martes, 20 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: El Emperador va desnudo


Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 8 de enero de 2008


Lo escribió Hans Christian Andersen en 1837 pero, como ocurre tantas veces con los cuentos en general y con los programas electorales en particular, el escritor danés se había inspirado en otro cuento escrito quinientos años atrás por el Infante don Juan Manuel, titulado De lo que contesció a un rey con los burladores que fizieron un paño, recogido en el relato XXXII de su obra El Libro de Patronio o el Conde Lucanor. Tanto Andersen como el que fuera Adelantado Mayor del Reyno de Murcia coinciden en dos ideas fundamentales: que una cosa no es necesariamente cierta por el hecho de sea proclamada verdad absoluta por la mayoría, y mucho menos si quien la proclama es el poder público, sea Rey o Emperador; y que sólo los borrachos, los locos y los niños dicen la verdad.

Pero vayamos al cuento.

VERSIÓN CLÁSICA: Esto era un Emperador muy aficionado a los buenos vestidos al que dos charlatanes convencieron de que podían tejer una tela que, además de ser la más bella y suave del mundo, resultaría invisible para las personas estúpidas e incapaces de desempeñar su cargo.
El Emperador les encargó un traje y les suministró seda y oro para tejer la maravillosa tela. Pasado un tiempo mandó a varios de sus ministros a que vieran las telas pero, temerosos de reconocer que no habían visto tela alguna en los telares, uno tras otro se las describieron al Emperador con todo lujo de detalles. Éste, que tampoco quiso pasar por inepto, aceptó las lisonjas y engaños de los dos truhanes, se dejó vestir con el traje inexistente y salió a desfilar totalmente desnudo. Nadie del público osaba a decir lo que veía por miedo a ser tachado de estúpido e incapaz. Nadie, hasta que un niño gritó que el Emperador iba desnudo. Al oírlo, todo el pueblo comenzó a gritar la verdad, mas el Emperador, aunque barruntando que el pueblo tenía razón, continuó desfilando muy altivo, mientras sus ministros llevaban entre sus manos la inexistente cola del inexistente traje.

VERSIÓN ADAPTADA: Esto era un gobernante muy necesitado de los votos de sus conciudadanos, lo que suele ocurrir a derechas y a izquierdas, no se crean. Como buen padre de familia que era, corregía razonable y moderadamente a sus queridas hijas cuando éstas hacían alguna que otra trastada propia de los pocos años, lo que incluía la administración correctiva de un ligero y ocasional cachete o soplamocos.
Así iban las cosas cuando un par de charlatanes disfrazados de psicólogos y tres o cuatro asociaciones progresistas formadas por un solo miembro le dijeron que reprender a un hijo dándole un capón era, además de una flagrante violación de los derechos de la infancia, una conducta antidemocrática y fascista, y que ganaría muchos votos del centro y de la izquierda si suprimía la potestad paterna de corregir moderada y razonablemente a los hijos. Temeroso de ser tachado de fascista, el gobernante proclamó la prohibición de dar cahetes a los hijos, y añadió de su propia cosecha que quien defendiera lo contrario era un inmovilista y un carpetovetónico, aunque esto último no sabía muy bien lo que era. Sus ministros y edecanes se apresuraron a aplaudir la medida y, con ellos, los ciudadanos recelosos de ser tildados de fascistas y carpetovetónicos, aunque esto último no supieran muy bien lo que era. Cuando los niños, tan listos ellos y sin miedo alguno a los inexistentes castigos, comenzaron a hacer lo que les venía en gana, los padres se percataron de su error pero ya era tarde, pues nadie quería dar la voz de alarma por miedo a ser llamado fascista y carpetovetónico, aunque muchos no sabían que era esto último.
Por fin, alguien −debió ser un loco o un borracho pues, evidentemente, era imposible que esto lo planteara un niño− propuso al padre de un infante que no cesaba de dar patadas a su progenitor en la espinilla que le diera una buena bofetada. Así lo hizo al trasponer la puerta del hogar y así acabaron las patadas en la espinilla. Cundió clandestinamente el ejemplo y la gente comenzó de nuevo a corregir reservada y moderadamente a sus revoltosos retoños que entendieron perfectamente el mensaje paterno. Y todos volvieron a portarse bien.
Todos, menos las hijas del gobernante que entretenían sus horas libres −veinticuatro al día, pues habían decidido no ir al colegio ni acostarse a su hora− decorando las paredes del palacio presidencial con sus lápices de colores, cuando no estaban rellenando de pegamento Superglu el frasco de gomina de su padre, o metiendo escarabajos en los bolsillos de su chaqueta, o haciendo la petaca al lecho conyugal, o desinflando los neumáticos del coche oficial, o apedreando a los escoltas paternos. El gobernante lo aguantaba todo por miedo a ser señalado como fascista y carpetovetónico, aunque no supiera muy bien de qué iba esto último.

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