martes, 6 de noviembre de 2012

Hacia un mundo nuevo que, en realidad, es el viejo mundo




(Artículo publicado el 6 de noviembre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)



¿Qué es el distributismo?, pregunto.
Comprendo el desasosiego de mi querido lector Malasombra cuando, dejando delicadamente en el plato su tostada con aceite y ajo restregado, haya pasado la página de este mismo periódico dispuesto a martirizarse con la lectura de mi artículo y, tras el prometedor título, se haya encontrado con esta pregunta. Luego le echará la culpa al ajo. También comprendo que no es para menos, pues todas las palabras que acaban en –ismo son altamente preocupantes. Capitalismo, fundamentalismo, socialismo, comunismo, feminismo, machismo, catolicismo, ateísmo y un largo etcétera, son conceptos que antes o después nos alteran el pulso. No, no se me escandalicen los católicos militantes por la inclusión del catolicismo en esta relación, pues el propio Jesús nos dice en el Evangelio (Mat. 10-34) que no ha venido a traer paz a la tierra, sino espada.
            Estamos sumidos en la madre de todas las crisis, una crisis que no ha empezado ahora con la quiebra del sistema capitalista, sino que empezó hace algún tiempo cuando se hizo añicos el sistema aparentemente opuesto, el socialismo. Pero ocurre que ambos sistemas no sólo no eran opuestos sino que formaban parte de una misma realidad, la concentración del poder en manos de unos pocos. Mientras el capitalismo había tendido a concentrar la propiedad y el poder económico en manos de unas pocas corporaciones manejadas a su vez por unos pocos, el socialismo hizo lo propio en manos del Estado, que era manejado por la élites de poder, es decir por otros pocos. En ambos casos fueron excluidos los mecanismos de limitación del poder, la justicia y la democracia real, y en ambos casos el individuo quedó reducido a una posición de servilismo cuando no de auténtico esclavismo. La concentración del capital, de la propiedad y del poder, sea en el sistema capitalista, sea en el socialista, tuvo siempre como consecuencia el empobrecimiento del individuo y de las familias.
Una vez que ha ocurrido todo esto, los esfuerzos del poder político ―que, no lo olvidemos, gravitan sobre la sociedad en su conjunto y sobre el individuo en particular―, han estado orientados a la recuperación del mismo escenario que había quebrado: más ayudas económicas al sistema financiero, según los unos, o más recursos destinados al estado de bienestar, según los otros. Por su parte, la reacción de la sociedad civil apenas ha quedado plasmada en una estéril y menguante llamada a la indignación: Indignez vous!
            Frente a todo ello, la vieja teoría del distributismo, formulada por G.K. Chesterton  y por Hillaire Belloc y presente en la literatura de autores católicos de principios del siglo pasado como J.R.R.Tolkien (es el sistema de La Comarca hobbit), recupera su vigencia. El distributismo no es más que un sistema, tal vez ni siquiera sea un sistema, basado en el humanismo liberal y en la doctrina de la justicia distributiva acuñada por la Iglesia Católica, y esencialmente recogido por Benedicto XVI en su encíclica Caritas in Veritate como economía alternativa. En palabras de John Médaille, profesor de Teología de la Universidad de Dallas y autor de Toward a Truly Free Market: A Distributist Perspective on the Role of Government, Taxes, Health Care, Deficits, and More, el distributismo busca construir “una sociedad de hombres y mujeres propietarios libres, conscientes de sus derechos y con los medios para defenderse contra las tendencias centralizadoras tanto del Estado como de las corporaciones”. En general, una sociedad distributiva requiere de un gobierno más pequeño, de un sector público más reducido cuyos poderes se distribuyen racionalmente entre todos los niveles de la sociedad. Una sociedad distributiva se articula en formas diversas, desde la pequeña propiedad individual hasta la comunal, pasando por la propiedad cooperativa, tal vez el ejemplo tangible más exitoso. El distributismo se asienta en dos principios: por un lado, en el de subsidiariedad, de tal suerte que las decisiones radican en el nivel organizativo más simple, en la familia, y únicamente cuando ésta se ve desbordada actúa el nivel organizativo superior; por otro, en el principio de solidaridad, que exige que las decisiones tengan siempre en cuenta a los miembros más débiles y vulnerables de la sociedad.
            Hay quien tacha de utópico al distributismo y quien lo señala como un ejercicio de buenismo o de ingenuidad, pero lo cierto es que los mayores cambios ocurridos en el mundo, los cambios que han dejado la huella más profunda, lo han hecho de manera ingenua y en algún caso, como el cristianismo, con la ingenuidad de un niño. Aferrados a Keynes y a Hayeck, harán mal los banqueros conservadores y los revolucionarios progresistas en despreciar los sistemas alternativos. Sabemos desde dónde hemos entrado al túnel, precisamente de la mano de estos dos insignes economistas, pero no sabemos ni cuándo saldremos de él ni cuál será el paisaje que vislumbremos a su término. Tal vez el mundo nuevo al que nos dirigimos no sea más que el viejo mundo de ayer.
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