martes, 4 de noviembre de 2014

Shackleton y Cía


El mar de Weddell. Ilustración de William Grill en "El viaje de Shackleton"

(Publicado el 4 de noviembre de 2014 en La Opinión de Murcia)

          Tras un largo y cálido verano ha llegado el otoño, esa estación en la que la luz se suaviza y volvemos a cubrir civilizadamente nuestros cuerpos casi desnudos. Es el momento en que las frutas de verano, coloristas y casi líquidas, dejan paso a las de invierno, cítricas como las mandarinas y terrosas como las manzanas. El cambio de hora nos aproxima a los tiempos oscuros y fríos del invierno y son los árboles y no las gentes quienes ahora se desvisten de sus hojas. Los parques y paseos se vacían y la vida se vuelve más hogareña, más abrigada y recogida. Tal vez por ello el otoño es también tiempo de nuevos libros.
                Ayer salí en busca de uno. Se trata de “El viaje de Shackleton”, de William Grill, editado por Impedimenta. El libro, maravillosamente ilustrado por su autor, narra, casi muestra, el segundo viaje antártico que realizó el explorador británico Sir Ernest Shackleton entre 1914 y 1917, mientras la vieja Europa, y con ella el mundo, se desangraba a orillas del Marne. El viaje, bautizado como Expedición Imperial Transantártica, fue posiblemente el último de los viajes de descubrimiento de una época que llegaba a su fin. Los grandes imperios de la Europa Central cayeron y con ellos se fue para siempre el espíritu romántico de los descubrimientos del siglo XIX. En todo cuanto se ha hecho después por conocer nuevos mundos, el del espacio o el de las profundidades del mar, la tecnología ha prevalecido sobre el hombre. No quiero decir con esto que Yuri Gagarin o Neil Armstrong no fueran héroes conocidos y aclamados por todos, que su esfuerzo personal no contribuyera decisivamente al éxito de las hazañas que protagonizaron y que sus nombres no estén inscritos con letras doradas en la historia del hombre, como lo están igualmente los nombres de sus naves, el Vostok 1 y el Apolo XI. Afirmo, sin embargo, que sus viajes fueron posibles por los avances de la tecnología más allá de la voluntad de sus protagonistas y que, por ello, apenas resulta creíble calificarlos como viajes de aventuras. Por el contrario, los viajes antárticos de Robert Falcon Scott, de Ronald Amundsen y de Ernest Shackleton, los nombres de sus barcos, el Discovery, el Fram o el Endurance, o la malograda expedición de Sir John Franklin en busca del Paso de Noroeste a bordo del Erebus y el Terror, perdidos en los hielos del Norte al igual que todos sus tripulantes, forman parte de las grandes aventuras cuya evocación sigue provocando la admiración y el respeto de todos.
                A diferencia de lo ocurrido con la trágica expedición de Franklin, Shackleton logró regresar a Inglaterra con todos sus hombres tras sobrevivir dos años en la banquisa de hielo después de que su barco, el Endurance, quedara aprisionado y se hundiera finalmente por la presión de los témpanos. Mientras que la mayor parte de los marinos y científicos aguardaban en el campamento instalado en la Isla Elefante, Shackleton y cinco de sus compañeros se hicieron a la mar en un bote de apenas seis metros de eslora para tratar de llegar a las estaciones balleneras de la isla de Georgia del Sur, situada a casi mil trescientos kilómetros de distancia. Después de cuatro semanas de travesía por uno de los mares más peligrosos del mundo lograron alcanzar la estación ballenera y rescatar a quienes habían quedado atrás. Shackleton murió seis años después en el curso de su último viaje a la Antártida y está enterrado en el pequeño cementerio de Grytviken, en la Georgia del Sur.
                No es difícil que yo sucumba ante la idea de hacerme con un libro, casi siempre de manera legal, aunque, como dijo aquel bibliófilo a un amigo que le había pedido prestado un libro con la promesa de devolvérselo, “mis estanterías están llenas de promesas de ese tipo”. Sin embargo, la tentación de comprar el libro de Grill, casi un cómic realmente, me la ha inoculado por una parte la noticia del hallazgo entre los hielos antárticos del diario manuscrito de uno de los miembros de la expedición de Scott, el testimonio congelado durante un siglo de uno de aquellos hombres que renunciaron a todo, incluso a la vida, para alcanzar la gloria. Y, desde luego, ha habido otra razón.
Mi avispado y nunca bien pagado Lector Malasombra se preguntará a esta alturas a cuento de qué, con la que está cayendo en España en general y en Murcia en particular, estoy leyendo y escribiendo acerca de libros de aventuras, expediciones antárticas, tierras vírgenes, hielos impolutos y héroes románticos.
Pues por eso mismo, querido, por eso mismo.
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