martes, 29 de julio de 2014

En Murcia no se habla de otra cosa

(Artículo publicado el 29 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)




Cuentan de Luis María Anson, director del diario ABC en aquellos tiempos en que el PSOE reinaba en España (del viejo diario monárquico, no de este ABC de hoy, que es un sucedáneo de periódico monárquico, muy apropiado por cierto para el sucedáneo de monarquía que nos espera), cuentan de Don Luis María, digo, que cuando publicaba en su diario una opinión muy personal sobre algo la encabezaba o la apostillaba diciendo aquello de que “en Madrid no se habla de otra cosa”. Salvando las distancias, sobre todo las que marca la calidad periodística de Anson (sin acento en la o), me dispongo a hacer lo propio en éste que va a ser mi último artículo antes de tumbarme en mi hamaca y dejar pasar el espantoso mes de agosto entre siestas y palomas, palomas y siestas.
                En Murcia no se habla de otra cosa que de la cansera del PP. Son ya muchos los militantes que están pidiendo a gritos un congreso extraordinario que inyecte al partido algo de fuerza y credibilidad con las que hacer frente a un otoño, a un invierno y a una primavera que se antojan muy crudos. Y son muchos los que piensan que ese congreso, de celebrarse hoy mismo, llegaría muy tarde. Renovación y regeneración, esos oscuros e imposibles objetos del deseo.
                En Murcia no se habla de otra cosa que de la inconsistencia del PSRM. Están encantados con el efecto Sánchez, como lo estuvieron con el efecto Zapatero. Al fin y al cabo se trata del mismo efecto, el efecto de la insoportable levedad del ser. En definitiva, están encantados de haberse conocido, pues todo queda en casa. Mientras tanto, los militantes de base echan la bilis por un colmillo.
En Murcia no se habla de otra cosa que de la suerte que hemos tenido con que uno de los catorce vicepresidentes del Parlamento Europeo sea de Murcia y con que uno de los treinta y ocho miembros de la Ejecutiva Federal del PSOE sea la hija del secretario general del PSRM. Qué suerte tenemos, colegas y compañeros.
                En Murcia no se habla de otra cosa que del calor, o de la calor, que hay quien le ve los asomos femeninos. Pues claro, ¿de qué se va a hablar si no, cuando estamos a cuarenta grados a la sombra? Nos consuela pensar que en Sevilla y en desierto del Kalahari están peor. Siempre nos quedará el botijo, piensan otros.
                En Murcia no se habla de otra cosa que del Real Murcia, de si se queda o si baja, de si paga o no paga, de si ficha o no ficha, de si asciende o desciende, de si gana o pierde, de si juega o no juega… como siempre.
                En Murcia no se habla de otra cosa que de la falta de agua. Los pantanos están medio llenos, menos mal, pero en el secano se secan los árboles por centenares de miles. Hasta las viñas, secas y sarmentosas, se mueren de sed. Y sigue sin llover.
                En Murcia no se habla de otra cosa que de la rosquilla con ensaladilla y anchoa en salmuera, la popular “marinera”, que qué buena está, que no hay mejor embajadora de nuestra tierra, que en tos sitios nos envidian por ella, que como la que hacen aquí, en ninguna parte, que con el pastel de carne y el vino de Jumilla con melocotón, lo mejor de lo mejor. Y así.
                En Murcia no se habla de otra cosa que de que nos vamos de vacaciones los de agosto, de manera que, como decía mi Luisón, al César lo que es del César y adiós que me voy de vacaciones.
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martes, 22 de julio de 2014

La cama de Churchill

La cama de Churchill en The Churchill War Rooms
(Artículo publicado el 22 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)



Me he puesto a escribir sobre la siesta y he descubierto que lo mejor que podía escribir ya lo había escrito antes. Se trata de un artículo que publiqué a comienzos de julio de 2007, cuando la mayoría de mis lectores aún no habían nacido, y que podría publicarlo hoy, que es lo que, con permiso de mi director y al menos en parte, me dispongo a hacer. Y es que soy un devoto practicante de la siesta, ese deporte tan nacional que es el único deporte verdadero y que, tal y como gustaba a Camilo José Cela, a mí también me gusta la siesta con padrenuestro, pijama y orinal.
Escribía entonces y escribo ahora que la siesta propiamente dicha es la que se duerme en la hora sexta, más o menos después de comer, cuando nos dejamos vencer dulcemente por la somnolencia producida por la digestión, pero también es siesta la que se duerme antes de la comida, la llamada “siesta del cura” o “siesta del borrego”. Sin embargo, me veo en la obligación de afirmar que no alcanza la categoría de siesta la simple cabezada motivada por la falta de sueño, lo de quedarse traspuesto, pues la siesta es un acto deliberado de hedonismo y voluptuosidad, un acto gozoso propio de la inteligencia humana más refinada, mientras que quedarse dormido por falta de sueño es un acto ineludible, animal y primario.
Frente a la teoría economicista de que una siesta saludable no debe durar más allá de veinte o treinta minutos (teoría alimentada, sin duda, por quienes piensan que el tiempo es oro y que la siesta es una mera medida de profilaxis laboral), yo sostengo desde una elevada concepción humanística que la siesta no debe durar menos de una hora ni más de dos, entre otras razones porque aunque yo también piense como los economicistas que el tiempo es oro, o sea, un capital, difiero de ellos en el modo de invertirlo. Mientras que unos prefieren emplearlo en pesadillas y maldiciones, que eso y no otra cosa es el trabajo, otros preferimos invertirlo, al menos en parte, en sueños que nos alejen de las pesadillas. Y es que se da la curiosa circunstancia de que, a diferencia del sueño nocturno y necesario, del sueño reglamentario y políticamente correcto, ese sueño de lujo que es la siesta nunca genera pesadillas.
        Como a estas alturas presumo que mi lector malasombra, ése que nunca duerme la siesta, estará ya dispuesto a acusarme de gandul y dormilón, decía yo entonces y sigo diciendo ahora, les diré en mi descargo que uno de los más afamados practicantes de la siesta fue el muy británico, muy conservador, muy laborioso que no laborista, y muy renombrado político Winston Churchill, que conoció la siesta en un viaje a Cuba y ya nunca se separó de ella, de tal suerte que se podría afirmar que el triunfo de las democracias en la Segunda Guerra Mundial se debe en muy buena parte a la capacidad churchiliana de trabajar hasta altas horas de la madrugada gracias a la siesta, mientras que sus enemigos, no siempre alemanes, desfallecían de sueño.
Hay en Londres un pequeño museo situado en las inmediaciones de Whitehall que se llama The Churchill War Rooms. El museo comprende, a su vez, dos espacios: el Churchill Museum, dedicado a la vida y milagros del famoso estadista, y el Cabinet War Rooms o Salas del Gabinete de Guerra, que incluyen la minúscula habitación de trabajo que usaba Winston Churchill en plena Segunda Guerra Mundial. En la habitación de techos reforzados contra los bombardeos, además de una mesa de trabajo iluminada con una lámpara de pantalla de cristal verde, hay una cama muy sencilla cubierta por una colcha tras la que se puede ver un enorme y detallado mapa de Europa. A los pies de la cama está el orinal de Cela. En esa cama, tras desvestirse y colocarse el pijama, Winston Churchill echaba sus siestas diarias de hora y media con las que combatió, no sólo las estrategias de guerra de Adolfo Hitler, sino también las estrategias de paz de Roosevelt y Stalin. El truco lo comentó el propio Churchill: “The nap allows me to work day and a half in a single day” (la siesta me permite trabajar día y medio cada día). Como diría aquél, fue la siesta, imbécil.
Concluyo mi artículo con una recomendación sana y un consejo bienintencionado: deberíamos tomarnos muy en serio lo de dormir la siesta; y, si quieren ustedes llegar dormirla correctamente, empiecen a entrenar este mismo verano.

Anímense. 

lunes, 7 de julio de 2014

Kintsugi, las cicatrices doradas

(Artículo publicado el día 8 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)




Hay aconteceres de la vida que nos rompen el alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo. Entonces, el alma se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y el consuelo de la fe o con la resignación humana frente a lo inevitable, hasta llegar a parecer la que era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida sigue.
En otras ocasiones lo que se quebranta es la imagen idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando viajas por vez primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada rincón gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente, descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas que lo haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos tiempos en que, como decía el otro día José Varela Ortega -quien soporta con estoicismo gallego que lo estemos comparando permanentemente con su ilustre abuelo, José Ortega y Gasset-, progresamos de la imagen a la palabra y no de la palabra a la imagen como venía siendo lo natural. Ves un pastel en el escaparate de una confitería y, como cuando eras niño, te imaginas los sabores y aromas que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el ligero dulzor del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura crujiente de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o la liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después, cuando te lo llevas a la boca, sólo el dulce intenso, algo metálico y artificial de los edulcorantes industriales.
 Ocurre igual con las personas, sobre todo con aquéllas de las que tienes una idea configurada por datos externos, como pasa con una persona pública o famosa, de la admirabas su simpatía y locuacidad para descubrir, el día que tienes la desgracia de conocerla, que es un ser taciturno y engreído, o un pobre infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en una conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente referencias muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día sin cambiar apenas una mirada, y de la que, sin embargo, te has construido una historia llena de conjeturas. Y ocurre también con muchos a los que creías conocer bien que, llegado el momento de la adversidad o de la buena fortuna, o te abandonan como antes no lo hacían, o te persiguen como jamás lo hubieran hecho.
De lo que hablo es de la fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia personal y única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la cerámica fracturada aplican un técnica tradicional de restauración llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que significa “carpintería o reparación de oro”, para lo que agrandan la fractura y la rellenan con un barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. La pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto de la cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí, en algo completo. El Kintsugi celebra la dialéctica entre la totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza de lo roto, de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese vaso o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una pieza completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la restauración, tan personales sus resultados, que las piezas así reintegradas son con frecuencia más valiosas que los ejemplares intactos.

                El Kintsugi es también la fórmula magistral de la eterna juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de alambre o con un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus cicatrices la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino joven, ya no es fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y así ocurre con las personas. Las cicatrices forman parte de nosotros, frágiles piezas de cerámica, y a través de ellas se puede leer la vida de cada uno. Aquél que no deja que sus cicatrices se queden en viejos costurones sino que las transforma en vetas de oro, ése permanece eternamente joven y eternamente bello.
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martes, 1 de julio de 2014

Jóvenes o viejos, lo que importa es que cacen ratones

París, mayo de 1968

(Artículo publicado el 1 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)


La abdicación del Rey Don Juan Carlos en su hijo Don Felipe no ha sido simplemente una cuestión sucesoria materializada al amparo de las previsiones constitucionales. Habría sido eso si Don Felipe hubiera sucedido a su padre muerto. “A Rey muerto, Rey puesto”, dice el sabio refranero para referirse a la sucesión “natural” en la Corona. Una sucesión cuyo única causa es el fallecimiento del Rey, esto es, un motivo fisiológico; en la que no cuenta la voluntad del finado salvo que se suicide, lo que no ha ocurrido nunca que se sepa; ni cuenta la voluntad de ningún otro otro, salvo que asesinen al Rey o le corten la cabeza, lo que ya no se estila; y a la que resulta ajeno cualquier ejercicio valorativo de las circunstancias sociales y políticas que rodean la sucesión. Por el contrario, la abdicación es un acto voluntario del Rey, quien además lo justifica como le parece oportuno. Eduardo VIII, Rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus Dominios de Ultramar, Rey de Irlanda y Emperador de la India, abdicó a los pocos meses de ser coronado en su hermano Alberto para casarse con Wallis Simpson, una norteamericana divorciada muy poco del gusto de la la sociedad británica de aquel entonces. Para él fue creado el título de Duque de Windsor que, tras su muerte en 1972, quedó extinto. Eduardo de Windsor abdicó, pues, por amor.
                Juan Carlos I podría haber abdicado por amor a España aunque no lo ha dicho así. Lo que afirmó, en cambio, es que se había hecho necesario un relevo generacional, que personalizó en su hijo Don Felipe, para llevar a cabo las transformaciones y renovaciones demandadas por la sociedad de hoy, una sociedad inmersa en una gravísima crisis moral, social, económica y política. Ese mismo fue el mensaje troncal del nuevo monarca: una monarquía renovada para un tiempo nuevo.
                El relevo generacional se nos aparece en el discurso de ambos reyes como la respuesta que los tiempos demandan. Es exactamente el mismo argumento con el que ha sido justificada esa otra abdicación, si bien ésta en las bases del PSOE, que ha protagonizado Alfredo Pérez Rubalcaba, antaño diablo emplumado y hoy a punto de subir a los altares. No soy el único que piensa que ambos relevos vienen motivados por un mismo virus que, como todo virus que se precie, se ha cebado primero en los organismos más debilitados, en este caso la Corona y el PSOE, pero que luego lo hará sin misericordia alguna en otros aparentemente más sanos que duermen su siesta bajo la higuera. El virus se llama Podemos y no es más que una mutación del viejo virus del populismo. Podemos es una formación política polarizada en torno a un joven profeta llamado por una de esas sospechosas coincidencias de la vida Pablo Iglesias, que cuenta con un doctrinario que cabe en un folio y que consiste básicamente en dar la vuelta a la tortilla.
Sin embargo, si el relevo generacional habido en la Corona, así como el que se ha puesto en marcha el PSOE , no es más que la sustitución física de un viejo de fuerzas agotadas por un joven pleno de vigor y energía, entonces el relevo no es más valioso que cualquier otro crecepelo milagroso. Es cierto que, además de las fuerzas renovadas, el joven aporta un elevado índice de osado idealismo que le permite acometer retos que habían vencido al viejo una y otra vez, y que el joven ha sido entrenado en la nuevas técnicas y en los nuevos lenguajes de los nuevos tiempos. Pero no es menos cierto que el relevo generacional, así considerado, sin más, no es más que la ley de la selva hecha precisamente para que la selva siga siéndolo. El relevo generacional sin ideas nuevas y sin un nuevo proyecto de vida no es sino la perpetuación fisiológica del modelo en crisis.
Pondré dos ejemplos de lo que digo.
El primero es aquel movimiento de rebeldía protagonizado por jóvenes franceses de izquierdas en mayo de 1968. Los cambios culturales, el agotamiento del modelo político y económico surgido tras la Segunda Guerra Mundial, el fin del colonialismo y los movimientos expansivos del comunismo en Europa y en America Latina, prendieron fuego al idealismo de los jóvenes que, con consignas como Il est interdit d’interdire (Prohibido prohibir), L'ennui est contre-révolutionnaire (El aburrimiento es contrarevolucionario), Soyez réalistes, demandez l'impossible (Sed realistas, pedid lo imposible), o el más conocido tal vez de L’imagination au pouvoir (La imaginación al poder), provocaron un cambio muy profundo en la sociedad de su tiempo. Pero detrás de los jóvenes y de sus eslóganes estaba el pensamiento como motor del cambio, estaban los pensadores y los poetas,  Marcuse y Sartre, Lennon y Dylan, las nuevas ideas: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza, afirmaría Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.
El segundo lo abandera un hombre viejo que, sin embargo, está provocando uno de los cambios más profundos de la historia: el renacimiento de la Iglesia Católica y su adaptación, que no deja de ser traumática, a los nuevos tiempos y a las nuevas gentes. Y curiosamente, este relevo generacional lo protagoniza un “joven” de ochenta años llamado Francisco, que se sustenta en novedosas ideas escritas hace dos mil años en los Evangelios, en las viejas y siempre actuales ideas de un Dios revolucionario hecho hombre.
Lo que vengo a decir es que no hay esperanza en un relevo generacional sin ideas, como no la hay en una revolución sin alternativa. Dicho de otra manera, que el relevo generacional lo puede hacer un joven de ochenta años, mientras sea joven, y que las ideas pueden ser tan viejas como las del Evangelio, mientras sean nuevas.