martes, 1 de marzo de 2011

Historias de Candilejas

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(Artículo publicado el 1 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



En la calle Enrique Villar de Murcia, enfrente del antiguo cine Teatro Circo Villar, hubo allá por los tiempos de la transición un bar de copas llamado Candilejas. Bueno, no era exactamente un bar de copas tal y como hoy se entienden, sino una especie de café teatro con un pequeño escenario vestido y pintado de negro y armado de un piano de pared algo desafinado, al que era libre de subir quien quería expresar algo, siempre y cuando se lo permitiera el dueño del local, claro. Y ocurría que lo permitió siempre a todos quienes quisieron, músicos y poetas, incluidos los malos poetas y los pésimos músicos, a todos, a derechas e izquierdas, a payos y gitanos y a nacionales y extranjeros (estos últimos eran en la Murcia de aquellos años una extravagante curiosidad). A todos excepto a los borrachos, por quienes el dueño, abstemio recalcitrante, no fumador empedernido y persona de absoluta incorreción política, sentía una especial prevención, y ello pese a regentar un establecimiento en el que las noches eran de alcohol y humo. Su incorrección política le hacía declamar “Adelfos” de Manuel Machado de manera intermitente, es decir, unos días sí y, otros, también:



Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron


-soy de la raza mora, vieja amiga del sol-,


que todo lo ganaron y todo lo perdieron.


Tengo el alma de nardo del árabe español.



Y lo hacía cuando la moda reinante se decantaba fieramente por su hermano Antonio, el cantado por Serrat y por Paco Ibáñez, el llorado por la izquierda renacida, pero también el autor de aquel “Recuerdo infantil” que en la escuela nos hacían recitar para demostrar la importancia de la pausa que impone el punto y seguido, y que lograba que los estudiantes dejaran de estudiar monotonía:



Una tarde parda y fría


de invierno. Los colegiales


estudian. Monotonía


de lluvia tras los cristales.



Antonio, que también así se llamaba, y se llama, el dueño de Candilejas, tenía la voz de trueno educada en el teatro siempre dispuesta a proclamar a los cuatro vientos la superioridad de la poesía de un hermano sobre la del otro, si bien siempre pensé que lo que realmente ocurría era que Antonio se identificaba más con el orgullo antiguo y noble, y algo quijotesco, del árabe español de don Manuel:



De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.


No se ganan, se heredan elegancia y blasón...


Pero el lema de casa, el mote del escudo,


es una nube vaga que eclipsa un vano sol.



que con la lánguida ambigüedad de su hermano don Antonio:



Nunca perseguí la gloria


ni dejar en la memoria


de los hombres mi canción;


yo amo los mundos sutiles,


ingrávidos y gentiles


como pompas de jabón.


Me gusta verlos pintarse


de sol y grana, volar


bajo el cielo azul, temblar


súbitamente y quebrarse.



En Candilejas transcurrieron aquellos tiempos azarosos de la transición, entre copa y copa, verso a verso y canción a canción. Mientras Luis Federico Viudes cantaba fados que él mismo acompañaba al piano, Paco Rabal se quitaba definitivamente el peluquín, lo arrojaba a un rincón y contaba a quien quisiera escucharle cómo perdió la virginidad en la Legión. Jorge Escalante Pitt cantaba chacareras y canciones de vino y farra de Horacio Guaraní y Manolo Muñoz Zielinsky, recordando a Vinicius de Moraes, entonaba con la guitarra la Samba da Bençao saludando con un saraba a cada asistente. Luego, el maestro Ibarra se encaramaba al escenario y lloraba a lágrima viva con su “Abanico blanco, abanico negro”, lo que conseguía invariablemente que Antonio de Béjar, que así se apellidaba y se apellida el dueño de aquel milagro que se llamó Candilejas, dejara lo que estuviera haciendo, se levantara de un salto y, con voz de trueno, exclamara



Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron…



Tenía Candilejas una distribución confusa…


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1 comentario:

Merry dijo...

Me encanta. Guárdalo en la quijotera, promete :)