martes, 22 de marzo de 2011

Apokalypse

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(Artículo publicado el 22 de marzo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



Las catástrofes de Japón −un terremoto, un maremoto, varias tsunamis de fuerza destructora y una central nuclear vomitando radiactividad, todas al mismo tiempo y convertidas como no podía ser de otra manera en un impactante espectáculo mediático−, con ser muy graves, no son lo más preocupante que acontece en el mundo. Es cierto que desde hace unos años asistimos espantados a una sucesión acelerada de catástrofes más o menos naturales. A un terremoto le sigue otro y, a éste, un huracán o un tifón y, luego, una sequía espantosa, el desbordamiento de un gran río por las lluvias torrenciales y la paralización de todo un país a causa de la nieve. Y después, un maremoto, que es lo que produce esas olas gigantescas de fuerza devastadora; y la erupción de un volcán que borra del mapa ciudades enteras; y un incendio casi inextinguible que devora cientos de miles de hectáreas.


Alguien me dirá que eso ya pasaba antes y yo le diré que tal vez pasara, pero en lo que me asiste la memoria no recuerdo una acumulación tal de desastres, con tan elevado número de víctimas además. Es cierto que ahora, con los sistemas globalizados de comunicación, no se nos escapa una y que las zonas devastadas están más pobladas que antes. El crecimiento demográfico ha engendrado ciudades cancerosas e insostenibles y, especialmente en los países más pobres, hemos habitado los lugares más peligrosos, inestables e insalubres del planeta. Y ocurre también que las catástrofes ya no distinguen, como antes lo hacían, entre pobres y ricos, excepto en que a éstos últimos tal vez les cuestan menos vidas; pero la destrucción causada en el sudeste de Estados Unidos por el huracán “Katrina” o la del terremoto de Japón no son menores que las que originan los terremotos en Centroamérica o los ciclones en el sur de Asia. Y, sin embargo, a éstas últimas les prestamos mucha menos atención. Con resignación distraída aceptamos pagar el precio de nuestra insoportable levedad en Guatemala o en Haití, pero nos rebelamos si se nos quiere cobrar en la ciudad de Los Ángeles o en la costa de Japón.


Ahora que mueren menos hombres a causa de las guerras −las hacemos muy civilizadas, con resolución de la ONU y todo, con carácter selectivo y causantes sólo de efectos colaterales, y hasta las bautizamos con nombres de perfume hortera como “Tormenta del Desierto”, “Libertad Duradera” y “Odisea del Amanecer”−, diríase que el Segundo Jinete, el del caballo rojo, anda de capa caída y que la Naturaleza se ha tenido que ocupar ella misma de aligerar su sobrecarga humana. La alarma nuclear ha provocado que el Comisario alemán de la Energía haya pronunciado el término fatídico Apokalypse, la temible palabra griega que significa en origen revelación pero que se ha vuelto sinónimo de devastación y de exterminio. Dicho así, en alemán, con la tremenda eficacia que le otorga la ka intermedia, la palabra suena aún más terrible que en inglés o en español, en cuyo idioma hemos procurado además sustituirla por eufemismos como la expresión “la fin del mundo” que emplea El Quijote, o el “acabose” del español castizo.


Decía al principio que lo que más nos preocupa son estas catástrofes de enorme repercusión mediática y, sin embargo, lo que más grave que está ocurriendo en este mismo instante es algo con lo que nos hemos acostumbrado a vivir −miramos simplemente hacia otro lado−, y que difícilmente nos quita el sueño ya que apenas ocupa espacio en los telediarios, entre otras cosas porque ese tipo de noticias resultan muy desagradables a la hora de comer. Está causado en parte por los mismos agentes que originan todas estas catástrofes naturales, los fenómenos meteorológicos sucesivos conocidos como El Niño y La Niña, pero tiene además otras raíces como, por ejemplo, la crisis alimentaria desatada por la creciente demanda de carne de las nuevas clases medias de La India y China y por la demanda mundial de biodiesel para tranquilizar la conciencia ecologista de los países industrializados.


Se trata del Hambre, del Tercer Jinete, el que monta el caballo negro. El hambre, que hace morir cada año en el mundo a cinco millones de niños, uno cada seis segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. El hambre, que atenaza a mil millones de personas en el planeta. El hambre, que está, no les quepa a ustedes la menor duda, detrás de las revueltas sociales que se suceden en los países musulmanes del norte y del centro de África a las que, desde nuestro mullido sillón, bautizamos con cursis nombres de flores. No, no es la democracia. Como decía aquel famoso eslogan de campaña, es el hambre, estúpido, la que está derribando los gobiernos. Es el hambre, la necesidad más primaria del hombre, la que hará temblar los cimientos del mundo.


En efecto, la verdadera noticia, la noticia más alarmante, es el regreso de la famélica legión que, por cierto, nunca se fue.


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