martes, 20 de diciembre de 2011

Milord, la Navidad





(Artículo publicado el 20 de diciembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)




Sin duda, muchos de ustedes conocerán aquella vieja historia sobre la flema británica –si no la escribió P.G. Wodehouse, bien pudo hacerlo-, que transcurre en una de esas magníficas residencias campestres situadas en las orillas del río Támesis, que podría ser conocida como Blandings en recuerdo de Wodehouse. Un estirado mayordomo ―al que llamaremos Beach también en recuerdo del humorista inglés―, entró en la biblioteca de la casa donde su señor ―que a esta alturas no podría ser otro que el mismísimo lord Emsworth, noveno conde de Emsworth― trataba de ejecutar sentado en su sillón preferido la complicada maniobra de desplegar el Times para leerlo sin cortar las hojas. Con la voz levemente engolada, Beach avisó al conde que se esperaba el desbordamiento inminente del río Támesis. El conde, sin levantar la vista del periódico, se limitó a despedir al mayordomo con un escueto “Gracias, Beach”. A los pocos minutos, el impertérrito mayordomo volvió a entrar en la biblioteca e informó al conde de que el Támesis se había desbordado finalmente. Lord Emsworth, sin mover un solo cabello, le respondió de nuevo con otro “Gracias, Beach”. Al poco, se abrió la puerta de la biblioteca por tercera vez y Beach, apartándose a un lado y con el agua por los tobillos, anunció imperturbable: “Milord, el Támesis”.


Algo así ocurre así debió ocurrirle a Zapatero con la crisis, no tanto por flemático como por atrapamoscas. El peor presidente de gobierno de la historia de España, ya le podemos dar el título con todo merecimiento, debió estar tan ocupado con aquello de la Alianza de Civilizaciones, con la memoria histórica y con meterle el dedo en el ojo a la Iglesia Católica, que no prestó oídos a los reiterados anuncios sobre la crisis inminente, hasta que un compungido y paralizado mayordomo de palacio abrió la puerta del despacho presidencial y, apartándose a un lado, le dijo: Presidente, la crisis. Afortunadamente, la historia del Támesis también puede ser aplicada a otras cosas y a otros advenimientos.


Andamos estos días muy atareados con la lista de la compra de Mariano Rajoy, con sus recetas ocultas y no por ello menos previsibles para atajar la crisis, y con las consecuencias que la crisis está teniendo en la Bolsa, en el comercio, en la venta de lotería de Navidad y hasta en la de mariscos y pescados para la cena de Nochebuena. Sabemos que la Navidad se acerca porque la televisión se satura de anuncios de marcas de perfume y de cavas, aunque no tanto como en años anteriores; porque los buzones se llenan de folletos de supermercados y grandes almacenes anunciando turrones “tres por dos” y juguetes, aunque de manera algo más discreta que otros años; porque tímidamente empiezan a llegar algunas felicitaciones y, entre el insistente soniquete de los acordeones, suena algún que otro villancico, aunque menos también. Y es que no está el horno para bollos ni los tiempos para muchas fiestas. Hay poco dinero y, en cambio, mucho temor por el futuro inmediato. Hay mucha gente, millones de personas, derrotadas y entristecidas ante la perspectiva de unas navidades sin techo, sin trabajo, sin dinero, sin alegría y sin esperanza. Y sin embargo, una mañana o una noche alguien abrirá la puerta y anunciará, como en la historia de la riada del Támesis, que la Navidad por fin ha llegado.


Y es que la Navidad, además de las fiestas, los obsequios, las cenas y los villancicos, es sobre todo un regalo de esperanza, tanto más valioso cuanto menos tiene quien lo recibe. El Nacimiento del Niño es una promesa de vida, absolutamente reconfortante para quien la acoge desde la fe con los brazos abiertos, pero también para quienes carecen de ella. En eso consiste la universalidad del mensaje de la Navidad. Es muy cierto que la Navidad puede agudizar la tristeza por la ausencia de alguien, por la carencia de algo, pero es mucho más cierto que el mensaje de Paz y de Esperanza que trae la Navidad es capaz de calmar la angustia y confortar el espíritu. Notaremos la ausencia de un ser querido porque precisamente la Navidad nos lo hace presente, y la pérdida amarga se transformará en el recuerdo dulce. Echaremos de menos el regalo o la abundancia, precisamente para darnos cuenta de que ese regalo y aquella abundancia importaban mucho menos que el abrazo de un ser querido. Y sabremos con toda certeza que los negros temores al futuro incierto, que se han visto alimentados casi a diario en estos últimos tiempos y que ennegrecen el corazón por la desesperación, pueden ser mitigados justamente por la Esperanza que llega con la Navidad.


Amigos lectores, la Navidad.


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martes, 13 de diciembre de 2011

La Navidad, esa revolución permanente






(Artículo publicado el 13 de diciembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia. Rectificado. Detalle de La Sagrada Familia, de Gaudí)







Hace unas pocas semanas me abrí un perfil en Facebook y todavía sigo preguntándome qué hace un chico como yo en un lugar como ése, yo, que siempre que pulso una tecla del ordenador lo hago con el temor de que me dé la corriente, yo, que, rendido al dictado de vivir encadenado a un teléfono móvil, lo llevo apagado en el bolsillo en muestra clandestina y un tanto infantil de rebeldía, una rebeldía por cierto parecida a la que lleva a esas escolares diminutas que visten obligatoriamente un uniforme a remangarse la falda por encima de la rodilla a la salida de clase.



No les diré que me haya prendado de la red social, que a lo sumo encontraba banalmente divertida, pero les confieso que en varias ocasiones me ha conducido para mi sorpresa a lugares y a personas que creía ajenos a ella. La última me ha llevado de la mano de un sacerdote navegante (también los hay, querido lector malasombra, también los hay, que no debe quedar lugar sin siembra) a releer las páginas de El hombre eterno, del siempre sorprendente Chesterton, y miren por donde a escribir este artículo que será publicado un martes y trece. No, no, con motivo de fecha tan señalada no les voy a hablar de supersticiones y de buena o mala suerte, sino de lo que la Conjura de lo Políticamente Correcto intenta un año tras otro transformar en superstición, o descristianizar, que viene a ser lo mismo. Me refiero a la Navidad. Y lo haré, como lo he hecho en otras ocasiones, con las mismísimas palabras de Chesterton, sin duda mucho mejores que las mías.



Nos cuenta Chesterton con una de sus paradojas que la Navidad no puede ser entendida si no entendemos al mismo tiempo la presencia del enemigo de la Navidad, que en los Evangelios está personificado por Herodes el Grande, quien alarmado por la existencia de un presunto rival mandó degollar a todos los posibles sospechosos como lo hiciera después con su mujer y con varios de sus propios hijos. La Navidad, escribe Chesterton, “no es un acontecimiento cuya conmemoración sirva a intereses pacifistas o festivos. No se trata sólo de una conferencia hindú en torno a la paz o de una celebración invernal escandinava. Hay algo en ella desafiante, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como cañones de una batalla que acaba de ganarse”. En el nacimiento de un Niño en una cueva de pastores “se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y los palacios desde sus cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio (…) De hecho, la Iglesia, desde sus comienzos, y quizás especialmente en sus comienzos, no fue tanto un principado como una revolución contra el príncipe de este mundo (…) Los que acusaban a los cristianos de incendiar Roma con antorchas eran calumniadores, pero al menos estaban más cerca de la naturaleza del cristianismo que esos modernos que dicen que los cristianos fueron una especie de sociedad ética, sometida a un lánguido martirio por decir que los hombres tenían una obligación con respecto a sus prójimos, y que resultaban ligeramente molestos porque eran mansos y humildes”. Es cierto que el mensaje más universalmente entendido de la Navidad es la Paz, la paz entre los hombres de buena voluntad, pero no es menos cierto que ese mensaje de paz no era precisamente pacífico con los valores y convenciones del hombre precristiano. La Navidad para Chesterton encierra un mensaje revolucionario destinado a cambiar al mundo.



Afirma Chesterton que hay muchos hechos evidentes que nos hablan de la presencia de un espíritu en la Navidad, que es al mismo tiempo universal y único. Una de estas evidencias es que “ninguna otra historia, ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico, nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora que se produce en nosotros ante la palabra Belén. Ningún otro nacimiento de un Dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad”. Según Chesterton, además de universal y único, la Navidad es un hecho nuevo que vuelve a ser nuevo cada año. No en vano, el hecho central de la Navidad es un Nacimiento.



Y, en efecto, algo grande fue lo que ocurrió en aquella primera Navidad del mundo. Lo describe Chesterton al hablar del catolicismo: “La mente católica es la única que permanece intacta frente a la desintegración del mundo. Si fuera un error, no hubiera podido durar más de un día. Si se tratara de un mero éxtasis, no podría aguantar más de una hora. Sin embargo, ha aguantado dos mil años, y el mundo, a su sombra, se ha hecho más lúcido, más equilibrado, más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más gracioso y alegre ante el destino y la muerte, que todo el mundo que no se acoge a ella. Pues fue el alma del cristianismo lo que emanó del increíble Cristo, y el alma del cristianismo era sentido común. Aunque no nos atreviéramos a mirar Su Rostro, podríamos contemplar Sus frutos, y por Sus frutos le conoceríamos. Los frutos son sólidos y su fecundidad mucho más que una metáfora; y en ninguna parte de este triste mundo son más felices los muchachos a la sombra del manzano, o los hombres mientras pisan la uva y entonan alegres canciones, que bajo el fijo resplandor de esta luz repentina y cegadora. El relámpago se hizo eterno como la luz”.



Y así fue, así es y así será, por más que los tataranietos y tataranietas de Herodes el Grande insistan cada año en transformar la Navidad en la fiesta del solsticio de invierno.




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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Carta al último Rey Mago







(Artículo publicado el 6 de diciembre de 2011, Día de la Constitución, en el diario La Opinión de murcia)








Querida Majestad de un reino que, por lo que nos han contado estos años, ni es de oriente ni de occidente, sino que se trata de un reino confuso:


Debo confesarle primero, Majestad, que ya sé que no es mago, pues los Reyes Magos solo existen de verdad en la imaginación inocente de los niños y en la de aquellos que son como niños. Los otros Reyes Magos, lo de neón y tarjeta de crédito, también son reales, pero ni son reyes ni son magos. Pero su Majestad sí que es un rey de verdad pues tiene un reino, confuso como le decía, pero reino al fin y al cabo.


Sabe su Majestad que estamos en crisis, en un agujero profundo y negro del que no sabemos salir. Y no me refiero únicamente a su reino, sino a muchos reinos más que lo rodean. Todos tienen sus reyes o sus reinas y algunos de ellos son casi magos, pues van sorteando la crisis con más o menos acierto. Pero volvamos a nuestro reino. Cada día al levantarnos nos preguntamos cómo vamos a salir de la crisis y cada noche al acostarnos la respuesta permanece oculta. Ya sé, ya sé, tal vez debamos preguntarnos primero quien puede sacarnos del agujero negro, porque si no hubiera nadie capaz de ello, no haría falta que nos preguntásemos lo otro. Yo sé, querida Majestad, quien puede sacarnos de la crisis. No, no son los gobiernos, ni los bancos, ni los trabajadores, ni los deportistas laureados, ni los difamados funcionarios, ni las amas de casa, ni los indignados, ni los parados, ni los estudiantes, ni los jóvenes, ni los viejos, ni siquiera es Europa, esa señorona vieja y artrítica enfundada en el chándal azul y amarillo de la Unión Europea. No. Los solucionadores de la crisis son todos ellos, somos nosotros todos, somos we the people, como rezan las tres primeras palabras de la Constitución de los Estados Unidos de América, somos Juan Nadie, somos todos, todos juntos.


El problema, querida Majestad, sigue siendo que, aun sabiendo quiénes y aunque finjamos que eso no lo sabemos, seguimos sin saber cómo. Bueno sí que sabemos cómo, al igual que sabemos quiénes. Pero antes de que estos juegos de palabras enfaden a mi lector malasombra, que por supuesto está leyendo esta carta madrugadora, iré al grano, Majestad, y le diré lo que me preocupa. Para movilizarnos a todos en la dirección correcta, que no sé cuál es, hace falta un líder. No, Majestad, no, no es Mariano Rajoy. No puede ser Mariano Rajoy, porque por mucho que se empeñe en serlo de todos, siempre será el líder de unos pocos, los votantes de un partido político que representa tan sólo a una fracción de los españoles, y, además, sólo es, o será, un presidente de gobierno. Mariano puede y debe ser un excelente gestor de los asuntos públicos y gubernamentales, entre otras cosas porque estamos hartos de falsos líderes visionarios e interplanetarios dispuestos a salvar a media España de la otra media, pero no es, no será, no puede ser, el líder. Ese lugar sólo lo puede ocupar un dictador. O un Rey.


Sí, no se me quede mirando así, Majestad, con los ojos como platos, que yo también me he asustado. Porque, si hacemos memoria, su Majestad ya lo ha hecho antes. Lo hizo la noche de un veintitrés de febrero, cuando media España era golpista y la otra media golpeada. Al día siguiente sólo quedaban los golpistas que había encerrados en el Congreso de los Diputados, pero la noche anterior hubo muchos más. Y en esto llegó el mensaje del Rey, el mensaje de su Majestad, que fue quien nos puso a todos en la dirección correcta, quien frenó los tanques y los devolvió a los cuarteles, a quien se rindieron los mostachos y en quien buscaron refugio las barbas. El Rey, el mismo Rey que cuando pocos meses después las urnas dieron el gobierno al partido socialista volvió a tranquilizar con su presencia a las derechas temerosas. No era para menos. El PSOE, que ya gobernaba en ayuntamientos y autonomías, había entrado como un elefante en una cacharrería. Había colocado a los suyos en todos los escalones, desde ordenanza a ministrillo, y ante la imposibilidad de echar a los funcionarios de derechas los desplazó de los despachos a los pasillos y a los huecos de escalera. Y es que los socialistas llegaron al poder del Estado al grito de “Felipe, colócanos a todos”, como sin duda recordará su Majestad, pero a las gentes de la derecha española siempre les quedó París, es decir, el Rey, su Majestad. Algo parecido ocurrió años después cuando el PP llegó al poder, y el miedo desatado al doberman fue vencido por su Majestad y por la fuerza de los hechos. En aquellas ocasiones el Rey de España fue la misma España.


Hoy estamos, Majestad, en una grave encrucijada. Europa se apresta a devorar a sus hijos y, entre ellos, a España. Cesión de soberanía lo llaman. España puede llegar a ser menos España y su Majestad menos Rey y, mientras tanto, el que haya cinco millones de españoles parados significa que hay millones de familias necesitadas de lo más básico. El agujero es cada vez más negro. En España la Corona tiene esa función fundamental que la Constitución, que hoy celebra su cumpleaños, ha llamado equivocadamente el papel moderador de la Corona. No, no es el papel del moderador, sino el de la autoridad impulsora; no es el imperium del cónsul romano, sino la auctoritas del Senado de Roma lo que la Constitución otorga al Monarca. Ha llegado de nuevo su hora, querida Majestad, o tal vez la de su hijo…, sí, tal vez la de su hijo. Envuelva nuestro regalo en el tradicional mensaje de Navidad y tráiganos fe en España y confianza en el futuro, usted ya sabe cómo.


Vuelva a ser una vez más, Majestad, el Rey que una vez fue España.


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