martes, 20 de noviembre de 2012

Hojas de otoño




(Artículo publicado el 20 de noviembre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


Reconozco que soy poco original cuando escribo que el otoño es la estación de la nostalgia, tal vez incluso me haya copiado a mí mismo, pues ya he escrito acerca del otoño en varias ocasiones. Les confieso que es una estación que me gusta a pesar de que en otoño la vida se retrae, los parques se llenan de hojas caídas y la luz es menos intensa, o tal vez por ello. Vuelve el otoño y con él algunas de sus tradiciones, antiguas y recientes. El Tenorio y Halloween han dado paso a un mes de noviembre extrañamente lluvioso. Tengo que remontarme mucho en la memoria para evocar tantos días seguidos de lluvia y de paraguas, para revivir esa sensación de humedad que impregna incluso las hojas de los libros.
Libros. Este año no ha habido esa feria tan otoñal del libro, nuevo o de ocasión. Tal vez se celebre más adelante pero mucho me temo que la crisis tampoco ha respetado a los libros. Que no haya feria del libro sería un error más, quien quiera que sea que lo cometa, en la desesperante política de ajustes y recortes. Una feria así es poco costosa, del mismo modo que un libro es un obsequio poco costoso que, sin embargo, encierra entre sus páginas algo de mucho valor: una historia, la sabiduría divulgada, un recuerdo, una muestra de afecto, un sueño. Desde hace algún tiempo tengo por fin un lector digital de libros, un ebook, cuya memoria almacena seis o siete mil títulos. No niego su utilidad, en ciertos viajes por ejemplo, pues me permite desplazarme sin necesidad de cargar la maleta con pesados libros, pero en la vida de cada día el ebook no ha logrado sustituir a los libros de carne y hueso, es decir, a los libros de papel, cartón y tinta.
Mientras que los seis o siete mil títulos que almacena el ebook guardan un ominoso silencio, los seis o siete mil volúmenes que rellenan cada hueco de mi biblioteca, cada rincón de mi casa, me saludan y me hablan cuando paso cerca de ellos. Alguno, que he leído varias veces, me tienta una vez más: ábreme de nuevo, me dice, léeme y recuerda, léeme y vive otra vez aquella aventura, siente la caricia de mis manos de papel biblia, el aroma de la piel vieja de mi cubierta, disfruta con el viejo grabado con el que ilustro la historia, y, luego, déjame en el estante, a la vista, para que te pueda saludar al paso y, quién sabe, para que sucumbas de nuevo a la tentación. El viejo libro pertenece a la generación casi perdida de los placeres sencillos, como el payaso.
Ha muerto Miliki, el payaso. Era más cosas, ya lo sé, pero sobre todas era payaso, tal vez el último de ellos. Ha habido y habrá payasos aficionados, los vemos cada día en la política, en la banca, en el trabajo cotidiano, en las cosas hiper serias y ultra sensatas de la vida, pero esas risas ácidas y las lágrimas amargas que nos provocan a los adultos nada tienen que ver con aquellas risas sencillas e inocentes y las lágrimas dulces que generaban en los niños los profesionales de la cara enharinada y la nariz de payaso. Observen cómo ningún niño se ríe con las gracias de los primeros, los payasos de la vida seria, y cómo ningún adulto ha dejado de sonreírse en sus adentros al recordar a Miliki. Con su muerte los adultos nos hemos hecho definitivamente adultos y los niños han perdido un cómplice para ser niños.
Tal vez sean las mayores víctimas de la crisis. Ellos no han tenido culpa de nada, no han solicitado préstamos por encima de sus posibilidades reales, no se han gastado el dinero en sueños imposibles, no han defraudado a Hacienda ni han dilapidado los recursos públicos en festivales y cabriolas políticas. Ellos no han malgastado su tiempo y no han sido ellos quienes han hipotecado su futuro. Hemos sido nosotros lo que hemos malgastado su tiempo y el nuestro, y sin embargo son los niños quienes pagan el precio más caro de la crisis y son ellos quienes lo seguirán pagando después de que nosotros nos hayamos ido. Alguien dijo una vez que “hay más de un modo de cometer infanticidios y uno de ellos es asesinar a la infancia sin asesinar al infante”, y ese alguien fue Chesterton.
Tal vez la solución de todo esto esté precisamente en los niños, de quienes el gordo y católico inglés escribió que no se cansan de lo que los rodea, de lo que es, porque siempre están dispuestos a situarse al comienzo de todo. En su libro Lo que está mal en el mundo, que ya he comentado en alguna ocasión, cuenta Chesterton una historia en la que explica a un tiempo el problema del mundo y su solución:
Hace poco algunos doctores, a quienes la ley permite dictar órdenes a sus más andrajosos conciudadanos, expidieron un decreto acerca de que debía cortarse el pelo a todas las niñas pobres. Alegaban que los padres viven amontonados de tal modo que no se puede permitir que las niñas tengan el pelo largo por temor a los piojos. Por consiguiente, los doctores propusieron abolir el pelo; nunca se les ocurrió abolir los piojos (…) Ahora bien, el objeto y propósito de estas últimas páginas es proclamar que debemos comenzar completamente de nuevo y por el otro extremo. Yo comienzo con el pelo de una niña. Todo lo demás puede ser malo, pero sé que esto cuando menos es bueno. Lo que se oponga a ello debe derrumbarse. Si el propietario y la ley están en contra del pelo de la niña, el propietario y la ley y la ciencia deben derrumbarse.
Con el pelo rojo de una chiquilla del arroyo yo incendiaré la civilización moderna…
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