martes, 28 de diciembre de 2010

Para todos y todas

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(Artículo publicado el 28 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Los dos o tres lectores habituales de mi columna saben de mi fijación con lo políticamente correcto. Como señala Vladimir Volkoff, un filósofo francés pariente de Tchaikowsky, “lo políticamente correcto consiste en la observación de la sociedad y la historia en términos maniqueos. Lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal. El summun del bien consiste en buscar en las opciones y la tolerancia en los demás, a menos que las opciones del otro no sean políticamente incorrectas; el summum del mal se encuentra en los datos que precederían a la opción, ya sean éstos de carácter étnico, histórico, social, moral e incluso sexual, e incluso en los avatares humanos. Lo políticamente correcto no atiende a igualdad de oportunidades alguna en el punto de partida, sino al igualitarismo en los resultados en el punto de llegada”. O dicho de manera más precisa, lo políticamente correcto se manifiesta en una tendencia compulsiva a dejarse esclavizar por la dictadura del relativismo, término acuñado por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, según la cual no existe una verdad absoluta sino que la verdad la construye cada hombre para sí en cada momento y lugar, aquí y ahora.


Lo políticamente correcto ha dado lugar a una infinitud de esperpénticos engendros, de los que, por sobradamente conocidos, no haré más referencias. Excepto de uno. Se trata de una felicitación navideña que, sabedor de mi fobia y ejerciendo de Ignatius, me envía mi buen amigo Emilio del Valle desde Cantabria y que, como hoy es día de Inocentes, me permito reproducir en mi artículo, fotografía incluida, con permiso de mi dilecta directora:



“Hola a todos/todas:


Os ruego que aceptéis, sin obligación alguna por vuestra parte, tanto implícita como explícita, mis mejores deseos de unas vacaciones invernales medioambientalmente sostenibles, socialmente solidarias, genéricamente neutrales, nacionalmente plurales, políticamente correctas, ideológicamente transversales y civilizatoriamente equidistantes, practicadas según las tradiciones de vuestra opción religiosa, o de vuestra opción secular, con respeto absoluto por todas las tradiciones religiosas o seculares distintas, o por la ausencia de ellas, así como una entrada fiscalmente exitosa, personalmente satisfactoria y médicamente inalterada, en el período de tiempo conocido como año 2011 según el calendario generalmente aceptado en nuestro entorno cultural sin que ello signifique desatención hacia otros calendarios de otras culturas cuyas contribuciones a la sociedad han ayudado a construir la llamada Civilización Occidental, lo cual no quiere decir que se la considere mejor que otras civilizaciones, y sin que estos deseos establezcan distinción alguna por razón de color, credo, raza, opinión, edad u orientación sexual del felicitado o felicitada. Perdón, es que no quiero herir ninguna susceptibildad, de manera que tengamos la fiesta en paz. Y en prueba de ello os obsequio a todos y todas con una foto políticamente correcta del portal de Belén, de la que pueden disfrutar los ciudadanos y ciudadanas con credo o sin él.”



Lo curioso de esta broma es que habrá quien se la tome muy en serio y vea en la felicitación navideña una forma muy correcta de felicitar las fiestas. Muy políticamente correcta.

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martes, 21 de diciembre de 2010

El palacio y el pesebre

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(Artículo publicado el 21 de diciembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Hace algo más de dos mil años nació un niño en un mísero establo del pueblecito judío de Belén. El hecho no habría tenido más trascendencia si no fuera porque el nacido en lugar tan humilde iba a protagonizar la revolución más grande que vieran los siglos. Para muchas personas de su tiempo Jesús de Nazareth encarnaba una promesa cumplida, la llegada del Mesías, el Esperado, al que se referían tanto las profecías de los textos bíblicos como muchas profecías y augurios de los gentiles. Sócrates, Platón y Aristóteles hablaban de un Hombre de Dios que bajará a redimir las ciudades. Hasta Cicerón, muerto cuarenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, le escribe a Ático acerca de “la venida al Mundo de un ser divino, el Ser Sumo, que se haría carne mortal”. Incluso le contó de un sueño en el que veía un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco, que mostraba en todas sus cúpulas las señal infame de los ajusticiados, la cruz. También Virgilio, muerto diecinueve años antes de que Jesús naciera, escribe en su cuarta égloga que nacerá un ser que salvará a la Humanidad de su condena y que “recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre”.


Cuento todo esto porque el hecho corriente del nacimiento de un niño, tanto más corriente cuanto que nació en una cuna tan humilde como un pesebre, se convirtió en un acontecimiento de trascendencia universal por la sencilla razón de que con su nacimiento y con su vida, con su palabra y con su testimonio, con su muerte y, muy especialmente para quienes profesamos la fe cristiana, con su resurrección, cambió el mundo para siempre.


En Navidad se conmemora ese nacimiento y lo que ese nacimiento significa. No importa que haya quienes quieran celebrar otra cosa, la fiesta del pavo y del turrón, el solsticio de invierno, la fiesta del árbol, o una edición sardinera y congelada de moros y cristianos. No importa que haya quienes sólo vean en la Navidad una orgía de consumismo, o una excusa para desempolvar los esquíes o para tostarse en una de esas playas del hemisferio sur que se encuentran a menos de doscientos euros de distancia. Nada de eso importa, porque nada de ello puede alterar el mensaje de la Navidad cristiana, tan sencillo de entender y tan difícil de materializar. La Virgen, el Niño y San José, en su humilde pesebre representan la promesa de la Reconciliación del hombre con Dios y del hombre con el hombre. Como cada año, el saludo del ángel a los pastores resonará de nuevo en las alturas: Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y, como cada año también, muchos permanecerán sordos a él.


Verán ustedes, hay quienes pensamos que montar el belén o colocar un nacimiento no es sólo una forma de cumplir con una tradición muy española. Es por encima de todo una manera de proclamar el mensaje de Paz de la Navidad, el más universal de los mensajes. En el Real Casino de Murcia hemos instalado un bellísimo nacimiento, obra del escultor de Calasparra Juan José Páez Álvarez. Es un humilde pesebre dentro de un palacio. La paja dorada no es menos dorada que las sedas y oropeles del Salón del Baile. La pequeña cuna vestida con el forraje de los animales brilla aún más que las lámparas de cristal de roca que alumbran la escena y la vara de San José ha florecido bajo los cielos pintados. Es un palacio que alberga un pesebre. Y, aún así, el mensaje sigue siendo el mismo que el que se oyera hace más de dos mil años: Paz a todos los hombres de buena voluntad. Que así sea.

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martes, 14 de diciembre de 2010

Del caballo de Espartero a Pajín

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(Artículo publicado el 14 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


Dedicado a un colega columnista, quintacolumnista diría yo, a cambio de que rece por mí.



Para destacar el valor casi temerario de alguien se suele decir que tiene más cojones que el caballo de Espartero. Y es que la estatua ecuestre del Príncipe de Vergara, el único militar español al que le fue concedido por el Rey el tratamiento de Alteza Real, llama la atención de los que pasen por la calle de Alcalá, frente a la puerta de Hernani que da acceso a los jardines del Retiro, no por la egregia figura del General Espartero, el Pacificador, sino por los atributos que atestiguan la masculinidad de su montura. Hay otra estatua similar en Logroño, en la que el General aparece cubierto con su sombrero, cuyo caballo tal vez tenga los testículos mayores, pero la que ha criado la fama es la de Madrid, si bien ha quedado recientemente nublada por la aparición interplanetaria y cósmica de unas nuevas gónadas masculinas de insospechada e imposible existencia.


Creo haber escrito antes que España es un país testicular en el que, por encima de las connotaciones machistas que tiene el destacar el valor superior de los genitales masculinos frente a los femeninos, hemos sido capaces de elevar los huevos a la categoría de razón de Estado. Eso es lo que ha hecho Leire Pajín, flamante ministra de Sanidad por sus muchos méritos, cuando en el curso de una comida informal una senadora del PP le preguntó por el nombramiento como Delegada del Gobierno para el Plan Nacional de Drogas de Nuria Espí, auxiliar administrativa y amiga personal, de quien dice la propia ministra que sabe muchísimo sobre drogas. Pajín, supongo que con los brazos en jarras aunque la pose no haya trascendido, respondió literalmente que “sólo faltaría que la ministra no pueda nombrar a quien le salga de los cojones”. Puestos a ganar el campeonato interplanetario de mala educación pudo haber empleado otras fórmulas de uso común a ambos sexos, tales como nombrar a quien le salga de las narices, a quien le parezca o a quien le dé la gana e, incluso, la real gana. Pero sorprendentemente eligió lo de los cataplines.


El diccionario de uso del español de María Moliner dice que el vulgarismo “salirle de los cojones” equivale a querer o dar la gana. En definitiva es hacer algo por antojo, sin una razón específica. Se sabía que Leire Pajín era capaz de decir algo por antojo, sin una razón específica, gratuitamente, de manera ocurrente, como por ejemplo llamar “cónyugue” al cónyuge; o afirmar con los ojos cerrados que “el Euribor ha bajado gracias a la gestión del Gobierno”; o proclamar confusamente que “ha aumentado el paro, pero es el tercer mes que deja de crecer”; o afirmar sin ton ni son que “el PIB es masculino”; o pregonar descaradamente que “los socialistas no acumulan sueldos sino que acumulan responsabilidades”; o escopetear a quien quisiera oírlo que “yo quiero que el poder sea más tía”; o, refiriéndose a su incorporación al gobierno, afirmar sin ruborizarse que “Zapatero me lo pidió mirándome a los ojos”… Lo que no sospechábamos es que, además de ser capaz de decir lo que le saliera a ella del alma, era además capaz de hacer lo propio y, de paso, intentar quitarle el puesto en el argot callejero al caballo de Espartero.


Lo que no sé es si a Espartero le hubiera gustado el cambio.

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martes, 7 de diciembre de 2010

Una propuesta ingenua

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(Artículo publicado el 7 de diciembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


La prueba de que ya peino canas no son las canas mismas, sino las historias y vivencias que se me acumulan en el desván del recuerdo. Entre ellas, dos crisis económicas que con ésta suman tres. Es posible que viviera alguna más, pero de ésa no me acuerdo.


A comienzos de los setenta la OPEP puso el petróleo por las nubes, con el resultado de que los países industrializados o en vías de ello nos paramos en seco. Las ciudades se apagaron y, según recuerdo, aquellas Navidades fueron especialmente tristes. Los de mi quinta se acordarán de los escaparates de la Alegría de la Huerta y de Galerías Preciados, otrora resplandecientes, oscurecidos a partir de las siete de la tarde por órdenes de la autoridad competente (usted puede, España no); o las calles alumbradas por una farola de cada cinco; o los frigoríficos y neveras de cada hogar escasos de casi todo. Ese año no hubo pavos y hasta los pollos sucedáneos fueron más flacos que el año anterior. La crisis se combatió mejor o peor con la más estricta de las austeridades.


Luego, mediados los noventa, después de los fastos (las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla) llegaron los nefastos y la crisis económica volvió a entristecer el aspecto de las ciudades. Nuevamente, se apagaron cuatro de cada cinco farolas y las calles céntricas quedaron desiertas de tiendas y negocios. El que no cerraba era porque ya lo había hecho. Por la Platería de Murcia al atardecer sólo caminaba el sereno, y la Calle Mayor de Cartagena se vendía, se traspasaba o se alquilaba toda. La desaceleración económica, creo recordar, se combatió entonces con sucesivas depreciaciones de la peseta y con medidas de política financiera destinadas a animar el consumo y la inversión.


Pero en ninguna de ambas crisis se produjo el efecto venenoso que se ha producido en ésta y al que llamaremos en honor a su hacedor el efecto Zapatero. Se trata de un sentimiento depresivo que se ha adueñado de la población en general y de los agentes económicos en particular, como si el mundo, no es que se fuera a acabar, sino que se hubiera acabado ya. El temor a un futuro incierto propio de cualquier crisis ha dejado paso al miedo al presente cierto de ésta crisis en particular. Y esto es así por varias razones: primero porque, tras varios años de negaciones y de engaños continuados sobre la crisis y sus consecuencias, el gobierno de Zapatero, cualquier gobierno de Zapatero, no inspira un ápice de confianza, sino más bien todo lo contrario; luego, porque la oposición, atrincherada tras el deterioro progresivo del crédito del gobierno, ha quedado prisionera de su propia estrategia de acoso y derribo. Ocurre también que se percibe, cada vez con mayor nitidez, que el sistema social y político actual no nos sirve; que los bancos y cajas no han valido para afrontar las consecuencias de una crisis de la que, en buena parte, son culpables; que las pensiones y la asistencia social y sanitaria están en serio peligro; que las autonomías son un peso que nos lastra irremediablemente; que la totalidad de los ocho mil ayuntamientos españoles está prácticamente en bancarrota; que los sindicatos nos toman el pelo; y que hay un sálvese quien pueda, cuyos penúltimos protagonistas han sido los controladores aéreos.


Y ocurre por último que, frente al predicamento internacional de la crisis (mal de muchos, consuelo de tontos, insinuaban), hay países que están saliendo de ella. Entre ellos, Alemania, sí, la misma Alemania que hace cinco o seis años, cuando España crecía al tres por ciento y cantaba alegremente su liderato económico como la cigarra del cuento, ella crecía a la mitad, si bien, como la hormiga, se disponía a hacer paciente y calladamente sus deberes. Tras la elecciones de 2005, Merkel y Schroeder dieron un ejemplo de responsabilidad política y, con un paso atrás de éste último (una muestra de grandeza política), los dos grandes partidos nacionales pusieron en marcha un gobierno conjunto conocido como “Grosse Koalition” o “Gran Coalición”. Sin ruido y afrontando medidas tan impensables tanto en la España de entonces como en la de ahora, como la de trabajar más y ganar menos, Alemania comenzó a salir de la crisis aún antes de que Zapatero reconociera que existía crisis alguna. Y, de paso, Alemania nos marcó el camino de salida, justo en dirección contraria a la que seguía España.


Te propongo una cosa Mariano: exígele a Zapatero que convoque elecciones anticipadas y promete que, tanto si ganas las elecciones como si las pierdes, formarás con el PSOE un gobierno de coalición para afrontar entre los dos la salida de la crisis económica, que buscaréis el apoyo del resto de fuerzas políticas y que haréis lo imposible para reintegrarnos la confianza en nosotros mismos y en vosotros los políticos. Prométenos que entre los dos vais a reformar en profundidad las estructuras políticas y sociales de esta España nuestra para adaptarlas a los tiempos diferentes que se avecinan, en los que, como dice la gramática parda, lo superfluo sobra y cuando no hay, no hay.


Y a ti Zapatero te propongo otra cosa: hazle caso a Mariano y convoca elecciones anticipadas, sé grande y da un paso atrás como hizo Schroeder y facilita que tu sucesor, tanto si gana las elecciones como si las pierde, se comprometa a gobernar en coalición con el PP para sacar a España de la crisis y devolvernos la confianza en nosotros mismos y en vosotros mismos, los políticos.


¿Que esto te suena ingenuo, mi desencantado lector malasombra? Me lo temía pero, dicho en el idioma que habla la señora Merkel, Das ist mir schnuppe. O sea, me importa un pito.
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