martes, 8 de marzo de 2011

El mismísimo Candilejas

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(Artículo publicado el 8 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Tenía Candilejas una distribución confusa aunque extrañamente acogedora. Era un local pequeño, pintado casi todo él de negro, al que se entraba por una puerta chica, metálica y provista de mirilla, como si fuera la de una celda carcelaria. Tras ella, si mal no recuerdo, había una cortina o unos ropones de terciopelo negro o verde oscuro, como de cine antiguo y polvoriento, que pretendían amortiguar sin conseguirlo los ruidos y la música, al tiempo que velaban y escondían lo que tras ellos se ocultaba.


Entrar a Candilejas era algo tabú y casi prohibido, como la profanación de una cámara mortuoria o como alzar antes de tiempo el velo de la novia. A mano izquierda estaba el aseo, común para damas y caballeros, además de otros usuarios recién salidos del armario, pues como ya dije eran tiempos de transición, y más allá había una escarpada escalera de caracol que conducía a la entreplanta. Si osabas subir por ella llegabas a un altillo abocado al salón y al escenario, de techo tan bajo que apenas podías ponerte en pie, y amueblado con un par de sofás corridos y con tres o cuatro mesas y sillas. En la pared de la fachada, una ventana baja y estrecha se abría sobre la calle y era, junto con la puerta, la única ventilación del local. Ay, si aquel gallinero hablara, que no lo hará…


Otra vez abajo, luego de cruzar un angosto pasillo, se accedía al salón, si es que se puede llamar así a una estancia de tamaño más bien escaso que regular, oscura como el betún, con un techo alto y lejano como la noche, parte de la cual estaba ocupada por el escenario. A mano derecha estaba la barra y, tras ella, Lucio, serio como El Viti, ceremonioso como un obispo y estirado como un Cristo de El Greco. Era Lucio un personaje tan serio y circunspecto que te servía una copa como si estuviera administrando los Santos Óleos. En Candilejas eran pocos los que pagaban y muchos los que se olvidaban de hacerlo por una causa o por otra. A éstos últimos, un Lucio impasible les extendía en un papel una especie de cédula o reparandoria en la que hacía constar el nombre del deudor, el importe de la deuda y la fecha, y que luego almacenaba cuidadosamente en un rincón de la caja registradora del que nunca más volvería a salir. Hubo quien llegó a tener a su nombre más títulos que la Duquesa de Alba. Quien se sentía aquejado por problemas de conciencia, lo que ocurría en rara ocasión pues nadie le reclamó nunca nada, podía con la bendición apostólica de Lucio redimir su deuda sirviendo copas desde el lado opuesto de la barra a aquél en el que la había generado, en lo que era un claro ejemplo práctico del mecanismo penitenciario de redención de penas por el trabajo que defendiera la reformista Concepción Arenal, la misma que dijo aquello de “Hay que odiar el delito y compadecer al delincuente”.


Junto a la barra había una pequeña cabina protegida por un cristal que pudo haber sido pensada a modo de taquilla del pequeño teatro, pero que en realidad se usaba como puesto de control del sonido y las luces del local, al tiempo que guarida del dueño. Allí se guardaba la colección de música (esto ocurría durante el reinado de las cassettes) compuesta por varias docenas de grabaciones pirateadas entonces con impunidad absoluta. Frente a la barra, había otro sofá tapizado de negro que recorría la pared y que ocultaba en sus entrañas un tesoro que muy poca gente llegó a ver, una estrambótica colección de taladradoras eléctricas que Antonio guardaba allí, vaya usted a a saber por qué, junto con un viejo sable, un tomavistas, una trompeta y una infinitud de trastos y menudencias. El sofá corrido estaba flanqueado por unas cuantas mesas y otras cuantas sillas algo desvencijadas en las que tomaron asiento muchos y muy variados personajes de la Murcia de entonces y de la de después. Médicos, políticos, empresarios, catedráticos, escritores, abogados, jueces, periodistas y, desde luego, una curiosa y entrañable legión de desoficiados, cuya única y exitosa ocupación fue la de vestir de lentejuelas y oropel las noches de Candilejas.


Y por fin, al fondo del salón, se alzaba el escenario, silencioso y bizarro, como si fuera el altar mayor de aquel abominable templo negro, un escenario de bolsillo que llegó a ser el extraño y oscuro objeto del deseo de tantos y tan peculiares personajes como aquéllos que poblaron las noches de Candilejas. De este escenario nunca se pudo decir que echara alguna vez el telón, entre otras cosas porque carecía de él. Tampoco se pudo decir que en Candilejas se cobrara cantidad alguna a los actores, poetas y músicos que pisaron aquellas tablas gratuitas, ni a los espectadores que asistieron a las improvisadas funciones.


Todo, desde el altillo al escenario, hasta el espíritu de aquella colmena, había sido diseñado, construido y ensamblado por el propio Antonio de Béjar que era, igualmente, el arquitecto, el aparejador, el maestro de obras, el albañil, el fontanero, el electricista, el carpintero, el tapicero, el afinador de pianos, el pintor, el mueblista, el decorador, el mecenas y el ideólogo.


O sea, el padre de la criatura.

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