martes, 8 de octubre de 2013

Otra vez Lampedusa, otra vez Francisco



(Artículo publicado el 8 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


Hago un paréntesis, que no sé si será corto o largo, en la serie de artículos que comencé hace un par de semanas sobre la crisis del Estado autonómico. Y es que las cosas se suceden demasiado deprisa para la cadencia semanal de mis escritos y me aprietan las ganas de comentarlas. La culpa realmente no es del Cha-cha-chá, sino que la tienen a partes iguales tres artículos que he leído este fin de semana.
El primero de ellos estaba firmado por Domingo Serrano y ha sido publicado en la sección Libremercado de Libertad Digital. Me lo puso delante de las narices mi amigo Francisco Giménez Gracia, con quien comparto lecturas y escrituras y, en muchos casos, pensamiento. No se pierdan su bitácora “Por nadie pase”. Habla Serrano de nueve claves para curar la pobreza, todas ellas relativas a la libertad de mercado, a la que atribuye la reducción de la pobreza extrema en el mundo. Es cierto que desde 1980 el número de personas en el mundo que viven con menos de 1,25 dólares al día ha descendido de 1.900 a 1.200 millones, lo que no es poco, pero no es menos cierto que esa reducción coincide también con la acentuación de la conciencia social crítica y con el aumento de las ayudas al desarrollo, a las que Serrano critica abiertamente haciendo suyas las palabras de Dambisa Moyo, una economista de Zambia que publicó hace unos años un libro titulado Dead Aid, en la edición española, Cuando la ayuda es el problema. Tengo la impresión de que las ayudas al tercer mundo sin facilitar al mismo tiempo la implantación del libre mercado son, en efecto, una parte del problema, pero creo también que la libertad de mercado sin la luz de la conciencia social crítica y sin un sistema de ayudas financieras al desarrollo, son la otra parte del problema. Con todo, algo falta en el diagnóstico.
El segundo artículo al que me refiero es el que ha publicado otro buen amigo, Miguel López Bachero, bajo el título Lampedusa como metáfora. Miguel, cuya conciencia social permanentemente inquieta le hace estar siempre trabajando en la búsqueda de respuestas −ahí tienen ustedes sus magníficos foros de opinión−, escribe precisamente acerca de la conciencia social. “¿Qué cosas, de las que pensábamos que jamás toleraríamos, aceptamos hoy sin escrúpulos, o incluso miramos con indiferencia?”, se pregunta. Miguel, como tantos de nosotros, se indigna con la escasa atención que los medios de comunicación han prestado a la tragedia reciente de Lampedusa, “la muerte en condiciones dramáticas de tantas víctimas inocentes del desorden establecido”. Las pocas noticias se han referido, además, a las desvergonzadas intervenciones de los poderes públicos, destinadas básicamente a eludir responsabilidades. “Lampedusa se ha convertido ya en una metáfora, en un símbolo de nuestra conciencia moral y de nuestra escala de valores como europeos”, concluye el articulista. A mí se me ocurre pensar que tanto los medios de comunicación, cuanto los políticos que nos representan, no son más que el reflejo de la sociedad a la que sirven. Los medios que destacan las frívolidades de Berlucosni sobre la realidad de los cadáveres de Lampedusa, no son tan diferentes de aquellos de nosotros, entre los que para mi vergüenza me incluyo, que se enfadan cuando un mendigo les estropea el aperitivo al pedir una limosna para comprar pan. Podemos ser conscientes de las necesidades del tercer mundo, pero algo nos sigue faltando cuando estamos ciegos ante las del que tenemos al lado.
 El tercer artículo, Francisco, regalo de Dios, es el de la respuesta que faltaba. Se trata de una cuenta más del rosario de pétalos de rosa que son los esperanzadores artículos de Juan Fernández Marín, el buen cura Juan, el cura del Hospital. Escribe Juan sobre la gran simpatía que ha despertado el Papa Francisco, no sólo entre los creyentes, sino también entre quienes se encuentran hoy alejados de la fe. El Papa Francisco, nos dice Juan, “está introduciendo en el mundo el buen olor del Evangelio”, al tiempo que su forma de ser y de vivir, su humildad y su cercanía a los más pobres −y su militancia jesuita, diría yo−, proclaman que “lo que no es humano no es ni puede ser cristiano”. El cura Juan ha visto mucho de lo bueno y de lo malo que tiene el mundo, se ha encarado con la muerte y ha hecho que muchos moribundos, a quienes ha llevado consuelo y esperanza, la afronten en paz; él mismo ha salido de las sacristías para estar cerca de la miseria y del sufrimiento de los hombres, y sus ropas sencillas de sacerdote están impregnadas del olor de las ovejas, del dulce olor del Evangelio. Por eso entiende muy bien lo que dice Francisco y comparte con él la convicción de que “en la Iglesia son necesarias reformas serias y profundas para ser espejo vivo del Evangelio de Jesucristo”. No basta, pues, con las reformas estructurales o con un renovado lenguaje de signos si éstas no  van acompañadas de un cambio personal, que Juan resume con una frase sencilla: “volver a Jesús”.
Mientras que los políticos se afanaban en encontrar culpables de la tragedia de Lampedusa lo más alejados de ellos mismos −alguno incluso llegó a apuntar miserablemente con el dedo a los propios inmigrantes que huían de la pobreza, de la guerra y del hambre−, Francisco, lejos de los discursos grandilocuentes acerca de lo que deberían hacer las instituciones y los poderes públicos, se avergonzó de lo que constituye un nuevo episodio de indiferencia y de desprecio.
Nada de lo que hagamos es suficiente, ni el fortalecimiento del libre mercado ni el incremento de las ayudas al desarrollo, ni la generalización de la conciencia social ni la sustitución de unos políticos o de unos medios de comunicación por otros. La clave está en que cambiemos nosotros. Y el modelo, válido para creyentes y para no creyentes, nos lo está ofreciendo el Papa Francisco.
Ya no hay excusa.
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