lunes, 28 de diciembre de 2015

Los santos inocentes

(Artículo publicado el 29 de diciembre de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)


Proclama el artículo 24.2 de la Constitución Española que todas las personas tienen derecho a la presunción de inocencia. Pero como ocurre con tantos otros postulados constitucionales, una cosa es lo que diga el precepto y otra bien distinta es lo que ocurre en la calle. España es lamentablemente un país lleno de prejuicios, o sea, que prejuzga con enorme ligereza lo que las leyes y la moral obligan a considerar con mucha cautela y con una gran dosis de caridad, entendida ésta última como un ejercicio de amor y respeto al prójimo. En estas fechas en que se nos llena la boca de buenas palabras y de mejores deseos para todos, no deja de sorprenderme que sigamos condenando al inocente con absoluta frialdad, cuando no con auténtico encono.

Y es que también en Navidad celebramos el recuerdo de aquella matanza de inocentes ordenada por Herodes con la única finalidad de eliminar a un supuesto competidor al trono de Israel que, según le habían dicho, acabada de nacer en tierras de Judea. Para ello, no tuvo empacho alguno en pasar a cuchillo a todos los niños judíos cuya única culpa era la de haber nacido en las mismas fechas en que lo hizo Jesús en su modesto pesebre. Herodes no ha pasado a la historia como el buen rey que pudo ser, sino como el hombre cobarde y sin entrañas que derramó la sangre inocente de los recién nacidos por miedo al hijo de un carpintero. En el Belén de Salzillo, que hace muchos años se instalaba en la Plaza de la Cruz, había un pequeño grupo compuesto por un par de figuras que en mi mente de niño provocaba una especial desazón y que aún hoy me la produce: se trata de ese soldado de la guardia de Herodes que, brazo en alto, sujeta por una pierna a un niño recién nacido, mientras se dispone a darle el tajo mortal con la espada. Arrodillada frente a él, la madre del niño tiende suplicante sus manos al soldado. Siempre supe que sus ruegos no tuvieron efecto.

¿Se han preguntado alguna vez a cuántas personas inocentes condenamos al día sin haber considerado siquiera una palabra en su descargo? No me refiero ya al linchamiento que sufren todos aquellos que, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, se ven atrapados (¿imputados?, ¿investigados?, ¿implicados?, ¿qué más da el término que se emplee?) en las ruedas de la justicia o en el escándalo mediático, que también me refiero a ellos, sino a muchos otros a quienes excluimos de nuestro mundo perfecto y equilibrado porque nos estorban o porque no encajan el él: a quienes se nos acercan a pedir una ayuda y que condenamos de forma inmediata como reos del peor de los delitos sociales, la pobreza y la marginalidad; a quienes por sus trazas, su tez oscura y sus barbas identificamos al instante como pertenecientes a la Yihad más peligrosa, sin detenernos a pensar que no lo son en modo alguno; a quienes, porque son jóvenes y alborotan, que es lo que han hecho todos los jóvenes de todas las especies animales desde que el mundo es mundo, condenamos con mirada desaprobadora al silencio y a la quietud de la vejez prematura; a los propios ancianos, que con su lentitud entorpecen nuestro camino vertiginoso y ocupado, a quienes sentenciamos sin apelación posible a la mesa camilla y al rincón más alejado; al más afortunado que nosotros, de quien alimentamos gratuitamente el rumor del origen dudoso de su fortuna; al vecino, porque no tenemos otra cosa mejor que hacer.

Ahora que acaba el año, ¿se han parado ustedes a pensar a cuántos inocentes hemos acuchillado, cuántas famas hemos manchado de manera injusta e irreparable, cuánto sufrimiento innecesario hemos derramado a nuestro alrededor a causa de nuestros prejuicios?

La sangre que derramó Herodes es la sangre que seguimos derramando cada día, tanto más inocente cuanto más inútil es derramarla. La desconcertante realidad, viejo Herodes, de cuya constatación aún no te habrás repuesto, es que Jesús no había venido al mundo a ocupar tu trono, sino el suyo, el que le estaba destinado desde el principio de los tiempos, el trono de un Reino que no era de este mundo ¡Y para eso cargaste con la sangre inocente por toda la eternidad!

Pobre Herodes.
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martes, 22 de diciembre de 2015

El pesebre en el palacio

Nacimiento obra de Jesús Griñán instalado en el Salón de Baile del Real Casino de Murcia


            Hace algo más de dos mil años nació un niño en un mísero establo del pueblecito judío de Belén. El hecho no habría tenido más trascendencia si no fuera porque el nacido en lugar tan humilde iba a protagonizar la revolución más grande que vieran los siglos. Para muchas personas de su tiempo Jesús de Nazareth encarnaba una promesa cumplida, la llegada del Mesías, el Esperado, al que se referían tanto las profecías de los textos bíblicos como muchas profecías y augurios de los gentiles. Sócrates, Platón y Aristóteles hablaban de un Hombre de Dios que bajará a redimir las ciudades. Hasta Cicerón, muerto cuarenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, le escribe a Ático acerca de “la venida la Mundo de un ser divino, el Ser Sumo, que se haría carne mortal”. Incluso le contó de un sueño en el que veía un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco, que mostraba en todas sus cúpulas las señal infame de los ajusticiados, la cruz. También Virgilio, muerto diecinueve años antes de que Jesús naciera, escribe en su cuarta égloga que nacerá un ser que salvará a la Humanidad de su condena y que “recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre”.
            Cuento todo esto porque el hecho corriente del nacimiento de un niño, tanto más corriente cuanto que nació en una cuna tan humilde como un pesebre, se convirtió en un acontecimiento de trascendencia universal por la sencilla razón de que con su nacimiento y con su vida, con su palabra y con su testimonio, con su muerte y, muy especialmente para quienes profesamos la fe cristiana, con su resurrección, cambió el mundo para siempre.
            En Navidad se conmemora ese nacimiento y lo que ese nacimiento significa. No importa que haya quienes quieran celebrar otra cosa, la fiesta del pavo y del turrón, el solsticio de invierno, la fiesta del árbol, o una edición sardinera y congelada de moros y cristianos. No importa que haya quienes sólo vean en la Navidad una orgía de consumismo, o una excusa para desempolvar los esquíes o para tostarse en una de esas playas del hemisferio sur que se encuentran a menos de doscientos euros de distancia. Nada de eso importa, porque nada de ello puede alterar el mensaje de la Navidad cristiana, tan sencillo de entender y tan difícil de materializar. La Virgen, el Niño y San José, en su humilde pesebre representan la promesa de la Reconciliación del hombre con Dios y del hombre con el hombre. Como cada año, el saludo del ángel a los pastores resonará de nuevo en las alturas: Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y, como cada año también, muchos permanecerán sordos a él.
           Verán ustedes, hay quienes pensamos que montar el belén o colocar un nacimiento no es sólo una forma de cumplir con una tradición muy española. Es por encima de todo una manera de proclamar el mensaje de Paz de la Navidad, el más universal de los mensajes. Escribía Chesterton que es frecuente que un niño se convierta en Rey, pero sólo una vez en la historia ocurrió que un Rey se convirtiera en Niño. En el Real Casino de Murcia hemos instalado un bellísimo nacimiento, obra de Jesús Griñán. Es un humilde pesebre dentro de un palacio. La paja dorada no es menos dorada que las sedas y oropeles del Salón del Baile. La pequeña cuna, vestida con el forraje de los animales, brilla aún más que las lámparas de cristal de roca que alumbran la escena, y la vara de San José ha florecido bajo los cielos pintados. Es un palacio que alberga un pesebre. Y, aun así, el mensaje sigue siendo el mismo que el que se oyera hace más de dos mil años: Paz a todos los hombres de buena voluntad.

Que así sea.
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martes, 15 de diciembre de 2015

Si hay nubarrones, coge un paraguas




El otro día me di de baja en Facebook. Bueno, realmente no me dí de baja, entre otras cosas porque no sé cómo hacerlo. Lo que hice fue anunciar que lo dejaba, desconectarme yo mismo y dejar que la red siguiera su curso. A los pocos días, la curiosidad que mató al gato me hizo abrir la página para echar un vistazo. Y lo que encontré me sorprendió. Muchas personas, muchas más de las que pensaba, me habían escrito su comentario lamentando “perderme de vista” a mí y a mis citas. Últimamente tenía por costumbre despedir el día con un cita de Tagore bajo el poético título de “Medianoche”, y saludarlo con otra que bauticé “Amanecer”. Por lo que supe al conectarme, mis citas de Tagore, así como mis comentarios irónicos de otros tiempos, tenían más amantes que detractores. Encontré a mucha gente que encontraba en las citas de Tagore un mensaje de paz o de estímulo, un bálsamo con el que aliviar sus temores o sus frustraciones. Exactamente lo que a mí me ocurría.

Y es que la palabra hecha belleza de Tagore, sus pensamientos dulcemente expresados, su sencilla filosofía  de la vida, su delectación en las cosas más simples, además de conmover sentimientos y afectos universales, causan como una especie de regresión al amor primero, al que siente el niño por un cachorrillo, por un objeto que brilla, por el juego constante del agua.

Hoy se nos previene de la adicción a las redes sociales. Y hay mucho de verdad en el peligro de quedar prendidos en ellas, pero también mucho de injusto. Las redes enganchan porque el hombre necesita relacionarse con el hombre, como antes lo hacía en la tertulia lánguida de un casino, o mediante cartas primorosamente escritas, o, habida cuenta de que las distancias eran en ocasiones casi insalvables, en encuentros personales muy de cuando en cuando. Hoy el mundo gira vertiginosamente y apenas hay tiempo para hablar y casi ninguno para sentarse a escribir una carta, de tal suerte que las redes han venido a rellenar ese hueco. La culpa no es de las redes, créanme, sino de la velocidad mareante con la que transitamos por la vida. Si fuéramos más despacio, si las tardes volvieran a  ser largas y cansinas, con horas y horas que rellenar de conversaciones y encuentros, si hubiera tiempo ganado al torbellino en que hemos convertido la vida, si encontráramos un momento para escribir una carta de amor o de amistad vieja, si esperáramos con impaciencia a que llegara el día de volver a ver al amigo para hablar de todo un poco, entonces las redes serían como aquellos telegramas que contenían un mensaje que no podía esperar al lento traqueteo del tren correo.

También sirven las redes para estar informado de multitud de cosas, si bien la mayoría de ellas resultan insustanciales e innecesarias, aunque divertidas. Pero si lo que uno quiere es estar formado, antes que informado, lo mejor es no acudir a las redes sino al viejo libro. El conocimiento requiere tiempo para asentarse y una cierta pausa para su asimilación. Es la verdad de los libros la que te hace libre, la que te proporciona ese pensamiento crítico e independiente que nos permite ser actores y no simples espectadores de la vida.

Si me permiten el consejo, disfruten de las redes en lo que valen, úsenlas y escojan lo que más les guste, relaciónense a través de ellas, y beban de sus fuentes. Pero, de vez en cuando, abran un libro y lean pausadamente y, si todavía recuerdan en qué consiste, escriban una carta, a mano si es posible, y hablen de lo suyo. Verán que, a diferencia de las redes, tienen tiempo para pensar en lo que dicen.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Tagore

Tagore con sus discípulos.
(
Artículo publicado el 1 de diciembre de 2015 en La Opinión de Murcia)



           He contado alguna vez cómo fue mi primera relación con los libros. Tras los tebeos de mi infancia, resolví un día asaltar la biblioteca de mi padre y, confiado en que estaría lleno de relatos de gladiadores, de gestas guerreras a golpe de pilum y espada corta, de amoríos entre patricios y patricias romanas, desempolvé a mis tiernos once años la Historia de Roma en dos tomos, de Theodor Mommsem. Ni más ni menos. Busqué en ellos las batallas y las escenas del circo, los relatos de esclavos que, por su valor en combate, alcanzarían las glorias del generalato de los ejércitos e, incluso, los laureles del imperio, los escarceos amorosos y las intrigas palaciegas. Y todo eso lo encontré, si bien no en el formato de película de romanos que era el que buscaba, sino en otro muy diferente. En aquel libro hallé la auténtica historia de Roma, de sus instituciones, del equilibrio de poderes, de la República y del Imperio. Descubrí las nociones de auctoritas, potestas e imperium, que luego reconocería en mis estudios de Derecho y que tan ignoradas son hoy por quienes nos gobiernan. Descubrí la prosa elegantemente académica de quien fue premio Nobel allá por 1902. Y me gustó. Me gustaron los libros de adulto de la biblioteca de mi padre y seguí buscando en ellos. Entonces fue cuando descubrí a Tagore.

            Rabindranah Tagore fue un poeta bengalí que obtuvo también el premio Nobel de Literatura en 1913. Poeta, artista, novelista, dramaturgo y músico, Tagore nació en el seno de una familia culta y acomodada y recibió parte de su educación en Inglaterra. Viajó por todo el mundo y se relacionó con muchos intelectuales de su tiempo, entre otros con Albert Einstein, Thomas Mann, George Bernard Shaw, H.G. Wells o Victoria Ocampo. Gran parte de su obra fue traducida al español por Zenobia Camprubí y por Juan Ramón Jiménez, esposo de la anterior, que aportó a la traducción lo que él mismo denominó “un colchón lírico”.

         Todos hemos leído a Tagore, si no algún texto completo, sí muchas de sus frases, que pueblan el universo literario. Leer a Tagore constituyó para mí una experiencia tan conmovedora, tan íntima, que, aún hoy, permanezco atado a aquel viejo libro de mi padre. Sin duda, fue Pájaros Perdidos, su libro de aforismos, el que me enamoró de Tagore. Nunca he dejado de leerlo, de consolarme con la belleza de sus pensamientos en los momentos difíciles y de deleitarme con ellos en las ocasiones en que la vida me sonríe. Pero también con Gitánjali, con El Jardinero, con La Luna Nueva o con La Fujitiva (escrita así, con jota, por el propio Juan Ramón Jiménez, que gustaba de escribir de esa forma las ges guturales).

           Y como con todos los libros que quiero, porque me niego a que la belleza permanezca oculta, Pájaros Perdidos lo he regalado en ocasiones muy singulares con la recomendación de una lectura reposada. Pero ahora añado algo que antes no dije. Tagore no es realmente para leerlo, Tagore es para respirarlo, para saborear cada palabra, para retener en el pensamiento la imagen simple que, desprovista de formas, se revela en cada aforismo, en cada párrafo de su prosa, en cada verso: un nido de pájaros, una brizna de hierba, el soplo del viento, una nube, la luz de una vela. Tagore es para que envejezca contigo, como lo hizo conmigo, para que te acompañe en silencio, para que susurre a tu oído palabras dulces, para que te haga soñar. Tagore dormirá a tu lado, penetrará en tus sueños y te llevará más allá, mucho más allá del momento.

Tagore es la belleza de la palabra, pues nadie como él ha escrito con tanta belleza de las cosas más simples de la vida. Y, como ejemplo, les dejo dos o tres aforismos de Pájaros Perdidos:

Apaga, si quieres, tu lámpara; yo conoceré tu oscuridad, y la amaré.

El silencio lleva en sí tu voz, como el nido la música de sus pájaros dormidos.

¡Cómo aletea alrededor del otoño la música del verano que se fue, buscando su nido viejo!

Pájaros perdidos de verano vienen a mi ventana, cantan, y se van volando.
Y hojas amarillas de otoño, que no saben cantar, aletean y caen en ella, en un suspiro.

-Mar, ¿qué está hablando?
-Una pregunta eterna.
-Tú, cielo, ¿qué respondes?
-El eterno silencio.
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lunes, 23 de noviembre de 2015

La frontera en silencio

(Artículo publicado el 24 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia)


Escribía hace unos días al hilo de los atentados de París que, frente a las ofensas criminales del yihadismo, el hombre, considerado en su dimensión individual, tiene la posibilidad y, aún, el deber de perdonar, pero que la Humanidad carece de ese derecho. No podemos ofrecer la otra mejilla de nuestro hermano, sino la nuestra propia. Pocos días después conocí a un franciscano, Fr. Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, con quien tuve una larga y amable conversación y a quien, esa tarde, en el acto inaugural de la Comisión Diocesana de Justicia y Paz a la que pertenezco, escuché una conferencia sobre las Fronteras y la Fe que, les confieso, me conmocionó profundamente. Sobre el perdón me dijo que, además del personal, el que uno puede ofrecer a quien le ofende, existe otro tipo de perdón: el que Jesús crucificado pidió a su Padre para aquellos que lo mataban, para aquellos que no le habían pedido perdón, para aquellos que no lo oían. Jesús no perdonó, no podía, no se lo habrían aceptado, sino que pidió a Aquél que todo lo puede que perdonara: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Monseñor Agrelo nos hizo pensar. Su conferencia sobre las fronteras nos reveló la realidad que se oculta detrás de ellas: “Las fronteras que nos protegen, matan”. Eso que nosotros vemos como un elemento de protección de nuestro suelo soberano, de nuestro modo de vida, de nuestros privilegios y comodidades, es una barrera que mata, que humilla y que hiere a quienes vienen huyendo de la guerra, del hambre y de la pobreza. Los llamamos impersonalmente “ilegales” o “irregulares” para desproveerlos de su condición de hombres, mujeres y niños, de su dignidad humana. Decimos que nos traen enfermedades que ya no tenemos, que entre ellos hay delincuentes y terroristas, que desestabilizan el mercado de trabajo, que perjudican nuestro delicado equilibrio económico, que asaltan nuestro suelo, cuando solo vienen en busca de un trozo de pan. “Yo he bautizado a niños que hoy descansan de su sufrimiento en el fondo del Estrecho de Gibraltar”, dijo en medio del silencio.

En su libro “Emigrante: el color de la esperanza” escribe lo siguiente:

“Hablamos de emigrantes, de hombres mujeres y niños erradicados de su tierra, echados de sus hogares, apartados de su cultura, desplazados de su mundo, señalados como una amenaza. Participios y más participios de exclusión, verbos de sufrimiento para los excluidos y de crueldad para quienes los excluyen: participios pasivos de verbos cuyo sujeto agente no es Dios, sino los endiosados (…) Quienes inventamos alambradas con cuchillas para cárceles y campos de concentración hemos trasladado esas alambradas a nuestras fronteras. Las queremos impermeables para los problemas, para las enfermedades, para el miedo y pretendemos que lo sean para los pobres, para los emigrantes. Las queremos cerradas alrededor de nuestros privilegios, y las dotamos de vallas, de fosos, de detectores de movimiento, de calor, de vida, para que no nos inquiete el clamor de los que viven con casi nada.”

Acerca de las fronteras, el escritor triestino y, por ello, fronterizo, Claudio Magris escribía en Utopía y Desencanto: “Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.”

Monseñor Agrelo vive cada día entre ellos, sufre con ellos y espera con ellos. Ve la frontera desde el otro lado, ése que nosotros nunca vemos, y alza su voz de denuncia, clara y rotunda, en medio del silencio: “Europa paga a Marruecos para que Marruecos funcione como frontera exterior del continente rico, le paga para que le haga trabajo de policía de frontera. Y Marruecos tiene que justificar eficacia en la tarea que le han encomendado. La práctica es: redada, aislamiento, deportación. Europa conoce la práctica y finge que no ve. Sabe que se violan derechos fundamentales, y paga. Supongo que no paga para que se violen derechos fundamentales, pero paga sabiendo que se violan. Con lo cual, a la frialdad inicua de las leyes de extranjería y de las barreras fronterizas, Europa añade el sarcasmo de la hipocresía.” De ellos, de las víctimas que acuden a su iglesia en busca de consuelo, afirma en otro pasaje de su libro que “hoy están detenidos. Aislados. Sin comida. Angustiados. Hombre, mujeres y niños, gente peligrosa que asalta el cielo con oraciones y pone en peligro los sueños de Europa. Mañana los habrán deportado. No volverán a sus casas. Serán entregados al desierto, chivos expiatorios de nuestra salud económica, animales que abandonamos porque nos molesta su presencia.”

Nos contó que, frente al sufrimiento de los desposeídos, no tiene soluciones sino únicamente un mandato: que nos amemos los unos a los otros. Y precisamente en ese mandato es donde anida la solución: “Ninguno de nosotros puede reducir a cero el número de pobres de la faz de la tierra, aunque todos tenemos la capacidad de hacerlo decrecer. Entonces lo importante empieza a ser, no el horizonte inalcanzable, no el sueño imposible y frustrante, sino el hermano que tienes a tu lado, a tu alcance, al alcance de tu tiempo, de tu pensamiento, de tus afectos, de tu libertad.”

Una última cita del libro de Monseñor Agrelo: “Ese mundo nuevo no pasa por los proyectos de los grandes de la tierra, sino por el corazón de los pequeños. El futuro es cuestión de amor y pobres. De la mano de los pobres, sólo así caminaremos hacia el mundo de Jesús de Nazaret.”

Exactamente lo que ha dicho Francisco.
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lunes, 16 de noviembre de 2015

Y, de pronto, el mundo se tiñó de azul, blanco y rojo

(Artículo publicado el 17 de noviembre de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)

           Hace unos días tuvo lugar la puesta de largo del Club de Debate Universitario de la UCAM con la celebración de un intenso debate de exhibición en el que participaron ocho de los mejores oradores universitarios del mundo hispano hablante. El cuestión propuesta fue si se había de combatir el yihadismo mediante la intervención armada. Durante cincuenta minutos cuatro oradores defendieron la intervención armada, mientras que los otros cuatro argumentaron en contra de la misma, sea cual fuere la convicción personal que cada uno tenía ante la cuestión planteada. En este tipo de debates el orador debe fundamentar sólidamente sus argumentos y exponerlos de manera persuasiva durante un tiempo limitado, tratando a la vez de refutar los argumentos contrarios. Poco sospechábamos entonces que la cuestión planteada de manera teórica se convertiría pocos días después, merced a los atentados de París, en el eje central del debate político internacional.

            No es la primera vez que el terrorismo yihadista golpea con crueldad a Occidente. Antes de París, fueron Nueva York, Madrid y Londres las ciudades que sufrieron ataques terroristas de enorme magnitud. Tampoco Occidente es la única víctima del islamismo terrorista. En Siria, en Nigeria, en Líbano o en Turquía, y en muchos otros países, los cristianos y quienes no siendo cristianos se resisten a aceptar las reglas de vida extremas que propugnan los integristas islámicos son masacrados casi a diario. Hemos visto degollar en directo a periodistas occidentales, a ingenieros civiles secuestrados, a cooperantes internacionales y a sacerdotes cristianos que se encontraban en las zonas de conflicto para prestar ayuda a quienes lo necesitaran, todos ellos asesinados por la simple razón de no ser como sus asesinos. Hemos visto a cientos de personas quemadas vivas por el simple hecho de ser jóvenes estudiantes en una modesta universidad de centroáfrica. Hemos sabido de cientos de niñas que fueron raptadas para ser prostituidas y, luego, ya no hemos sabido nunca más de ellas, posiblemente abandonadas en mitad del Sahara para sufrir una muerte atroz. Hemos contemplado horrorizados los cuerpos rotos de sus víctimas en atentados cometidos en casi cualquier parte del mundo. Hemos visto una y otra vez la cara del horror, aquel horror ciego y obsesivo, irracional, que susurraba el coronel Kurtz en Apocalypse Now y, antes, en El Corazón De Las Tinieblas, de Joseph Conrad.

            Quiero recordar que la brillante actuación de los debatientes en favor y en contra de la intervención armada contra el yihadismo se saldó con un merecido empate, pues tan sólidos y convincentes fueron los argumentos empleados por unos y otros. Sin embargo, hace tiempo que no estamos frente a un debate racional y educado, ni siquiera ante un episodio de buenos y malos de esos que pueblan la historia, en el que los malos también tienen sus razones y su corazoncito. No hay buenos y malos, sino verdugos y víctimas. Creo sinceramente que, como cristiano, debo perdonar a quien me ofende, a quien me hiere y aún a quien me mata, pero ¿debo ofrecer mi mejilla a quien mata a mi hermano? Dicho de otra manera, yo como individuo debo ser capaz de perdonar, pero la Humanidad no tiene el derecho a hacerlo.

Lo ha dicho Francia y tiene razón: estamos en guerra, y no porque el razonable Occidente la haya declarado sino porque la sinrazón yihadista nos la ha declarado a nosotros.

No queda más camino que el de hacer la guerra contra quien nos la hace, pero si queremos ganarla hemos de saber a ciencia cierta qué es lo que vamos a defender. Para eso no estaría de más que , como ha dicho Angela Merkel, los europeos volviéramos la vista a Dios.

Y ahora, querido lector Malasombra, apedréeme si quiere.
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lunes, 2 de noviembre de 2015

Lo que da de sí una castaña


(Artículo publicado el 3 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia) 

            El otoño es un tiempo nostálgico. Los colores chillones del verano han dejado paso a los los tonos grises y ocres de las hojas caídas, los días se han han hecho más cortos y las tardes más oscuras y frías, más recogidas. Quiero pensar que, tal vez por ello, dedicamos más tiempo a leer, a escribir, a pensar y a recordar. Pues bien, con el fin de ilustrar un discurso que había de pronunciar en un foro literario me encontraba yo la otra tarde repasando mi archivo en busca de los artículos que había escrito sobre el otoño y los libros. Entre ellos encontré un par dedicados a las castañas, esos frutos tan otoñales, y se me ocurrió reescribir para el artículo de hoy algunos párrafos que, sin duda, causarán un profundo enojo a mi lector malasombra. Escribía yo que cuando alguien habla de castañas nuestra inteligencia mira inmediatamente al otoño, pues el otoño es tiempo de castañas y las castañas son muy propias del otoño. En otras palabras, que se trata de un matrimonio estrechamente avenido, como esas parejas de ancianos que resisten con galanura el paso del tiempo y que, sorprendentemente, aún pasean de la mano ante la atónita mirada de algunos jóvenes descreídos y digitales, que piensan que el amor es únicamente hacerlo.

Es ahora, en este tiempo que es antesala del invierno, cuando las calles se llenan con el olor de las castañas asadas, cuando la castañera humilde instala su tenderete en cualquier esquina: un bidón reconvertido en brasero de carbón, una vieja sartén con el fondo agujereado, una rasera, un soplillo para avivar las brasas, una silla y una mesita recubierta por una vieja manta que guarda el calor de las castañas recién asadas. El cucurucho es, como siempre ha sido, de papel de periódico, el mismo papel de efectos aislantes con el que los pobres de solemnidad envuelven sus cuerpos ateridos por el frío. El cucurucho de castañas era y sigue siendo un sistema ingenioso de calefacción individual. Una peseta de castañas —¡qué viejo me estoy haciendo!—, distribuida en los bolsillos del abrigo, calentaba durante un buen rato las manos de los transeúntes, heladas por los primeros fríos del invierno que se avecinaba. Claro que esto ocurría cuando había invierno, cuando el invierno llegaba él solo, sin necesidad de que lo trajera El Corte Inglés; era aquel tiempo en que los más pequeños leían en los cuentos troquelados la historia de Mariuca la castañera, la bondadosa niña que repartía gratis entre los pobres de la calle las castañas que asaba cada atardecer y a la que unos angelitos de alas blancas como el algodón premiaron con una sartén de castañas inagotable. Aquéllos eran otros tiempos, sí, pero las castañas asadas siguen estando ahí, impertérritas ante el paso de los años.

Ciertamente, decía, la humilde castaña está algo más presente en nuestras vidas de lo que pudiera parecer. Cuando alguien quiere expresar sorpresa, aún a riesgo de ser tachado de cursi, puede exclamar aquello de ¡Toma castaña!, de tal suerte que la humilde castaña se revela como algo sorprendente. En otras ocasiones, cuando decimos que tal película o cual libro es “una auténtica castaña”, lo que estamos afirmando rotundamente es que se trata de una película soporífera o de una plasta de libro. “Soltar una castaña” es lo mismo que atizar un tortazo que, no por ser castaña, resulta menos doloroso. Para expresar las diferencias que hay entre una cosa y otra decimos que “se parecen como un huevo a una castaña”. Los “tiempos de Maricastaña”, son aquellos a los que se suelen referir algunos de mis artículos, como éste mismo. Qué sería, por otra parte, de nuestro folclore mundialmente conocido si no interviniesen en él las castañuelas. Cuando hace frío, nos “castañean los dientes”, y castaños son los ojos de mi morena, que diría la copla. El despilfarro era antiguamente “gastárselo todo en higos y castañas”. “Pillar una castaña” es, como casi todos ustedes saben, coger una borrachera, si bien, cuando eso ocurre, todos deseamos que un amigo samaritano “nos saque las castañas del fuego” ante la enojada parienta. Hasta el famoso ficus de Santo Domingo resulta que no es un ficus, sino un castaño de indias que, pese a su nombre, tampoco es oriundo de las Indias sino que procede de Grecia. En este sentido, “castaña” también es sinónimo de lío embarullado.

¿Ven? La vida está salpicada de castañas. Incluso en  los buenos momentos de la vida, aquellos que celebramos brindando con champagne, nos llevamos a la boca un marron glacée, que no es otra cosa que una castaña escarchada. Y es que la castaña es un fruto muy democrático, pues lo mismo está en el puesto callejero, que asciende a los lugares más encumbrados y sublimes de la haute cuisine. Hasta en la guerra se ha utilizado la castaña como arma defensiva, pues la castaña de agua china, también llamado abrojo de agua, se asemeja a una esfera erizada de púas y por ello, antiguamente, los chinos esparcían gran cantidad de estas castañas por los campos de batalla con ánimo de frenar los ataques de la caballería.

A estas alturas, mi exasperado lector malasombra estará sin duda recriminándome que me haya dedicado a hablar de castañas en lugar de hacerlo sobre la candente actualidad política.


No se da cuenta de que eso es precisamente lo que he hecho.
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martes, 27 de octubre de 2015

I vow to thee, my country

(Artículo publicado el 27 de octubre de 2015 en La Opinión de Murcia)


I vow to thee, my country, all earthly things above,
Entire and whole and perfect, the service of my love:
The love that asks no question, the love that stands the test,
That lays upon the altar the dearest and the best;
The love that never falters, the love that pays the price,
The love that makes undaunted the final sacrifice.

Tengo fama de ser anglófilo y germanófilo, que es algo así como ser hincha del Madrid y del Barcelona al mismo tiempo, y no puede ser más cierta. Llevo muchos años mirándome en el espejo de esos dos países y no deja de sorprenderme el hecho de que cuando ellos caminan en una dirección, sea cual sea, España lo hace en dirección contraria. Pero es en materia de patriotismo donde las diferencias entre ellos y nosotros se muestran más agudas.

En Alemania, por ejemplo, el patriotismo tiene un sentido más práctico que emotivo. Las matemáticas y el sentido común prevalecen sobre otras consideraciones más sentimentales, aunque no quiero decir que no existan. Por eso es posible que, en ocasiones, gobiernen allí en coalición conservadores y progresistas, en lo que se conoce como la Grosse Koalition. Lo hicieron hace unos años la CDU de Merkel y el SPD de Schroeder por la sencilla razón de que Alemania lo necesitaba. Tal vez el pragmatismo que impregna el patriotismo alemán proceda de que no hace tanto tiempo que tuvieron que hacer tabla rasa y empezar de nuevo tras la sobredosis patriotera del nacionalsocialismo. El aspecto sentimental está casi limitado al amor profundo y respetuoso que sienten por su tierra alemana y a la pasión por la música clásica alemana, por las salchichas alemanas y por la cerveza alemana, que siempre acompañan con uno de esos lacitos de pan con sal gorda que llaman Pretzel. Si yo tuviera que elegir una imagen fiel de lo que he dicho acerca del patriotismo alemán elegiría un Pretzel, en el que ambos extremos de la masa, el derecho y el izquierdo, se dan la mano para formar la rosquilla.

Por el contrario, el patriotismo británico es tan emocional y endogámico como pragmático, sin duda producto de su larga historia como imperio que dominó al mundo por la voluntad de sus gentes, por la fuerza de sus armas y por el poder de sus bancos. Es curioso como los británicos se engrandecen tanto con sus victorias como con sus derrotas. Si se dan ustedes una vuelta por cualquier templo, cementerio, plaza o calle del Reino Unido verán alzarse uno tras otro los monumentos erigidos en memoria de sus héroes militares, como Nelson, Wellington o Montgomery, poco importa que ganaran o perdieran sus batallas. Sus plazas y calles principales y las estaciones de ferrocarril, auténtica articulación del imperio, ostentan orgullosas los nombres de las grandes victorias militares como Warterloo o Trafalgar. Y siempre, por encima de todo ello, el recuerdo agradecido a sus caídos en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo.

Desde hace casi un siglo, cada 11 de noviembre se celebra en el Reino Unido el Remembrance Day en el que todos, desde la Reina hasta el último ciudadano, prenden en su pecho una amapola de tela o de papel, conocida familiarmente como Poppy, en recuerdo de todos aquellos británicos que dieron su vida luchando por su patria durante la Gran Guerra. Tras los actos oficiales, que se celebran habitualmente en el Royal Albert Hall, todos los presentes, incluida la Reina, el Primer Ministro y el Jefe de la Leal Oposición, todos, cantan puestos en pie una canción que se ha convertido en el himno extraoficial de Reino Unido y en la canción patriótica por excelencia, titulada “I vow to thee, my country”, lo que significa algo así como “Me comprometo contigo, mi país”. Esta canción, compuesta poco después de la Primera Guerra Mundial, es frecuente escucharla en muchas películas británicas, sobre todo en aquellas que tratan de las señas de identidad nacionales. Pero, tal vez, la imagen que mejor personifica el patriotismo británico al que me refiero es una Poppy, aquella escarapela con forma de amapola a la que me refería y que representa la sangre británica caída sobre la verde campiña europea.


       Ya he expresado en otras ocasiones mi opinión acerca del patriotismo y del patrioterismo, que no es éste más que el exceso de patriotismo emocional, en cierto modo muy parecido al sentimiento que alimenta el nacionalismo separatista. A diferencia de británicos y alemanes, los españoles somos muy patrioteros pero muy poco patriotas, y tal vez sea por eso, y porque he visto demasiadas veces como las banderas se convertían en sudarios, que en ocasiones me muestro tibio con las manifestaciones patrióticas. Sin embargo, les cuento todo esto sobre lo que yo considero el auténtico sentido del patriotismo porque, desde esa tibieza a la que me refería, pude haber defraudado el otro día a alguien muy joven que me hablaba de su amor a la bandera española, al tiempo que mostraba una cinta con los colores nacionales que llevaba anudada en la muñeca. Si hay algún sentimiento patriótico digno de tal nombre ése es el de los jóvenes, todavía agradecidos a la tierra que los ha visto nacer.

lunes, 19 de octubre de 2015

Las cartas de Kafka


(Artículo publicado el 20 de octubre de 2015 en La Opinión de Murcia)




       Aunque el axioma matemático afirme que “el orden los factores no altera el producto”, lo cierto es que sí, que lo altera. Eso ocurre al menos en el uso de los adjetivos. Como verán, no es lo mismo decir “los fieles lectores”, lo que refiere a la totalidad de los lectores a quienes se piropea, que decir “los lectores fieles”, que excluye a quienes no lo son. Digo esto porque, tras un paréntesis de varios meses sin asomarme a estas páginas, la constatación de que aún conservo algún que otro lector fiel ha conseguido sacudirme la pereza y ahuyentar mi miedo natural ante un folio en blanco.

             El otro día me puse a escribir de nuevo. Intenté hacerlo acerca de alguno de los temas de  la actualidad política que nos tienen tan entretenidos, pero no pude. No puedo escribir sobre temas políticos, y no puedo hacerlo porque realmente no sé qué decir. ¿Que ha quebrado el bipartidismo en España?, ¿Y qué más da? Yo he vivido en el monopartidismo y aquello se lo llevó el viento de la democracia. ¿Que eso tan manido de la “España unida en la diversidad” no es más que una interpretación eufemística de la república federal? ¿Y qué? También he vivido en una dictadura monolítica y en una monarquía parlamentaria y, a caballo de ambas, en una España desunida, de manera que me gustaría experimentar antes de que se me acabe el tiempo si esa desunión encuentra remedio en el modelo federal, sea republicano, sea monárquico al estilo del Reino Unido, me da igual. Y así.

                Y ahí estaba yo, bloqueado porque no me apetecía escribir acerca de nada de esto, cuando vino en mi ayuda mi inestimable doctor Antonio Frey con una preciosa anécdota que se cuenta de Franz Kafka. Como en todas las anécdotas, hay en ésta algo de verdad y algo de ficción. Un año antes de su muerte, se encontraba Kafka paseando por el parque Steglitz, en Berlín, cuando encontró a una niña que lloraba desesperada: había perdido su muñeca. Para consolarla, Kafka le dijo que seguramente la muñeca no se había perdido, sino que se había marchado de viaje. Cuando la niña le preguntó cómo sabía eso, Kafka le aseguró que había recibido una carta de la muñeca y que se la mostraría al día siguiente. A partir de ese momento y durante un par de semanas, Kafka se convirtió en el cartero de la muñeca. Cada día se acercaba con una carta distinta, enviada desde diferentes ciudades, y la leía a la niña. Hasta que llegó el final inevitable, pero, cuando llegó, la niña y su tristeza por la pérdida ya eran otras. Kafka decidió entonces que la muñeca se casaría. En una última carta la muñeca se lo cuenta a la niña y le escribe: “Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a vernos”. El doctor Frey apostilla la historia con una sentencia: la omnipresencia de la pérdida y el retorno del amor.

                Este cuento me hizo recordar un libro olvidado en mi biblioteca: Cartas a Milena. Se trata de una colección de cartas que Kafka escribió a Milena Jesenská, una escritora y traductora checa que, pese a no ser judía, moriría en 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. A través de sus cartas, Kafka mantuvo con Milena, con la que se vio apenas dos veces en Viena y en Gmund, una relación apasionada y espiritual. Para el autor de La Metamorfosis, El Castillo y El Proceso, el amor era todo eso, un cambio vital, un laberinto, una prisión, un eterno retorno.

                He releído las Cartas a Milena y de ellas me quedo con alguna que otra frase:

             “He advertido, de pronto, que en realidad no recuerdo su rostro en detalle. Sólo creo ver aún su figura, su vestido, mientras se alejaba entre las mesas del café."

             “Busco un mueble bajo el que esconderme, tembloroso y casi inconsciente, rezo en un rincón para que tú, que entraste como una tromba en esa carta, salgas otra vez por la ventana, porque no puedo albergar una tempestad en mi habitación.”

          “Y, pese a todo, pienso a veces que, si es cierto que se muere de felicidad, eso tiene que ocurrirme a mí. Y si un ser destinado a morir puede prolongar su vida gracias a la felicidad, yo seguiré viviendo.”

          Claro que en el amor de Kafka, tan asfixiante a veces, también cabía el humor, pues humorística es esta referencia a los gordos que me reconforta doblemente y con la que me despido de ustedes, mis lectores fieles:


              “¿Acaso usted no sabe que sólo los gordos son dignos de confianza? Sólo en esos recipientes de paredes gruesas se cocina todo a punto; sólo esos capitalistas del espacio están protegidos de las preocupaciones y de la locura —en la medida en que puede estarlo un ser humano— y pueden dedicarse con serenidad a sus tareas; y, como dijo alguna vez alguien, sólo ellos son útiles en toda la tierra como ciudadanos del mundo, pues en el Norte dan calor y el Sur dan sombra.”
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martes, 28 de julio de 2015

El calor infernal de Mordor

(Artículo publicado un ardiente 28 de julio de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)

Los dedos, chorreantes de sudor, me resbalan en el teclado. Las neuronas, recocidas, chisporrotean inútilmente en el cerebro recalentado. El aire acondicionado, desesperado, ha tirado la toalla. A mi alrededor todo parece desplomarse, derretido por la luz incandescente. El único que asciende, triunfante y enrojecido, es el termómetro, que alcanza los cuarenta y cuatro grados de vellón. Las palabras se evaporan y las ideas se resisten a salir de la penumbra engañosamente fresca del cerebro. Se me ocurre pedir ayuda al ministro de Cultura como lo hiciera aquel agricultor de Lorca a Ricardo de la Cierva, de visita en la Ciudad del Sol. Mire usted, señor ministro, le dijo, a ver si puede hacer algo con los malos olores de la curtidurías. No veo yo que tengo que ver con ese problema medioambiental siendo como soy ministro de Cultura, le respondió razonablemente don Ricardo. Pues eso mismo, le respondió el agricultor, que con esta peste no se puede ni leer.

Pues eso mismo le digo yo, señor ministro de Cultura, que con este calor no se puede ni escribir. En la Gran Vía de Murcia hay dos aceras: la nuestra y la de los guiris. Por la de la derecha en sentido descendente, a eso de las dos y media de la tarde, caminamos los castellanos en fila india prisioneros de la delgada línea de sombra. Sólo los más galantes, lo confieso, ceden a las señoras la línea de sombra con grave riesgo de su vida. Por la acera de enfrente, la de la izquierda, la de Mordor, únicamente se a ve a algunos turistas a punto de perecer. ¡Corred, insensatos!, clamaba Gandalf ante el demonio de fuego, mientras el látigo ardiente se enroscaba en su pierna.

Me pregunto qué pecado hemos cometido los murcianos para cargar con esta penitencia, pues ni hemos matado a Rey alguno, ni a pesar de nuestro gentilicio pertenecemos al gremio de los murcios, ladrones en el lenguaje de germanías, ni somos por tanto herederos de Caco, aquel gigante mitológico, mitad hombre y mitad sátiro, que robó a Heracles los rebaños de bueyes de Gerión. Los murcianos, por serlo, somos tan inocentes como los esquimales y, sin embargo, ardemos cada mes de julio en las penas del infierno. El murciano es ese ser humano que al bajar por la Gran Vía entra por una puerta de El Corte Inglés y sale por la otra sin comprar nada, como antes atravesaba la Catedral sin ir jamás a misa. Tal vez sea eso, que hemos perdido la viejas costumbres, lo que nos hace presa fácil del calor.

A.A.A., esto es, antes del aire acondicionado, no existían las grandes avenidas, sino las callejas oscuras y serpenteantes, sombreadas y cazadoras de la escasa brisa de levante, por las que se podía transitar casi a cualquier hora del día. Las ventanas de las casas permanecían abiertas durante la noche y se cerraban al comienzo de la mañana para atesorar el aire fresco de la madrugada. Luego, se echaban los postigos o contraventanas y se mantenía la habitación en penumbra todo el día. Un abanico o un ventilador y un botijo lleno de agua bautizada con un chorrico de anís seco completaban el equipamiento de supervivencia del murciano. Eso y quedarte en calzoncillos.

Hoy, el aire acondicionado es el rey del mambo y su uso constante ha sustituido los viejos ingenios. Sólo hay vida junto al chorro de aire helado y seco de un acondicionador, pero no todo el monte es orégano. De vez en cuando el aire acondicionado se estropea y el cuerpo, que ha perdido su capacidad natural de adaptarse a las altas temperaturas, se queda indefenso ante el látigo ardiente del Balrog. Las ventanas y balcones de PVC ya no tienen postigos que entornar y el gasto de energía se ha multiplicado por mil para gozo de las compañías eléctricas. Y las calles, aquellas viejas y estrechas calles, oscuras y refrescantes, se han convertido en un infierno merced al aire sofocante que expulsan las rejillas de salida de los dichosos aparatos. El calor de hoy no es como el de ayer, sino mucho peor.

Y ni siquiera nos queda el botijo, mi querida Ilsa Lund.
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miércoles, 8 de julio de 2015

Aire fresco

Artículo publicado el 8 de julio de 2015 en el diario La Opinión de Murcia

      Unos días antes de sucumbir a un trancazo de verano que me ha tenido estas dos últimas dos semanas en el dique seco, bueno, no precisamente seco, escribía yo que, más allá de los consabidos temas del agua, de las infraestructuras y de la situación económica, los dos grandes retos que la sociedad planteaba a los políticos eran la renovación y la regeneración. Para entendernos, la renovación de las personas y la regeneración de la política.
     Durante todos estos años transcurridos desde la transición, la política ha estado protagonizada a derecha e izquierda por los hombres y mujeres de una misma generación. Pero ocurre que los tiempos son otros, que los lenguajes son nuevos y que nuevas gentes se han incorporado a la vida laboral y social. Los catedráticos no son ya quienes nos dieron clase a nosotros, sino aquéllos a quienes nosotros les dimos clase, e igual ocurre con el médico que nos atiende en la consulta, o el director de banco que nos autoriza el préstamo, o el inspector de hacienda que revisa nuestra declaración.
       Los nuevos ciudadanos son aquellos para quienes el franquismo no es más que un renglón en la historia, son los que han crecido y se han movido libremente en un mundo abierto, aquellos para quienes las novelas de espías de John Le Carré, desarrolladas en el escenario de la guerra fría y del telón de acero, resultan tan anacrónicas como para nosotros lo fueron las novelas decimonónicas de nuestros abuelos. Son las generaciones para las que Internet no es cosa de brujería, son los hombres y mujeres que hablan y se comunican mediante el lenguaje de las redes sociales, para quienes descubrir cada mañana que el mundo ha cambiado otro poco más no es motivo de desasosiego, sino que constituye un reto atrayente. La vieja clase política, llámenle casta si quieren, entre la que me incluyo, no hemos entendido nada de esto y nos hemos empeñado en que el mundo siguiera siendo aquél que habíamos conocido y para cuyo gobierno nos sentíamos llamados, como aquellos jóvenes de las viejas escuelas y universidades británicas que aún seguían siendo educados para ser capitanes del imperio cuando el imperio hacía décadas que había desaparecido. Parafraseando la famosa reprimenda política, es la juventud, imbécil.
         He escrito y dicho en repetidas ocasiones que nosotros somos el problema y ellos la solución, que el mundo de hoy es de los jóvenes de hoy, y que a ellos corresponde resolver los problemas que no hemos sido capaces de resolver y aún aquellos que nosotros mismos hemos creado. Hablando en plata, queridos colegas de la casta, que les toca a ellos.
         Pedro Antonio Sánchez ha cumplido con el primero de los retos, la renovación de las personas, y además lo ha hecho por partida doble. En la Asamblea Regional abundan las caras nuevas y las caras jóvenes, que en ambas cosas consiste la renovación, y lo mismo ocurre con el Gobierno recién estrenado. Pedro Antonio es ya un buen presidente, entre otras cosas, porque es un presidente de estos tiempos renovados.

      Para el segundo reto, la regeneración, hace falta algo más. Para empezar,  es necesario reintegrar al término su auténtico significado que no se ha de confundir con la “neocaza de brujas” puesta en marcha bajo el nombre de “regeneración de la política”.
Dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua que regenerar es “dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo”. Pues bien, la auténtica regeneración es la que afecta a la vida pública en su conjunto, a la vida interna de los partidos, a su democracia, a los modos de gobernar, a la sustitución de la prepotencia por el diálogo, a la participación, a la proscripción del sectarismo, a la supresión de privilegios y a la erradicación de las conductas vergonzantes que no siempre son coincidentes con la corrupción o con lo ilícito.
          Pedro Antonio ha cuajado su discurso político de compromisos de regeneración de la vida pública y se ha comprometido a hablar con los afectados antes de decidir, a abrir los despachos y a actuar con cercanía, humildad y sensibilidad. Pero ha ido más allá de las palabras: su primera acción de gobierno ha consistido precisamente en designar un Consejo de Gobierno renovado y, en cierto modo, sorprendente, integrado por hombres y mujeres jóvenes, muchos de ellos independientes, es decir sin militancia partidista, y la mayoría procedentes de la vida civil y dotados de acreditados perfiles profesionales. Es lo más parecido que he visto a un gobierno de todos y para todos.
         Por lo que se ve, la regeneración, la auténtica regeneración, ya ha empezado. Todo el ánimo, Pedro.
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lunes, 15 de junio de 2015

Hoy va de gente buena

Juan Miguel Varea y su hijo, junto a la nevera

                Mi muy querido y admirado Juan Fernández Marín, con quien comparto las páginas de opinión de este diario, él los domingos y yo los martes, es además de un excelente articulista, un hombre bueno. Sacerdote secular, durante muchos años ha acompañado en el Hospital Reina Sofía a quienes estaban a punto de iniciar su último viaje. Cuánto consuelo, cuánta paz habrá derramado Juan en los corazones afligidos por la enfermedad y atemorizados ante la muerte. Antes fue misionero en Sudamérica y de allí se trajo una anécdota que nos regaló en la homilía del domingo pasado. Narraba el Evangelio de San Marcos la parábola del “hombre que echa simiente en tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”. Nos contaba Juan que, habiendo ido a visitar a otro misionero en la selva de Ecuador, se interesó por el escaso fruto que en apariencia rendía el esfuerzo del misionero, hecho en condiciones muy penosas. “Yo me dedico a sembrar y dejo a Dios la cosecha”, le contestó.

                Cada día me encuentro con más gente que quiere cambiar el mundo, cambiar lo que no gusta y eliminar lo que estorba, y sin embargo muchas de estas personas nos enredamos en las grandes cuestiones y en las grandes cifras, en los grandes objetivos y en los grandes proyectos. Queremos cambiar, no ya el mundo, sino el universo, y la decepción por no lograrlo nos oculta aquellas pequeñas cosas que sí están a nuestro alcance. Decía Juan que no vale echar las culpas a los demás de nuestros propios fracasos,  pues todos compartimos algo de culpa en que el mundo no vaya bien (lo decía además en su artículo del domingo pasado), que no vale dejar a Dios la cosecha si nosotros no hemos sembrado antes. Y la mejor siembra es aquella que se ofrece a quienes menos tienen. Ese es el camino hacia un mundo mejor.

                Pues bien, hace un par de semanas escribía yo acerca de un hermoso poema escrito por una joven gaditana, Patricia Vitorique, que sueña con cambiar el mundo, y les decía que sí, que la palabra mueve montañas y que la palabra joven las mueve todavía más. Hoy les hablo de una iniciativa que están llevando a cabo en Murcia un padre y su hijo que, como todas las ideas sencillas y pequeñas, encierra el germen de la genialidad. El proyecto, apenas iniciado, se llama “Nevera solidaria” y consiste en… pero tal vez sea mejor que lo explique el mismo Juan Miguel Varea con sus propias palabras, publicadas en Facebook:

Ayer paseaba con mi hija Paula por Murcia y un hombre nos pidió que le compráramos una barra de mortadela para dar de cenar a sus hijos... Ya habíamos visto demasiadas veces a personas buscando comida en los contenedores, pero ayer nos acordamos de una noticia de un colectivo de Galdakano en Vizcaya que había instalado un frigorífico en la calle donde las personas podían compartir los alimentos perecederos y así evitar que cientos de kilos de comida que precisa frío acaben en el contenedor.
A mi hija Paula le pareció muy buena idea y hemos decidido poner en marcha el proyecto en Murcia.
Estará ubicado en la puerta de mi peluquería canina, en la calle de la Gloria, y esperamos que sea una experiencia tan positiva como relatan los que la han llevado a cabo en Galdakano...
En Murcia no nos faltan los ingredientes para el éxito, hay personas generosas, personas necesitadas y calor de sobra para estropear muuucha comida.
Os invito a compartirlo.

Así de sencillo: una nevera eléctrica, alguien que deja un paquete de jamón york, o un par de yogures, o esas tapas del bar que al finalizar el día irán a la basura, o un simple plato de comida que has hecho de más en la cocina de tu casa… y alguien que coge de la nevera lo que necesita. No es únicamente solidaridad, que lo es, es también un remedio ante tanto desperdicio de alimentos perecederos que acaban en los contenedores.

La “Nevera solidaria” establecerá sus reglas, el etiquetado con la fecha del alimento o cualquier otra que facilite el uso y lo haga más fiable que buscar la cena en un contenedor.

Cambiar el mundo con pequeñas cosas. A eso se refería el cura Juan.
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(Artículo publicado el 16 de junio de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)

lunes, 1 de junio de 2015

Por un mundo mejor

(Artículo publicado el 2 de junio de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)


          Hoy, por ayer, me he levantado sin ganas de escribir sobre política, tal es el hartazgo que tengo de partidos políticos, elecciones, pactos y mayorías. Que salga el sol por Antequera.

           Tampoco pienso dedicar más de dos o tres líneas al tema de la pitada en el Camp Nou, pues ya está casi todo dicho. Tan solo apuntar que injuriar, vejar y humillar los símbolos comunes del Estado es una cuestión que va más allá de lo deportivo e, incluso, de lo político. Es como decía mi joven, ilustrado y buen amigo, el doctor Frey, una cuestión más básica y, por ello, mucho más importante: es una cuestión de educación.

  Hoy quiero escribir acerca de la juventud, de esa juventud pletórica de ideales capaz de cambiar el mundo, de esa juventud que, militante en un partido o en otro o, tal vez, en ninguno, apuesta por la justicia, por la solidaridad, por el hombre y por sus valores. Es esa juventud que está llamada a resolver los problemas que hemos creado nosotros, los viejos, que no entiende de pragmatismos ni de conveniencias, que se indigna y se rebela con todas sus fuerzas contra la iniquidad. Hoy quiero escribir acerca de un poema escrito por una joven gaditana llamada Patricia Vitorique que, de alguna manera, encarna todo cuanto digo y que está incendiando las redes sociales. En apenas unos días desde que lo colgó en su muro de Facebook, el poema de Patricia ha sido compartido más de siete mil veces (*). No entiendo mucho de poesía y no sé si se trata de un poema técnicamente perfecto, ni ello me importa un comino pues sus versos tienen la fuerza cristalina del idealismo en su estado más puro.

El poema va acompañado de una foto que es la que ilustra este artículo. Se trata del cuerpo sin vida de un inmigrante varado en las arenas de una playa de la costa italiana, piadosamente semioculto por una manta. Solo asoman sus piernas, enfundadas en unos vaqueros mojados y arrugados, y los pies, calzados con unas deportivas sin marca. Todo un sueño destrozado de quien quiso buscar una vida mejor, lejos del hambre, de la enfermedad, de la guerra o de la esclavitud. Patricia escribe la carta que el inmigrante africano nunca escribió, y lo hace así:

No lo conseguí, mamá,
Pero no se lo digas a los hermanos,
Ni a papá.
Diles que llegué a ese lugar
del que tanto nos hablaba el abuelo
donde los tanques echan agua
y las balas son de caramelo
que aquí no falta el pan
ni el dinero para pagar.
Que sigan luchando
Por un mundo mejor.
Diles que vivo en Italia
Y que mi barco no se hundió.

 El corazón de Patricia es joven, muy joven, y no entiende, no quiere entender, de cuotas migratorias, de política de fronteras, de equilibrio económico o de estabilidad social, y de tantas otras cosas a las que recurrimos los viejos para cerrar los ojos ante la realidad de un sueño roto.

Muchos jóvenes como ella, y tal vez ella misma, trabajan con entrega generosa para hacer llegar un trozo de pan, una prenda de abrigo o una sonrisa a quienes llegan a nosotros tras haberlo perdido todo y lo hacen en el seno de organizaciones, religiosas o civiles, que canalizan la fuerza de sus ideales. Pero algunos, como Patricia, transforman además su ideal en poesía y, no les quepa duda, es la fuerza de la palabra, de la palabra siempre joven, la que nos traerá un mundo mejor.

Gracias por tu poesía, Patricia.


(*) Hoy, 2 de junio de 2015, a las 7:30 de la mañana, lo han compartido 11.533 personas.
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