martes, 28 de octubre de 2014

Párate a pensar


Sus padres han muerto por el ébola. Está en tratamiento. No se llama Excalibur.
No se llama Teresa. No se queja. No es nadie.

(Publicado el 28 de octubre de 2014 en La Opinión de Murcia)







             Vivimos mirándonos el ombligo. El mundo va bien si a mí me va bien. Eso sí, aunque me vaya bien me indigno porque no me va tan bien como quisiera o porque no me va tan bien como les va a otros, lo que sin duda es indignante. Sobre todo, la indignación me asalta a la hora del telediario nuestro de cada día, cuando me sirven imágenes y noticias debidamente procesadas, edulcoradas y predigeridas para que me indignen lo suficiente pero sin llegar a cortarme la digestión. Y es que, como decía aquel sabio amigo mío, en España cada uno va a lo suyo excepto yo, que voy a lo mío.
                Y luego está el vértigo. Todo va muy rápido porque todo está diseñado para vaya muy rápido, como los coches de carreras. A una noticia la sucede otra, y luego otra y otra, sin darnos tiempo apenas para pensar en cualquiera de ellas. Incluso el efecto de la noticia escrita dura tan sólo veinticuatro horas porque, a la catástrofe de un día, la sucede en nuestra atención la catástrofe del siguiente.
                De manera que vivimos mirándonos vertiginosamente el ombligo. Tal vez por eso no nos paramos a pensar en cosas como éstas.
                La foto que ilumina este artículo, y que de alguna forma le da el título, es la de un niño negro contagiado de ébola, que está sentado encima de un colchón desnudo mientras lo contempla alguien enfundado en un traje protector. El pie de foto con el que circula por algunas redes sociales reza lo siguiente: “Sus padres han muerto por el ébola. Está en tratamiento. No se llama Excalibur, no se llama Teresa, no se queja. No es nadie”. Occidente ha necesitado un par de muertos occidentales y unos cuantos contagios en su entorno antes de pararse a pensar en los miles de muertos que la enfermedad ha ocasionado en África e,  inmerso en el vértigo que gira en torno a  su ombligo, sigue sin pensar (no es noticia en los telediarios, casi nadie habla de ello, corta la digestión) en los dos millones de muertos que provoca anualmente la malaria, de los que las tres cuartas partes son niños.
                La Alta Corte de Lahore ha confirmado la pena de muerte por ahorcamiento de Asia Bibi, la cristiana que fue condenada hace cinco años en Pakistán por blasfemar contra el Islam o, dicho de otra manera, por la profesión pública de su fe cristiana. Aún hoy, tras cinco años de esperanzas frustradas, continúa abrazada a su fe: “Todavía me aferro con fuerza a mi fe cristiana y me nutro de la confianza en Dios, mi Padre, que me defenderá y me devolverá la libertad”. Apenas se habla de ella, como apenas se habla de los miles de cristianos que son asesinados cada año en el mundo por el simple hecho de serlo. Millones de cristianos están siendo perseguidos, pero Occidente continúa mirándose el ombligo vertiginosamente.
                A finales de los años cincuenta, muchas mujeres europeas y españolas tomaron por prescripción médica un novedoso medicamento contra la molestias del embarazo llamado Talidomida, producido y comercializado por la farmacéutica alemana Grünenthal Pharma, a resultas del cual varios miles de niños y niñas nacieron con gravísimas deformaciones físicas en sus extremidades. Las madres alemanas fueron indemnizadas y los niños y niñas alemanes, nacidos sin pies y sin manos, continúan cobrando sus pensiones. Las miles de madres y los varios miles de niños y niñas españoles nacidos con deformidades, no. Hace unos meses, un tribunal condenó a la farmacéutica a pagar una indemnización a las víctimas que la habían demandado, pero la Audiencia Provincial de Madrid ha anulado la sentencia al entender prescrito el derecho a reclamar. Tal vez haya sido un razonamiento irreprochable desde el punto de vista  legal el que ha llevado a los jueces a anular la sentencia. Tal vez haya sido también una razón legal impecable la que ha mantenido al Ministerio Fiscal en silencio durante todos estos años. Tal vez sea una invencible razón económica y legal la que impide que el Estado indemnice a las víctimas de la Talidomida. Pero legales o económicas, de conveniencia o de vértigo umbilical,  ninguna de ellas es una razón justa.
                Recordaba el otro día un sacerdote jesuita que, cuando hablamos de aquellos que nada tienen, de los desposeídos de la tierra, precisamente porque “lo suyo” es no tener nada la justicia no puede ser únicamente el “dar a cada uno lo que es suyo” (el “suum cuique tribuere” de Ulpiano), sino que se ha de entender “lo suyo” como aquello que resulta necesario para no quebrantar la dignidad humana. La dignidad del niño de la foto, la dignidad de la mujer creyente, la dignidad de las víctimas de la Talidomida.
    Es justamente en la dignidad del niño, de la mujer y de la víctima en la que se encuentra ese Dios al que, cuando sólo lo buscamos vertiginosamente en nuestro ombligo, juzgamos ausente.
     Porque Dios está en ellos.
.

No hay comentarios: