martes, 23 de julio de 2013

El báculo de Lampedusa



(Artículo publicado el 23 de julio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)


En el que ha sido el primer viaje de su Pontificado, antes incluso del que le ha llevado a Brasil para estar con los jóvenes, el Papa Francisco ha ido a Lampedusa, una pequeña isla mediterránea situada a mitad de camino entre Sicilia y África a la que cada año llegan miles de inmigrantes africanos huyendo del hambre, de la guerra y de la pobreza, para estar precisamente con ellos, con los más pobres de la tierra, con los que lo han dejado todo y todo lo han perdido, porque hay miles de ellos que han perdido incluso la vida, que se han quedado en el camino sepultados en el mar azul que un día fue la cuna de la civilización. Hombres, mujeres y niños sin nombre, sin rostro, cuya muerte apenas ocupa un lugar discreto en los informativos.
            El Papa ha ido a Lampedusa apoyado en un humilde báculo hecho de madera de cayuco, de la madera todavía húmeda de agua de mar de una de las pateras que yacen abandonadas bajo el sol del mediterráneo. Podría haber rematado esta frase, no como lo he hecho con un punto y seguido, sino con una coma, tras la que habría añadido que se trata del mismo sol que broncea los cuerpos afortunados de millones de turistas que acuden a disfrutar sus vacaciones, del mismo sol del que yo también he gozado este fin de semana en la playa, de un sol que para nosotros es un sol de vida pero que para muchos de los ocupantes de esa patera abandonada ha sido un sol de muerte.  Pero no, es mejor que la frase termine así, sin más subordinadas, porque de lo que trato es de resaltar el báculo de Papa, que es quien con su visita a la isla y con su palabra sencilla ha tratado de remover la conciencia dormida del mundo. Una pobre vara de madera, con los colores blanco y azul de su escudo pintados sencillamente sobre el travesaño horizontal, el cayado de un pastor de almas.
            Francisco no está siendo un Papa al uso. Su Pontificado, apenas comenzado, está lleno de gestos que, lejos de diferenciarlo de los hombres comunes, lo confunden con ellos. Sus zapatos humildes, su reloj de plástico negro, su sencilla cruz pectoral, su austero aposento en Roma, su maleta en la mano al subir al avión, son los mismos zapatos, el mismo reloj, la misma habitación, el mismo equipaje y la misma cruz que usa el más humilde de nosotros. Y todo ello es tan sencillo y tan corriente como su palabra, pues los discursos del Papa Francisco, sus homilías y cartas pastorales y hasta su carta encíclica Lumen Fidei, cuya altura teológica y de pensamiento atribuye sin ambages al Papa Benedicto, están dichas o escritas en el lenguaje llano y sencillo de un pastor o de un hombre de la calle. Y sin embargo, es su mensaje el que no es nada corriente, el que no deja indiferente a quienes lo oyen, el que inquieta y hace que nos removámos incómodos en nuestros asientos.
            En Lampedusa, ante los sin papeles africanos, sobrevivientes de las pateras que se refugian en los centros de acogida de la isla, Francisco ha clamado contra la globalización de la indiferencia frente a los que sufren, de la que dice que nos ha quitado la capacidad de llorar: ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban en la barca? ¿Por las jóvenes mamás que llevaban a sus niños? ¿Por estos hombres que deseaban algo para sostener a sus propias familias? .
Con su lenguaje sencillo, el Papa nos habla de “la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bellas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisorio, que lleva a la indiferencia hacia los demás, es más lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos habituado al sufrimiento del otro, no nos concierne, no nos interesa, no es un asunto nuestro! “. Ante quienes sufren el Papa nos ha recordado que Dios, sin embargo, no es indiferente al sufrimiento de los hombres, y lo ha hecho con la pregunta que el mismo Dios dirigió a Caín, el asesino de su hermano: “¿Dónde está la sangre de tu hermano que grita hasta mí?
            Tal vez pedir perdón, siempre que el perdón se pida sinceramente, sea uno de los actos más valientes que puede realizar un hombre. Francisco lo ha hecho en nuestro nombre y en el suyo, en el de todos nosotros: “Señor, en esta Liturgia, que es una Liturgia de penitencia, pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas, te pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado, se ha encerrado en su propio bienestar que lleva a la anestesia del corazón, te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas. ¡Perdón Señor!”.
            No hace falta que vayamos a Lampedusa. La próxima vez que alguien nos tienda una mano o nos salude desde una esquina, tal vez deberíamos hacernos la pregunta que Francisco se hacía: “¿Quién ha llorado hoy en el mundo? “.
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