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Como alguien escribía hace unos días en estas mismas páginas, el otoño es un tiempo que nos apena emocionalmente, que nos carga de pesadumbre, esa “pesambre” del habla antiguo. Supongo que así debe ser tras la explosión de vida primaveral, madurada luego por el verano. En otoño los días se acortan y el cuerpo sufre como una sensación de destemplanza antes de que nos decidamos, por fin, a guardar la ropa de verano y recuperar la de abrigo, escondida en el fondo del armario. Una tarde, al levantar la vista del libro, nos sorprendemos de haber buscado cobijo bajo los faldones de la mesa camilla, mientras la luz otoñal, que se va haciendo más tímida y descolorida, más empañada pero también menos hiriente, nos aboca al recogimiento y a la introspección. Los recuerdos se desgranan lentamente, uno a uno, como hojas de otoño, unos te hacen sonreir, otros te entristecen.
Era el entierro del padre de un amigo. En el pequeño cementerio se agrupaban los deudos y familiares en torno a la fosa recíén abierta. El sepulturero se afanaba en las tareas propias de su oficio, ayudado por un par de vecinos de esos que, sea entierro o boda, se ofrecen a ayudar en lo que sea menester. Volvía el enterrador cargado con una pila de ladrillos e intentó bajar a la fosa ocupada por uno de los vecinos ayudantes. Muy cumplido, el sepulturero le preguntó: “¿Me permite usted?”, a lo que el vecino, no menos cumplido, le respondió desde el fondo de la fosa: “No faltaba más, está usted en su casa”. Un ligero escalofrío recorrió nuestras espaldas antes de que estallaran las risas a duras penas contenidas.
Y, balanceándose, cayó una hoja de otoño.
Conocí a Mariano Yúfera, aquel que fuera alcalde de Mazarrón, hace muchos años, mucho antes de que, con ocasión de la elaboración del Estatuto de Autonomía, propusiera para
Y el viento levantó del suelo otra hoja de otoño.
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