martes, 26 de marzo de 2013

Hablemos de Benedicto






(Artículo publicado el 26 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



La elección del Papa Francisco ha sumido en la perplejidad más absoluta a los miembros de la Conjura de lo Políticamente Correcto, ya saben, estos chicos y chicas que, pese a ser enemigos acérrimos de todo lo que huela a incienso, se consideran no obstante consumados expertos en vaticanología. En su docta opinión la Iglesia Católica es una institución que debería desaparecer cuanto antes, entre otras razones porque se opone firmemente al principal credo de la Conjura  que es precisamente no creer en nada, o sea, el imperio del relativismo. Pero si a pesar de todo la Iglesia insiste en elegir un Papa, lo menos que debe hacer es designar al que cuente con las bendiciones de la Conjura. Y si aun así se atreve a proclamar a cualquier otro, los popes de la Conjura corren presurosos a publicar urbi et orbi cuáles han de ser los deberes del nuevo Papa.
El problema es que en esta ocasión, como en tantas otras en lo que a la Iglesia se refiere, las cosas no les han salido como ellos querían. En primer lugar, Benedicto XVI renunció a la Silla de Pedro sin pedirles permiso. En segundo lugar, el Papa Emérito no dio complejas explicaciones acerca de su renuncia, de esas que hubieran permitido alojar una intriga detrás de cada coma. En tercer lugar, el Cónclave se celebró sin las indispensables filtraciones, tan queridas por la Conjura y tan útiles para la bella actividad del linchamiento mediático. En cuarto lugar, el nuevo Papa ha elegido el nombre de Francisco, en clara alusión a los pobres y a la pobreza evangélica, algo absolutamente desconocido para la Conjura del Caviar y el Moët & Chandon, al mismo tiempo que ha denunciado la dictadura del relativismo, ésta en cambio muy querida por los seguidores de la Conjura, y algunas otras cosas por las que todavía andan escocidos: “Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, de poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación”. Finalmente, a la conjura le ha salido muy mal su intento de que Benedicto XVI saliera por la puerta de servicio. Y es que, frente a las teorías de que Benedicto ha sido poco menos que expulsado del Papado por las intrigas palaciegas orquestadas por grupos de presión que operan en el seno de la Iglesia, por sindicatos de cardenales y por conjuras progresistas, lo cierto es que  Benedicto XVI ha cumplido fielmente su misión.
Mi fe me dice que en la elección del Papa interviene siempre el Espíritu Santo a través de sus dones: el entendimiento, la sabiduría, la piedad, el temor de Dios o la ciencia, entre otros, si bien esa misma fe no me indica cómo lo hace exactamente. Y puestos a imaginar, imaginen ustedes esta escena:
Un atardecer en el verano romano. La brisa del mediterráneo mece suavemente las hojas de los árboles, bañadas por la luz dorada de poniente. Tres sacerdotes pasean juntos por el jardín del Palacio Pontificio de Castelgandolfo. El anciano Papa Juan Pablo II se apoya en el brazo de un joven cardenal recientemente nombrado, el jesuita Jorge Mario Bergoglio. A su lado, Joseph Ratzinger, asiente calladamente a las palabras del viejo Pescador.
Benedicto XVI ha sido  algo más que un Papa de transición entre el dilatado pontificado de Juan Pablo II, de arrolladora personalidad y de enorme intensidad pastoral,  y el que habría de seguirle, igualmente intenso. Benedicto XVI ha tenido la misión transcendental de preparar el camino para la necesaria reorientación de la Iglesia hacia el mensaje del Evangelio. Además de renovar el Colegio Cardenalicio mediante la incorporación de cardenales jóvenes, muchos de ellos teólogos acreditados, ha afrontado viejas cuestiones pendientes en la Iglesia, como el papel de ésta frente al nazismo o el encubrimiento de casos de pederastia  detectado en algunas diócesis. Pero allanar el  camino al sucesor le iba a exigir además un sacrificio inusual: su imagen papal debería servir de contraste a la de su sucesor. Para ello, Benedicto, no ha dudado en vestirse con los ropajes papales más lujosos y tradicionales, las mucetas orladas de armiño, el camauro y los exclusivos mocasines rojos. Si hacen el favor de recordar su imagen así vestida, verán que aquélla no parecía la del viejo Ratzinger, el sacerdote alemán que durante muchos años había sido la mano derecha de Juan Pablo II, el profesor de teología de Tubinga, el políglota, el Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, casi siempre vestido de negro y muy rara vez de púrpura. Ratzinger era el cura que se asomó al balcón de San Pedro la noche de su elección con las mangas de un viejo suéter negro de lana asomando por debajo del roquete blanco y la sotana blanca rabicorta, el cura feliz de cargar con su cruz, dispuesto a preparar el camino de quien habría de seguirle, aún a costa de su propia fama.
Benedicto ha preparado también el camino evangélico de Francisco en su excepcional trilogía sobre Jesús de Nazaret, el Jesús de los Evangelios, el Jesús pobre y de los pobres, el de los pecadores y los marginados. A este Jesús es a quien sirve desde la verdad el nuevo Pedro, el Pedro de los pobres y para los pobres. En el capítulo dedicado al encuentro con Pilato, el Papa teólogo cita las palabras de Jesús ante el gobernador romano: “…y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad…”, verdad que, a decir de Santo Tomás, no es sino Dios mismo. Y sobre ello apunta Ratzinger que “el mundo es verdadero en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido”.  El 4 de julio de 2011, en la inauguración de la exposición “El esplendor de la Verdad. La belleza de la caridad” celebrada con ocasión de la promulgación de la encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI pronunció estas palabras: “En Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, la verdad y la caridad se funden”.
Benedicto ha sido un Papa digno de su antecesor y de su sucesor, un Papa de Verdad.
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martes, 19 de marzo de 2013

Los zapatos del Pescador


(Artículo publicado el 19 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



San Roberto Bellarmino es una modesta parroquia romana fundada en 1933 por Pio XI y dedicada al cardenal jesuita del mismo nombre. De él y del jesuita español Suárez escribió Chesterton que fueron quienes, doscientos años antes de la Declaración de Independencia y de la Revolución Francesa, “establecieron con lucidez toda la teoría de la auténtica democracia, en una época consagrada al orgullo y alabanza de los príncipes”. San Roberto Bellarmino es también la sede cardenalicia del título presbiterial que ostentaba el Cardenal Jorge Mario Bergoglio hasta su elección como Papa Francisco. “Miserando atque eligendo” (“Lo miró con misericordia y lo eligió”), proclama el lema de su escudo de armas.

            El nuevo Papa ha roto muchos esquemas previos, empezando por la elección del nombre de Francisco en recuerdo del santo de Asís. Es el primer Francisco en la larga lista de los Pontífices, como también es el primer jesuita y el primer americano en ocupar la Silla de Pedro. Pero todo esto no sería más que un ramillete de curiosidades estadísticas si no fuera porque la conjunción de las tres circunstancias dota de pleno sentido los inusuales gestos con los que el nuevo Papa ha asombrado al mundo. La modestia de su atuendo nos ha sorprendido tanto como la espontaneidad de su comportamiento y la sencillez de sus mensajes. Su aparición en el balcón del Vaticano, sin más vestiduras que una austera sotana blanca, la ropa de trabajo de un Papa, ha corrido pareja con la sobriedad de la cruz pectoral que portaba, con sus gastados zapatos negros, con el gesto humilde de hacer su propia maleta y de pagar la cuenta del hotel en que se alojaba, o con el rechazo de la lujosa limusina oficial. Su trato bondadoso con los feligreses y sacerdotes, a los que se ha acercado rompiendo el estricto protocolo del Vaticano, no ha estado reñido con el firme rechazo al cardenal acusado de encubrir cientos de casos de pederastia. Todos estos gestos han llamado poderosamente la atención y, sin embargo, eso era justamente lo que cabía esperar de quien había hecho de la pobreza y la humildad, no sólo su discurso público, sino también su modo privado de vivir.

Permítanme que, al hilo de esto mismo y cuando tanto se está escribiendo sobre el nuevo Papa, les haga un breve comentario de una charla que impartió Bergoglio en 2009 a los miembros de Caritas de Argentina, siendo ya Cardenal Arzobispo de Buenos Aires. En la charla videograbada afirmaba Bergoglio que integrarse en la dimensión caritativa de la Iglesia exige un cambio radical en los hábitos de vida de las personas, dirigido hacia la renuncia y la pobreza espiritual. La pobreza evangélica, decía, es una opción preferencial para ver el rostro de Cristo en el rostro sucio, herido y maltratado de los pobres. Recordaba como, algunos años antes, asistió a una cena benéfica celebrada en un restaurante muy caro de Buenos Aires, paradójicamente situado a escasos mil metros de un poblado de chabolas. El elevado precio del cubierto y el producto de la rifa de joyas “y demás cosas fastuosas” estaban destinados a sufragar ciertas obras benéficas. ”Es como decía Susanita, ya saben, la de Mafalda”, apuntaba Beroglio con un toque de tristeza en la sonrisa.  “Yo, cuando sea grande, prepararé té con masas, sándwiches y esas cosas ricas para comprar polenta, fideos y las demás porquerías que comen los pobres”, decía imitando la voz de Susanita. “Eso no es Caritas, eso es una ONG”, añadía Bergoglio. Si escoges Caritas, si eliges la opción preferencial de la pobreza, señalaba el Cardenal con su acento argentino, “dejáte cambiar la vida”.  

Nos han sorprendido los gastados zapatos negros del Papa porque lo habíamos calzado inmediatamente con los exclusivos mocasines rojos de Prada. Ahora sabemos que se trata de los mismos zapatos que ha calzado durante años como Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, de los mismos zapatos de cordoneras, limpios aunque viejos y ajados, que podemos ver en los pies de muchos sacerdotes y religiosos que han elegido la pobreza evangélica como modelo de vida personal. Tengo la convicción de que el pontificado de Francisco no se va a quedar en los gestos externos, pero tampoco va a cobijar insensatez alguna. Dicho de otra manera, no se va poner los zapatos rojos de Prada, pero tampoco va a andar descalzo, pues no se trata de guiños destinados a la progresía, que querría ver en él si no un Papa Negro al menos un Papa Rojo, sino de algo mucho más profundo. Los gastados zapatos negros son un indicio de la pobreza evangélica por la que optó preferencialmente hace muchos años, la misma pobreza de Jesús de Nazaret, la pobreza que hace suscitar la esperanza pues, en palabras del propio Bergoglio, “si no hay esperanza para los pobres, tampoco la habrá para los ricos”.

Hemos tenido en Benedicto XVI un excepcional intérprete del Evangelio. Hoy tenemos en Francisco un esperanzador ejemplo de vida evangélica.
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martes, 12 de marzo de 2013

El ciego que no quiso oír


(Artículo publicado el 12 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Mientras Venezuela transita del chavismo a la madurez, un sendero izquierdoso y populista, valga la redundancia, que consiste en transformar el progreso en una momia, nuestra España querida continúa progresando adecuadamente hacia el abismo.
Vivimos tiempos insensatos en los que tiene más razón el que más alto grita, tiempos en que la demagogia ejerce el liderato indiscutible sobre el sentido común, tiempos en los que la realidad física es suplantada en demasiadas ocasiones por la realidad virtual, que no es más que la moderna versión del viejo espejismo. Sacamos el paraguas porque en el mapa digital que sale por la tele alguien ha colocado una oscura y lacrimógena nube sobre nuestras cabezas virtuales, sin que se nos ocurra asomarnos a la ventana a ver si llueve. Aceptamos sin pestañear que el pueblo venezolano llore desconsoladamente la muerte de Hugo Chávez sin detenernos a pensar que lo hace en compañía de personajes tan siniestros como los antediluvianos hermanos Fidel y Raúl Castro o ese paladín de las libertades llamado Mahmud Ahmadineyad, cuyas lágrimas de cocodrilo debieran hacernos entrar en sospecha. Lo que vengo a decir es que nos hemos acostumbrado a aceptar pulpo como animal de compañía y que se sueña mejor con los ojos cerrados y con los oídos sordos.
            Es lo que nos ocurre con dos grandes mitos de nuestra reciente vida política: el Estado del Bienestar y el Estado Autonómico. Casi todos estamos de acuerdo en que en aquellos difíciles tiempos de la transición uno y otro constituyeron un horizonte esperanzador. Por eso, el Estado del Bienestar y el Estado Autonómico, uno en lo material y el otro en lo formal, quedaron incorporados a la Constitución no sólo como un atractivo modelo al que aspirar, sino como una meta real que podía y debía ser alcanzada. Ambos objetivos constituyeron durante años el afán de los gobiernos. Era ambos tan atrayentes, tan ilusionantes, tan decididamente novedosos, ejemplares y progresistas, que nadie reparó en algunos pequeños detalles. Por ejemplo, muy pocos pensaron, y menos aún lo advirtieron públicamente, que los recursos económicos necesarios para alcanzar el pleno estado de bienestar serían poco menos que infinitos como infinito es el deseo de mejorar. Ocurría que nadie había puesto límites al bienestar deseable.
También fueron muy pocos quienes vieron que el Estado de la Autonomías, una especie de híbrido entre el modelo unitario y el federal, carecía igualmente de límites precisos. Lo que en un principio parecía excesivo para unos resultaría insuficiente para otros que no se habrán de contentar más que con la independencia. Y, lo que no dejaría de ser sorprendente, aquellos que en un principio no aspiraban siquiera a la autonomía, acabaron exigiendo la misma dosis de soberanismo que los propios soberanistas, y dos huevos duros más. Algunas voces sensatas, quiero recordar que la sensatez autonomista de la UCD le costó su desaparición, fueron rápidamente acalladas por la demagogia fácil e incendiaria del “café para todos” que prendió incluso entre los que hubieran preferido el té al café. La descentralización política y administrativa, en lugar de ser un instrumento para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, se transformó en un fin en sí misma, y la voraz carrera hacia el precipicio se volvió ciega y sorda.
En los últimos treinta años lo cierto es que no ha habido quien tirara una piedra al tejado de cristal de ambos modelos, el estado de bienestar y el autonómico. Sin embargo, hoy ya sabemos que se encuentran más cerca más del “estado terminal” que de otra cosa. Tal vez por eso el profesor Fernández Rodríguez, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense, quien opina que si algo bueno ha tenido la crisis económica es que nos ha puesto delante de las narices la crisis del propio Estado de las Autonomías, ha lanzado recientemente una propuesta que seguro que a más de uno le habrá sonado a disparate: que se reforme el mapa autonómico español y se reduzcan las comunidades autónomas de diecisiete a trece, entre ellas las de Murcia y Valencia que pasarían a formar una sola denominada “Comunidad Valenciana y Murcia”. Tal vez sea un disparate pero, por si acaso, vayan haciendo un curso rápido de valenciano y aprendan a decir “collons”.
Mi buen amigo Nerón, que sin que yo lo supiera ha resultado ser primo lejano de Ignatius, mi asesor en pulpos y otros animales de compañía, me comentaba el otro día en relación con la sorprendente propuesta que, puestos a unir regiones, tal vez lo mejor sería unir España.
Pues amén.
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martes, 5 de marzo de 2013

Tu es Petrus



(Artículo publicado el 5 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Tras la renuncia de Benedicto XVI la Iglesia se dispone a elegir un nuevo Pontífice. Se ha hablado y se seguirá hablando durante mucho tiempo acerca de las “verdaderas” razones de la decisión de Joseph Ratzinger, olvidando que la única razón verdadera es la que él mismo reveló ante el Consistorio de Cardenales. Más allá de ficticias conjuras propias de una novela truculenta de Dan Brown, que además son alentadas desde posiciones alejadas y aún contrarias a la fe católica, la interpretación correcta de todo cuanto está ocurriendo en torno a la sucesión de Pedro precisa que sea aceptada una premisa inicial: que la fe juega un papel fundamental en todo el proceso. Tratar de explicar la actitud frente al Papado de un hombre de fe como Ratzinger sin tener en consideración precisamente esa fe, es como tratar de entender la relación de un niño con el juego sin tener en cuenta que se trata justamente de un niño. Juan Pablo II decidió ser Papa hasta el final de su vida por la misma razón en que Benedicto XVI resolvió renunciar al papado: por la luz de su fe. Ninguna de las dos decisiones, la de permanecer o la de renunciar, fue adoptada por razones mundanas, el apego al cargo o el miedo y el abatimiento, del mismo modo en que tampoco pesaron las ansias de poder o la ambición personal en la decisión de aceptar la elección del Colegio Cardenalicio. Solo si se acepta la presencia de la fe es posible comprender la naturaleza de estas decisiones, radicada en una profunda convicción de estar obrando de conformidad con el mandato de Dios.
            Según la traducción del texto en latín al español facilitada por la Web oficial del Vaticano, Benedicto XVI anunció su renuncia con estas palabras: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.”
            Es pues la falta de fuerzas debida a su edad avanzada (vires meas ingravescente aetate non iam aptas esse) la causa única de la renuncia al Papado de Benedicto XVI. Pero no se trata únicamente de la ausencia del vigor físico necesario para aguantar el ritmo agotador de su ministerio, sino también la falta de vigor espiritual (vigor animae) para afrontar su misión en el mundo de nuestro tiempo  “sujeto a transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe” (rapidis mutationibus subiecto et quaestionibus magni ponderis pro vita fidei perturbato). La edad avanzada no solo actúa minando y reduciendo la fuerza física de una persona, sino que reduce también su capacidad de aceptar con pleno convencimiento de ello los cambios que se han producido en su entorno y de actuar en consecuencia. Tal vez aquí esté la clave de la renuncia: en el mundo de hoy hace falta un Papa dotado del vigor físico y espiritual que le permita, primero, la íntima aceptación de los cambios vertiginosos que se producen en este mundo de aguas agitadas y, después, el gobierno de la barca de Pedro con mano firme y serena.
La crisis de fe provocada en Europa y en general en el mundo desarrollado por lo que Benedicto XVI denominó la dictadura del relativismo, por un lado, y la insultante y creciente desigualdad entre ricos y pobres, por otro, apuntan a la conveniencia de un Papa que se haya enfrentado con ambos mundos, el del descreimiento y el de la desigualdad,  y que lo haya hecho con una fe evangélica de esa que mueve montañas, tal vez con la fe joven de Latinoamérica. Por si acaso, no pierdan de vista al cardenal hondureño Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga. Salesiano de formación, procede de una Iglesia pobre y marginada pero joven y llena de fe. Con setenta años es un hombre de hoy que habla seis idiomas y que, además de músico, es piloto aeronáutico, teólogo y psicólogo. Ha sido un luchador destacado contra la pobreza y la corrupción y se le reconoce una gran habilidad en conjugar modernidad y tradición sin dejar de llamar a las cosas por su nombre. Ha protagonizado campañas en defensa de los derechos humanos en Latinoamérica y por la condonación de la deuda de los países pobres y ha participado activamente en negociaciones de paz con grupos disidentes.
No sé si esto que voy a añadir por último será un mérito para el papable, pero a mí me recuerda mucho a Kiril Lakota, aquel Papa que interpretó Anthony Quinn en Las sandalias del Pescador. Si no la han visto aún, este es el momento.
Por cierto, el lema de su escudo cardenalicio es “Mihi vivere Christus est”. Y esto, lectores míos, tal vez sea el resumen de todo.
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