martes, 24 de abril de 2012

Elefante Gordo, Vaca Muerta, Perro Flaco


Lindo Pulgoso

            Me explico.

ELEFANTE GORDO: La humillación pública de Don Juan Carlos ante las cámaras de televisión, en el papel del viejo y simpático truhán al que han pillado en una trastada, solo ha servido para que la media España que vitoreaba a su abuelo en las plazas de toros antes de echarlo al mar de una patada se enternezca con el nieto antes de darle el pasaporte republicano. Dicho de otra manera: es posible que el pueblo haya perdonado a Don Juan Carlos, pero me temo que jamás perdonará al Rey, de manera que no sabemos muy bien a quién hemos perdonado, si es que hemos perdonado a alguien. Del mismo modo, Don Juan Carlos pidió perdón sin explicar de qué lo hacía, qué era aquello que sentía tanto, si el pecado o el escándalo, en qué se había equivocado y qué cosa era la que no volvería a ocurrir, por lo que tampoco sé sabe muy bien qué es lo que hemos perdonado los españoles, si es que, insisto, hemos perdonado algo.
De tanto vulgarizarlo y presentarlo como un ciudadano más, cuando no lo es, se nos olvida a veces que el Rey tiene unos privilegios vitalicios que no poseemos el resto de los ciudadanos. El mayor de ellos, dice la Constitución, es que la persona del Rey es inviolable y que no está sujeta a responsabilidad. Y si no puede ser imputado ni juzgado por la comisión de un delito, cómo podría ser culpado entonces por los contenidos inconfesables de su agenda privada, por ir a una ostentosa cacería de elefantes o por tener una relación otoñal con una princesa de cartón piedra. Por propia definición, no existen Reyes que den explicaciones, como no existen comunistas democráticos ni curas ateos, por más que la izquierda se empeñe en lo contrario.
Ahora bien, la monarquía constitucional es un sistema en el que los privilegios reales se compensan con pesadas cargas vitalicias, ambos expresamente determinados en la Constitución. El Rey no puede ser responsabilizado de nada, pero el Sucesor no puede contraer matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales bajo pena de ser excluido de la sucesión. El Rey vive en un palacio, pero vive prisionero en él. Tiene ventajas personales, pero nadie le reconocerá que alguna de ellas lo sea por méritos propios. El Rey no puede ser juzgado, pero la sentencia de la Historia, cuando se produce, no tiene apelación. Es justamente esta línea de equilibrio entre las cargas y los privilegios la que hace moralmente aceptable la figura del Rey. Pero ocurre que en esta sociedad cada vez más expuesta al juicio arbitrario de la opinión pública (aquel a quien hoy se aclama como a un héroe, mañana es vilipendiado como un villano) a las viejas cargas se han ido incorporando otras no previstas expresamente en la Constitución, como por ejemplo que el Rey no tenga vida privada, que sea ejemplar (con lo difícil de precisar que es ésto) o que nos tenga que pedir a cada uno de nosotros, sus súbditos, permiso para echar una cana al aire. Por eso, cuando la Monarquía quiebra la línea, cuando se desprende de alguna de estas cargas o cuando incumple alguna de sus obligaciones, sean constitucionales o no, todos los privilegios decaen y el Rey deja de serlo para transformarse en el ciudadano Borbón, pues lo cierto es que no se puede dejar de ser Rey solo un poquito, como no se puede estar un poquito preñada o un poquito muerto. Recuerden, si el Príncipe Azul ronca o le cantan los pinreles, no es ya que no sea Azul, es que ya no es Príncipe.

VACA MUERTA: Me refiero a la señora viuda de Kirchner. No, no es que la llame Vaca Muerta, que yo soy un caballero, sino que la culpa de todo lo que ha pasado con la nacionalización de REPSOL-YPF la tiene el hecho de que se encontrara una ingente cantidad de petróleo en un lugar llamado Vaca Muerta y, claro, la señora Viuda Negra decidió que el petróleo argentino es de los argentinos. Más o menos lo mismo que decidieron los gobiernos de Aragón y de Castilla-La Mancha acerca de las aguas que corren por sus tierras, que las aguas aragonesas o manchegas eran de los aragoneses y de los manchegos. Y si aquello se dio por bueno, es decir lo dieron por bueno los políticos y la prensa lugareña, no sé ahora de qué nos extrañamos, la verdad.

PERRO FLACO: Claro que todo lo anterior le ocurre a España cuando se hace cierto el viejo refrán de que “a perro flaco, todo son pulgas”. Perro Flaco, España Flaca, todo son pulgas, sean pulgas argentinas o republicanas.

(Artículo publicado el 24 de abril de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)

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martes, 17 de abril de 2012

Realmente, qué mala pata...





(Artículo publicado el 17 de abril de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)





Por si alguien tenía dudas de que la Casa Real no anda bien, llega Su Majestad y se fractura la cadera tan sólo unos días después de que su nieto favorito, el más Borbón de sus nietos, se disparara un tiro en el pie. Esas cosas pasan con los niños, declaró comprensiva su abuela, cuando lo que debería haber dicho es que estas cosas pasan con los Borbones, sean niños o ancianos. Lo del pequeño Froilán ya lo ha resuelto la España farisaica con la lapidación virtual del padre de la criatura, el ex yerno real Marichalar, que deberá declarar sobre el percance y que se arriesga a una multa de 3.000 eurillos. Qué suerte tener un yerno a mano. La España común, la de la pandereta y el chascarrillo, alumbró inmediatamente miles de chistes sobre el accidentado pie de Froilán.


Uno: Dice Leonorcita que mientras que a España se le dispara la prima de riesgo, a ella se le dispara en el pie el primo de riesgo.


Otro: Que después de observar como se ha disparado en el pie ya sabemos que Froilán es del PP.


Pero en el fondo, dirá la versión última y definitiva de esta historia, todo este revuelo a cuenta del accidente del nieto no es más que fruto del enorme cariño que sienten los españoles por la Familia Real y por la Corona.


Otra cosa es el accidente del abuelo.


Pronto ha olvidado la Conjura Republicana de lo Políticamente Correcto lo mucho que ha hecho por España la figura del Rey Don Juan Carlos, mucho más desde luego que el propio Don Juan Carlos, cuyas diversiones y devociones aunque silenciadas durante años son bien conocidas por todos. Pero también olvida la Conjura que esas aficiones han suscitado desde siempre la ciega admiración del pueblo español, algo así como un ¡Vivan las “caenas” del jolgorio! Don Juan Carlos ha sido tanto más querido por el pueblo llano cuanto más se ha rumoreado acerca de su donjuanismo o de su gusto por el escocés con hielo. Y es que, cuando sea mayor, al pueblo español le gustaría ser como Don Juan Carlos. De hecho no deja de hacer prácticas para conseguirlo. Fíjense. En tanto que la Conjura critica al Rey por estar de cacería mientras España está sumida en una profunda crisis económica, muchos millones de españoles llevan varias semanas sin dar un palo al agua engolfados con las Fallas, las procesiones y las Fiestas Sardineras de la Primavera Murciana, y pronto harán lo propio con la Feria de Abril, con la de San Isidro y con todo festival que se les ponga por delante. España y Don Juan Carlos son así, de manera que por ese lado no ha habido problema alguno.


Pero en este accidente hay un hecho diferencial que la Conjura se ha encargado de resaltar: el accidente ha ocurrido durante la cacería de …¡un inocente y protegido elefante! Es como si el Rey hubiere torturado, aniquilado y escarnecido a Dumbo, a Babar y al Coronel Hathi, todos juntos, y con ellos hubiera dilapidado los treinta y siete años de servicios como monarca. O por poner otro ejemplo es como si Froilán, el joven Borbón, en lugar de dispararse en el pie, hubiera alcanzado con la perdigonada a una tortuga mora que pasaba por allí. Entonces, el dies irae se habría cernido sobre el primo de riesgo, que diría Leonorcita. Volviendo al Rey, si el accidente Real hubiera ocurrido cazando otra cosa, patos con reclamo o liebres con bastón, por ejemplo, o compitiendo en el Campeonato de Lanzamiento de Hueso de Oliva, yo qué sé, la Conjura Republicana de lo Políticamente Correcto habría reafirmado públicamente su firme compromiso con la monarquía a la vista del tradicional y sacrificado apoyo de la Casa Real al deporte en general, incluido el cinegético, y a las especialidades regionales del deporte popular en particular. Pero como el accidente ha ocurrido donde y como ha ocurrido, en una cacería de elefantes a cuarenta mil euros la unidad, cerca del Congo Belga y con la Reina haciendo la Pascua griega a varios miles de kilómetros de distancia, entonces, digo, la Conjura se ha rasgado las vestiduras y se ha mesado los cabellos republicanos. Incluso uno de sus vástagos, por más señas Tomás Gómez, ha llegado a pedir la adbicación del Rey, que es como se denomina técnicamente a la dimisión de los reyes, mientras que otro, Patxi López, ha exigido que el Rey pida perdón, no sabemos si al pueblo vasco o al elefante. Por fin, el inescrutable Rubalcaba no ha dicho nada y lo ha dicho todo, dejando a Su Majestad con el arma descargada, la cadera fracturada y rodeado por todas partes de elefantes de Botswana y leones de la carrera de San Jerónimo.


Matar un elefante, qué mala pata…


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miércoles, 11 de abril de 2012

Mi cuchillo cebollero




(Artículo publicado el 10 de abril de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)





Me equivoqué. Lo mío no era el Derecho sino la Cocina. He tenido que pasar más de treinta años bregando entre papeles y lidiando informes y demandas para darme cuenta de que mi auténtica vocación estaba más cerca de los fogones y del cuchillo cebollero de Paul Bocuse que del Código Civil de Napoleón y de la magna obra de Castán Tobeñas. Que conste que con esta confesión pública no le resto un ápice de valía a mi trabajo, pues me tengo por jurista competente aunque escéptico y desengañado. Simplemente les digo que por fin he descubierto que me salen mejor las fabes con almejas que las contestaciones a la demanda, que emplato mejor que enjuicio y que pico los ajos con más gracejo que lo hago con los argumentos del contrario. Lo que ocurre es que mi descubrimiento llega tarde en lo tocante al quehacer profesional, pues ni me veo de aprendiz ocho horas diarias picando kilos y kilos de verduras en brunois en lugar de picar pleitos, ni me imagino vestido con la toga blanca de cocinero en lugar de la toga negra de jurisperito. No, no es tiempo de cambiar. Al menos, no es tiempo de cambiar del todo.


Sin embargo, el hallazgo tardío de mi vocación errada no fue en balde. Decidí que si a estas alturas no podía convertirme en jefe de cocina o al menos en cocinero profesional, ejercería como tal en la cocina de mi casa. Por supuesto que lo primero que hice cuando me reconocí cocinero antes que fraile fue adquirir mi propio equipo, empezando por un cuchillo cebollero como Dios manda, porque un cocinero sin cebollero es como un caballero sin espada. Les confieso que me lo pensé mucho. Que si uno clásico, de empuñadura de madera y hoja de Albacete, o uno de esos nuevos, de empuñadura y hoja de acero de Solingen como los que manejan diestramente los Arguiñanos y compañía. O uno japonés como los de Iwao Komiyama, de filo rebajado en un solo lado de la hoja. O uno de cerámica, el colmo de la modernidad, que cortan como navajas de afeitar y no hace falta afilarlos jamás. Al final pudo más la vena conservadora y me hice con un estupendo cuchillo de los de toda la vida con el que me dí mi primer tajo cuasi profesional, llevándome por delante media uña que acabó finamente picada con el perejil. Lo siguiente fue una tabla de cortar, grande como un campo de fútbol, capaza de servir de cama de despiece de un buey. Luego, preso ya del furor culinario que se desata en este tipo de vocaciones tardías, fui llenando los cajones de las más variopintas herramientas de cocina: peladores, vaciadores, mazos y rodillos, moldes de acero y de silicona, rayadores varios, lenguas, varillas, palas, pinzas, cucharones, raseras, de acero, de madera, de silicona… Finalmente, descubrí que casi todo ello era innecesario, tanto más innecesario cuanto menor fuera la cantidad de comida a elaborar. Casi no me hizo falta ver a Jamie Oliver filetear un entrecot con un cortauñas o revolver la ensalada con la vinagreta directamente con las manos para saber que la cocina necesita muy poco equipo o, como decía mi abuela, que mucha gente para la guerra es buena.


Les cuento todo esto porque cuando me disponía a escribir un artículo furibundo contra la construcción en Madrid o en Barcelona, no sabemos quién dará más, de una especie de sede europea de Las Vegas me he dado cuenta de que escribirlo es tan poco atrayente como redactar la contestación a la demanda en un pleito que sabes perdido de antemano. Si la versión española de la Ciudad del Pecado reporta dividendos a las arcas públicas se hará sí o sí. Si para ello hay que modificar la ley que impide a los ludópatas y a los menores de edad entrar en las salas de juego, se modificará. Si a la hora excluir a Las Eurovegas de su aplicación hay que olvidar cuánto se ha jodido a la hostelería española con la ley antitabaco, se olvidará. Si hay que omitir que buena parte de los miles de empleos que se van a crear el complejo de juego lo serán en actividades complementarias como la prostitución más o menos legalizada y el consumo de alcohol y drogas, pues se omitirá. Y si hay que rectificar las leyes laborales, las tributarias y las urbanísticas para que se instale cómodamente el Rey del Juego, pues se rectificarán. Y si, además, hay que regalarle el suelo necesario para ello, no les quepa duda sobre ello: se le regalará. No les digo ya lo que ocurrirá si al magnate se le ocurre que unos cuántos se bajen los pantalones.


Como les decía, prefiero la cocina y el cuchillo cebollero.


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