martes, 29 de abril de 2014

¡Corred, insensatos!


(Artículo publicado el 29 de abril de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)







Ha ocurrido. José Luis Rodríguez Zapatero ha vuelto aunque, como ya les dije en otra ocasión, lo cierto es que nunca se había marchado. Supervisor de nubes con sueldo vitalicio de expresidente del gobierno y de consejero en el Consejo de Estado, incomprensiblemente condecorado por el Gobierno de España, ZP, a quien muchos creían enterrado en los montes de León por su propio partido en un acto de vergüenza torera, nunca se fue como nunca se marchan del todo aquellos que dejan huella imperecedera de su quehacer, bueno o malo. La obra de ZP, ciertamente maléfica, permanece en España, y aún fuera de ella, de la misma forma en que perdura el rastro de un grafiti en las viejas paredes de piedra de una iglesia románica. Dos años y medio después, España continúa lastrada en casi todos los ámbitos por el septenio zapaterino. Les pondré dos o tres ejemplos.
La crisis económica, a fuerza de no haber sido reconocida a tiempo, ha sido y es en España más crisis que en otros países de nuestro entorno. Las políticas económicas de los Gobiernos de Zapatero, repudiadas incluso por quien fuera su vicepresidente económico, el arrepentido Solbes, han seguido destruyendo empleo hasta hace muy poco, dos o tres meses tan sólo, en que han podido ser neutralizadas por el gobierno de Mariano Rajoy. La reconstrucción del tejido bancario e industrial dañado está siendo una tarea de titanes, sin duda, pero en la que, tampoco les quepa duda de ello, los paganos seremos los de siempre: nosotros todos.
La crisis política que sufre España, que se manifiesta principalmente en la falta de credibilidad de partidos políticos y sindicatos, en la ruptura de la cohesión territorial y política,  en la amenaza de fragmentación de España, en el descrédito de las instituciones, de todas ellas sin excepción, desde la Corona a la Justicia, y en la quiebra del espíritu de concordia que hizo posible la Transición y la defunción de la Transición misma, no la generó Zapatero, no, como tampoco mató a Manolete, pero muchas de las decisiones políticas de ZP contribuyeron de manera determinante a su agudización, cuando no a su resurgimiento. Recuerden si no, la aprobación del Estatuto de Cataluña, la Ley de Memoría Histórica que recuperó otra vez a las dos Españas o la burda manipulación de las instituciones del Estado y, muy especialmente, de aquellas que sirven a la Justicia.
Pero si las políticas interiores de ZP han sido letales para el Estado, su política exterior causó un daño prácticamente irreparable a eso que ahora llaman la Marca España y que antes era simplemente España. La imagen indeleble de un Zapatero aislado y solitario en los foros internacionales, hablando consigo mismo en el perfecto español de Valladolid, único idioma que habla, rodeado de sus hijas góticas o enjugascado con líderes populistas y bananeros, cuando no directamente dictadores, como el finado Hugo Chávez, Fidel Castro o Evo Morales, planea como una especie de ectoplasma en los actos internacionales a los que asiste Mariano Rajoy con la intención desesperada de romper el maleficio. La conjunción interplanetaria de Obama y Zapatero se saldó en que durante años el primero declinó recibir en la Casa Blanca a quien había rehusado a ponerse en pie al paso de la bandera norteamericana. Ni siquiera el primer ministro turco Erdogan, su socio solitario en aquello de la Alianza de Civilizaciones, se ha mantenido fiel al invento, escarmentado tal vez por el firme apoyo de Zapatero a la entrada de Turquía en la Unión Europea (recuerden aquello de “Turquía debe tener la puerta abierta a la UE”, que dijera el ínclito presidente en 2009) que concluyó en un auténtico portazo en las narices del pobre Erdogan. La misma sensación de desamparo tuvo que sentir la candidata francesa a la Presidencia de la República, Segolene Royal, cuando en plena campaña electoral Zaptero le expresó su apoyo con un lacónico pero fulminante “Oui, Segolene”, lo que no solo le cerró las puerta a El Eliseo, sino que se las abrió a su ex marido Francois Hollande, del que se había divorciado por faldero.
Ayer Zapatero, incorporado a la campaña electoral europea por un impenitente PSOE, nos amenazó a toda Europa con no sé que del “eurorreformismo”, estruendosa palabra llena de erres que me recuerda el término con el que J.K. Rowling definía en la saga de Harry Potter aquellos contenedores de las varias partes en que había sido dividida el alma de Lord Voldemort, los “horrorocruces”. Ante ello, solo se me ocurre deciros lo que Gandalf el Gris les gritó a sus compañeros cuando fueron atacados en las Minas de Moria por el Balrog, el espeluznante demonio de fuego de El Señor de los Anillos, de Tolkien:
“¡Corred, insensatos!”
.

martes, 22 de abril de 2014

1984 y el mundo feliz

Artículo publicado el 22 de abril de 2014 en el diario La Opinión de Murcia


Santo Tomás Moro, que fuera Canciller de Inglaterra y a quien Enrique VIII mandara decapitar, acuñó el término Utopía para bautizar a la sociedad imaginaria que describía en su libro así titulado. Con el tiempo el adjetivo utópico se aplicó a todo aquello que no existe precisamente por ser demasiado bueno para ello. Una distopía es justamente lo contrario, algo que no existe pero que por su maldad intrínseca bien pudiera existir, y, por tanto, una sociedad distópica sería una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Lo curioso de todo esto es que del mismo modo en que jamás han existido sociedades utópicas, y los pocos intentos llevados a cabo han fracasado irremisiblemente, el mundo ha experimentado en su propia carne los efectos letales de experiencias más o menos distópicas. Incluso los pocos intentos de instaurar sociedades utópicas han degenerado rápidamente en todo lo contrario. La literatura y el cine, como la vida misma, están plagados de ejemplos de sociedades distópicas.
Aldous Huxley escribió en 1932 Un mundo feliz, una novela en la que describe una sociedad de la que han sido erradicados el dolor y la angustia, la guerra y la pobreza,  y en donde la humanidad es aparentemente saludable y feliz. Pero todo eso ha sido alcanzado mediante la manipulación personal y la supresión de las libertades individuales, tras eliminar la familia, el arte, la diversidad cultural, la literatura, la religión y la filosofía, y por medio de la implantación de un sistema económico basado en el capitalismo y el consumismo, en el que Henry Ford, el creador de la cadena de montaje, ocupa el lugar de la divinidad. Paradójicamente serán estas mismas carencias las que generen finalmente la infelicidad de los hombres.
                En Farenheit 451, Ray Bradbury describe un mundo sin libros. El título hace referencia a la temperatura en la escala de Farenheit a la que el papel de los libros se inflama y arde, equivalente a 233 grados Celsius, pues en esa sociedad imaginaria un gobierno autoritario ha decidido que leer provoca la infelicidad y la angustia de los ciudadanos, de manera que los bomberos tienen la misión primordial de localizar y quemar todos los libros que encuentren. Sin embargo, un grupo de académicos refugiados en el bosque se dedica a memorizar las obras más importantes de la literatura universal con objeto de transmitirlas oralmente y garantizar así su conservación hasta que puedan ser impresas de nuevo.
                Tal vez  el más conocido de todos los libros que describen sociedades distópicas sea 1984, la obra de George Orwell, en la que el autor británico describe el mundo del totalitarismo, en lo que muchos autores han considerado como una la crítica más acerada a los regímenes nazi y soviético. La novela introdujo términos y conceptos que se han incorporado al lenguaje común como el de Gran Hermano, el líder vigilante y omnipresente contra quien nada puede hacer la sociedad sino obedecer ciegamente sus consignas. Para ello cuenta con la Policía del Pensamiento que persigue el crimental, el delito de pensar de manera distinta al pensamiento oficial, la Neolengua de la que han sido eliminados con fines represivos determinados vocablos basándose en el principio de que lo que no forma parte de la lengua no puede ser pensado.
                Lo temible de estos libros no es que se basen en experiencias ya vividas, pues Huxley escribió el suyo como respuesta a la falsa felicidad que había traído la industrialización,  Bradbury en relación con la quema nazi de libros o el lanzamiento de bombas atómicas sobre Japón, y Orwell, como ya he dicho, como crítica al nazismo y al comunismo, sino que casi con milimétrica exactitud todos ellos adelantaban acontecimientos que ya estamos viviendo en toda su plenitud. La   implantación de la llamada sociedad de la información −la información es poder− está superando con creces las visiones de Huxley, Bradbury y Orwell. El poder de la televisión y de la imagen, la hegemonía de Internet, el imperio de las redes sociales, la dictadura de lo políticamente correcto, la perversión del lenguaje, el fatalismo económico, la democracia corrompida, los líderes de cartón piedra, el nuevo Gran Hermano, la constante revisión histórica, la docilidad social a las consignas del poder, la estructuración política del mundo en grandes bloques, la deificación del bienestar, la erradicación del esfuerzo y del sacrificio, la manipulación genética y la rendición de los hombres ante los nuevos dioses, no son imaginaciones de autores malditos del siglo pasado, no son distopías lejanas, sino que integran el mundo real de hoy.

                Huxley, Orwell y Bradbury llevaban razón.
.

viernes, 18 de abril de 2014

Brindis al sol

Artículo publicado el 18 de abril de 2014 2n 2l diario La Opinión de Murcia



En Murcia, dicen, sólo hay tres estaciones: ¡Pijo, qué frío!, ¡Pijo, qué calor! y la estación del Carmen.
Mientras en este córner de España, ardiente y soleado, que es la Región de Murcia andábamos ocupados en sustituir a un presidente autonómico por otro, el primer ministro de Francia, el barcelonés Manuel Valls, anunciaba su propósito de reducir a trece o catorce las actuales veintisiete regiones francesas, veintidós metropolitanas y cinco de ultramar. Unos días antes, el primer ministro de Italia, Matteo Renzi, lograba que el Senado italiano aprobara entre otras medidas de ahorro la supresión de las setenta y tres provincias italianas, si bien compensaba esta medida de extraordinario alcance con la creación de diez ciudades metropolitanas. En España, enardecido sin duda por estos ejemplos de audacia política, Miguel Sebastián, quien fuera primero asesor áulico de Zapatero, para ser luego su ministro de Industria y nuestro suministrador nacional de bombillas, afirmaba hace unos días que aquí sólo debería haber tres autonomías, las regiones históricas de Cataluña, País Vasco y Galicia, por lo que habría que diluir las demás en una especie de sopicaldo nacional. O sea que, en lugar de España Una, o sea Diecisiete, deberíamos ser España Cuatro y punto pelota.
No deja de ser la de Sebastián una idea ciertamente zapaterina, es decir superficial y sacada de la manga o de la chistera, improvisada, poco meditada y populista, pero no es en modo alguno una idea original. Hace un par de años Tomás Ramón Fernández Rodríguez, catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense, que formó parte de aquella “Comisión de Expertos sobre Autonomía” comandada por el profesor García de Enterría sobre cuyo informe se cimentó la materialización del Estado de las Autonomías, el profesor Fernández Rodríguez, digo, apuntó que las diecisiete Regiones Autónomas actualmente existentes deberían quedar reducidas a no más de trece, prescindiendo por tanto de aquellas de naturaleza uniprovincial que quedarían integradas en otras vecinas de mayor tamaño. En el mapa autonómico del profesor Fernández Rodríguez a Murcia le quedaba reservado el dudoso honor de ser la cuarta provincia de Valencia.
A diferencia de Miguel Sebastián, que hacía pública su ocurrencia más bien estimulado por la moda francesa e italiana pero con cierta ligereza, el profesor Fernández Rodríguez amparaba su propuesta, no solo en su dilatada experiencia nacida, como he dicho, a principios de la década de los ochenta, sino en un documento de trabajo publicado por la Fundación Transición Española titulado «La España de las Autonomías: un Estado débil devorado por diecisiete ‘estaditos’». Pese al título un tanto frívolo, el estudio constituye sin embargo un análisis acertado de la evolución del Estado de la Autonomías. La inexistencia de un modelo de Estado en la Constitución se debe a las concretas circunstancias históricas que conocemos como la “transición española” que no permitieron ir más allá en la concreción del modelo político, un híbrido entre el Estado unitario y el federal, del que el estruendoso fracaso de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, declarada inconstitucional en 1983, por una parte, y la propia tensión descentralizadora, por otra, aceleraron su desquiciamiento hasta llegar en 2006 a la promulgación consentida y animada por el Gobierno socialista de Zapatero de un Estatut de Catalunya de signo inequívocamente confederal, muchas de cuyas posiciones extremas y maximalistas fueron además sorprendentemente emuladas en las reformas estatutarias de otras Comunidades Autónomas. Según una encuesta publicada en julio de 2012, un sesenta y seis por ciento de los españoles pedía un recorte de las Autonomías, más de la mitad opinaba que habría que eliminar las televisiones autonómicas y más del ochenta por ciento creía que había que reducir el tamaño, el coste y las funciones de los Parlamentos Autonómicos. Según Fernández Rodríguez “la ausencia de un modelo de Estado en la Constitución es sencillamente irremediable sin una reforma decidida del Título VIII de la misma”, cuyo objetivo debiera ser precisamente el establecimiento de un modelo territorial claro y de perfiles bien definidos al que se aplicaría el sistema de reparto competencial que sigue la Ley Federal Alemana, la Grundgesetz. Este sistema admite, junto a las competencias propias de los Estados Federados, un amplísimo campo de competencias concurrentes con el Estado Federal, en el que los Länder también pueden legislar “mientras y en la medida” en que el Estado Federal no lo haga. Fijar en la Constitución un único sistema de financiación para todas la Comunidades Autónomas, transformar de una vez el Senado en cámara de representación territorial, constitucionalizar la Conferencia de Presidentes Autonómicos y reducir a la tercera parte el número de Ayuntamientos españoles, son algunas de las medidas que completarían la propuesta.
Pero qué quieren que les diga, no lo veo claro. No hay ánimo político suficiente, ni los nacionalismos independentistas se van a contentar con otra cosa que no sea la autodeterminación y la independencia. Ya les comenté que Salvador de Madariaga afirmaba que el problema de su pluralidad frente a su unidad es el más grave de cuantos asedian España. El propio Madariaga, al referirse al nacionalismo-separatismo, señalaba en su ensayo titulado De la angustia a la libertad que, en cierto modo, tanto el separatismo vasco como el catalán derivan del separatismo que es innato a todos los españoles: “Todos los españoles”, decía, “tienden a resquebrajarse unos de otros bajo el calor de la pasión, como la tierra seca de la Península tiende a agrietarse bajo el calor del sol”.
Y de esto del calor, en Murcia sabemos latín.
.

martes, 8 de abril de 2014

Sé utópico


(Artículo publicado el 8 de abril de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)

He cogido de la estantería mi manoseado ejemplar de Utopía y desencanto, de Claudio Magris. Ya he usado este libro como referencia en dos o tres de mis artículos anteriores, la primera vez con ocasión de que le fuera concedido a Magris el Príncipe de Asturias de las Letras hace diez años, y un par de veces más para hablar de las fronteras que a los españoles nos unen y nos separan, entre ellas los ríos.  Magris es triestino. Definirlo como escritor italiano es errar el tiro, porque Trieste, la ciudad donde nació y en cuya Universidad enseña literatura germánica, es tan italiana como austríaca o yugoeslava. Magris es un escritor humanista y transfronterizo. “En Trieste nací y viví hasta los dieciocho años; cuando era pequeño no sólo era una ciudad de frontera, sino que parecía ella misma una frontera, hecha de un sinfín de lindes que se entrecruzaban en su seno y a veces en la misma persona y la vida de sus habitantes. Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.” (Desde el otro lado. Consideraciones fronterizas. 1993)
            El artículo que da título al libro fue escrito en 1996, hace casi veinte años. Eran los tiempos posteriores a la caída del muro de Berlín en 1989 y al desmoronamiento estrepitoso de la Unión Soviética y, con ella, del socialismo utópico. Como el propio Magris escribió, alguien dijo con cierta grandilocuencia que en 1989 se había acabado la Historia, cuando lo que realmente ocurrió fue que la Historia, que había permanecido decenios en el frigorífico, se había descongelado por fin y ésta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión que desató conflictos sangrientos. “La contradicción más patente es la que afecta al mismo tiempo a procesos de unificación y agregación −la unidad europea, sin ir más lejos− y de atomización particularista, como la reivindicación de las identidades locales (…) El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible victoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover −a través de mitos, ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas− la autoidentificación de las masas, consiguiendo que, como escribe Giorgio Negrelli en sus Anni allo sbando [Años a la deriva], «el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno». El totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones”.
            Frente a la caída desencantada de los mitos revolucionarios que pretendían cambiar el mundo, que arrastró, no solo al socialismo real, sino también a las ideas de democracia y progreso y a la propia utopía de la redención social y civil, Magris afirma que es el propio desencanto el que ha venido a reforzar la utopía, del mismo modo en que Don Quijote necesita de Sancho Panza, que se da cuenta de que el yelmo de Mambrino es una bacinilla y que percibe el olor a establo de Aldonza, pero que “entiende que el mundo no está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad luminosa”. El desencanto es un oximorón, precisa Magris, es una contradicción que el intelecto no puede resolver y que solo la poesía es capaz de expresar y custodiar: “Fue la ironía de Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía y el encanto de la caballería”.
Magris dio entonces con la clave: el desencanto que se produce cuando se frustran nuestros propósitos, cuando se quiebran nuestros mitos o cuando nuestros sueños se transforman en pesadillas, no sólo no es lo peor que nos pudiera ocurrir, sino que es justamente lo que siembra de nuevo la esperanza. Y es que “el desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza”. “Tras las cosas tal como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser”, concluye Magris.
          Por eso, mi consejo a Alberto Garre es el siguiente: pon un pie sobre el desencanto y sé utópico. Dicho de otra manera, sé utópico para ser realista.
.

miércoles, 2 de abril de 2014

El caminante



Acuarela de Hermann Hesse que ilustra El caminante
(Artículo publicado el 2 de abril de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)
 
Ahora que la muerte física de Adolfo Suárez ha propiciado la reivindicación de aquel suceso milagroso que se llamó “la Transición”, milagroso porque por primera vez en siglos un cambio político radical en España no vino regado por ríos de sangre, y milagroso también porque ese mismo suceso ha resistido los intentos de hacerlo saltar en pedazos llevados a cargo por un dinamitero loco, y ahora que en uno de esos ejercicios de culpa colectiva, tan españoles, por haberlo olvidado durante tantos años, parecemos todos empeñados en atribuir en exclusiva todo el mérito al fallecido expresidente, se me ocurre a mí que, sin perjuicio del papel muy principal que desempeñó Adolfo Suárez, la transición española tuvo muchos más padres además de él, en concreto algo más de treinta millones de padres y madres, que fuimos todos los que quisimos que, por vez primera, no se repitiera la historia. Dicho de otra forma, si Adolfo Suárez fue el director del coro, lo cierto es que aquel canto a la reconciliación y a la convivencia en paz lo interpretamos todos.
Del  mismo modo que afirmo esto digo que, antes que se produjera la transición política, hubo una transición moral y social que afectó al individuo y a la sociedad en su conjunto y que fue, además, la que facilitó aquélla. Los de mi generación recordarán muchos ejemplos de esto que digo, desde las batallas libradas por la libertad de expresión, muchas de ellas con las únicas armas del humor, la sátira y la ironía, hasta la reprobación casi unánime de los extremismos como instrumentos del cambio, fruto de la cual todos los grandes partidos ideólogicos aparcaron buena parte de sus principios diferenciadores en la búsqueda de los que les resultaban comunes, en la construcción del consenso. Pero a mí, hoy me interesa destacar uno muy concreto, el ejemplo de las librerías y los libros. Antes del fin del franquismo, las librerías fueron durante años los lugares en los que se fraguó el espíritu de la transición. Los libros, algunos libros, muchos libros, ciertamente, que se guardaban en las trastiendas y que luego circulaban de mano en mano, transmitieron de unos a otros los principios morales y sociales en los que se asentaría el edificio de la transición.
Tengo a la vista uno de aquellos libros, El caminante (Wanderung), de Hermann Hesse. Podría referirme a otros muchos libros de Hesse que influyeron de manera determinante en nuestra forma de pensar y, sobre todo, en nuestra forma de aceptar lo que pensaba el otro: Siddharta, El lobo estepario, Bajo las ruedas, En el balneario, Demian o El último verano de Klingsor. Pero hoy me quedo con El caminante. De este libro he extraído un par de párrafos que les brindo a continuación. El primero habla, creo yo, de ese espíritu que animó la transición. El segundo lo hace, también lo creo así, de aquello por lo que el homenaje a Adolfo Suárez es en todo caso un merecido homenaje:
“Durante mucho tiempo me he mortificado ante dioses y leyes que para mí eran solamente ídolos. Este fue mi error, mi tormento, mi complicidad en la desgracia del mundo. Incrementé la culpa y el tormento del mundo empleando la violencia contra mí  mismo, no atreviéndome a seguir el camino de la redención. El camino de la redención no me lleva ni a derecha ni a izquierda, me lleva al propio corazón, y sólo allí está Dios, y sólo allí está la paz”.
“Los árboles han sido para mí los predicadores más eficaces, Los respeto cuando viven entre pueblos y familias, en bosques y florestas. Y todavía los respeto más cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de alguna debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche. En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos”.
.