martes, 25 de noviembre de 2014

Mis libros y yo




O schau, sie schweben wieder
Wie leise Melodien
Vergessener schöner Lieder
Am blauen Himmel hin!

¡Oh, mira! Vibran otra vez
Las suaves melodías
De viejas canciones olvidadas
Se elevan hacia el cielo

                                                                              Las estaciones. Hermann Hesse

                Ya he escrito en alguna ocasión que el primer libro de adultos que leí más allá de los libros juveniles de aventuras, muchos de los cuales me parecen igualmente libros de adultos, fue la Historia de Roma de Theodor Mommsen que mi padre guardaba en su biblioteca. Deslumbrado por lo que prometía ser una interminable secuencia de guerras y batallas libradas entre valientes centuriones de las legiones romanas y temibles bárbaros del Norte, de escaramuzas amorosas de tribunos con bellas patricias y de lances no tan amorosos en las sangrientas arenas del Coliseo, no caí en la cuenta de que entre aquellos libros y novelas de mi padre se incluían muchos textos jurídicos y de historia, entre ellos esta obra de quien fue Premio Nobel y catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Leipzig y autor también de un excelente Derecho constitucional romano. Mi padre, como buen civilista que era, consideraba que los fundamentos romanos del Derecho Civil (el padre de todos los Derechos) había que beberlos en las fuentes originarias del Digesto o del Corpus Iuris o, en su defecto, en los textos de quienes como Mommsen los  habían estudiado con devoción casi religiosa. Una vez que terminé heroicamente la Historia de Roma y ya puestos en heroicidades, el siguiente libro que cogí de la biblioteca fue el más gordo que había en ella, Guerra y paz, de Leon Tolstoi.
              Luego, todo fue mucho más fácil.
              En esa facilidad, no me resultó indigesta la lectura de aquellos libros de Hermann Hesse que fueron el alimento intelectual de muchos jóvenes de mi generación y de otras anteriores y posteriores, espero. El primero que cayó en mis manos fue una novela titulada Demian en la edición española, si bien la edición original en alemán llevaba por título Die Geschichte von Emil Sinclairs Jugend, esto es La Historia de la juventud de Emil Sinclair, mucho más explicativo del contenido del libro. Luego siguieron  Bajo las ruedas, Siddhartha y El lobo estepario, entre otros.
               En 1931, Hesse publicó en Zurich una selección de sus poemas ilustrada con algunas de sus acuarelas bajo el título de Las estaciones, una edición privada de quinientos ejemplares numerados dirigida a bibliófilos. Muchos años después de que Hesse falleciera, alguien se atrevió a publicar una nueva edición de Las estaciones que, además de los poemas y acuarelas iniciales de Hesse, incorporaba algunos textos en prosa extraídos de sus libros y escritos en los que el autor expresaba sus pensamientos y reflexiones sobre cada una de las estaciones y meses del año. Mientras escribo, tengo a la vista un ejemplar de la primera edición española de Las estaciones, en español y alemán, que integra con unos pocos libros más el muy honroso grupo de Mis Libros de Cabecera, esos que, como los libros sobre la silla de Hesse, cojo muy a menudo, los abro y me consuelo con ellos. Ya os hablaré otro día de ellos.
               Precisamente, los versos que encabezan este artículo son los primeros de un poema titulado Weisse Wolke, Nubes Blancas, que Hesse dedicó al mes de mayo en su libro. Al mes siguiente está dedicado este otro, titulado Reiselied, Canción de viaje:

Sonne leuchte mir ins Herz hinein
Wind verweh mir Sorgen und Beschwerden!
Tiefere Wonne weiss ich nicht auf Erden
Als in Weiten unterwegs zu sein.

¡Oh sol, ilumíname el corazón!
¡Viento, llévate mis lamentos y mis penas!
No conozco en la tierra mayor deleite
Que partir hacia un país remoto.
                              
             Mi ineludible lector Malasombra no ha esperado a terminar de leer el verso en alemán para preguntarse a sí mismo en voz alta y de malos modos el porqué de que me haya puesto a escribir sobre versos teutones en lugar de hacerlo sobre los enanos que crecen sin parar en el circo regional del PP.
             Pues por eso precisamente, mi querido amigo, por eso y porque en otoño me complace más escribir sobre libros y versos.
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lunes, 17 de noviembre de 2014

Descubriendo la vieja España


(Publicado en el diario La Opinión de Murcia el 18 de noviembre de 2014)


“A menudo he soñado en escribir la historia de un piloto inglés que, habiendo calculado mal su derrotero, descubrió nada menos que la antigua Inglaterra, bajo la impresión de que era una ignorada isla de los Mares del Sur.”
Siempre he pensado que mi gordo Chesterton tenía un pacto con las hadas que pueblan sus escritos y los rincones oscuros de los jardines ingleses para atisbar por un agujerito un poco del futuro que nos aguardaba. Sean las hadas o no, es lo que tiene la gente inteligente, que se anticipan a lo que va a ocurrir al apercibirse de signos y de detalles que se nos ocultan al resto de los mortales, que nos contentamos como mucho con interpretar la historia conforme sucede. Y algunos, ni eso.
Digo esto a cuento de la propuesta formulada este fin de semana, nada novedosa por cierto, por este chico que lidera el PSOE y que se ha autobautizado con el impronunciable y tuitero nombre de PDRO SNCHZ en una nueva contradicción socialista: elimina la vocales que son necesarias para pronunciar su nombre y mantiene inútilmente, sin embargo, las vocales de las siglas del partido que se perdieron por el camino hace mucho tiempo. Pedro Sánchez (así mejor) ha vuelto a sacar dos viejos conejos socialistas de la chistera: la reforma de la Constitución y la conversión de la España de las Autonomías en la España Federal. Y, tal vez para que nadie confunda estos gazapos con los que exhibiera Rubalcaba antes de las pasadas elecciones generales, los ha bautizado como la “Declaración de Zaragoza”.
Sobre la primera cuestión planteada por el joven líder socialista no seré yo quien diga que la Constitución no ha envejecido en estos años ni que los tiempos no hayan cambiado, entre otras cosas porque eso mismo es lo que vengo sosteniendo desde hace años en mis clases en la universidad. Sin embargo, siendo ciertas esas dos circunstancias, no lo es menos que los tiempos notoriamente convulsos en los que malvivimos no son precisamente los más adecuados para revisar la Constitución y menos para hacerlo deprisa y corriendo. Y esto también lo digo en mis clases. La Constitución es revisable, faltaría más, pero no así ni ahora. Revisar la Constitución es algo muy serio que exige una gran dosis de reflexión y prudencia, pues se trata de la norma de la que dimanan todas las demás, la que define el modelo de Estado y de gobierno, la que regula las más altas instituciones, la que garantiza los derechos y libertades y, en definitiva, la que establece las reglas del juego. Y se trata, además, de un juego peligroso. No se ha de olvidar que esta Constitución y no otra es la que contentó en su día a la inmensa mayoría de españoles, incluidos catalanes y vascos que la apoyaron mayoritariamente. Las Constituciones de todo el mundo tienen vocación de permanencia, sin perjuicio de que alguno de sus aspectos sea retocado conforme los tiempos avanzan. Pero esos retoques se suelen hacer despacio, precedidos de un generoso período de reflexión, casi con mimo y no con la altivez y el desprecio con el que, a veces, la juventud trata a la madurez. Revisemos la Constitución, sí, pero con todo el respeto que se merece esta vieja señora que es, además, la madre que nos parió.
Sobre la propuesta de la España federal ya lo he dicho todo al comienzo del artículo. Bueno, ya lo ha dicho por mí el orondo, británico y muy católico Chesterton, mi intelectual de cabecera. Pedro Sánchez ha calculado mal su derrotero y ha acabado descubriendo el Estado de las Autonomías, creyendo que lo hacía con algo nuevo. Y es que el invento español del Estado de las Autonomías no fue más que una versión cañí y pasteurizada del viejo estado federal con el que guarda algo más que algunas semejanzas. Huyendo de los fantasmas del pasado, los constituyentes no quisieron hablar de estado federal y no se habló, pero el modelo que pretendieron crear ex novo se parecía extrañamente a aquél y, en cierto modo, superó con mucho a algunos estados federales en materia de autogobierno. Tengo para mí que la diferencia fundamental entre los unos y el otro estriba en que, mientras que Alemania está poblada básicamente por alemanes, Suiza por suizos y Estados Unidos por una extraña mezcolanza de personas que se llama a sí misma en su Constitución “We the People”, que se se levanta como un solo hombre al paso de su bandera, en cuyo escudo reza la leyenda “In God We Trust” y cuyo presidente, sea blanco o negro, despide siempre sus intervenciones con un “God bless the United States of America”, mientras que esos países están poblados por esos habitantes, decía, esta España nuestra está poblada por españoles.
Más allá de la necesidad de algunos retoques y ajustes constitucionales, el problema de España no es su Constitución: nosotros somos el problema, tan homogéneamente dispares. Es lo que Salvador de Madariaga definía ya en 1967 como el más grave de cuantos problemas asedian España: el de su pluralidad frente a su unidad, la dialéctica que ha estado justamente en el origen del Estado de la Autonomías pero que, sin duda, es también una de las causas de su crisis y, en último término, de la fractura de España. El propio Madariaga, al referirse al nacionalismo-separatismo en España, señalaba en su ensayo titulado De la angustia a la libertad que, en cierto modo, tanto el separatismo vasco como el catalán derivan del separatismo que es innato a todos los españoles: “Todos los españoles”, decía, “tienden a resquebrajarse unos de otros bajo el calor de la pasión, como la tierra seca de la Península tiende a agrietarse bajo el calor del sol”.

Y, por si éramos pocos, parió la abuela y llega Podemos.
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lunes, 10 de noviembre de 2014

Esta España de acero y ajo


(Publicado en La Opinión de Murcia el 11 de noviembre de 2014)



España es un país difícil de entender. Lo es aún más desde que la vieja Historia de España, aquella asignatura prelogsiana cuyo estudio nos daba una visión razonable de quiénes éramos, ha sido sustituida en gran parte por las historias minúsculas de los más diversos e insignificantes trozos de España, historias plagadas de anécdotas pueblerinas y sin trascendencia alguna. Los Reyes Católicos, progenitores A y B de un nuevo estado europeo llamado España, realmente el primer estado moderno del mundo, no son hoy más que un pequeño estorbo para los estudiantes cuyo estudio los distrae de su auténtico cometido que es hacerse hombres y mujeres de provecho tuiteando en las redes sociales.
Y qué decirles de ciertos medios de comunicación. Llegan tarde algunas televisiones en su intento de ensalzar a la Reina Isabel de Castilla y al Rey Fernando de Aragón (rey también de los territorios y condados que integran actualmente Cataluña), de quienes, para empezar, olvidan contar que fueron llamados Católicos, no por insultarlos y tacharlos de fachas y retrógrados, sino por su defensa de la Iglesia Católica frente al Islam, fíjense qué cosas.
En los últimos meses hemos asistido estupefactos a un acelerado proceso de desvertebración de España. A la caída de la Roja en la primera ronda del Campeonato del Mundo de Fútbol celebrado en Brasil, siguió la fulminante abdicación del Rey Don Juan Carlos I y la subida al Trono de su heredero Don Felipe VI. Luego llegó la derrota de España a manos de Francia en los cuartos de final del Campeonato del Mundo de Baloncesto que, además, se celebró en España para más inri. Y, últimamente, han fallecido repentinamente dos personajes imprescindibles en la articulación de la reciente historia de España: Emilio Botín, Presidente del Santander, e Isidoro Álvarez, Presidente de El Corte Inglés, ambos a la relativamente temprana edad para lo que hoy se estila de setenta y nueve años. De golpe y porrazo han desaparecido personas y elementos que constituían casi en solitario la vertebración de España. Es muy posible que, más allá de las personas, permanezcan las instituciones, es decir que haya vida después de Casillas y de Pau Gasol, que El Corte Inglés siga manteniendo su presencia en todo el territorio nacional, que su tarjeta de compras sea más popular en los bolsillos españoles que el carnet de identidad, y que el Banco de Santander termine por ser el Banco de España, pero también es posible que España no se deje. Ya saben ustedes lo que dijo de nosotros Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, que España era sin duda el país más fuerte del mundo, pues los españoles llevábamos siglos intentando destruirlo y aún no lo habíamos conseguido. Pues bien, si echamos un vistazo a nuestro alrededor parece que estamos a punto de lograrlo, pero sólo lo parece, no se crean.
Los catalanistas han celebrado por fin su consulta soberanista, si bien lo han hecho oficiosamente, en unas discretas urnas de cartón instaladas muy precariamente en zaguanes y patios de vecinos y en algún que otro edificio más o menos oficial, a cuyo incauto director se le va a caer el pelo precisamente para que no se le caiga al astut Mas. Pero si bien es cierto que la consulta no ha tenido valor jurídico alguno, lo que permite al Gobierno de España ningunear el resultado, no lo es menos que un elevado número de catalanes, en constante aumento por cierto, han manifestado que no quieren seguir en este vecindario.
He escuchado a alguien comparar lo sucedido en Cataluña con el micro relato del mejicano Augusto Monterroso, del que algunos dicen que es el cuento más pequeño de mundo: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Y es que, en la mañana del diez de noviembre, España y Cataluña seguían allí donde estaban, pero también lo hacía el deseo separatista de muchos catalanes. La consulta, finalmente oficiosa y felizmente no oficial, ha demostrado que en el contexto geopolítico en el que está planteada la cuestión catalana, y en el tiempo de hoy, los límites de la ley no pueden ser franqueados, pero también ha puesto de manifiesto que la cuestión continúa sobre la mesa, que el dinosaurio todavía está aquí. Guste más o guste menos, sólo existe un camino que es además el que siempre ha existido: el del diálogo responsable.
No queda otra. Eso y seguir oliendo a ajo, que dijo de nosotros una famosa intelectual y pensadora llamada Victoria Beckham.
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martes, 4 de noviembre de 2014

Shackleton y Cía


El mar de Weddell. Ilustración de William Grill en "El viaje de Shackleton"

(Publicado el 4 de noviembre de 2014 en La Opinión de Murcia)

          Tras un largo y cálido verano ha llegado el otoño, esa estación en la que la luz se suaviza y volvemos a cubrir civilizadamente nuestros cuerpos casi desnudos. Es el momento en que las frutas de verano, coloristas y casi líquidas, dejan paso a las de invierno, cítricas como las mandarinas y terrosas como las manzanas. El cambio de hora nos aproxima a los tiempos oscuros y fríos del invierno y son los árboles y no las gentes quienes ahora se desvisten de sus hojas. Los parques y paseos se vacían y la vida se vuelve más hogareña, más abrigada y recogida. Tal vez por ello el otoño es también tiempo de nuevos libros.
                Ayer salí en busca de uno. Se trata de “El viaje de Shackleton”, de William Grill, editado por Impedimenta. El libro, maravillosamente ilustrado por su autor, narra, casi muestra, el segundo viaje antártico que realizó el explorador británico Sir Ernest Shackleton entre 1914 y 1917, mientras la vieja Europa, y con ella el mundo, se desangraba a orillas del Marne. El viaje, bautizado como Expedición Imperial Transantártica, fue posiblemente el último de los viajes de descubrimiento de una época que llegaba a su fin. Los grandes imperios de la Europa Central cayeron y con ellos se fue para siempre el espíritu romántico de los descubrimientos del siglo XIX. En todo cuanto se ha hecho después por conocer nuevos mundos, el del espacio o el de las profundidades del mar, la tecnología ha prevalecido sobre el hombre. No quiero decir con esto que Yuri Gagarin o Neil Armstrong no fueran héroes conocidos y aclamados por todos, que su esfuerzo personal no contribuyera decisivamente al éxito de las hazañas que protagonizaron y que sus nombres no estén inscritos con letras doradas en la historia del hombre, como lo están igualmente los nombres de sus naves, el Vostok 1 y el Apolo XI. Afirmo, sin embargo, que sus viajes fueron posibles por los avances de la tecnología más allá de la voluntad de sus protagonistas y que, por ello, apenas resulta creíble calificarlos como viajes de aventuras. Por el contrario, los viajes antárticos de Robert Falcon Scott, de Ronald Amundsen y de Ernest Shackleton, los nombres de sus barcos, el Discovery, el Fram o el Endurance, o la malograda expedición de Sir John Franklin en busca del Paso de Noroeste a bordo del Erebus y el Terror, perdidos en los hielos del Norte al igual que todos sus tripulantes, forman parte de las grandes aventuras cuya evocación sigue provocando la admiración y el respeto de todos.
                A diferencia de lo ocurrido con la trágica expedición de Franklin, Shackleton logró regresar a Inglaterra con todos sus hombres tras sobrevivir dos años en la banquisa de hielo después de que su barco, el Endurance, quedara aprisionado y se hundiera finalmente por la presión de los témpanos. Mientras que la mayor parte de los marinos y científicos aguardaban en el campamento instalado en la Isla Elefante, Shackleton y cinco de sus compañeros se hicieron a la mar en un bote de apenas seis metros de eslora para tratar de llegar a las estaciones balleneras de la isla de Georgia del Sur, situada a casi mil trescientos kilómetros de distancia. Después de cuatro semanas de travesía por uno de los mares más peligrosos del mundo lograron alcanzar la estación ballenera y rescatar a quienes habían quedado atrás. Shackleton murió seis años después en el curso de su último viaje a la Antártida y está enterrado en el pequeño cementerio de Grytviken, en la Georgia del Sur.
                No es difícil que yo sucumba ante la idea de hacerme con un libro, casi siempre de manera legal, aunque, como dijo aquel bibliófilo a un amigo que le había pedido prestado un libro con la promesa de devolvérselo, “mis estanterías están llenas de promesas de ese tipo”. Sin embargo, la tentación de comprar el libro de Grill, casi un cómic realmente, me la ha inoculado por una parte la noticia del hallazgo entre los hielos antárticos del diario manuscrito de uno de los miembros de la expedición de Scott, el testimonio congelado durante un siglo de uno de aquellos hombres que renunciaron a todo, incluso a la vida, para alcanzar la gloria. Y, desde luego, ha habido otra razón.
Mi avispado y nunca bien pagado Lector Malasombra se preguntará a esta alturas a cuento de qué, con la que está cayendo en España en general y en Murcia en particular, estoy leyendo y escribiendo acerca de libros de aventuras, expediciones antárticas, tierras vírgenes, hielos impolutos y héroes románticos.
Pues por eso mismo, querido, por eso mismo.
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