Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 10 de junio de 2008
El Ebro, ese río fronterizo, está a punto de desbordarse a su paso por la Expo de Zaragoza. Mientras, el gobierno socialista de ZP deroga el trasvase del Ebro a Cataluña para demostrar que incluso las obras hidraúlicas son de quita y pon. Es el precedente apropiado para derogar el trasvase del Tajo, otro río divisorio, en cuestión de un par de desaladoras. Hace unos años escribí un artículo dedicado a un río que dejó de ser frontera aún antes del tratado de Schengen. Permítanme que me cite.
El Mosela, por cuyas orillas he vuelto a pasear y cuyos vinos he vuelto a beber, es un caudaloso afluente del Rin. Una orilla del río es Francia o Luxemburgo, la otra es Alemania. Apenas se diferencian, excepto porque las laderas alemanas son más soleadas al atardecer. Idénticos pueblos se asoman al río, y los viñedos, salpicados de hayedos y robledales, se prolongan en las regiones del Sarre y Renania-Palatinado hasta donde la vista alcanza. El Mosela es un río hermoso y pacífico pero, por ser frontera, su pasado es tumultuoso y violento. En 1956, once años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la República Federal de Alemania y el pequeño Ducado de Luxemburgo acordaron encauzar el río, y la vieja frontera, en vez de separar a los dos Estados, se transformó en un lugar de encuentro. Desde entonces, el Mosela es enteramente navegable y constituye una de las principales vías de comunicación fluvial de Europa. Es curioso que para serlo, para ser frontera, los ríos separen tradicionalmente territorios. El Oder ha sido la frontera natural entre Alemania y Polonia. El Rin es frontera entre Alemania y los Países Bajos, entre Francia y Alemania, entre Alemania y Suiza, entre Suiza y Austria. El Danubio separa Eslovaquia de Hungría y Rumanía de Yugoeslavia y de Bulgaria. Pero los ríos también unen. El Danubio une en su curso a Ratisbona con Viena, y a ésta con Budapest y con Belgrado. El Rin hace lo propio con la ciudad suiza de Basilea, la francesa de Estrasburgo, las alemanas de Maguncia, Coblenza, Colonia y Düseldorff, y las holandesas de Nimega y Rotterdam. Pero, al parecer, esas cosas ocurren únicamente con los ríos de Europa.
Por el contrario, en este país de los milagros sin panes y sin peces, los ríos pueden llegar a ser fronteras sin necesidad de partir territorios y, lejos de unir regiones y ciudades distantes, aquí los ríos las separan. Esta curiosa pirueta de la geografía sólo es posible en la vieja España del garrotazo goyesco, aquélla que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda los dos. Castilla-La Mancha está a un río de distancia de Murcia, y Aragón, a otro.
Si miran ustedes a su alrededor, a esa Europa a la que dicen que pertenecemos, verán que allí los ríos ya no son fronteras sino comuniones, que ya no distancian sino que unen, que ya no enfrentan sino que reconcilian. Igualmente podrán comprobar que el Mosela no es menos río porque Alemania y Luxemburgo se repartieran sus aguas y sus orillas. Y sabrán que la unión política de Europa, la verdadera unión entre sus gentes, empezó realmente en Schengen, ese pequeño pueblo del Mosela, plantado en la encrucijada franco-alemana-luxemburguesa, en el que un día se decidió la supresión de las fronteras europeas. Fue en Schengen de la misma forma en que nunca podría haber sido en Zaragoza, en Toledo o en Murcia.
Claudio Magris, a quien he citado muchas veces en estas páginas, escribe en un ensayo titulado Desde el otro lado. Consideraciones fronterizas que “las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo (...) Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoeslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa”.
La obsesión por la propia identidad...
El Mosela, por cuyas orillas he vuelto a pasear y cuyos vinos he vuelto a beber, es un caudaloso afluente del Rin. Una orilla del río es Francia o Luxemburgo, la otra es Alemania. Apenas se diferencian, excepto porque las laderas alemanas son más soleadas al atardecer. Idénticos pueblos se asoman al río, y los viñedos, salpicados de hayedos y robledales, se prolongan en las regiones del Sarre y Renania-Palatinado hasta donde la vista alcanza. El Mosela es un río hermoso y pacífico pero, por ser frontera, su pasado es tumultuoso y violento. En 1956, once años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la República Federal de Alemania y el pequeño Ducado de Luxemburgo acordaron encauzar el río, y la vieja frontera, en vez de separar a los dos Estados, se transformó en un lugar de encuentro. Desde entonces, el Mosela es enteramente navegable y constituye una de las principales vías de comunicación fluvial de Europa. Es curioso que para serlo, para ser frontera, los ríos separen tradicionalmente territorios. El Oder ha sido la frontera natural entre Alemania y Polonia. El Rin es frontera entre Alemania y los Países Bajos, entre Francia y Alemania, entre Alemania y Suiza, entre Suiza y Austria. El Danubio separa Eslovaquia de Hungría y Rumanía de Yugoeslavia y de Bulgaria. Pero los ríos también unen. El Danubio une en su curso a Ratisbona con Viena, y a ésta con Budapest y con Belgrado. El Rin hace lo propio con la ciudad suiza de Basilea, la francesa de Estrasburgo, las alemanas de Maguncia, Coblenza, Colonia y Düseldorff, y las holandesas de Nimega y Rotterdam. Pero, al parecer, esas cosas ocurren únicamente con los ríos de Europa.
Por el contrario, en este país de los milagros sin panes y sin peces, los ríos pueden llegar a ser fronteras sin necesidad de partir territorios y, lejos de unir regiones y ciudades distantes, aquí los ríos las separan. Esta curiosa pirueta de la geografía sólo es posible en la vieja España del garrotazo goyesco, aquélla que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda los dos. Castilla-La Mancha está a un río de distancia de Murcia, y Aragón, a otro.
Si miran ustedes a su alrededor, a esa Europa a la que dicen que pertenecemos, verán que allí los ríos ya no son fronteras sino comuniones, que ya no distancian sino que unen, que ya no enfrentan sino que reconcilian. Igualmente podrán comprobar que el Mosela no es menos río porque Alemania y Luxemburgo se repartieran sus aguas y sus orillas. Y sabrán que la unión política de Europa, la verdadera unión entre sus gentes, empezó realmente en Schengen, ese pequeño pueblo del Mosela, plantado en la encrucijada franco-alemana-luxemburguesa, en el que un día se decidió la supresión de las fronteras europeas. Fue en Schengen de la misma forma en que nunca podría haber sido en Zaragoza, en Toledo o en Murcia.
Claudio Magris, a quien he citado muchas veces en estas páginas, escribe en un ensayo titulado Desde el otro lado. Consideraciones fronterizas que “las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo (...) Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoeslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa”.
La obsesión por la propia identidad...
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