martes, 4 de febrero de 2014

Diablos emplumados





El Infierno. Tabla del tríptico El jardín de las delicias. El Bosco
   

(Artículo publicado el 4 de febrero de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)


Puedo afirmar con total seguridad que Hieronymus Bosch no conoció a la chicas de FEMEN, al menos en la dimensión de espacio y tiempo en la que vivo. Aclaro a las víctimas de la LOGSE (otro mérito que apuntar a Rubalcaba, por cierto), que este señor Bosch no es el dueño de la conocida y prestigiada  marca alemana de electrodomésticos, sino un pintor flamenco (nada que ver con La Pantoja, queridos míos) que vivió a caballo entre los siglos XV y XVI. Realmente se llamaba Jeroen Van Aeken pero, como su hermano mayor había heredado el derecho a usar el apellido para denominar al taller familiar de pintura, Jeroen latinizó su nombre y usó como apellido el nombre simplificado del pueblo donde nació, Hertogenbosch, operación que a los españoles, habida cuenta de su proverbial facilidad para los idiomas (vean, si no, a nuestros políticos, speculum societatis) les importó un pito porque, del mismo modo que al orgulloso Duque de Marlborough lo transformarían en Mambrú para poder saltar a la comba sin atragantarse, también simplificaron el de Hieronymus Bosch llamándolo simplemente El Bosco, y arreando.
Las pinturas de El Bosco, realizadas en un estilo gótico tardío, eran fiel reflejo de algo tan aceptado por la sociedad de su tiempo como el hambre, la peste o la muerte: que el mundo era un lugar impío que se revolcaba en el fango del pecado y cuya única esperanza de salvación era la fe. Su obra más conocida tal vez sea El jardín de las delicias, un tríptico en madera que forma parte de la excepcional colección del Museo del Prado. La tabla de la derecha (no, la de la derecha del cuadro no, la de mi derecha) está dedicada al infierno. En la parte alta de la tabla un sínúmero de pecadores son conducidos al Averno, apenas iluminado por los fuegos eternos, mientras que en la parte baja  diablos de mil formas y atavíos grotescos torturan de mil maneras diferentes a los condenados: unos son obligados por un diablo con cabeza de pájaro a pasear desnudos bajo una gaita gigantesca que toca otro diablillo, en un tormento que podemos entender fácilmente sólo con darnos una vuelta, incluso vestidos, por cualquiera de las calles céntricas de nuestra ciudad en las que nos asalta el sonido estridente de cientos de acordeones y decenas de instrumentos variopintos, desde la gaita gallega al extraño violín de una sola cuerda que toca en la plaza de Belluga un diablejo chino; algunos otros condenados están atados a diversos instrumentos musicales como arpas o mandolinas, y uno de ellos es obligado además a tocar la flauta con el trasero (con perdón); el uno, está embutido en un tambor, el otro, anda colgado de una llave, y otro más es el badajo de una campana; un diablo con alas de mariposa obliga a un pecador, que lleva una flecha clavada en el culo, a subir por una escala a una especie de pavo relleno donde le aguarda un triste banquete (debe ser el tormento de las almorranas, o “almorroides” que decía una señora que se las daba de muy fina y viajada); otro condenado en bolas sirve de asiento a un demonio vestido de fraile; más adelante hay un diablo en forma de conejo y, más allá, un enorme diablo azul con cabeza de pájaro devora a los condenados y los defeca en un pozo maloliente; perros que devoran, ratas que apuñalan y cerdos con toca de monja forman parte también del infierno avistado por El Bosco.
Pues bien, desde el pasado fin de semana, a estas escenas y a otras similares como las pintadas por Pieter Brueghel el Viejo en El triunfo de la muerte o en La caída de los ángeles rebeldes, o las recogidas en sus grabados de Los siete pecados capitales, les han salido unas firmes competidoras. Ni a El Bosco ni a Brueghel el Viejo se les ocurrió nunca pintar o grabar a seis o siete vociferantes energúmenas, con las tetas al aire serrano, intentando colocar unas bragas en la cabeza patricia de un cardenal de Roma. Ocurrió seguramente que ni uno ni otro habían bebido cerveza suficiente, de ésa de quince o veinte grados que, ya por aquel entonces, preparaban los frailes boticarios (cerevisa monacorum) en  los monasterios y abadías del viejo Flandes.
Llegados a este punto, y ya voy terminando, me pregunto lo siguiente: si por un tartazo a la presidenta de Navarra Yolanda Barcina el fiscal pidió cinco años de cárcel a los aprendices de reposteros, que al final se quedaron en dos, ¿qué va a pedir la fiscalía para estas chicas del bragazo a Rouco Varela? Ah, que aquéllo sí que era un delito, mientras que ésto es una muestra pacífica de la libertad de expresión, ya, ya…
Es lo que me lo temía.
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