martes, 21 de septiembre de 2010

El faro del fin del mundo

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(Artículo publicado el 21 de septiembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)





El penúltimo episodio de la Reconquista se ha librado en las costas de Águilas. Claro que no me refiero a la que inició Don Pelayo en Covadonga, sino a la que empezaron los moros al día siguiente de la caída de Granada, la reconquista de Al-Andalus, ya saben esa provincia sarracena que figura en el mapa de Eurabia que tiene colgado el rey de Marruecos en la cabecera de su cama. La Meca es ya La Isla y el minarete se ha convertido en faro, lo que en cierto modo me parece muy bien, pues nos hemos librado de que, en un exceso de corrección política, la discoteca fuera rebautizada como El Vaticano y el minarete se transformara en un campanario con su crucecita y todo. Tengo para mí que los signos religiosos son respetables sea cual sea la creencia a la que representen y que una discoteca es cualquier cosa menos un lugar que se caracterice por el respeto a algo que no sea el desmadre y el jolgorio. Lo triste de esta historia es que esta escaramuza no la ha ganado el sentido común o el respeto a los sentimientos religiosos de las gentes, sino el miedo a las amenazas del radicalismo islámico. Por eso, lo que pudo ser simplemente una cuestión de respeto se convirtió en el penúltimo episodio de una guerra perdida de antemano. La primera reconquista se ganó porque Don Pelayo desenvainó la espada y esta se perderá precisamente porque quienes la han desenvainado han sido los otros.





Suenan campanas electorales, pero no se engañen. No se trata de las elecciones autonómicas y locales, que esas ya están ganadas o perdidas por quienes las tienen que ganar o perder. A lo sumo, se pondrán en juego unos pocos concejales y diputados autonómicos que apenas influirán en el mapa político. La contienda política de verdad está planteada respecto al gobierno de España, hasta el punto de que cada voto será vital para que los socialistas conserven el poder o para que lo pierdan en favor de los populares, pues ya se sabe que las elecciones no las gana la oposición sino que las pierde el gobierno. Toda el esfuerzo político y no político de las dos grandes formaciones está dirigido desde anteayer, no a alcanzar el poder autonómico o local aquí o allá, sino a hacerse con el gobierno del estado, que ahí está la moya. Por eso, como dijo el Rey a Don Rodrigo, cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras.





Se acerca el otoño y se huele a libro. Eso es lo que tienen los libros tradicionales sobre los digitales, que satisfacen casi todos los sentidos, excepción hecha del gusto, aunque nunca se sabe. Hay quienes confunden el libro con la información que contiene. Ésta, la información, puede ser servida en soportes diferentes, tradicionales o o modernos y visuales o sonoros. Pero el libro es otra cosa. Cuando un libro carece de información se llama cuaderno y no es un libro y cuando una información no está impresa en un libro, pues tampoco es un libro, El libro, cada libro, tiene alma y vida propia, respira y enferma, huele a su propio perfume y se deja acariciar en forma diferente a otro libro. El libro puede que nazca igual a otro, pero al cabo de un tiempo cada libro es único. El libro te es fiel si le correspondes. El libro envejece contigo y te acompaña todo el camino y, cuando tú te vas, él se convierte en tu huella. Tengo muchos libros antiguos, de poco valor económico pero todos con cierto atractivo estético y literario, que he ido comprando en las ciudades que he visitado. Uno o dos en cada ciudad. Son libros usados, muchos de ellos firmados por uno e incluso dos de sus anteriores propietarios. Todos me cuentan alguna historia más allá de la que figura impresa en sus páginas, ésta, en ocasiones, incomprensible para mí pues están escritos en el idioma de la ciudad visitada. La otra historia es la que se esconde detrás de la firma manuscrita, de una dedicatoria, del ex libris que alguien imprimió o pegó con goma en la camisa del libro o en su portadilla. En ocasiones encuentro un billete de metro o de tranvía que alguien usó como señal. O una hoja seca de roble entre las secas hojas del libro. Y siempre encuentro en ellos un camino hacia alguna parte e, incluso, el título de mi artículo.


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