martes, 1 de octubre de 2013

La tortilla nacional (II). La yenka autonómica



(Artículo publicado el 1 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)




Si, como decía en mi artículo anterior, el enfrentamiento entre pluralidad y unidad era para Madariaga el problema más grande de cuantos asediaban a España, para los artífices del Estado Autonómico constituyó sin duda el nudo gordiano del nuevo modelo territorial. Iguales o desiguales, iguales en qué y desiguales en cuánto, de primera o de segunda, históricas o de nuevo cuño, los representantes de los partidos políticos nacionales en cada región y, por supuesto, los líderes de los partidos regionalistas y nacionalistas de las futuras regiones autonómicas, se miraban de reojo y actuaban con arreglo al principio elemental que rige el que, según decía el escritor catalán Fernando Díaz-Plaja en su obra “El español y los siete pecados capitales”, resultaba ser el principal pecado de los españoles: la envidia; yo quiero lo del otro y dos huevos duros más. Y así, en su propia gestación, encontramos la primera clave de la crisis del Estado Autonómico: la muy temprana extensión a todas las Autonomías del régimen competencial previsto inicialmente sólo para las comunidades “históricas”, en lo que se conoció como la “doctrina del café para todos”.
            El “café para todos” se fundamentaba en la convicción, fruto de un oportuno autoengaño, de que la Constitución no había establecido dos tipos distintos de Comunidades Autónomas, sino dos vías diferentes de acceso a la autonomía, una directa, prevista en el artículo 151, y otra indirecta regulada en el artículo 143 de la Constitución, que establecía un período transitorio de cinco años de adquisición gradual de competencias. La generalización del régimen competencial estuvo además precedida por la implantación generalizada del modelo organizativo del ente preautonómico catalán, que incluía la existencia de un parlamento regional. El resultado fue el que es: un parlamento nacional y diecisiete parlamentos autonómicos, todos ellos provistos de capacidad legislativa.
No obstante, este efecto homogeneizador del sistema se vió fuertemente contrarrestado desde un principio por la tensión diferenciadora que ejercían principalmente los partidos y gobiernos nacionalistas y, en no menor medida, por el que podríamos denominar “efecto contagioso” de la ampliación del techo competencial, que impulsaba constantemente a las regiones no nacionalistas a exigir iguales o mayores competencias que las logradas por Cataluña o por el País Vasco, en lo que  ha constituido una de las grandes paradojas del sistema autonómico: la homogeneidad de la heterogeneidad.  A ello tampoco resultaría ajeno el hecho de que, en su temprana sentencia de 5 de agosto de 1983, el Tribunal Constitucional ya apuntara maneras al declarar inconstitucional la mayor parte de la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que de esta manera se quedó en LOAPILLA), que había sido promulgada precisamente para ajustar el desmedido apetito competencial de las Comunidades Autónomas y reequilibrar así el proceso descentralizador con la salvaguarda del núcleo central de competencias del Estado, que son las garantes del interés general y de los conceptos de unidad y de soberanía nacional. Esta tensión permanentemente alimentada entre homogeneidad y diferenciación, entre pluralidad y unidad, convirtió el inacabable proceso de descentralización política en una acelerada desintegración del núcleo central de poderes del Estado que aún continúa y que, sin embargo, difícilmente habría ocurrido en un Estado Federal.
Y así, el  proceso de desarrollo del Estado Autonómico se convirtió en una especie de baile de la yenka, aquel ritmo un tanto soso de los sesenta que causó furor en la españa franquista, tal vez porque su estribillo resultaba democráticamente amenazador para el régimen: “izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, un, dos, tres”. Enloquecidos por el sonido estridente de la melódica, aquella flauta con teclas, y cegados por las luces parpadeantes, nadie quiso ver que el último movimiento del baile, el “un, dos, tres”, situaría al danzarín fuera de la pista.
Como ven, de aquellos polvos, estos lodos.

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