martes, 22 de octubre de 2013

Mi amigo Perico



(Artículo piblicado el 22 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



A finales de la década de los cincuenta muchas mujeres embarazadas fueron tratadas con Talidomida, una medicina producida por un laboratorio farmacéutico alemán destinada a mitigar las molestias de la gestación, entre ellas, las típicas náuseas de la embarazada. La cosa fue bien hasta que empezaron a nacer bebés aquejados de gravísimas malformaciones. A consecuencia de la Talidomida miles de niños vinieron al mundo sin piernas o sin brazos o con las extremidades acabadas en muñones, lo que provocó que fuera prohibida en 1961. Sin embargo, la medicina no fue retirada oficialmente de las farmacias españolas hasta 1963 e, incluso, continuó siendo comercializada durante algún tiempo más.
            Más de cincuenta años después la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España, AVITE, ha reclamado ante los tribunales españoles una cuantiosa indemnización a la empresa farmacéutica Grünenthal, asunto sobre el que, a la hora de escribir este artículo, no conozco que haya recaído sentencia. Pero no es mi intención escribir acerca de los pormenores técnicos o jurídicos del caso, ni acerca de la comercialización de preparados milagrosos que hacen cierto aquello de que es peor el remedio que la enfermedad, como ocurrió con la heroína, una remedio prodigioso contra la tos y el dolor que Bayer lanzó al mercado en sustitución de la morfina y que, hasta que fueron conocidos sus gravísimos efectos, se empleó profusamente con los heridos y mutilados de la guerra francoprusiana de finales del XIX, de ahí su nombre de “heroína”. Tampoco les voy a hablar  del derecho de las víctimas a ser indemnizadas, cuestión que me parece justa y moralmente indiscutible, sino que me propongo hacerlo de un hecho relacionado con la Talidomida, del que he sido testigo directo a lo largo de mi vida.
            Mi amigo Perico vino al mundo sin la mano derecha, apenas un muñón con unas pequeñas protuberancias del tamaño de lentejas que eran los dedos no nacidos. Por lo demás Perico fue un niño guapo y sano −como yo, aprovecho para decirlo−, de manera que cuando nuestras respectivas abuelas se encontraban por la calle se decían mutuamente aquello de “qué hermoso está tu nieto”, lo que sin duda hoy haría hablar a los nutricionistas de sobrealimentación infantil. Y es que nuestra infancia, pasados los años de hambre de la postguerra, estuvo nutrida de Pelargón, Maizena y Vitarroz, y de grandes dosis de papilla de plátano machacado con galletas María y zumo de naranja, de manera que los de mi generación fuímos unos bebés sanos, fuertes… y un poco gordos.
Y llegó la adolescencia. Perico era igual a cualquier niño de entonces, en todo… excepto por su mano derecha. La llevaba habitualmente escondida en el bolsillo del pantalón o de la chaqueta, aburrido seguramente de que la gente mirara su mano con curiosidad malsana, esa misma gente que reduce la velocidad del coche para ver a las víctimas de un accidente, pero que no pregunta si necesitan ayuda. Pero ahí se acababa la diferencia. Durante aquellos años, Perico se empeñó en no ser diferente de los demás y, sin perder jamás la sonrisa, acuérdense de esto, nunca consintió que su defecto físico le impidiera hacer lo que hacíamos el resto de la chiquillería. En los juegos, en el deporte, en los estudios o en las diversiones, Perico nunca tiró la toalla. Si se trataba de subir la cuerda lisa en clase de gimnasia, Perico enrollaba su muñón en la cuerda y se alzaba del suelo, lo soltaba, lo enrollaba de nuevo más arriba y se volvía a alzar, y así subía hasta lo más alto. Para jugar al ping-pong en los viejos locales de las Congregaciones, en el Arco de Santo Domingo, aunque podía hacerlo con la mano izquierda, se obligó a jugar también con la derecha y para ello se sujetaba la pala con esparadrapo. Y así, con la derecha o con la izquierda, me ganaba una y otra vez la partida. Tocaba muy bien la guitarra y, usando su pequeño pulgar como si fuera una púa, era capaz de puntear una canción de Los Beatles o un blues de John Mayall.
Hoy, mi amigo Perico es seguramente lo que nuestras abuelas, que en paz descansen, llamarían “un hombre de provecho”. Aunque nos vemos poco, Perico sigue siendo un amigo íntimo, de esa forma en que solo puede serlo aquel que lo fue en la infancia.
Es cierto que, cuando somos jóvenes, más aún cuando somos muy jóvenes, no tenemos plena consciencia de la trascendencia de cuanto sucede a nuestro alrededor. Es ahora, que he vivido unos cuantos años y que he ido acumulando experiencia, cuando sé muy bien qué fue todo aquello de las terquedades y empeños de mi amigo Perico, lo de subir la cuerda lisa, lo de sus partidas de ping-pong o sus rasgueos de guitarra. No sé si él lo sabe, tal vez sí, pero su comportamiento de entonces fue para mí y para muchos de nosotros un ejemplo de superación que nos admiró y del que luego nos enorgullecíamos ante otros chiquillos, un ejemplo que no olvidaríamos nunca, de manera que aún hoy, cuando me enfrento a algún obstáculo o tengo algún tropiezo por duro que sea, pienso en Perico, aprieto los dientes y le sonrío a la vida.
Os deseo que ganéis, héroes de AVITE, aunque tú, Perico, ya lo has hecho.

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