martes, 30 de diciembre de 2014

Mensaje al Rey por Navidad

(Publicado en La Opinión el 29 de diciembre de 2014)


         Querida Majestad:

     Desde hace unos años mi familia y yo pasamos la Nochebuena sin encender la televisión, lo que resulta muy saludable. Ya sé que es un comportamiento atípico e incluso insociable y políticamente incorrecto, que dirían algunos, pero ocurre que la Nochebuena es un momento especialmente señalado para vivirlo en familia, lo que necesariamente excluye a presentadores, cantantes, humoristas, anunciantes, políticos, actores y demás faranduleros que la caja tonta se empeña en introducir en nuestras vidas cada minuto del año sin que hayan sido invitados. Lamentablemente, Majestad, eso le incluye a usted y a su Mensaje de Navidad (no desde luego en la categoría de farandulero, sino en la de alguien ajeno a la familia que se sienta en torno a la mesa navideña), de manera que esa Noche no pude ver su imagen ni escuchar sus palabras. Sin embargo, nada me impidió hacerlo al día siguiente.

      Todos sabíamos que se trataba de un discurso muy importante al ser el primer Mensaje de Navidad del nuevo Rey. También concurría una circunstancia que le añadía un punto de interés: la situación de su hermana Doña Cristina. Tenía su Majestad muchos temas importantes encima de la mesa: la crisis económica, cuyas consecuencias son aún muy gravosas para muchos españoles, la desconfianza hacia sus instituciones, la corrupción y el descrédito de la clase política, la unidad de España amenazada por la aventura soberanista de Cataluña, la crisis de valores morales que sufre la sociedad española y, finalmente, el desánimo generalizado por la falta de un proyecto común convincente e ilusionante. Ya sé que eran muchas cosas, y muy graves por cierto, para una intervención que, por su duración, ha sido siempre tildada de mensaje y no de discurso, pero muchos españoles esperaban verse reconfortados por quien nos representa a todos.

        Pudo ser el discurso de su vida, pero no lo fue. Todo cuanto dijo estuvo bien, pero nada fue excepcional. Fue un discurso enmarcado en la corrección política, pero no hubo más que eso. Todo cuanto dijo era previsible que lo dijera. Dicho de otra manera, Majestad, arriesgó usted muy poco. Qué iba a decir el Rey de España sobre la unidad de su Reino sino que la unidad nos hace fuertes y cosas por el estilo. Qué iba a decir el Jefe del Estado de la crisis económica sino que estamos saliendo de ella aunque todavía afecta muy gravemente a millones de españoles. Qué iba a decir el primero de los españoles acerca de la corrupción sino que hay que combatirla y que ya hay quienes están respondiendo por ello. Qué iba a decir el Rey frente a la desconfianza sino que hay que regenerar y dar un impulso moral a la vida colectiva. Qué iba a decir Su Majestad frente al desánimo sino que somos una democracia consolidada y que tenemos capacidad y coraje para superar nuestros retos.

         Fue un discurso regeneracionista cuando pudo haber sido un discurso revolucionario, con la consecuencia de que si no lo hizo usted, mi muy querida Majestad, alguien lo hará por usted. Los españoles llevan muchos años escuchando palabras de ánimo, palabras que apelan a la unidad, al coraje, al esfuerzo, a la austeridad y al sacrificio, pero también llevan muchos años de decepción al ver que quienes pronuncian esas palabras son los mismos que las traicionan. No ha existido unidad de la clase política sobre tema trascendente alguno, ni siquiera frente al terrorismo o la propia unidad de España. Ningún coraje ha existido frente a los causantes de la crisis económica. El esfuerzo y el sacrificio han recaído como siempre sobre la gran clase media y sobre aquellos que menos tienen. La austeridad ha brillado por su ausencia en el comportamiento de políticos y dirigentes. No le amargaré la Navidad, Majestad, aludiendo a ejemplos que están en la mente de todos.

         No es la vida colectiva la que hemos de regenerar sino las conductas individuales las que han de cambiar, Majestad. En eso consisten las revoluciones, en cambiar el comportamiento de cada individuo. No se trata de hacer más leyes y más restrictivas, como las que limitan el importe de los regalos que puede recibir un personaje público o las que exigen la declaración pública de sus intereses, sino de respetar las reglas morales que regulan el comportamiento individual. No hay regeneración moral colectiva si no hay regeneración moral individual. Ése era el mensaje.

         He de terminar el mío, Majestad, pero antes de hacerlo debo referirme a la familia, tal vez la gran olvidada en su correcto y previsible discurso, la familia de siempre, la formada por padres, hijos y abuelos, gracias a la cual millones de españoles están sobreviviendo a la crisis, en la que aún quedan vestigios de aquellos valores morales que por desgracia hoy se encuentran ausentes en la sociedad. A pesar de que le aconsejaran que no lo hiciera, Majestad, debió usted referirse a su hermana Doña Cristina, y no para condenarla, que, aún sin juicio, ya lo ha hecho la sociedad antes de que lo hagan los tribunales, sino para decir que como hermano sufre con ella porque, aún presunta delincuente, sigue siendo su hermana. Y debió haber puesto más cerca de Su Majestad la foto de su padre, el Rey Don Juan Carlos, pues con sus muchos defectos y errores ha sido definitivamente el mejor Rey de España. Y aunque le aconsejaran lo contrario por aquello de la pluralidad, la laicidad y la multiculturalidad, debería haberse flanqueado con la bandera de España y con el Nacimiento de Jesús, que no son otra cosa que la imagen de España, una, y la imagen sagrada y humilde de la familia, el otro.


      Acabo, Majestad, aplaudiendo su Mensaje de Navidad a pesar de los olvidos y ausencias y le deseo lo mejor para usted, para su familia y para España.
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martes, 23 de diciembre de 2014

El alma blanca

Tiny Tim. A Christmas Carol.

(Publicado en La Opinión el 23 de diciembre de 2014)


Como saben mis lectores más veteranos, la Navidad es mi tiempo preferido. Decía de mí un buen amigo que yo había nacido con cara de “Felices Pascuas”, no sé si en un piropo a mi forma de ser, más proclive a la rendición que al enfrentamiento, o en una velada alusión a mi oronda figura, más navideña que nunca merced a la barba blanca que disfraza mi papada. Pero no se engañen, una barba blanca no es sinónimo de bonhomía, ni mucho menos, lo que cuenta es tener un alma blanca, como la de aquel negro de la vieja película dirigida por Benito Perojo y protagonizada por Doña Concha Piquer que se titulaba “El negro que tenía el alma blanca”. No sé si en estos tiempos en los que impera la Conjura de lo Políticamente Correcto resulta aceptable mentar a una persona por el color de su piel, pero en 1927 las cosas eran de otra manera y el título de la película es el que es.
            En cualquiera otra época del año tener el alma blanca significa ser del Real Madrid, pero en Navidad esa cualidad me lleva a pensar en las buenas personas, sean o no del equipo blanco. Y sí, querido Lector Malasombra, resulta que en el mundo de hoy también hay buenas personas, más de las que pensamos. He leído por algún sitio que la historia que cuenta el anuncio de la Lotería de Navidad de este año es una historia real ocurrida hace algún tiempo en un puebliño gallego. Tampoco es la primera vez que alguien que encuentra una cartera extraviada repleta de dinero, en lugar de quedarse con los cuartos y echar la cartera al fuego, la entrega a la policía para que la haga llegar a su dueño, como ha ocurrido con ese estudiante nigeriano de medicina afincado en Sevilla, en cuyas calles vende chucherías y pañuelos de papel para pagarse los estudios. Gente honrada, gente buena. Sé de muchos que regalan generosamente su tiempo y su trabajo a quienes más lo necesitan. Lo hacen de manera individual y espontánea, o integrados en el seno de organizaciones caritativas y solidarias. La mayoría lo hace de manera discreta, casi anónima; algunos, sin embargo, prefieren que su ejercicio de caridad sea público lo que, aunque parezca en principio menos meritorio, tiene un efecto de ejemplaridad nada despreciable. Son muchos los famosos, las estrellas del deporte y del espectáculo, que estos días dedican unas horas a visitar a los niños hospitalizados, a repartir alimentos entre quienes apenas tienen qué comer, incluso en Navidad. Hay grupos de jóvenes, muy jóvenes, créanme, como Andrea y sus amigas, que dedican su tiempo de vacaciones a estar con los niños que nada tienen, a darles un poco de cariño y de atención, a jugar  con ellos, a darles su propia sonrisa. Hay quien da mucho porque tiene mucho. Hay quien da un poco de lo poco que tiene. Pero todo cuanto se da, aunque sean unos céntimos, una sonrisa, o un deseo de felicidad por Navidad, es mucho para quien nada tiene.
En estos días, siguiendo la vieja tradición, contemplamos las imágenes del Nacimiento de Jesús en los belenes que se instalan en nuestras casas y en muchos lugares públicos. Suelen ser imágenes llenas de belleza, como las del Nacimiento obra de Jesús Griñán que se exhibe en el Salón de Baile del Casino: otra vez, un pesebre en un Palacio. O las de nuestro Salzillo, visitables en el museo que lleva su nombre. En los belenes barrocos, que son casi todos los belenes murcianos, la Virgen es siempre una mujer hermosa, vestida con túnica y manto en ocasiones ricamente ornamentados, San José un hombre maduro pero apuesto, el Niño es un precioso bebé, regordete y sonriente, y así debió ser, sin duda. Pero no hemos de olvidar lo que escribió el viejo Papa emérito Joseph Ratzinger: “El belén nos puede ayudar de hecho a comprender el secreto de la verdadera Navidad, porque habla de la humildad y de la bondad misericordiosa de Cristo, que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8, 9). Su pobreza enriquece a quien la abraza y la Navidad trae alegría y paz a quienes, como los pastores, acogen en Belén las palabras del ángel: «esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2, 12). Sigue siendo el signo también para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. No hay otra Navidad”. Dicho de otra manera, esta vez en palabras del entonces Cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, en una charla dirigida a los miembros de Cáritas de Argentina y que luego ha repetido desde el púlpito del Vaticano, es en el rostro de los pobres, de los afligidos, de los enfermos, de los cansados y agobiados, de los marginados y de los que nada tienen, donde podemos encontrar el verdadero rostro de Dios.
El alma blanca, estimados amigos, es aquella que se contagia del blanco espíritu de la Navidad compartida con quienes nada tienen.

Feliz Navidad a todos los que la hacen posible.
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martes, 16 de diciembre de 2014

Navidad




Niños contemplando el Nacimiento cedido por el maestro belenista Jesís Griñán, expuesto en el Salón de Baile del Real Casino de Murcia

Leí el otro día un interesante artículo de Higinio Marín titulado Lo miserable como opción preferencial en el que su autor sostenía que existe una tendencia creciente a destacar los aspectos más sórdidos y miserables de la actualidad junto con una notable mezquindad cuando se trata de hablar de los comportamientos nobles y altruistas. Sea porque, como se ha dicho siempre, las buenas noticias no son noticia o porque la sociedad gusta de lavar sus culpas con sangre ajena, lo cierto es que las noticias que hablan del lado luminoso del hombre apenas encuentran hueco entre tantas que se refieren a su lado oscuro. Frente a esto, Higinio afirmaba que “del reconocimiento de lo mejor y de su prestigio en una comunidad depende su calidad cívica y las expectativas que cabe poner en su futuro”, cuestión con la que no puedo estar más de acuerdo, pero me temo sus deseos y los míos distan mucho de hacerse realidad. Valga como ejemplo el tremendo eco que genera la denuncia de una supuesta conducta escandalosa de un sacerdote o de un religioso (muchos de los cuales acaban siendo exculpados) y la escasa repercusión que alcanza la entrega callada y generosa, que en ocasiones incluye la propia vida, de quienes en medio de la pobreza, de la enfermedad y de la muerte dan testimonio de su fe cristiana. No es bueno que haya tanto ruido para unas cosas y tanto silencio para otras.
           
A pesar de todo, se avecina un tiempo en el que esta tendencia social hacia lo miserable se frena y deja paso a la corriente de sentido contrario: es el tiempo de los hombres de buena voluntad, el tiempo de Navidad. Algo tendrá el vino cuando lo bendicen y algo tiene la Navidad cuando es capaz de cambiar, no solo los comportamientos del hombre, sino sus apetencias. En Navidad cambia hasta la publicidad, que es el termómetro de los deseos colectivos: Paz, Amor, Solidaridad, Reencuentro, Familia y Amigos conforman el universo sentimental de los mensajes publicitarios que, a pesar de que solo buscan vendernos cosas, lo hacen apelando a lo mejor de cada uno, a todo aquello que configura el espíritu de la Navidad. Y sin embargo, hay algunos a quienes la Navidad, no sólo no los cambia, sino que les agudiza su tendencia natural a quedarse con el lado mezquino de las cosas. Parece ser el caso de Pablo Iglesias, el líder de Podemos, quien ha escrito en twitter una dura crítica contra el consumismo navideño: “Indignante ver telediarios en Navidad; papa noel, dietas, vacaciones, regalos, idiotas en agua helada y consumo. Desvergüenza periodística”. Algo tiene de razón Pablo Iglesias en criticar los aspectos frívolos de la Navidad, aunque no estoy muy seguro de que fuera esa su intención. Me consuela, sin embargo, comprobar que Navidad lo ha escrito con mayúsculas. Aún hay esperanza.

He escrito alguna vez acerca de la magistral defensa que, de la Navidad auténtica frente a la frivolización de la Navidad, hizo mi admirado Chesterton en uno de sus artículos que hace más de ochenta años tituló Un nuevo ataque contra la Navidad. De manera que le cedo la palabra.

La Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad”, adelantaba Chesterton. “La frivolidad es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse”, escribía el ilustre gordo para indicar que el principal peligro al que está siendo sometida la Navidad consiste en dejarla reducida a una mera fiesta desprovista de su significado cristiano. “Que se nos diga que nos alegremos un 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para ser frívolo (…) El resultado de desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo lo humano es que se exige demasiado de la naturaleza humana. Es pedir a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar; o por una que saben no es nada más que la mentira de algún periódico nacionalista o patriótico en exceso. Es pedirles que se vuelvan locos de gozo romántico porque dos personas de su agrado se están casando justo en el momento que se están divorciando (…) Nuestra tarea, hoy día, consiste por tanto en rescatar la festividad de la frivolidad. Esa es la única manera de que volverá de nuevo a ser festiva. Los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces celebran con exceso lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre”.

Y es que, queridos amigos, se nos sigue olvidando algo muy importante que, en realidad, ocurre cada Navidad y que seguirá pasando eternamente: que un año tras otro vuelve a nacer Jesús, el que de verdad cambió el mundo.
           
Y así son las cosas.

(Artículo publicado el 16 de diciembre de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)

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