martes, 30 de octubre de 2012

La muerte de un librero


(Artículo publicado el 30 de octubre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


De ser otras las circunstancias, la muerte de un librero a finales de octubre no sería más que una coincidencia macabra porque el otoño es, además de tiempo de difuntos, tiempo de libros. Pero en esta ocasión la muerte ha sido especialmente cruel.
El suicidio de José Miguel Domingo, un modesto librero del barrio granadino de La Chana, ocurrió poco antes de que los agentes judiciales auxiliados por la Policía procedieran a ejecutar el desahucio de la humilde vivienda que habitaba, justo encima de la librería. Durante la Gran Depresión de 1929 también hubo suicidios pero, sobre todo al comienzo, se trató en su mayoría de financieros y banqueros arruinados que se lanzaban al vacío desde las azoteas cercanas a Wall Street. Luego les siguieron muchos otros ciudadanos desesperados, incapaces de afrontar el hambre y la pérdida de los bienes más indispensables, como el empleo, la casa o los muebles. En esta crisis no ha habido suicidios de banqueros arruinados, entre otras razones porque el Estado y los poderes públicos han acudido en ayuda del sistema financiero, en tanto que los gestores del sistema se habían protegido con indemnizaciones millonarias. En España la ola suicida se ha centrado en la más modesta de las clases medias, en la de los trabajadores autónomos y pequeños empresarios, propietarios de pequeños negocios de barrio que han visto como se derrumbaba el sueño de toda una vida.
                Aquellos de mis lectores que acostumbran a sonreír con mis artículos habrán de perdonarme porque esta vez no haya escrito un artículo divertido. Todos sabemos que a nuestro alrededor está sucediendo un tremendo drama humano en el que cinco millones y medio de personas están sin empleo y centenares de miles de familias tienen en el paro a todos sus miembros. Una enorme parte de la población española vive, o malvive, por debajo del umbral de la pobreza y los comedores sociales no dan abasto. A diario se ejecutan en España más de trescientos cincuenta desahucios por falta de pago, lo que supone que muchas familias que lo habían perdido casi todo, han perdido también su hogar. Pero claro, esto de las cifras ―y les aseguro que las hay mucho peores, que ustedes conocen tanto como yo―, es algo más bien frío y distante, pues el simple dato estadístico o demográfico no otorga a los afectados caras y rasgos físicos que podamos identificar.
En los campos de concentración, y no solo en los nazis, el prisionero no tenía nombre ni apellidos. Tan sólo llevaba un número tatuado en el brazo o cosido en la espalda de la chaquetilla, en aplicación extrema de la antigua técnica carcelaria consistente en privar de identidad y, por tanto, de rasgos humanos al prisionero. Si ustedes visitan en Internet la página DÖW.at del Centro de Documentación de la Resistencia Austríaca (Dokumentatiosarchiv des Österreichischen Widerstandes) podrán ver que hay una base de datos de los más de sesenta y tres mil judíos austríacos que fueron víctimas del nazismo. En la base de datos hay una sección titulada Nicht mehr anonym que contiene 4.600 fotografías procedentes de los archivos de la Gestapo, destinadas entre otras cosas a dotar de rasgos humanos, de caras, a humanizar en definitiva, a las víctimas anónimas del nazismo.
Lo que ha ocurrido con la muerte por suicidio del librero de Granada ha sido que, de pronto, el dato frío y anónimo de una víctima más de la crisis se ha perfilado en la cara de un hombre de cincuenta y tres años, de expresión bondadosa, que coge del hombro a un amigo mientras sostiene en la mano un quinto de cerveza. Es el librero del barrio de la Chana, el que lleva más de treinta años vendiendo libros a sus parroquianos y libretas a los escolares, y revistas a las amas de casa, y el diario deportivo de los lunes al hincha de turno, y chucherías a los niños, porque esa librería-papelería de barrio es, como todas las librerías de barrio, un poco tienda de todo. Es un hombre corriente, como usted y como yo, como tantos a los que saludamos cada día cuando vamos o venimos del trabajo. Pero José Miguel Domingo no volverá a vender libros, revistas o lápices de colores. Iba a ser desahuciado de su casa humilde, el piso de encima de la librería, y perdió la esperanza y con ella las ganas de seguir luchando. La muerte de José Domingo le ha puesto cara al drama que cada día sufren cientos de personas, que, de otra forma, seguiría siendo un drama anónimo de esos que apenas encuentran eco en las páginas de los periódicos o en los informativos de televisión.
Todos los días cientos de familias son desahuciadas de sus viviendas pero el dato estadístico apenas nos conmueve y, salvo unos pocos, seguimos mirando hacia otro lado. La culpa la tiene el sistema, decimos. Sólo cuando hemos visto la cara sonriente de José Miguel y la modesta fachada de su kiosco de libros, nos hemos dado cuenta de que el dato frío y estadístico alzaba en su mano un quinto de cerveza, exactamente como usted y como yo.
Mientras tanto, impertérrito, el sistema sigue su camino.
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