lunes, 25 de abril de 2016

La sardinificación de El Quijote

Ignatius Reilly, protagonista de La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole
(Artículo publicado en La Opinión de Murcia, el 26 de abril de de 2016)


Ignatius ha vuelto. Tras un largo paréntesis debido a su marcha a Nueva Orleans, acuciado por la perentoria necesidad de martirizar a su madre con sus ocurrencias disparatadas antes de que el buen Dios la libere de este mundo pecador, y habiendo aprovechado además el tiempo para obsequiar a sus vecinos con tempraneros ensayos de trompeta que le han granjeado cientos de enfurecidos admiradores, Ignatius Reilly ha regresado a mi casa con un cargamento de cuadernos Gran Jefe en los que ha ido recogiendo las ideas más peregrinas y los planes más descabellados, que son todas y todos, y que se le han ido ocurriendo a orillas del Mississippi, ese río en el que caben un millón o dos de ríos Seguras. Una de esas ideas es justamente transformar el Mississippi en un afluente del Segura con el fin de resolver de una vez por todas nuestra sempiterna falta de agua. El secreto de cómo pretende hacer esa barbaridad es uno de los arcanos que contienen sus cuadernos Gran Jefe, celosamente guardados entre los numerosos pliegues de su gabardina y en los abismales bolsillos de sus gigantescos pantalones, donde comparten habitación con cientos de pequeños objetos que sobrenadan en esas bolsas de aire rancio que, en opinión de Ignatius, hacen la vida más confortable.

Ignatius ha engordado un poco más, hazaña que parecía casi imposible, y cuenta que ello fue debido al fracaso de una iniciativa empresarial que puso en marcha en Nueva Orleans, la franquicia alimentaria Greasy Food, cuyo primer establecimiento se encargó de dirigir el propio Ignatius. Gran enamorado de nuestros pasteles de carne, quiso convertirlos en la comida nacional de Estados Unidos, desbancando pizzas, hamburguesas y hot dogs, si bien añadiéndole un toque cajún. A la receta tradicional del pastel de carne añadió doble ración de manteca de cerdo, mantequilla de maní para darle cierta textura gominosa, carne de zarigüeya macerada en julepe de menta, y una mezcolanza infame de jambalaya, gumbo y andouille, todo ello salpimentado generosamente con toneladas de pimienta de cayena. Una ramita de apio crudo que coronaba el hojaldre, aportaba a la obra culinaria un cierto aire de inocencia vegetariana. Finalmente, bautizó el emplasto con el sospechoso nombre de Zarigüeya Pie y, hecho esto, se lanzó a la producción masiva del engendro.  Los resultados no se hicieron de esperar. Tras las primeras intoxicaciones y el cierre del establecimiento decretado por las autoridades sanitarias, Ignatius decidió comerse los casi diez mil pasteles de zarigüeya que había producido con el fin de eliminar drástica y definitivamente las pruebas del delito, si es que el pastel de zarigüeya fuera delito y no lo sea aún más grave el tratar de elaborar un pastel de carne light.

     Cargado, pues, de energía positiva, y pletórico de deseos de vengar el atentado contra el Buen Gusto, la Prosodia y la Decencia que, según él, constituye la incomprensible actitud de las autoridades sanitarias norteamericanas hacia el Zarigüeya Pie, Ignatius ha vuelto al que considera el único país serio en la faz de la tierra: España. Y fiel a su condición de inalienable asesor mío en asuntos trascendentes, me ha obsequiado nada más llegar a casa con un concierto de trompeta que ha hecho las delicias de mis vecinos, y con un consejo que hará las de ustedes, mis fieles y pacientes lectores.

-España –exclamó Ignatius- es un país del que os podéis sentir muy orgullosos. Siempre a la vanguardia creativa, ha dado el primer ejemplo al mundo de lo que puede ser la solución universal al envejecimiento de las democracias: la sardinificación institucional.

-¿Sardinificación, Ignatius? –le pregunté.

-Sí, sardinificación he dicho. Habrás observado, querido y dubitativo amigo, que la enorme y revolucionaria potencia de vuestro Entierro de la Sardina ha ido contagiando a todas las celebraciones populares que se suceden día tras día en la bendita Región de Murcia y aún fuera de ella. La Cabalgata de los Reyes Magos se ha convertido en un Entierro de la Sardina epifánico, pero no solo en Murcia, que era de esperar, sino que ese efecto sardinificador ha alcanzado este año a las cabalgatas de Madrid y Valencia. Otro tanto va a ocurrir, si es que no ocurre ya, con la Semana Santa, con la Feria de Abril, con el Rocío y con las muchas romerías que pueblan el suelo patrio. Llegará el día en que la Oktober Fest se celebre al son de charangas, batucadas y ritmos exóticos. Desde sus carrozas debidamente engalanadas, los festeros bávaros arrojarán al público enfervorecido cientos, qué digo cientos, miles de toneladas de salchichas, ríos de mostaza y fuentes inagotables de cerveza…

-Bueno –le interrumpí-, pero ¿qué tiene que ver todo eso con la sardinificación institucional de que hablas?

-Pues que el Congreso de los Diputados –me contestó- ha conseguido ni más ni menos que sardinificar al propio Quijote, la obra magna de Cervantes y cumbre de la literatura universal desde que la santa Monja Rosvita nos legara sus sabias reflexiones, y lo ha hecho con la inigualable celebración del cuarto centenario de la muerte del Manco de Lepanto. La representación escenificada en el Congreso ha sido un esfuerzo sin parangón e impensable para los británicos, que jamás serán capaces de hacer algo así con el otro genio de las letras fallecido el mismo día y año que Cervantes, William Shakespeare, quienes, además, tuvieron el acierto de hacerlo precisamente en el Día Universal del Libro.

-Pero todo es mejorable y para eso estoy yo –prosiguió Ignatius, desbocado-. Y es que, para hacer estas cosas bien, nada mejor que los auténticos profesionales de la sardinada. Quiero proponer y propongo que, habida cuenta de su inoperancia para que se constituya finalmente un gobierno en España, los actuales diputados sean sustituidos para siempre por sardineros murcianos, ataviados con sus ricos ropajes de raso, pertrechados de pitos y pelotas, arropados por las mágicas charangas, incendiando la vieja democracia con el fuego purificador de sus hachones e iluminando el camino de España con la luz cegadora de las bengalas.  Qué gloria para el vetusto edificio de la carrera de San Jerónimo, qué placer escuchar “Paquito el chocolatero” en vez de los sosos discursos que entristecen el Diario de Sesiones, qué envidia para el mundo…

Fue entonces cuando corrí al ordenador a sacarle un billete de vuelta para Nueva Orleans antes de que fuera demasiado tarde.
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lunes, 7 de marzo de 2016

Mártires de la indiferencia

(Artículo publicado el 8 de marzo de 2016, Día Internacional de la Mujer, en La Opinión de Murcia)

Cuánto me habría gustado escribir otro artículo distinto a éste. Uno que hablara de las cosas buenas de la vida, que las hay, de la juventud que pletórica de risas se abre camino con esfuerzo e ilusión, de los hombres y mujeres que se empeñan cada día en sacar adelante a sus familias y lo consiguen, de aquellos que luchan contra la enfermedad sin perder la sonrisa, de esos otros que disfrutan intensamente de la victoria de su equipo del alma, de quienes saborean un vaso de vino como si fuera lo último que vayan a hacer en sus vidas, de los que agradecen ese rayo de sol que les calienta e ilumina el camino, de cuantos ríen y cantan, de cuantos enjugan las lágrimas de los que sufren, de los  que confían y esperan. Y sin embargo, he de escribir de otra cosa, de la que pocos escriben.

Hace unos días, cuatro Misioneras de la Caridad, congregación fundada por la Madre Teresa de Calcuta, fueron asesinadas en Yemen a manos de extremistas musulmanes. Las hermanas Anselm, Reginette, Margarita y Judith atendían un albergue de ancianos, de los más desvalidos, de aquellos en los que nadie se fija, sino los ojos de la caridad. Con ellas fueran asesinadas otras doce personas, varios de ellos ancianos. La cuatro monjas fueron ejecutadas a sangre fría porque, decían los ejecutores, eran culpables de hacer proselitismo cristiano, crimen que no se perdona en una sociedad islamista radical como la yemení que ha declarado la yihad a Occidente y muy especialmente al cristianismo. Quisiera pensar que el silencio de los medios de comunicación occidentales se debe a que únicamente recogen en sus páginas, en sus noticiarios, noticias felices pero no es así. Cada día, los medios nos obsequian con una galería de horrores diferente: muertos en las carreteras, mujeres asesinadas por sus parejas, niños cuyos derechos más elementales han sido violados, casos de corrupción política, catástrofes de todo tipo y un sinfín de maldades más que acontecen en cualquier lugar del mundo. Aún recuerdo el incendio de las redes sociales y la conmoción mundial producidos por el asesinato de varios periodistas de la revista francesa Charlie Hebdo; o los ríos de tinta vertidos cuando José Couso, corresponsal de guerra en Bagdad, fue alcanzado por un obús americano en el hotel Palestina. Con los primeros, medio mundo suscribió aquella declaración de “Je suis Charlie Hebdo”, en una demostración de solidaridad sin precedentes.

Sin embargo, los asesinatos de estas cuatro monjas apenas han merecido unas pocas líneas en alguna recóndita sección de sucesos. Ninguna muestra de solidaridad ha inundado las redes sociales, ninguna declaración de los líderes políticos ha restado minuto alguno de su valioso tiempo dedicado a los asuntos públicos. Solo el Papa Francisco ha recordado a estas humildes mujeres que han dado su vida en nombre de Jesús por los más necesitados, y, para vergüenza de muchos, las ha llamado “mártires de la indiferencia” ¿Dónde están esas voces que antes clamaban y que ahora callan? Alguien dirá que entonces lo hicieron porque con los atentados de la revista francesa se atacaba también la libertad de expresión. Y hoy, con la salvaje ejecución de las misioneras de la Caridad, ¿contra qué se atenta además de contra la vida? ¿Es menos valiosa la caridad, la entrega abnegada a los demás, que la libertad de expresión? ¿Importa menos la libertad de credo, es decir la libertad en sí misma? ¿Cuenta menos para el mundo mediático la generosidad sin límites de estas mujeres? Hoy es 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, ¿acaso estas víctimas son menos mujeres que las que lamentablemente son asesinadas por sus parejas?

¿Por qué callan? ¿Por qué callamos?

Cada día, en alguna parte del mundo, los cristianos son asesinados por el solo hecho de serlo. Hombres, mujeres y niños. Y muy pocas veces esas muertes merecen, no ya una condena expresa, sino un simple recordatorio en nuestros muy sensibilizados medios de comunicación social. Tal vez, si en vez de haber ocurrido estos hechos en Aden, en el remoto Yemen del Sur, hubieran sucedido en un albergue de ancianos de algún lugar de Europa o de Estados Unidos, la noticia habría ocupado un lugar de honor en las portadas de los periódicos. Pero han tenido la desgracia de morir muy lejos, de no ser europeas, de ser, además, cristianas.

Hay un célebre poema del pastor luterano Martin Niemöller referido a la indiferencia del pueblo alemán ante la barbarie nazi, del que existen varias versiones. Otros atribuyen el poema a Bertold Brecht, que lo habría escrito diez años antes, en 1936, en un momento mucho más comprometido. Da igual una versión que otra. Aquí les dejo una de las más conocidas:

“Primero vinieron a buscar a los comunistas, pero guardé silencio porque yo no era comunista.
Entonces vinieron a por los judíos, pero guardé silencio porque yo no era judío.
Luego fueron a por los sindicalistas, pero guardé silencio porque yo no era sindicalista.
Más tarde vinieron a por los católicos, pero guardé silencio porque yo no era católico.
Luego vinieron a por mí, pero ya no quedaba nadie para protestar.”

Hoy, cuando matan a los cristianos por el simple hecho de serlo en muchos lugares del mundo, ¿dónde estamos todos los demás?
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lunes, 29 de febrero de 2016

Y nosotros... ¿podemos nosotros?

(Artículo publicado el 1 de marzo de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)

Está claro que ellos van pudiendo. La Conjura de Todos Contra la Iglesia Católica, integrada por varias organizaciones de izquierda, varios centristas del partido Ni Quito Ni Pongo Rey Pero Ayudo a Mi Señor y algún descarriado de derechas, y audazmente encabezada por los chicos y chicas de Podemos, ha decidido terminar la obra que un día iniciara con cierto éxito el emperador romano Nerón quien, habiendo prendido fuego a Roma en un arrebato de inteligente locura, acusó de ello a los cristianos con el único objetivo de prenderles fuego también a ellos. Hoy, los cristianos y muy especialmente los católicos están siendo perseguidos hasta la muerte en buena parte del mundo. No echaré leña al fuego de la hoguera islamista porque, en el silencio de Occidente ante las matanzas que continuamente se suceden, llevamos la penitencia. Y si no, al tiempo.

Lo de aquí es mucho más sofisticado que encerrar en una iglesia a varios cientos de hombres  mujeres y niños cristianos y quemarlos vivos. Y, aparentemente, mucho más limpio y por ello plausible. El método no es nuevo y ni siquiera afecta exclusivamente a los católicos. Ya lo pusieron en marcha personajes tan simpáticos como Stalin o Hitler. El procedimiento lo describe con especial lucidez la escritora Hannah Arendt en Los Orígenes del Totalitarismo. Arendt, de religión judía y paradójica amante de quien fue discípula predilecta, el filósofo cercano al nazismo Martin Heidegger, escribía lo siguiente sobre el modo de operar tanto del nazismo como del comunismo, los dos regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX:
 “Una vez que ha sido muerta la persona moral, lo único que todavía impide a los hombres convertirse en cadáveres vivos es la diferenciación del individuo, su identidad única (…) Tras el asesinato de la persona moral y el aniquilamiento de la persona jurídica, la destrucción de la individualidad casi siempre se convierte en éxito.”

Parafraseando a James Carville, el estratega electoral que llevó a Bill Clinton a la Casa Blanca, son los valores morales, estúpidos, los que constituyen el objetivo de la Conjura. Nada de manchar el suelo con la sangre de nadie o de prender fuego a las iglesias y a las escuelas católicas con niños católicos dentro. Basta con incendiar intelectualmente esas escuelas, aún vacías; con prender fuego y quemar en la hoguera de lo políticamente correcto, es decir, de lo laico y aconfesional, manifestaciones religiosas como las procesiones de Semana Santa, para sacar a continuación el “coño insumiso” en procesión festiva y colorista; basta con eliminar del callejero de cada ciudad los nombres de religiosos o de imágenes devocionales; con prohibir a las autoridades civiles y militares su participación en actos religiosos; con desproveer de su condición de autoridad a los obispos católicos, con objeto seguramente de que pueda ser ofrecida a los jefes de otras religiones más afines, por si las moscas; con prohibir el uso como colegios electorales de escuelas y colegios católicos, no vaya a ser que la Cruz recuerde al votante la que le está cayendo encima; basta con sustituir a los tres Reyes Magos por tres hechiceros de medio pelo o por tres brujas (supongo que, siendo sinónimo de magas, no se me ofenderá nadie porque las llame brujas), como ocurrió en Madrid y en Valencia.

Esto y algo más es lo que está ocurriendo hoy en Sevilla y en toda España, pero tampoco son estos los objetivos en sí mismos. El objetivo no es matar a los cristianos como en la Roma antigua o como en el Oriente moderno, sino matar los valores en los que se asienta el cristianismo, habida cuenta de que, como escribía Arendt, tras el asesinato de la persona moral, o sea de sus valores, y el aniquilamiento de la persona jurídica, esto es, de sus derechos y libertades individuales, la destrucción de la individualidad, último factor de resistencia ante el totalitarismo, será un éxito. En este punto, mi Lector Malasombra, siempre ojo avizor, me increpa preguntando muy airado si los estoy llamando totalitarios. Pues sí, dilecto lector, a quienes así actúan los acuso abiertamente de totalitarios, de pretender la quiebra de los valores morales cristianos en que se fundamenta nuestra civilización, de aspirar a la supresión de los derechos y libertades de la persona, nacidos también de aquellos valores, y de hacer todo ello para lograr finalmente la aniquilación del individuo y su sustitución por el hombre-masa, el sueño dorado de cualquier totalitario.

Hannah Arendt terminaba su libro con un párrafo muy hermoso y lleno de esperanza, que no me resisto a transcribir para cerrar este artículo:

“Pero también permanece la verdad de que cada final en la Historia contiene necesariamente un nuevo comienzo: este comienzo es la promesa, el único “mensaje” que le es dado producir al final. El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del hombre; políticamente se identifica con la libertad del hombre. “Initium ut esset homo creatus est” (“para que un comienzo se hiciera, fue creado el hombre”), dice San Agustín. Este comienzo es garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, desde luego, cada hombre.”
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martes, 16 de febrero de 2016

Preguntas sin respuesta

(Artículo publicado el 16 de febrero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)


Este mes de febrero se cumplen catorce años desde que publiqué en estas mismas páginas el primero de mis artículos semanales, que escribía unas veces acompañado de mi orondo asesor Ignatius Reilly, casi siempre bajo la aguda lupa de mi Lector Malasombra y en muchas ocasiones pertrechado del sentido común de Chesterton o de la lírica de Tagore, mis autores y poetas de cabecera. Aunque a veces me he visto obligado a comentar sucesos tristes que están en la memoria de todos, sea el 11-M o el accidente ferroviario de Chinchilla, en mis artículos siempre he buscado la sonrisa cómplice del lector tratando de descubrir ese aspecto apacible de la vida que nos permite a unos y a otros abordar la cuestión con cierto buen humor.

He escrito poco de política nacional y, menos aún, de política regional o local, debido entre otras cosas a mi afán por poner distancia con la actividad que me ocupó los años anteriores a mi vida de libertad recobrada, pues, como tengo escrito, entre la política y yo hubo una especie de divorcio de mutuo acuerdo que a ambos nos benefició. Y nunca, pese a estar tentado a ello, he escrito acerca de mis cuitas personales, aunque en cada artículo hable un poco de mí mismo, como sin duda saben mis lectores.

Como también saben que, con ocasión de la rehabilitación del Real Casino de Murcia, y precisamente por mi condición de presidente del mismo, me encuentro en una situación que, por respeto a los menores que también me leen, calificaré escuetamente de jodida y de la que, haciendo una excepción que ruego me disculpen, les voy a hablar.

Me han aconsejado que escriba acerca de cómo el Casino se ha transformado en un pulmón social y cultural del centro de Murcia; de cómo acoge más de doscientos actos culturales el año, abiertos a todos los que quieran asistir; de cómo lo visitan cada año decenas de miles de turistas que, con su imagen, se llevan una de las mejores tarjetas de visita de la ciudad; de cómo en esta institución conviven en armonía jóvenes, menos jóvenes y mayores, gentes de un pensamiento y de otro, personas con una enorme variedad de gustos y aficiones; de cómo todo eso ocurre sin que la institución reciba un euro de subvención, pues atiende todos los gastos con sus propios recursos, incluidos los de mantenimiento del edificio al que se destinan más de ciento cincuenta mil euros anuales; de cómo ningún miembro de la Junta Directiva, incluido su presidente, o sea yo, percibe euro alguno por cualquier concepto. Pero no lo haré, pues todos ustedes ya lo saben.

Me han recomendado que les explique que las obras de rehabilitación del Real Casino de Murcia tal vez hayan sido las únicas de cierta envergadura cuyo coste fue finalmente menor que el presupuestado, aspecto éste realmente singular, acostumbrados como estamos a que los presupuestos iniciales sean objeto de modificaciones que desvían el coste de las obras un cincuenta, un cien o un doscientos por ciento. Pero tampoco lo haré, porque hacer las cosas como Dios manda no debiera ser sorprendente.

También me han tentado para que les aclare que el contrato por el que se me inculpa, el que legítimamente buscaba encontrar financiación para la rehabilitación del inmueble que en muchas ocasiones nos había sido negada, no podía obligar a terceros y, por tanto, comprometer la voluntad de nadie, Ayuntamiento o no, que no fueran los firmantes. Pero tampoco lo haré porque casi todos ustedes saben que los contratos solo obligan a las partes que los otorgan, regla integrante de ese catón jurídico que es el Código Civil y que debió ser explicada en la facultad de Derecho el día en que algunos decidieron fumarse las clases.

O que les comente que nadie que no sea funcionario o autoridad pública en ejercicio de sus funciones, o depositario de fondos públicos, o administrador de los mismos, puede cometer ni material ni formalmente delito de malversación de caudales públicos. Pero tampoco es necesario hablar de ello porque yo no he sido nada de eso y, como dijo el torero, lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.

O que insista en mi artículo que la vicepresidencia de la entidad de gestión del plan urbanístico del que procedieron los fondos privados para las obras de rehabilitación, que había sido ofrecida al Casino, que no a mí, tenía “funciones meramente consultivas” o, dicho de otra manera, que no tenía función alguna de dirección, gestión, disposición o fiscalización. Pero tampoco lo haré, pues ya lo he hecho.

Lo que sí voy a hacer es reiterar unas preguntas al Alcalde Murcia que ya hice de un modo u otro en mi comunicado de prensa de la semana pasada, toda vez que me ha otorgado graciosamente el derecho a decir lo que estime oportuno en mi defensa, influido tal vez por la lectura sosegada de la Constitución. Y son éstas:

¿A qué se debe el giro copernicano en la postura del Ayuntamiento, que pocas semanas antes solicitaba el archivo de la causa y que ahora acusa con tanta ligereza?

¿Ha comprobado si los estatutos sociales de la entidad de gestión urbanística señalan efectivamente que la vicepresidencia ofrecida al Casino de Murcia tenía únicamente “funciones meramente consultivas”?

¿Ha comprobado si dichos estatutos fueron aprobados por la Junta de Gobierno del Ayuntamiento de Murcia en sesión celebrada el día 1 de febrero de 2006, y si el acuerdo aprobatorio fue publicado en el BORM número 54, de 6 de marzo de 2006?

¿Ha comprobado si en dicho acuerdo fue nombrado un representante del Ayuntamiento de Murcia “en los órganos de gobierno y gestión de la Entidad” urbanística, por lo que debía estar plenamente informado de cuanto ocurría y se decidía en la misma?

¿Ha comprobado si dichos estatutos fueron previamente informados por los mismos servicios jurídicos del Ayuntamiento de Murcia que fundamentan mi acusación en justamente lo contrario a lo que dicen los citados estatutos?

Y si todo ello hubiere sido comprobado y fuera cierto, ¿se ha procedido a depurar las responsabilidades a que hubiere lugar y a rectificar la acusación que me ha sido dirigida?

Al día de hoy mis preguntas siguen sin contestación, aunque realmente yo no la necesito pues Ignatius, Chesterton, Tagore y yo mismo conocemos de sobra las respuestas.
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lunes, 8 de febrero de 2016

Don Mariano o la fuerza del sino

(Artículo publicado el 9 de febrero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)


         A mediados del siglo XIX fue estrenado en el Teatro Príncipe de Madrid el drama del Duque de Rivas titulado Don Álvaro o la fuerza del sino, considerado por muchos como la obra inaugural del teatro romántico español. Don Álvaro, enamorado locamente de Doña Leonor, acaba arrojándose a un precipicio mientras grita “Soy un enviado del infierno; soy un demonio exterminador”. Don Álvaro se suicida tras matar, unas veces accidentalmente y otras en defensa propia, al padre y los dos hermanos de su amada y luego de que el último de ellos hiera mortalmente a Doña Leonor creyéndola cómplice de Don Álvaro. Unos años después Giuseppe Verdi se inspiraría en el drama del Duque de Rivas para componer su ópera La fuerza del destino, si bien, apiadado de Don Álvaro, lo indultó.

       El romanticismo fue eso, una sucesión de tragedias, de amores imposibles y de amores que languidecen, de deseos frustrados y de desamores triunfales, de pasión desesperada y, finalmente, de muerte trágica, todo ello envuelto en el más gótico de los ambientes. Y aunque hoy se repiten con frecuencia esos mismos sucesos y hay quien se suicida por amor, lo cierto es que carecen del aura del romanticismo y se han visto reducidos a vulgares episodios de la cartelera de sucesos. La causa de ello es que en el pragmático mundo en que vivimos apenas quedan románticos y a los que aún resisten nadie los entiende y, menos aún, los admira, como lo fue el joven Werther, el personaje prerromántico de la novela de Goethe, hasta el punto de que, tras su publicación en 1774, se sucedieron numerosos suicidios por amor.

        Como siempre, mi Lector Malasombra está a la que salta y se hace cábalas acerca del por qué estoy escribiendo del romanticismo y del suicidio por amor. En sus prisas por criticarme no ha reparado en el título del artículo, en el que se encuentra la explicación que busca. Vengo a decir, queridísimo, que tal vez Mariano Rajoy sea el último romántico. Me explico. Una de las características de los protagonistas de novelas románticas es su ceguera para ver la realidad, hasta que ésta es ya irremediable. Es tan grande su pasión que no ven otra cosa, y cuando por fin la descubren no pueden soportarla y mueren aferrados a su sueño. Mariano ha querido ser un buen presidente de gobierno y, hasta cierto punto, lo ha sido. Hombre culto, inteligente y trabajador, aunque su talante un punto blando y componedor nos trasmita una injusta imagen de indolencia, Mariano es también y por encima de todo un hombre de Estado, un sensato hombre de Estado. Mi Lector Malasombra, de gatillo fácil, me dirá ahora que la sensatez y el romanticismo son contrarios, pero está muy equivocado. No hay mayor sensatez que la de entregarlo todo, hasta la vida, por un alto ideal, por aquello en lo que se cree a ciegas o por aquella persona a la que se ama apasionadamente. Sin embargo, la sociedad española, tan presta a condonar las insensateces cañís, como la de torear una vaquilla con tu hijo de seis meses a cuestas, o las muchas protagonizadas por aquella antítesis del romanticismo que fue Zapatero, es por contra reacia a otorgar su aplauso al romanticismo sensato.

       Mariano, el último romántico, ha creído firmemente que su misión era la de gobernar un país sin concesiones a la galería, con la mirada puesta en sus sensatos objetivos, como por ejemplo sacarnos de la gravísima crisis en la que nos había metido el insensato, y lo ha hecho sin advertir que la realidad era muy otra, que el paisanaje, aunque seguía prefiriendo las insensateces al sentido común, había sido sustituido por la generación posterior  a la suya, la generación de la nueva cultura del relativismo, la de las redes sociales y del just do it. Mariano ha descubierto muy tarde que el verdadero sentido del término “casta” acuñado por los chicos de Podemos, no es tanto el de una clase política privilegiada, lo estamos viendo todos los días en la conservación de privilegios, cuanto el de una clase política envejecida.

     ¿Saben porque Mariano no asistió finalmente al debate televisado a cuatro? Pues sencillamente porque se dio cuenta al fin de que no pertenecía a esa generación nueva de lozanos políticos y que iba a parecer el abuelo de los otros tres, sólidamente pertrechados en su insultante juventud. Por eso envió en su lugar a Soraya Sáenz de Santamaría.

         El romanticismo de Mariano, esa sensatez que lo hace ser ciegamente un hombre de Estado, provocará que finalmente escenifique el sacrificio último, el salto al precipicio, que no es otro que dejar paso a alguien de la nueva generación. Afortunadamente no tendrá que gritar aquello de “Soy un enviado del infierno; soy un demonio exterminador”, pero casi.

      La vida ha ido muy rápida, Mariano, tanto que nos ha hecho viejos en un par de instantes.
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lunes, 1 de febrero de 2016

Pero ¿qué nos pasa?

(Artículo publicado el día 2 de febrero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)

          Una de las frases más recurrentes y tópicas, aunque no por ello menos vigente, es la que se atribuye a Otto von Bismarck, el impulsor de la unificación de la Alemania moderna: ''Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido''. A esos siglos a que se refería el Canciller de Hierro hay que sumarle el siglo y medio transcurrido desde que pronunciara su sentencia hasta nuestros días. Si Bismarck hubiera visto lo que hoy acontece en España, habría cerrado la frase de muy distinto modo, con un “…y parece que está a punto de conseguirlo.”

           No nos engañemos, España no es más que la suma de los españoles, y ocurre lo que los españoles queremos que ocurra. No busquen ustedes un solo culpable, pues culpables somos todos; y tampoco los busquen en la historia, sino en el momento presente. España no necesita enemigos externos. Antes bien, cuando los ha habido, fueran franceses o euros, se han dado en nuestra historia esos escasos momentos de unidad democrática; pero, vencido el enemigo común, hemos vuelto irremisiblemente a las andadas. Como dice mi amigo José Luis Morga “en España cada cual va a lo suyo, excepto yo, que voy a lo mío”, chiste que no puede ser más cierto.

Mi Lector Malasombra, muy madrugador él, acaba de apuntarme a la cresta con su escopeta de perdigones para, como escribía el poeta catalán Bartrina, acusarme de ser español precisamente por hablar mal de España. Les recuerdo los versos:

Oyendo hablar a un hombre, fácil es
 acertar dónde vio la luz del sol;
 si os alaba Inglaterra, será inglés,
 si os habla mal de Prusia, es un francés,
 y si habla mal de España, es español.
                
       Y tal vez sea así, aunque le recuerdo que quienes lo han venido haciendo en los últimos quinientos años son aquellos que, incluso no siendo españoles, como Bismarck, sabían de España y sus desventuras, de cómo hemos sido capaces de abandonar alegremente el camino seguro de la unidad para trotar como cabras por el sendero pedregoso y abrupto de la división, mientras el cabrero se fuma un puro.

Tenemos un nuevo parlamento, sí, pero resulta que no es nada nuevo. Es el viejo circo en donde se practican los igualmente viejos deportes de la zancadilla nacional, de la mano tendida con el puño cerrado y del garrote y tentetieso. En casi dos meses no han sido capaces de entender lo que España necesita, que no es sino lo común, y siguen deshaciéndonos en personalismos y particularismos. Dicen que es producto de la matemática electoral, pero yo creo que se trata más bien de una especie de suma de quebrados con distinto cociente. Al PP no le salen las cuentas, pero tampoco le salen al PSOE y, menos aún, a Podemos o a Ciudadanos, cuentas que se complican enormemente cuando, además, un par o dos de los mencionados excluyen de la suma a uno de los sumandos. Y yo me pregunto entretanto si habrá algún partido político que piense en España en lugar de hacerlo en su ombligo soberano. También fue Bismarck quien dijo aquello de que "el político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación." ¿Hay quien piense por ventura en esa generación de españoles que nos ha de suceder? ¿Hay algún estadista entre los presentes? ¿Alguien me escucha? Nadie contesta.

Y ya puestos a citar, me despido haciéndolo con un soneto de José Bergamín titulado “Ecce España”, cuyo título latinizado lo dice todo:

Dicen que España está españolizada,
mejor diría, si yo español no fuera,
que, lo mismo por dentro que por fuera,
lo que está España es como amortajada.

Por tan raro disfraz equivocada,
viva y muerta a la vez de esa manera,
se encuentra de sí misma prisionera
y furiosa de estar ensimismada.

Ni grande ni pequeña, sin medida,
enorme en el afán de su entereza,
única siempre pero nunca unida;

de quijotesca en quijotesca empresa,
por tan entera como tan partida,
se sueña libre y se despierta presa.

                
          Pues eso, que tal vez sea cuestión de echarle más bigotes, como los de Bismarck.
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lunes, 18 de enero de 2016

Un cartel que levanta pasiones

(Artículo publicado el 19 de enero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)


El cartel que dará imagen a la Semana Santa de la ciudad de Murcia fue presentado hace unos días. Es una imagen de la cabeza de Cristo pintada por Willy Ramos y su particular visión, más allá del gusto particular de cada cual, ha generado un amplio debate en las redes sociales entre los partidarios de las imágenes más clásicas, más representativas, dicen, de la Semana Santa tradicional, y aquellos que prefieren nuevas formas de expresión, incluso formas rompedoras y hasta cierto punto provocadoras. En medio de esos dos extremos se encuentran quienes expresan únicamente su gusto o su disgusto por la imagen escogida.

Tengo para mí que si la expresión creativa del arte se ajustara siempre a los cánones preestablecidos aún estaríamos pintando bisontes y demás petroglifos en las cavernas. El arte es como el pensamiento, que cantaba Luis Eduardo Aute, es estar siempre de paso. O, dicho de otra manera, siempre libre, que es la única condición vital del arte y del pensamiento. Cuando crea, el artista y el pensador son únicamente prisioneros de sus propias cadenas, culturales, afectivas o convencionales, pero nunca de las cadenas impuestas por otros. Sin embargo, en las obras de arte ejecutadas por encargo de otro se supone la existencia de ciertas limitaciones relativas al motivo, al formato e, incluso a la técnica empleada, impuestas por quien encarga la obra y que, en todo caso, el artista es libre de aceptar o rechazar tanto como el propio encargo. En cualquier caso, nada de esto afecta a la percepción personal de quien contempla la obra de arte, que se expresa, libremente también, en términos de agrado o rechazo.

Desde hace años, los eventos más significados son representados en cada edición por un cartel que quienes los organizan encargan a quien, a su juicio, resulta idóneo para expresar la naturaleza, la belleza y la trascendencia del hecho. Es lo que ocurre con la Semana Santa de la ciudad de Murcia, cuyos carteles han recogidos pinturas y fotografías de grandes artistas y en los que el motivo recurrente ha sido la imaginería que pasea por las calles de Murcia a hombros de los nazarenos. Este año el artista elegido por el Cabildo Superior de Cofradías ha sido el pintor de origen colombiano Willy Ramos.

Willy Ramos es un pintor descomunal y no solo porque lo diga yo, que me honro con su amistad desde hace muchos años, sino porque lo acredita su amplia y prestigiosa trayectoria. Lejos queda aquel joven que llegó de Colombia a España de la mano de quien vio en él la creatividad artística más pura y primigenia. Lejos y cerca, porque en la pintura de Willy siguen aflorando los colores brillantes de su infancia, los trazos que más bien parecen cicatrices en el cuadro, la pincelada que es pura vitalidad y rebeldía. Doctor cum laude en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia, es profesor titular en la misma y su obra ha sido expuesta en muchas ciudades y museos del mundo.

Willy, tremendamente bondadoso, enormemente respetuoso con el credo de las gentes, ha estado al otro lado de la frontera. Él ha visto el auténtico rostro de Cristo, el rostro lacerado y atormentado de quien lo dio todo por nosotros, el rostro escarnecido que revela la inmensa trascendencia de la Pasión. Nos hemos acostumbrado a ver a un Jesús bellamente labrado, delicadamente peinado, lujosamente coloreado y elegantemente trabajado, pero el verdadero rostro de Jesús es el de la pobreza, la enfermedad, la miseria y el sufrimiento, precisamente el rostro de todo aquello que venció con su muerte. Y Willy ha visto todo eso y lo ha plasmado en su obra. El Jesús que nos mira desde el cartel no es el bello Jesús del barroco español, sino el mucho más bello Jesús que dio su vida por todos los hombres, que compartió con nosotros nuestro dolor y nuestra muerte y los venció para siempre.

Podrá gustar o no, en eso no hay reglas, pero si el auténtico sentido de la Semana Santa, más allá del folclore y el tradicionalismo, es la exaltación de la Pasión y Muerte de Jesús y, finalmente, su Resurrección, el hecho más importante de la fe que compartimos, no les quepa la menor duda de que el cartel de Willy Ramos representa fiel y respetuosamente, y hasta magistralmente, a quien muriendo ensangrentado y sucio de polvo derrotó a la propia muerte.

Nos lo ha dicho muchas veces Francisco, el Papa de los pobres y de la misericordia, que ese rostro quebrado por el sufrimiento y el dolor es el verdadero rostro de Dios.

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lunes, 4 de enero de 2016

La Conjura de los Necios continúa

(Artículo publicado el 5 de enero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)

Pues sí. En los momentos difíciles de la vida, en que te ronda el fantasma del decaimiento y la depresión, lo mejor es abrir un libro de humor y comenzar a leer despacito hasta que notes que los músculos de la sonrisa se ponen en movimiento. Por fortuna, en mi biblioteca, que se extiende como una mancha de aceite por las paredes de mi casa, por encima de los muebles y por debajo de las camas, albergo muchos de ellos, clásicos, recientes y menos recientes. Entre estos últimos destaca La Conjura de los Necios (A Confederacy of Dunces), de John Kennedy Toole, del que guardo varios ejemplares, todos ellos abundantemente subrayados y anotados, excepto uno. Se trata de una primera edición publicada en 1980 por la Louisiana State University poco antes de que fuera galardonada con el Premio Pulitzer en 1981, que mi hija María me trajo de Estados Unidos. Con Ignatius Reilly, su gordo, entrañable y estrafalario protagonista, he compartido algunos de los momentos más divertidos de mi vida, créanme, hasta el punto que durante años fue en muchos de mis artículos la excusa para decir algo disparatado: Ignatius hablaba mientras yo callaba.

Les confieso, no obstante, que muchos de los disparates y disloques que escribí no eran del todo míos, pues existe en verdad un Ignatius Reilly de carne y hueso que suele ser mi fuente de inspiración y cuyo nombre omitiré por recato y para no faltar a las ignacianas reglas de la Decencia y el Buen Gusto. Ayer por la mañana, sin ir más lejos, al leer una noticia relativa a que una buena señora, perteneciente sin duda a alguna organización políticamente correcta, instaba a las Administraciones a habilitar más carriles-bici para poder montar en bicicleta, Ignatius redivivo levantó la vista del periódico y, enarcando las cejas, formuló la pregunta que sólo a él podía ocurrírsele: ¿Con sillín o sin sillín?

Junto a Toole, descansan el sueño de los justos muchos otros autores, que han hecho de la risa una bendición para sus lectores. Sin que ello suponga un desdoro para los demás, siento una especial debilidad por los autores británicos, desde P.G. Wodehouse a Tom Sharpe, para quienes la tópica flema británica suele ser una protagonista muy singular. Sobre esto escribía yo hace unos años una historieta que no me resisto a reproducir: 

“Sin duda, muchos de ustedes conocerán aquella vieja historia sobre la flema británica –si no la escribió P.G. Wodehouse, bien pudo hacerlo-, que transcurre en una de esas magníficas residencias campestres situadas a orillas del río Támesis, que podría ser conocida como Blandings en recuerdo de Wodehouse. Un estirado mayordomo ―al que llamaremos Beach también en recuerdo del humorista inglés―, entró en la biblioteca de la casa donde su señor ―que a esta alturas y por la misma razón no podría ser otro que el mismísimo lord Emsworth, noveno conde de Emsworth― trataba de ejecutar sentado en su sillón preferido la complicada maniobra de desplegar el Times para leerlo sin cortar las hojas. Con la voz levemente engolada, Beach avisó al conde que se esperaba el desbordamiento inminente del río Támesis. El conde, sin levantar la vista del periódico, se limitó a despedir al mayordomo con un escueto “Gracias, Beach”. A los pocos minutos, el impertérrito mayordomo volvió a entrar en la biblioteca e informó al conde de que el Támesis se había desbordado finalmente. Lord Emsworth, sin mover un solo cabello, le respondió de nuevo con otro “Gracias, Beach”. Al poco, se abrió la puerta de la biblioteca por tercera vez y Beach, apartándose a un lado y con el agua por los tobillos, anunció imperturbable: “Milord, el Támesis”.

Aunque equivocadamente atribuido a Aristóteles, más bien procede de los comentarios de Murmelio a la obra de Boecio, el proverbio latino “Omne animal post coitum triste” no puede ser más cierto. Tras las estruendosas fiestas del solsticio de invierno, para mi decepción en eso se han convertido finalmente las Navidades, llega la calma y con ella la tristeza post-coitum. Para combatirla, nada mejor que una dosis de humor del bueno.

Háganme caso y cojan un libro. Aunque sea de humor.
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