martes, 16 de noviembre de 2010

Las leyes del Papa

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(Artículo publicado el 16 de noviembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






En su homilía laicista del pasado domingo Zapatero, el nuevo Atila, dijo una obviedad que, de tan obvia, es tramposa, pues nadie ha dicho lo contrario: que en España las leyes las hace el Parlamento y no el Papa. Quiso referirse, tal vez, a un hipotético parlamento en el que no estuviesen representados las decenas de millones de ciudadanos españoles que se declaran católicos, muchos de ellos votantes, simpatizantes e, incluso, militantes socialistas, o a un parlamento que viviese de espaldas al sentir de un amplio sector de la sociedad, precisamente el sector de creyentes católicos al que el Papa dirige sus mensajes apostólicos y no apostólicos, pero en cualquier caso morales. Como hoy no puedo escribir mucho, pues tengo cita con el médico, recurriré al viejo truco de citarme a mí mismo, por no decir que me dispongo a refreír un artículo publicado hace tres años, pero que conserva una extraña actualidad. Se titulaba Jesús de Nazaret, y en él ponía de manifiesto cuáles son, miren por dónde, las leyes del Papa.



Jesús de Nazaret. Así se titula el libro que tengo entre mis manos. Lo empezó a escribir el Cardenal Joseph Ratzinger y ha terminado de hacerlo el Papa Benedicto XVI. Es, por tanto, el último de uno y el primero del otro. Habla del hombre que fue Jesús a la luz de los textos históricos y lo hace para acreditar su naturaleza de Hijo de Dios, de Dios mismo. «Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia», escribe en el Prólogo. «¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios?», se pregunta más adelante. Ratzinger es un teólogo, un teólogo excepcional y un excelente escritor y, como tal, sus palabras gozan de una autoridad generalmente aceptada. Tal vez por ello ha querido dejar claro que el libro «no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal “del rostro del Señor”». Y añade que «por eso, cualquiera es libre de de contradecirme».



No seré yo quien haga un análisis exegético y teológico de sus palabras, que para eso tiene doctores la Iglesia, ni tampoco voy a hacer una crítica literaria del libro, pues las Letras también tienen doctores para ello. Me voy a limitar a destacar algunas frases recogidas en el capítulo dedicado a Las Tentaciones de Jesús, pues éste, el de las tentaciones que sufrió Jesús en el desierto, siempre fue un pasaje evangélico que me confortó en mi imperfecta condición humana: Jesús, el Hijo del Hombre, también fue tentado.



Escribe Ratzinger que en los Evangelios de Lucas y de Mateo «aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras». Ratzinger es valiente y señala ejemplos de plena actualidad: «Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de Él con su orgullo de sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual» Y añade: «Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan». Advierte Ratzinger que «la arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios». Y de esa tentación no exime Ratzinger a la propia Iglesia: «En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder». «El imperio cristiano o el papado mundano no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación». Hoy, «el tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales». Y, así, «si quería ser el Mesías, debería haber traído la edad de oro», diría la tentación. «Pero Jesús nos dice también lo que objetó a Satanás, lo que dijo a Pedro y lo que explicó de nuevo a los discípulos de Emaús: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad en absoluto».



«¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?», se pregunta el hoy Papa Benedicto XVI. «La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios». «Ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino: la fe, la esperanza y el amor». Con toda la claridad”.



Y éstas son las únicas leyes del Papa, añado hoy.


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