, estaba a punto de describir el estrambótico periplo serrano en el que Ignatius y su trompeta asumían un papel estelar. Y lo mismo ha ocurrido cuando pretendía llevar al papel, negro sobre blanco, el martirio al que se habían visto sometidos los socorristas de los servicios sanitarios de la romería a manos de un Ignatius que había devorado previamente varias tortillas de patatas, un cubo de ensalada murciana, una docena y media de pasteles de carne y dos fiambreras de conejo frito con tomate y a quien, lógicamente, se le había cerrado la válvula pilórica, aunque Ignatius lo achacaba a que la organización de la Romería, acertadamente pienso yo, le había impedido interpretar con su trompeta el Himno a la Virgen de la Fuensanta. Y, por supuesto, reapareció Rubalcaba con su sonrisa inocente cuando había encarado la recta final del artículo, en la que a Ignatius se le abrían simultáneamente todas las válvulas de su cuerpo antes de poder introducir su oronda humanidad en una de esas letrinas del tamaño de una caja de zapatos. Cuando todos estos acontecimientos estaban a punto de ver la luz en la pantalla de mi ordenador, entonces apareció Rubalcaba al volante de su utilitario rojo de segunda mano (sólo le falta un ligero tuneado, un pequeño alerón aerodinámico o unos tapacubos de hojalata simulando llantas de aluminio, para compartir un lugar en la historia junto al Meyba de Fraga, el peinado de Iñaqui Anasagasti, el jersey de cremallera de Marcelino Camacho, el peluquín de Santiago Carrillo y las cejas picudas de Zapatero) y se lanzó a la piscina medio vacía de la demagogia. Ahí feneció mi inspiración ignaciana.




Pero no he de cejar en mi empeño. Por mi salud y por la de ustedes, y también porque Ignatius me ha proporcionado lo que puede ser sin duda el principio de una buena amistad con un puñado de artículos nuevos. Verán. Ignatius ha decidido crear una fundación que aún no ha bautizado pero de la que sí tiene clara su finalidad. La Fundación habrá de acometer ciertas tareas ciudadanas pendientes de realizar, lo que según Ignatius atenta contra el Buen Gusto y la Prosodia, sin acobardarse porque dichas tarea puedan ser tachadas de irreverentes por la Conjura de lo Políticamente Correcto. Por ejemplo, Ignatius quiere impulsar una iniciativa ciudadana que consiga el hermanamiento entre la Sardina del río Segura, pendiente, por cierto, de bautizar, y Nessie, el monstruo del lago Ness. Quiere que el pedestal sin cabeza (desde que la robaron) que adorna uno de nuestros jardines se convierta en el Monumento al Homenajeado Desconocido, al que todos los años, en fecha señalada, se le recuerde en una sentida ceremonia poblada de bellos discursos. Quiere que el solar que antes ocupaba el edificio de La Oca en la calle Trapería sea convertido en un jardín memorial, el Jardín de las Victimas de la Crisis Bancaria. Quiere que todas las fiestas y tradiciones que aún quedan vírgenes y toda manifestación popular que se precie, incluidas las de los Indignados, se sardinifiquen definitivamente, esto es, que se conviertan en una especie de edición reducida de La Madre De Todas las Fiestas Murcianas, el Entierro de la Sardina, con sus charangas y sus desfiles callejeros repartiendo todo tipo de objetos y pegatetinas, digo pegatinas, como ha ocurrido ya con los Moros y Cristianos, con la Cabalgata de los Reyes Magos y con la mayoría de las Procesiones de Semana Santa.




Como decía un poeta amigo mío, al que por cierto hace tiempo que no veo, Ignatius nos promete luctuosas efemérides. A Dios gracias.

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martes, 6 de septiembre de 2011

Tormentas de verano

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(Artículo publicado el 6 de septiembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)






Es su hora. A poco que apriete el aguacero ya estaremos hablando de la gota fría. O no, porque lo de la gota fría ya no se lleva, y no se lleva porque de la gota fría nadie tenía la culpa, ni siquiera el hombre del tiempo. A lo sumo, alguna administración lo era de tener de alguna rambla sin canalizar o de la rotura de las motas del río. Antes, las inclemencias del tiempo eran sucesos de escasa importancia fruto únicamente de los rigores estacionales. Si ven hoy un telediario (el del sábado pasado sin ir más lejos), podrán comprobar que el hecho de estar en Sevilla a veintidós grados o que el cielo de las playas de Castellón amaneciera poblado de nubes constituyen noticias de apertura de los informativos. Además de haberse transformado en eventos trascendentales, las cosas del clima ya no ocurren hoy porque sí, sino que la causa de cuanto ocurre, sea catástrofe apocalíptica o simple suceso de pedanías, debe apuntar directa o indirectamente a un culpable, a ser posible de carne y hueso. Como ocurrió con los cristianos en la Roma incendiada por Nerón, el pueblo lanar del panem et circenses necesita alguien sobre quien descargar su ira, alguien a quien culpar de su propia estulticia. Lo primero es echarle el muerto climatológico al calentamiento global del planeta y, tras una breve referencia causal a la depredación especuladora, a la negativa de Estados Unidos a firmar el tratado de Kyoto y a la crisis del sistema capitalista, ya tenemos aquí a los indignados dándole patadas al sistema en el culo del PP.



Tengo la esperanza de que la imagen de un Mariano Rajoy luciendo unas espantosas zapatillas deportivas y bucólicamente recostado en los montes de su Galicia natal haya sido tan sólo un espejismo veraniego o un montaje preparado el invierno pasado para despistar al enemigo, dándole a entender que Mariano se ha dedicado a agostear como tantos otros españoles que confían en la Divina Providencia. Quiero creer, necesito creer que Mariano, en realidad, ha dedicado cada minuto de su tiempo a ganarse con el sudor de su frente el peligrosamente cacareado triunfo electoral del próximo 20-N, fecha elegida con toda la mala idea del mundo. Porque, miren lo que les digo, de lo que sí que estoy plenamente seguro es de que Rubalcaba, (ya saben, llámenle Alfredo) y su maquinaria de Agitprop no han perdido el tiempo en sandeces veraniegas ni en baños de mar. A los más olvidadizos les recuerdo que Agitprop es una contracción de los términos rusos agitatsii y propagandy con la que se conoce la actuación publicitaria del departamento creado por Lenin tras la revolución bolchevique para difundir la ideología marxista leninista mediante la agitación de masas.



Que Zapatero hace recortes sociales, pues marquemos las distancias entre el malvado Zapatero vendido al capitalismo y el bueno de Rubalcaba travestido en Diego Corrientes, el ladrón de Andalucía, el que a los ricos robaba y a los pobres socorría.



Que Zapatero asoma la patita de presidente, pues aprestémonos a recordar que el líder auténtico de la izquierda socializante y el verdadero portador de sus valores eternos es el autoproclamado Rubalcaba, llámenle Alfredo.



Que viene Benedicto XVI a Madrid, pues hablemos del coste de la visita papal, de lo ricos que son los curas y de las inmensas riquezas que posee la Iglesia, que salga Rubalcaba en mangas de camisa, llámenle Alfredo, conduciendo su propio coche que parece fabricado en La India en 1970, y saquemos a los indignados a la calle.



Que acuden dos millones de jóvenes católicos a Madrid para estar con el Papa, pues transformémoslos por arte de birli birloque, llámenle Alfredo, en dos millones de turistas que han decidido disfrutar de las maravillas de la España zapat…, digo socialista.



Que hay que poner un tope en la Constitución al gasto desaforado de las Comunidades Autónomas, sin referéndum ni ná de ná, pues que apechuguen con ello Mariano y Zapatero, por este orden, mientras tanto nos traemos al gurú de la indignación a presentar su segundo panfleto, a recargar las pilas de los indignados y a hacerse la foto con Pepiño.



Y con Rubalcaba. Ya saben, llámenle Alfredo.



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