martes, 20 de enero de 2009

Los cuentos de ZP: El Porquerizo



Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el 29 de enero de 2008



VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez un Príncipe que, aunque pobre, se enamoró de la hija del Emperador y quiso casarse con ella. En prueba de su amor, le envió dos regalos: una rosa, cuya fragancia hacía olvidar las penas a quienes la olían, y un ruiseñor que entonaba los más dulces trinos. Pero la Princesa, que era vana y caprichosa, despreció los sencillos obsequios y rechazó al Príncipe. Más no se dio éste por vencido y, para estar cerca de la Princesa, se embadurnó la cara con betún, se vistió con pobres ropas y marchó al palacio imperial a pedir trabajo. El Emperador, sin saber que se trataba del Príncipe, lo puso a cuidar cerdos, y así se convirtió en Príncipe en porquerizo.
Como era muy habilidoso, fabricó en sus ratos libres una olla adornada de cascacabeles que, al hervir, entonaba una vieja coplilla popular que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”, y si ponías un dedo en el vapor, conocías qué se estaba cocinando en cada hogar del imperio. La Princesa, al oír la melodía, que era su favorita, se encaprichó del puchero, pero el porquerizo le exigió diez besos a cambio. La Princesa consintió en ello y obtuvo el puchero a cambio de los besos.
Días después el Príncipe fabricó una carraca que, cuando la hacía girar, interpretaba los más conocidos valses de la época. Cuando la Princesa oyó la carraca corrió a pedírsela al porquerizo, pero éste le exigió, no ya diez, sino cien besos. La caprichosa Princesa accedió y, cuando estaba besando al porquerizo, los sorprendió el Emperador que, muy enfadado, los arrojó de palacio. Entonces el Príncipe se despojó de su disfraz y le dijo a la Princesa: “Me despreciaste a mí y a mis regalos, pero no tuviste inconveniente en besar cien veces a un porquerizo a cambio de una bagatela. Sigue tu camino, Princesa”.
Y la Princesa se quedó en la calle y tuvo que ganarse la vida cantando aquello que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”.


VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un príncipe que, además de no tener un duro, era más cursi que un repollo con lazo. Y resultó que al buen Príncipe, enamorado de la hija del poderoso Emperador, no se le ocurrió para conquistar el amor de la Princesa otra giliflautez más grande que regalarle a la niña una rosa y un ruiseñor. A la Princesa, que por aquello de llevar la contraria a su padre, el Emperador, era de izquierdas y se había doctorado en Revoluciones Pendientes por la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, le dio un ataque de flato imperial y, cogiendo el Kalashnikov, envió al Príncipe un par de ráfagas que no le alcanzaron de milagro en salva sea la parte.
Sintiéndose humillado y preso de furor vengativo, el Príncipe tuvo otra idea tonta y pensó en disfrazarse de porquerizo y pedir trabajo en el palacio imperial. Pero hete aquí que, antes de que metiera la pata por segunda vez, se le apareció en sueños la momia de Lenin para mostrarle cúal era el camino que debía seguir. El Príncipe, que era muy habilidoso, transformó las ropas de porquerizo en un uniforme de revolucionario cubano, se dejó crecer la barba y aprendió a fumar puros y a quemar banderas imperialistas. Luego, se marchó a la selva colombiana y, allí, siguió un cursillo acelerado de técnicas de persuasión amatoria con el profesor Tirofijo. Por último, el Príncipe fabricó con sus propias manos cien misiles tierra-tierra, un cañón rotatorio M61 Vulcan y un lanzacohetes Katiushka, más conocido como “órgano de Stalin”, que, cuando disparaba, entonaba una vieja canción que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!” y, adornado de esta guisa, se presentó en el palacio imperial. La Princesa, rendida de amor al fin, aceptó darle cien besos al Príncipe; pero, cuando estaban en mitad de la función, los sorprendió el Emperador que, del disgusto, falleció de una apoplejía. Entonces, el Príncipe y la Princesa, encomendándose a San Carlos Marx, formaron una pareja de hecho, declararon constituida la República Socialista Agustiniana del Séptimo de Caballería, y se consagraron firmemente a extender la felicidad revolucionaria por todo el orbe conocido.
Y, por supuesto, cambiaron el trasnochado himno imperial que, a partir de aquel entonces y como no podía ser de otra manera, fue aquella vieja canción que decía “¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!”.

Y colorín, colorales, con Chaves, con Castro y con Evo Morales.

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