martes, 28 de enero de 2014

Auschwitz, el icono


En la foto, Heinrich Himmler con su familia
(Artículo publicado el 28 de nero de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)


“Las primeras noticias sobre los campos nazis de exterminio empezaron a difundirse en el año crucial de 1942. Eran noticias vagas, pero acordes entre sí: perfilaban una matanza de proporciones tan vastas, de una crueldad tan exagerada, de motivos tan intrincados, que la gente tendía a rechazarla por su misma enormidad”.





Así comienza Primo Levi Los hundidos y los salvados, tercer libro de su Trilogía de Auschwitz. En enero de aquel año, cuando los ejércitos de Hitler continuaban su avance arrollador por Europa y África, se celebró una reunión en una villa situada a orillas del lago Wannsee, en el suroeste de Berlín, en la que un nutrido grupo de altos funcionarios nazis dirigidos por Reinhard Heydrich y asistidos por Adolf Eichmann trazaron un plan cuyo objetivo era la expulsión de los judíos del espacio vital alemán que incluía la propia Alemania y los territorios ocupados. Dicho plan, en el que fueron sentadas las bases de la deportación y  exterminio masivo de los judíos,  fue conocido con el eufemístico nombre de Endslösung der Jugendgrage, la Solución Final a la Cuestión Judía. Llama la atención la condición de tecnócratas de la mayor parte de los asistentes a la reunión, entre los que había  algunos conocidos juristas como el Dr. Wilhem Stuckart, abogado y coautor de las Leyes raciales de Nüremberg, o el Dr. Roland Freisler, Juez y Presidente del Tribunal Popular del Reich, que se encargó de juzgar y condenar a muerte a los jóvenes estudiantes muniqueses Sophie y Hans Schöll por su pertenencia a la organización universitaria disidente la “Rosa Blanca”, y que presidió igualmente los ignominiosos juicios contra los implicados en el fallido golpe de Von Stauffenberg, durante los cuales fueron terriblemente vejados y humillados. Más adelante comprenderán por qué cito a los participantes en la Conferencia de Wannsee.
Auschwitz es algo más que el mayor campo de extermino de la historia de la humanidad, Auschwitz es un icono que representa la maldad humana en su grado más alto. Auschwitz no es sólo Auschwitz, es también Treblinka y Sobibor; es el signo del Holocausto, el extermino de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, pero es también el símbolo del extermino de los armenios llevado a cabo por Turquía desde 1915 a 1923; de las purgas de Stalin y del espanto helado del Gulag; del autogenocidio perpetrado en Camboya por los Jemeres Rojos de Pol Pot;  de la limpieza étnica ejecutada entre 1992 y 1995 en Bosnia por los serbios de Radovan Karadzic; del intento de exterminio de los tutsis a manos de los hutus en Ruanda en 1994. Auschwitz es el sIgno del Mal.
Ayer, día 27 de enero,  se cumplieron sesenta y nueve años de la liberación del campo de Auschwit por el ejército soviético. Se calcula que fueron más de un millón cien mil las personas que fueron exterminadas en los tres campos principales (Auschwitz, Auschwitz-Birkenau y Buna-Monowitz ) y los treinta y  nueve campos subalternos que constituían el complejo de Auschwitz, entre ellos más de doscientos mil niños. Todos hemos visto alguna vez las montañas de zapatos, de gafas, de pelo, o de prótesis pertenecientes a la víctimas del campo que, con metódica precisión, eran clasificadas y almacenadas antes de su envío a Alemania. Todos hemos escuchado alguna vez  los testimonios de alguno de los escasos supervivientes del campo. Hemos visto en documentales los cadáveres apilados y desnudos, los hornos crematorios, las falsas duchas instaladas en las cámaras de gas, los pijamas de rayas y los números tatuados en los antebrazos de los prisioneros. Auschwitz fue todo eso y mucho más. Los restos del campo situados a cuarenta y cinco kilómetros de Cracovia fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1979.
Y sin embargo lo más escalofriante de Auschwitz no es esta sucesión de imágenes de  horror y muerte, sino el hecho, magistralmente definido como la “banalidad del mal” por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalém, de que quienes hicieron todo aquello, quienes han cometido todas las matanzas espantosas en Armenia, en Ruanda o en Camboya, no son monstruos singulares e irrepetibles, sino gente corriente como usted o como yo, juristas, funcionarios, empresarios, amas de casa e incluso religiosos de una u otra creencia. No fueron diablos rojizos con cuernos y rabo, sino hombres comunes, vecinos del otro lado de la calle, antiguos compañeros de instituto, amantes padres de familia, hijos ejemplares y buenos ciudadanos alemanes, rusos o serbios, a quienes gustaba la cocina de su tierra y se emocionaban con la música de Schubert o de Smetana. Hombres que fueron capaces de escribir para tranquilizar tiernamente a su esposa “ Me voy a Auschwitz. Besos. Tu Heini.”, como hizo Heinrich Himmler.
En su libro, Hannah Arendt concluía lo siguiente: “Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terrorIficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas…”
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2 comentarios:

Isabel Ferrando dijo...

Qué acertado, en serio. Hace poco terminé el libro de Hannah Arendty su meticulosa descripción de todo el proceso e incluso de las formas utilizadas por Eichman y de la posible responsabilidad que pudieran haber tenido las élites judías, y es tremendo.

La Pecera dijo...

Sin embargo, Isa, lo más llamativo y terrible sigue siendo para mí esa convicción funcionarial de Eichmann de estar cumpliendo con su obligación. Si los alemanes hubieran ganado la guerra, Eichmann habría llegado a ministro y el "Método Eichmann" de eficiencia se estudiaría en la universidades. El mal es algo muy cercano y corriente, tanto como el vecino de la esquina. Eso es lo terrorífico.